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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO XXXV
DE CÓMO QUEVEDO, SIN DECIR NADA AL REY, LE HIZO CREER QUE LE HABÍA DICHO MUCHO

Felipe III atravesó con impaciencia el pasadizo secreto que ponía en comunicación su cuarto con el de la reina.

Halagaba al rey el hacer alguna cosa por sí propio; tan acostumbrado estaba á la tutela de Lerma desde muy joven.

El recibir en audiencia reservada, sin conocimiento de su ministro-duque, á un hombre tan peligroso como Quevedo, parecíale un acto de verdadera soberanía, una emancipación monstruosa.

Y todo esto lo pensaba la conciencia íntima del rey; esa voz misteriosa que parece pertenecer al instinto, que nunca nos engaña, y que sería nuestro mejor guía si oyésemos su voz, en vez de oír la de nuestra conciencia artificial, producto de nuestra posición, de nuestras costumbres y de nuestras inclinaciones.

Con arreglo á esto que nosotros llamamos, no sabemos si con demasiado atrevimiento, conciencia artificial, el rey don Felipe III se había creído siempre rey, rey en el uso expedito de su soberanía, por más que su conciencia íntima le dijese: tú eres un instrumento de tu favorito; tú eres un pretexto; eres un esclavo de tu debilidad, de tu nulidad.

Y esta conciencia íntima era la que hablaba al rey cuando se dirigía del cuarto de la reina al suyo por el pasadizo oculto.

Cuando entró en su dormitorio cerró cuidadosamente la puerta secreta, y se encaminó con paso majestuoso á su cámara.

Llamó, y mandó que en llegando don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago, etc., le introdujeran.

En seguida se sentó junto á la mesa, y abrió su libro de devociones.

No tardó mucho un gentilhombre en decir á la puerta de la cámara:

– Señor: don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago, señor de la Torre de Juan Abad.

– Y pobre – dijo entrando en la real cámara Quevedo.

Se detuvo el gentilhombre y Quevedo adelantó.

El rey seguía leyendo, como si no hubiera visto á Quevedo.

Este llegó junto al rey, y se arrodilló.

– Sacra, católica, majestad – dijo con voz hueca y vibrante.

Volvió el rey la cabeza, miró con suma majestad á Quevedo, y le presentó la mano.

Quevedo la besó respetuosamente.

– Alzad, don Francisco – dijo el rey.

Quevedo se puso de pie.

El rey esperaba á que Quevedo hablase, pero Quevedo se mantuvo mudo é inmóvil como una estatua, pero con la mirada fría y fija en el rey.

El rey se sentía mal ante aquella mirada, vista por aquellas antiparras.

– ¿En qué pensáis, don Francisco? – dijo el rey por decir algo.

– Estoy contemplando á la monarquía, señor – contestó Quevedo – ; contemplando en vuestra majestad á la gran monarquía española en ropilla.

Frunció el rey el entrecejo.

– ¿Y era todo eso lo que teníais que decirme con tanto empeño?

– Sí, señor.

– Pues si ya me lo habéis dicho, idos – dijo un tanto contrariado el rey.

– Si vuestra majestad me lo permite, le diré más.

– Decid.

– Digo, que me espanta el que pueda decir á vuestra majestad algo.

– ¡Ah! – dijo el rey – ¿y por qué os espanta eso?

– Porque á la verdad, hablo con vuestra majestad por compromiso.

– ¡Oh! – repitió el rey.

– Y espántame que yo me vea comprometido á hablar con vuestra majestad…

– Explicáos…

– He estado preso en San Marcos.

– ¡Ah! ¿habéis estado preso?

– Sí, señor.

– ¿Qué delito cometísteis?

– El ser ciego y no andar con palo; me dí con una esquina en las narices.

– Dicen que sois hombre de ingenio.

– Eso he oído decir; pero acontéceme, señor, que ahora que estoy hablando con vuestra majestad, no me le hallo; si alguna vez tuve ingenio me lo han robado.

– Dijéronme que os era urgentísimo hablarme.

– Y tan urgente, señor, que solamente con veros se me ha pasado la urgencia.

– Pues os digo que no os entiendo.

– No es fácil, porque yo no me entiendo tampoco.

– Paréceme que habéis venido para algo.

– Indudablemente, señor, he venido para irme.

– Pero… ¿por qué habéis venido?

– Por venirme á cuento.

– ¿Pero qué cuento es el vuestro?

– Es, señor, un cuento de cuentos.

– Pues empezad.

– Ya he concluído.

– ¡Pero si no me habéis contado nada!

– Si vuestra majestad quiere contaré las palabras.

– ¡Don Francisco! – exclamó con irritación el rey.

– ¡Señor! – contestó Quevedo inclinándose profundamente.

– ¿No tenéis nada de qué quejaros?

– Quéjome de mi fortuna.

– ¿Ni nada tenéis que pedir?

– Sí, por cierto, señor; todos los días pido á Dios paciencia.

El rey se calló y abrió de nuevo su devocionario.

Quevedo permaneció inmóvil con el sombrero echado al costado derecho y la mano izquierda puesta sobre los gavilanes de la espada.

Esta situación duró algún tiempo.

– Permita Dios que se duerma – dijo Quevedo para sí – , no sé ya qué decir á su majestad… y es necesario que la reina se prepare… en mi vida ni en muerte, espero verme en tanto apuro. ¡Gran rey el nuestro! por menos de lo que yo estoy haciendo azotan á otros.

– ¡Aún estáis ahí! – dijo el rey levantando del libro los ojos.

– Esperaba, señor, que me mandárais irme.

– Pues idos enhoramala – dijo el rey, y volvió á su lectura.

– Aún es pronto – dijo Quevedo – ; todo se reduce á que este imbécil se acuerde de que es rey y me encierre. Espérome.

Pasó otro gran rato: el rey murmurando sus devociones, Quevedo inmóvil delante de él.

Había bien pasado una hora desde que el rey recibió á Quevedo.

Levantó otra vez los ojos del libro, y exclamó:

– ¡Por San Lorenzo! ¿no os dije que os fuérais?

– Ocurrióseme, señor, pediros que me perdonáseis por haber malgastado el precioso tiempo de vuestra majestad, y como vuestra majestad había vuelto á sus devociones…

– Pues antes de que vuelva otra vez, idos… idos… y perdonado y vuelto á perdonar, con tal de que no se os ocurra en vuestra vida el volver á pedirme audiencia.

– Beso las reales manos de vuestra majestad – contestó Quevedo, y salió.

– ¿Qué habrá querido decirme don Francisco? – dijo el rey cuando se quedó solo – ; indudablemente me ha dicho algo, y algo grave; pero es el caso que yo no lo he entendido. Estos hombres de ingenio son crueles. ¿Pero qué habrá querido decirme? quitando lo de la monarquía en ropilla, que creo que quiere decir que el reino anda medio desnudo, no le he entendido más. Y de seguro… me ha dicho algo… ¡pero ese algo!.. ¡ese algo!..

El rey se quedó hecho un laberinto de confusiones, y creyendo de buena fe que Quevedo le había dicho grandes cosas, que él no había podido entender.

Entre tanto Quevedo iba soplándose los dedos por las crujías del alcázar.

– Bendito mi amor sea – exclamaba – , que me obligó á pedir al tío Manolillo que me abriese la gatera. Mi deseo por ver descuidada y sola conmigo mismo á mi doña Catalina, me ha traído á saber el grande apuro en que se halla la pobre mártir, la infeliz Margarita de Austria. Enredo, enredo y siempre enredo.

Y el buen ingenio seguía adelante.

– Y ¡vive Dios, que ya sudaba!.. no sabía cómo seguir diciendo al rey palabras y no más que palabras. Si se hubiera tratado de otro marido, ¡bah! la caridad es más difícil á veces de lo que parece. ¡Pero qué rey… señor! ¡qué rey!

De repente Quevedo se detuvo y escuchó con atención.

Había oído un siseo.

El siseo volvió á repetirse.

– De aquella reja sale, y nadie hay presente más que yo. Llámanme, pues: acudo. ¿Es á mí?

– Sí por cierto – contestó la condesa de Lemos, entreabriendo la reja.

– ¡Ah, lucero de mi obscura noche! – exclamó Quevedo – ; creo que mi pensamiento me ha traído por tan buen camino, como que en él había de encontraros.

– No podíais pasar por otra parte.

– ¿Me esperábais?

– Con ansias del corazón.

– No digáis eso, si no queréis verme loco.

– Aunque mucho os amo, que bien lo sabéis, no por vuestro amor son mis ansias, que de él estoy segura, sino por ella.

– ¿Por la ella del enredo?

– Sí; ¿cómo os ha ido con el rey? Me dejásteis temblando.

– Y allá se queda él confuso.

– ¿Tanto le habéis dicho?

– Al contrario, no le he dicho nada. Pero decidme, ¿por qué ansiais?

– Porque vayáis á ver al momento á doña Clara de Soldevilla.

– ¿A tan hermosa dama me enviáis?

– Vos podéis ir á ella sin que yo os envíe.

– Me estoy bien donde me quedo… ¿Llámame doña Clara?

– Sí.

– Correo soy de seguro.

– Para correo habéis nacido.

– Por mi mala estrella; que los portes pueden ser tales, que de buena voluntad se perdonen.

– Sois hombre afortunado.

– Decidme, ¿dónde está mi fortuna, ya que habéis dado con ella?

– ¿Pues qué, no os amo yo?

– ¡Si se muriera uno!

– Dadle por muerto. Pero id, id, don Francisco, que creo que importa más de lo que pensamos.

– Adiós, pues, señora mía. Con que me digáis dónde vive doña Clara, me dejo con vos el alma y allá me emboco.

– Más allá de la galería de los Infantes, en aquella galería obscura.

– ¿En la de anoche?..

– Sí, frente á aquellas escaleras.

– ¡Ah! ¡frente á las escaleras aquellas! no he de perderme con tales señas. Quedad con dios, señora mía, y tratadme bien el alma, que con vos se queda.

– ¡Ay, que os lleváis la mía! Adiós.

La condesa sacó una mano por la abertura de las maderas, y Quevedo la besó suspirando.

– Adiós – dijo, y se alejó.

La reja se cerró silenciosamente.

Poco después Quevedo llamaba á la puerta del aposento de doña Clara.

Aquella puerta se abrió al momento.

Encontró á doña Clara sobreexcitada, encendida, inquieta, con la mirada vaga, con todas las señales de una inquietud cruel.

 

– Vos lo sabéis todo, don Francisco – dijo la joven con anhelo.

– Lo sé, señora, y lo sé tanto, como que aún estoy dudando de ello.

– No os pregunto cómo lo sabéis, no tengo tiempo para nada, ni cabeza; me estoy muriendo; sobre mí vienen…

– Las culpas ajenas os premian.

– ¿Qué decís?

– ¡Si le amáis!

– ¡Dios mío! pero… yo hubiera vencido esta afición…

– ¿Y á qué vencerla?

– ¿Podéis ver esta noche á vuestro amigo?

– ¿A Juan?

– Sí – contestó con esfuerzo doña Clara.

– Lo veré, si vos queréis.

– ¿Sabéis dónde está?

– Está donde le han arrojado vuestros desdenes.

– ¿Y le sacarán de allí mis favores?

– ¡Oh! vos, señora, podéis sacar un alma en pena del purgatorio.

– Bien sabe Dios que me sacrifico por su majestad.

– O no os conocéis, ó no me conocéis, señora – dijo gravemente Quevedo.

– No os entiendo, don Francisco.

– Estáis desconfiando de vos misma, y desconfiáis de mí; vos, señora, sois una valiente, una generosa, una noble joven; vuestra alma es toda caridad; os sacrificáis por una mártir; dobláis vuestro orgullo de mujer, exponéis vuestro corazón, arrostráis la cólera de vuestro padre; Dios os premiará, yo os reverencio y os admiro.

– Me veo obligada á casarme con vuestro amigo por salvar á su majestad de unas apariencias que podían perderla; cierto es que vuestro amigo me ha interesado el corazón, no os lo niego, pero le conozco poco; el paso que voy á dar es decisivo; ¿le conocéis vos, don Francisco? ¿estáis seguro de que su galanteo con esa comedianta pasará en el momento en que le abra mi corazón? ¡decidme, por Dios, cuánto pierdo ó cuánto gano en mi sacrificio!

– Juan es un rey sin corona, doña Clara: para Juan sois sola; Juan es sólo para vos.

– Explicadme mejor…

– Quiero decir que Juan, tal como Dios ha querido que sea, necesita una mujer tal como vos. Que vos, tal como Dios os ha formado, necesitáis un hombre como Juan. Que, en fin, habéis nacido el uno para el otro. Por eso os habéis amado en el punto en que os habéis visto; por eso Dios ha querido que sea inevitable vuestro casamiento.

– Pero mi padre…

– Vuestro padre ¡vive Dios! se dará por muy contento con que os caséis de tal modo, y tales andan las cosas, que más servís para envidiada que para envidiosa.

– ¡Ah, os creo! ¡os creo, porque sois caballero y cristiano, y no me engañáis! os creo, y creyéndoos soy feliz. Tomad, don Francisco, tomad; esta carta es para vuestro amigo.

– Ya sabía yo que había de ser correo; pero no importa. Sólo siento una cosa.

– ¡Qué!

– Que acaso no podréis ver á mi amigo tan pronto como quisiérais.

– ¿Y por qué?

– Acaso no podáis verle hasta después de la media noche.

– En ese caso se dará orden para que le abran el postigo de los Infantes á cualquier hora que llegue.

– La señal.

– El capitán Juan Montiño.

– ¡El capitán!

– Tengo para él una provisión de capitán de la guardia española.

– ¡Ah! ¡pues me pesa! ¡se necesita para que os caséis con él, de la licencia del rey!

– No paséis pena por eso.

– El rey os ama.

– El rey está ya bien curado.

– ¿Y… cuándo pensáis casaros con mi amigo?

– Si él consiente… pronto… muy pronto.

– ¿Será cosa de prepararlo para que no le haga mal el susto?

– ¡Oh! no, no tanto. Y os agradecería que me hiciéseis un favor.

– ¿Cuál?

– ¿Me dais vuestra palabra de que me lo concederéis?

– Dóiosla y ciento, mil.

– No digáis una sola palabra de lo que hemos hablado de él á vuestro amigo.

– Otorgo.

– Y quisiera que…

– Sí; que vaya á cumplir mi oficio cuanto antes.

– No, no es eso; que viniérais con vuestro amigo.

– Vendré; y adiós, señora.

– Adiós.

Quevedo salió pensativo y cabizbajo murmurando:

– ¡Pobre Dorotea! ¡ella también le ama con todo su corazón!

Apenas salió Quevedo cuando doña Clara se dirigió al cuarto de la reina y dijo á la condesa de Lemos:

– Hacedme la merced, señora, de decir á su majestad que quiero hablarla al momento.

CAPÍTULO XXXVI
DE CÓMO EL PADRE ALIAGA PUSO DE NUEVO SU CORAZÓN Y SU VIRTUD Á PRUEBA

Cuando el confesor del rey salió de la cámara de la reina, al verse en las galerías del alcázar medio alumbradas, y por consecuencia medio á obscuras, solo, sin otro testigo que Dios, la entereza del desgraciado se deshizo; vaciló, y se apoyó en una pared.

Y allí, anonadado, trémulo, lloró… lloró como un niño que se encuentra huérfano y desesperado en el mundo.

Y lloró en silencio, con ese amargo y desconsolado llanto de la resignación sin esperanza, muda la lengua y mudo el pensamiento, cadáver animado que en aquel punto sólo tenía vida para llorar.

Pero esto pasó; pasó rápidamente, y se rehizo, buscó fuerzas en el fondo de su flaqueza, y las encontró.

– Sigamos hacia nuestro calvario – dijo – , sigamos con valor; apuremos la copa que Dios nos ofrece, y dominemos este corazón rebelde… que obedezca á su deber ó muera: que Dios no pueda acusarnos de haber dejado de combatir un solo momento.

Se irguió, serenó su semblante, y se encaminó al lugar donde le esperaba el tío Manolillo.

El bufón le salió al encuentro.

– ¿Ha venido? – dijo el padre Aliaga.

– He tenido que engañarla; ahora mismo la estoy engañando.

– ¡Engañando!

– Sí, por cierto; la tengo escondida en mi chiribitil, en el agujero de lechuzas, que me sirve de habitación hace treinta años.

– ¿Y por qué la engañáis?

– Si no fuera por sus celos, ella no hubiera venido; la he asegurado de que vería entrar á su amante en el aposento de doña Clara Soldevilla.

– ¡Su amante! ¿y quién es su amante?

– El señor capitán don Juan Girón y Velasco.

– ¡Ah, ese joven! – exclamó con un acento singular el religioso.

– Aquí hay una escalera – dijo el bufón – , y no hubiera querido traeros por estos polvorientos escondrijos, pero vos habéis deseado conocerla… asíos á las faldas de mi ropilla.

Empezaron á subir.

– ¿Sabéis – dijo el bufón – que hay esta noche gente sospechosa en palacio?

– Lo sé, y la Inquisición vigila.

– ¿Dónde creéis que estén esas gentes?

– En el patio.

– Algo más adentro; mucho me engaño, si por los altos corredores de mi vivienda no anda el sargento mayor don Juan de Guzmán…

– ¡Ese miserable!

– Y si no le acompaña el galopín Cosme Aldaba. Hame parecido haberlos oído hablar en voz baja á lo último del corredor.

–¿Y qué pensáis de eso?

– Temo mucho malo.

– ¿Contra quién?

– Contra la reina.

– ¡Ah!

– No os asustéis, yo estoy alerta.

– Será preciso prender á esos miserables.

– Dejémoslos obrar, no sea que prendiéndolos perdamos el hilo. Por lo mismo, y porque no puedan veros y conoceros, y alarmarse, os traigo á obscuras; por la misma razón, ya que estamos cerca de lo alto de las escaleras, callemos.

Siguió á la advertencia del bufón un profundo silencio.

Sólo se oían sobre los peldaños de piedra los recatados pasos del religioso y del tío Manolillo.

En lo alto ya de las escaleras, atravesaron silenciosamente un trozo de corredor, y el bufón se detuvo y llamó quedito á una puerta.

Oyéronse dentro precipitados pasos de mujer, y se descorrió un cerrojo.

La puerta se abrió.

El padre Aliaga sólo pudo ver el bulto confuso de la persona que había abierto, porque el aposento estaba obscuro; pero oyó una anhelante y dulce voz de mujer que dijo:

– ¿Ha venido ya?

– No, hija mía – dijo el bufón – , y según noticias mías, no vendrá esta noche. Pero, pasa, pasa al otro aposento, que no es justo que hagamos estar á obscuras á la grave persona que viene conmigo.

– ¿Quién viene con vos, tío?

– El confesor de su majestad el rey.

– ¡Ah! ¡El buen padre Aliaga!

– ¿Me conocéis? – dijo fray Luis entrando en el mismo aposento en que en otra ocasión entró Quevedo con el tío Manolillo.

– Os conozco de oídas; delante de mí han hablado mucho de vos el duque de Lerma y don Rodrigo Calderón.

Al entrar en un espacio iluminado, el padre Aliaga miró con ansia á la comedianta; al verla, dió un grito.

– ¡Ah! – exclamó – ; ¡es ella! ¡Margarita!

– Os habéis engañado, señor – dijo la Dorotea – ; yo no me llamo Margarita.

– Es verdad – dijo el padre Aliaga – ; vos no os llamáis Margarita, pero ese mismo nombre tenía una infeliz á quien os parecéis como vos misma cuando os miráis al espejo. ¡Oh Dios mío, qué semejanza tan extraordinaria!

– Miren qué casualidad – dijo el bufón – , que tú, hija mía, hayas querido venir al alcázar, que el reverendo fray Luis de Aliaga haya querido venir á mi aposento, y que este santo varón encuentre en ti una absoluta semejanza con otra persona.

La Dorotea miraba fijamente al padre Aliaga.

– ¡No me conocíais! ¡No me habéis visto antes de ahora! – dijo la Dorotea, que comprendía en la mirada del fraile, fija en ella, algo de espanto, mucho de anhelo y muchísimo de afecto.

El bufón se anticipó al padre Aliaga.

– No, hija mía, no; este respetable religioso no te conocía ni de nombre.

– Me estáis engañando – dijo de una manera sumamente seria la Dorotea.

– No, hija mía, no – dijo el padre Aliaga – ; pero me extraña ver en el aposento del tío Manolillo, y á estas horas, una mujer tal como vos.

La Dorotea sacó su labio inferior en un gracioso mohín, que tanto expresaba fastidio como desdén, por la observación de fray Luis.

– ¿Os une algún parentesco con esta joven, Manuel?

– Os diré, fray Luis: sí y no; soy su padre y no lo soy; no lo soy, porque ni siquiera he conocido á su madre, y lo soy, porque no tiene en la tierra quien haga para ella oficio de padre más que yo.

– ¿Y vos habéis conocido á vuestros padres, hija mía?

– No, señor – dijo la Dorotea – ; me he criado en el convento de las Descalzas Reales; recuerdo que, desde muy niña, iba todos los días á visitarme el tío Manolillo; yo lo creía mi padre; pero cuando estuve en estado de conocer mi desdicha, me dijo el tío Manolillo: «Yo no soy tu padre; te encontré pequeñuela y abandonada…»

– ¡Y no te he mentido, vive Dios! En la calle te encontré – dijo el bufón.

– ¡Válgame Dios! – dijo el padre Aliaga – ; ¿pero en qué os ejercitáis, que baste á costear honradamente esas galas y esas joyas?

– ¿Quién habla aquí de honra? – dijo la Dorotea, cuyo semblante se había nublado completamente – . ¿A qué este engaño? ¿A qué ha subido á este desván? Demasiado sabéis, padre, que soy comedianta, y menos que comedianta… una mujer perdida. Bien, no hablemos más de ello… Pero sepamos… sepamos á qué he venido yo aquí y á qué habéis venido vos.

– ¡Oh, Dios mío! – exclamó el padre Aliaga, levantando las manos y el rostro al cielo, dejando caer instantáneamente el rostro sobre sus manos.

Pero esto duró un solo momento.

El religioso volvió á levantar su semblante pálido, melancólico y sereno.

– ¡Vos me conocéis!.. – exclamó la Dorotea – más que eso… Vos conocéis á mis padres… ó los habéis conocido… Mi madre se llamaba Margarita.

– Es verdad.

– ¿Y dónde está mi madre? – preguntó juntando sus manos y con voz anhelante Dorotea.

– ¡En el cielo! – contestó con voz ronca el bufón.

– ¡Ah! – exclamó la Dorotea.

Y dejó caer la cabeza, y guardó por algunos segundos silencio.

Luego dijo con doble anhelo:

– ¡Pero mi padre!..

– ¡Tu padre!.. – dijo el bufón – ¿quién sabe lo que ha sido de tu padre?

– Sentáos, hija mía, sentáos y escuchadme – dijo el padre Aliaga.

Dorotea se sentó, y esperó en silencio y con ansiedad á que hablase el padre Aliaga, que se sentó á su vez en el sillón aquel que en otros tiempos había servido al padre Chaves para confesar á Felipe II.

– No os habéis equivocado, hija mía – dijo el confesor de Felipe III – ; se os ha traído aquí con engaño… mi carácter de religioso me vedaba entrar en vuestra casa.

– El engaño, sin embargo, ha sido cruel. Sin él hubiera yo venido… pero ya está hecho; continuad, señor, continuad; os escucho.

– Os encontráis en unas circunstancias gravísimas. Lo que voy á deciros, debéis olvidarlo; debéis olvidar que os habla el inquisidor general.

– ¡Dios mío! – exclamó la joven poniéndose de pie, pálida y aterrada.

– Nada temáis; el inquisidor general, tratándose de vos, y por ahora, ni ve, ni oye, ni siente; más claro: en estos momentos no soy para vos más que el hermano adoptivo de vuestra madre.

 

– ¡Dios mío! – repitió Dorotea juntando las manos.

– Yo amé mucho á vuestra madre… no he podido olvidarla aún… la robó un infame de la casa de sus padres… yo fuí el último de la familia que escuchó su voz… Después… no la he vuelto á ver… pero la estoy viendo en vos… en vos, que sois su semejanza perfecta.

– Creo que me parezco tanto á mi madre en la figura como en la suerte.

– De vuestra suerte nos importa hablar. Estáis acusada á la Inquisición.

– ¡Acusada á la Inquisición! – exclamó el tío Manolillo poniéndose delante de la joven como para defenderla – ; ¡acusada á la Inquisición! ¿y por qué?

El padre Aliaga no quiso comprometer á doña Clara Soldevilla, arrojar sobre su cabeza el odio del bufón, y contestó:

– Por las inteligencias con un hombre, en el cual, según me he informado, está puesto y siempre vigilante el ojo del Santo Oficio: con un tal Gabriel Cornejo…

– ¡Con ese miserable! – exclamó el bufón – ; ¿tienes tú conocimiento con ese miserable, Dorotea?

– Sí – contestó la joven – ; le he buscado… porque creía amar á un hombre… desconfiaba de él… necesitaba un bebedizo… pero yo soy cristiana, señor, yo creo en Dios, yo le adoro – exclamó llorando la Dorotea.

– Os he asegurado que nada tenéis que temer – dijo el padre Aliaga – ; pero es necesario que cambiéis de vida; que dejéis el teatro, y no sólo el teatro, sino el mundo.

– El teatro, sí – dijo la Dorotea – ; sin que vos me lo aconsejárais estaba resuelta á ello… pero el mundo… el mundo no; en el mundo… fuera del claustro está mi felicidad; está él, y él me ama…

– Ese caballero no puede ser vuestro esposo; ese caballero no puede amaros.

– ¡Ah! ¡le conocéis…! ¡os ha enviado él…! ¡ama á la otra…! ¡ama á doña Clara…! ¡y se casará con ella…! ¡oh! ¡no! ¡no se casará! ¡será necesario para ello que me haga pedazos la Inquisición!

– ¡Oh, Dios mío! – exclamó á su vez el padre Aliaga.

– ¿Pero qué te ha dado ese hombre? – exclamó con irritación el tío Manolillo – ; ¿qué te ha dado que te ha vuelto loca?

– Me ha dado la vida y el alma, porque yo no sabía lo que era vivir, lo que era tener alma, lo que era amar, hasta que le he visto, hasta que le he oído.

– ¡Y con esa vehemencia tuya le habrás hecho tu amante! – dijo el bufón.

– No… no… y mil veces no; para él no soy una mujer perdida.

– ¿Pero qué felicidad podéis encontrar, hija mía, en unos amores ilícitos? – dijo el padre Aliaga – ; ¿por qué ligar á vos á un joven noble y digno…? ¿por qué dar ocasión á que mañana se avergüence…?

– Me estáis desgarrando el corazón – exclamó con una angustia infinita la Dorotea – ; me estáis repitiendo lo que me dice mi conciencia.

El rostro del bufón, mientras dijo la joven estas palabras, se había ido poniendo sucesivamente y con suma rapidez, pálido, verde, lívido.

– Es verdad – dijo con la voz opaca y convulsiva – ; decid á una pobre niña abandonada de todo el mundo: sé fuerte, renuncia al amor, que es tu vida, porque la desgracia te ha hecho indigna del amor de un hombre honrado; ensordece, cuando puedas escuchar palabras de consuelo; ciega, cuando el sol de la felicidad nace para ti; muere, cuando empiezas á vivir; no, Dorotea, no; tú vivirás; porque Dios quiere que vivas; tú amas á ese hombre; ese hombre será para ti… ó para nadie… y cuenta con que el Santo Oficio se ponga frente á frente del bufón.

– ¡Manuel! ¡estáis loco! – exclamó el padre Aliaga.

– No, no estoy loco; pero todos los que tienen algún poder abusan de él; no en balde he pasado cincuenta años en este alcázar; nací en un desván de él, y el alcázar me conoce y me confía sus secretos; yo soy también poderoso, yo puedo decir al rey… sí… sí por cierto… yo puedo decirle: hay un hombre… un señor grave… que parece un santo… y oye, Felipe: ese hombre tiene el corazón como yo… y como el otro… y como el de más allá… es un embustero con máscara… es una virtud de comedia… es mentira… ese hombre ama á tu Margarita… observa, observa á ese hombre cuando esté delante de tu esposa… ese hombre no vela por la reina por lealtad, ni por virtud… sino por amor… por un amor dos veces adúltero, por un amor sacrílego.

– ¡Ese hombre que dice el tío Manolillo, sois vos! – dijo la Dorotea, pálida, sombría, señalando con un dedo inflexible la frente del religioso.

– Yo… ¡Dios mío! ¡yo, que amo á su majestad!

– Y si ocultáis vuestro amor, si le devoráis… porque al fin ella es una mujer casada, y vos sois un fraile; si tenéis la virtud de sufrir en silencio vuestro infierno; si sabéis cuánto ofendéis á Dios, porque os está prohibido amar á otro que á Dios y amáis á vuestra reina… si sabéis que puede llegar un día en que blasfeméis, y en que la blasfemia os condene… ¿por qué queréis que una mujer libre engañe á Dios y se encierre en un claustro, y dentro de él sufra un infierno de amor, y blasfeme, y se condene también? Yo… puedo servirle, amarle con toda mi alma sin ofender al mundo, porque no soy casada; sin ofender á Dios, porque no soy esposa de Dios. Y haced de mí lo que queráis: prendedme, matadme, llevadme á la hoguera… Dios sabe que no le he ofendido, que le adoro, que creo en Él. Dios dará su gloria á quien ha sufrido tres veces el martirio.

– La Inquisición no te tocará, no te acusará á ti. ¿No es verdad, padre, que la Inquisición no se atreverá á ella?

Las últimas palabras del tío Manolillo eran un rugido amenazador.

– ¡Dejadme! – exclamó el padre Aliaga – ¡dejadme, y que Dios tenga piedad de los tres!

Y salió desalentado.

– Esperad, voy á alumbraros y á guiaros, fray Luis; ¡bah! eso pasará, nos entenderemos y seremos los más grandes amigos del mundo. ¡Ah, ah! tú te quedas aquí, hija mía. No llores, que no hay para qué. Vamos, padre Aliaga.

El bufón salió y cerró la puerta exterior.

Después de cerrarla se detuvo.

– Juraría – dijo – que al llegar á la puerta por la parte de adentro, he sentido pasos silenciosos, pero precipitados, que se alejaban. No importa, yo volveré y veremos lo que esto significa. Dadme la mano para que os guíe, fray Luis.

El padre Aliaga dió á tientas la mano al bufón.

– Estáis muriendo, padre; vuestra mano está fría como la de un muerto – dijo el bufón al sentir el contacto de aquella mano.

El padre Aliaga no contestó.

El bufón le llevó por donde le había traído.

Al llegar á la galería de los Infantes, le soltó.

– Desde aquí – dijo – sabéis salir del alcázar. Pero una palabra antes de que nos separemos: tened compasión de ella, tened compasión de vos mismo, tenedla, por Dios, de mí.

El padre Aliaga se alejó en silencio y con la cabeza baja.

– Acaso he sido imprudente – dijo el bufón estremeciéndose – , acaso he sido injusto; ¡Dios mío! cuando se trata de ella me vuelvo loco.

El tío Manolillo volvió á tomar en silencio el camino de su mechinal.

Antes de llegar á su puerta se detuvo.

– Es necesario que yo vea – dijo – qué gentes andan por aquí esta noche.

Y abrió la puerta, entró, encendió una lámpara y salió á los corredores sin hablar con Dorotea, que estaba replegada y llorando en un rincón.

El tío Manolillo recorrió y examinó minuciosamente la parte alta de aquel departamento.

A nadie encontró por más que registró todos los escondrijos.

– Vamos – dijo – , sería el viento.

Y siguió adelante hacia su vivienda.

Al pasar por delante de la puerta del cuarto del cocinero mayor, se detuvo; había oído la voz de Francisco Martínez Montiño, que decía:

– Aseguradle bien, que pesa mucho, hijos, y tapadle de modo que no se conozca que es un cofre; vosotros dos no os separéis de mí; las manos en las espadas, y que se conozca, si llega el caso, que sois un par de buenos mozos de la guardia española.

– Descuide vuesa merced, señor Francisco – dijo una voz franca y ligera – , que aunque vengan muchos y buenos, vive Dios que no nos han de robar.

A seguida el bufón oyó el ruido de una llave en la cerradura, y apagó la luz y se retiró precipitadamente al hueco de una puerta inmediata y se embebió en él cuanto pudo y escuchó con profunda atención.

Se abrió la puerta y salió el cocinero; tras él, dos hombres que conducían, puesto sobre dos palos, un bulto al parecer pesado, y luego dos soldados de la guardia española, á juzgar por sus armas y por sus coletos rojos.

El cocinero mayor volvió á cerrar la puerta.

Él y los cuatro hombres se alejaron.

Iba á seguirlos el bufón, cuando sintió pasos tras sí á muy poca distancia.

Embebióse más en la puerta, y desenvainó su puñal.

– Cosme, hijo, síguelos – dijo una voz muy conocida del tío Manolillo – ; yo me quedo aquí; abajo en la plaza están los otros; quitadle lo que lleve, y que no se diga que os ponen miedo esos fanfarrones de los coletos encarnados.

Alejáronse los pasos, y se perdió la voz á lo largo de los estrechos corredores.

– ¡El sargento mayor don Juan de Guzmán! – dijo el tío Manolillo – . Van por la crujía larga; rodeando yo por la derecha, les gano la delantera; para algo estaban aquí estos bribones; no me había yo engañado; pues bien: veamos qué es esto… pero ¿y Dorotea?.. no importa… yo volveré.

Y luego se oyeron los rápidos pasos del bufón.

Si hubiera seguido tras el sargento mayor, se hubiera visto obligado á pasar por la puerta de su aposento.