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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO XXVII
EN QUE SE VE QUE EL COCINERO MAYOR NO HABÍA ACABADO AÚN SU FAENA AQUEL DÍA

En el mismo punto en que el confesor del rey salía del monasterio de Atocha, salía del de las Descalzas el cocinero mayor.

Todo aquel tiempo, es decir, el que había transcurrido desde la ida de Francisco Montiño de un convento á otro, lo había pasado Montiño bajo la presión despótica de la madre Misericordia.

El haberse quedado Quevedo con la carta de la abadesa para Lerma, había procurado al cocinero mayor aquel nuevo martirio.

Porque cada minuto que transcurría para él fuera de su casa, era un tormento para el cocinero mayor.

Aturdido, no había meditado que necesitaba dar una disculpa á la madre abadesa, por aquella carta que la llevaba del padre Aliaga. Montiño no sabía lo que aquella carta decía; iba á obscuras.

Esto le confundía, le asustaba, le hacía sudar.

Si decía que Quevedo le había quitado la carta, se comprometía.

Si decía que la había perdido… la carta podía parecer y era un nuevo compromiso.

Si rompía por todo y no llevaba aquella carta á la abadesa, ni volvía á ver al duque de Lerma, y se iba de Madrid…

Esto no podía ser.

Estaba comprometido con el duque.

Estaba comprometido con la Inquisición.

Montiño se encontraba en el mismo estado que un reptil encerrado en un círculo de fuego.

Por cualquier lado que pretendía salir de su apuro, se quemaba.

Decidióse al fin por el poder más terrible de los que le tenían cogido: por la Inquisición.

Y una vez decidido, se entró de rondón en la portería de las Descalzas Reales, á cuya puerta se había parado, tocó al torno y, en nombre de la Inquisición, pidió hablar con la abadesa.

Inmediatamente le dieron la llave de un locutorio.

Al entrar en él, Montiño se encontró á obscuras; declinaba la tarde y el locutorio era muy lóbrego.

Detrás de la reja no se veían más que tinieblas.

Poco después de entrar en el locutorio, Montiño sintió abrirse una puerta y los pasos de una mujer.

No traía luz.

Luego oyó la voz de la madre Misericordia.

El triste del cocinero mayor se estremeció.

– ¿Quién sois, y qué me queréis de parte del Santo Oficio? – había dicho la abadesa con la voz mal segura, entre irritada y cobarde.

– Yo, señora, soy vuestro humildísimo servidor que besa vuestros pies, Francisco Martínez Montiño.

– ¡Ah! ¿sois el cocinero mayor de su majestad?

– Sí; sí, señora.

– Pero explicadme… explicadme… porque no comprendo por qué os envía el Santo Oficio de la general Inquisición.

– Ni yo lo entiendo tampoco, señora.

– ¿Pero á qué os envían?

– Perdonad… pero quiero antes deciros cómo he trabado conocimiento con el inquisidor general.

– ¿Es el inquisidor general quien os envía?

– Sí, señora.

– ¿Pero sois ó érais de la Inquisición?

– No sé si lo soy, señora, como ayer no sabía otras cosas; pero hoy como sé esas otras cosas, sé también que soy en cuerpo y alma de la Inquisición; pero á la fuerza, señora, á la fuerza, porque todo lo que me está sucediendo de anoche acá me sucede á la fuerza.

– Pero explicáos.

– Voy á explicarme: salía yo de aquí esta mañana con la carta que me habíais dado para su excelencia el duque de Lerma, mi señor, cuando he aquí que me tropiezo…

– ¿Con quién?

– Con un espíritu rebelde, que me coge, me lleva consigo, y me mete en la hostería del… Ciervo Azul; y una vez allí me quita la carta que vos me habíais dado para don Francisco de Quevedo.

– Yo no os he dado carta alguna para don Francisco.

– Tenéis razón; es que sueño con ese hombre. Quise decir la carta que me habíais dado para el señor duque de Lerma.

– ¿Qué, os la quitó?..

– Me la sacó… sí, señora… no sé cómo… pero me la sacó… y se quedó con ella.

– ¡Que se quedó con ella!.. ¿y por qué os dejastéis quitar esa carta? – exclamó con cólera la abadesa.

– Ya os he dicho que me la ha quitado…

– ¿Pero quién era ese hombre que os la quitó?

Sudó Montiño, se le puso la boca amarga, se estremeció todo, porque había llegado el momento de pronunciar una mentira peligrosa.

– El hombre que… me quitó vuestra carta, señora – dijo con acento misterioso – , era… era… un alguacil del Santo Oficio.

– ¡Un alguacil!

– Sí, señora. Un alguacil que me había esperado á la salida de la portería.

– ¿Os vigilaba el Santo Oficio?.. ¿es decir, que el Santo Oficio vigila la casa de mi tío?

– Yo no lo sé, señora – dijo Montiño asustado por las proporciones que iba tomando su mentira – . Yo sólo sé que el alguacil me dijo: – Seguidme. – Y le seguí.

– ¿Y á dónde os llevó?

– Al convento de Atocha, á la celda del inquisidor general.

– ¿Y qué os dijo fray Luis de Aliaga?

– Nada.

– ¿Nada?

– Sí; sí, señora, me dijo algo: – Desde ahora servís al Santo Oficio. Volved esta tarde. – Como con el Santo Oficio no hay más que callar y obedecer, me fuí y volví esta tarde. El inquisidor general me dió una carta y me dijo: – Llevadla al momento á la abadesa de las Descalzas Reales.

– ¡Ah! ¿traéis una carta para mí… del inquisidor general? ¿Dónde está?

– Aquí, señora.

– Dádmela.

– No veo… no veo dónde está, señora.

La abadesa se levantó y pidió una luz, que fué traída al momento.

Entre el fondo iluminado de la parte interior del locutorio y la reja, había quedado de pie, escueta, inmóvil, la negra figura de la abadesa, semejante á un fantasma siniestro.

No se la veía el rostro á causa de su posición, que la envolvía por delante en una sombra densa.

Tampoco se podía ver el del cocinero mayor, que estaba de pie en la parte interior del locutorio.

El reflejo de la luz atravesando la reja, era muy débil.

Esto convenía á Montiño, porque si la abadesa hubiera podido verle el semblante, hubiera sospechado del cocinero mayor, que estaba pálido, desencajado, trémulo.

– Dadme esa carta – repitió la abadesa.

Montiño metió la mano con dificultad por uno de los vanos de la reja, y dió á la madre Misericordia la carta.

La abadesa se fué á leerla á la luz.

Para comprender esta carta, es necesario insertemos primero la que el duque de Lerma escribió aquella mañana para la abadesa, y después la contestación de éste.

La carta del duque decía:

«Mi buena y respetable sobrina: Personas que me sirven, acaban de decirme que han visto entrar á mi hija doña Catalina en vuestro convento y en uno de sus locutorios, y tras ella, en el mismo locutorio, á don Francisco de Quevedo. Esto no tendría nada de particular, si no hubiese ciertos antecedentes. Antes de casarse mi hija con el conde de Lemos, la había galanteado don Francisco, y ella, á la verdad, no se había mostrado muy esquiva con sus galanteos. Apenas casada, por razones de sumo interés, me vi obligado á prender á don Francisco de Quevedo y enviarle á San Marcos de León. Púsele al cabo de dos años en libertad, y anoche se me presentó trayéndome una carta de la duquesa de Gandía, que le había entregado doña Catalina, que estaba de servicio en el cuarto de la reina. Esto prueba tres cosas, que no deben mirarse con indiferencia: primero, que Quevedo no ha escarmentado; segundo, que está en inteligencias con mi hija; y tercero, que estuvo anoche en el cuarto de la reina. Por lo mismo, y ya que en estos momentos tenéis á mi hija y á Quevedo en uno de los locutorios de ese convento, observad, ved lo que descubrís en cuanto á la amistad más ó menos estrecha en que puedan estar mi hija y Quevedo, porque lo temo todo, tanto más, cuanto peor marido para doña Catalina, y peor hombre para mí, se ha mostrado el conde de Lemos. Avisadme con lo que averiguáreis ó conociéreis, dando la contestación al cocinero del rey, que os lleva ésta. Que os guarde Dios. —El duque de Lerma.»

La carta que en contestación á ésta escribió la abadesa, y que entregó á Montiño y que quitó al cocinero mayor Quevedo, contenía lo siguiente:

«Mi respetable tío y señor: He recibido la carta de vuecencia tan á tiempo, como que, cuando la recibí, estaba en visita con mi buena prima y con don Francisco de Quevedo. Doña Catalina me había dicho que su único objeto al verme, era hacerme trabar conocimiento con Quevedo, y éste me había hablado tan en favor de vuecencia, que me tenía encantada, y me había hecho perder todo recelo. La carta de vuecencia, sin embargo, me puso de nuevo sobre aviso, y tengo para mí que doña Catalina y don Francisco se aman, no dentro de los límites de un galanteo, que siempre fuera malo, sino de una manera más estrecha. He comprendido que don Francisco quería engañarme para inspirarme confianza, y que no ha sido el amor el que le ha llevado á hacer faltar á sus deberes á doña Catalina, sino sus proyectos: porque poseyendo á doña Catalina, posee en la corte, cerca de la reina, una persona que puede servirle de mucho, y por medio de la cual puede dar á vuecencia mucha guerra, y tanto más, cuanto más vuecencia confíe en él. Mi humilde opinión, respetando siempre la que estime por mejor la sabiduría de vuecencia, es que debe desterrarse de la corte á don Francisco, ya que no se le ponga otra vez preso; lo que sería más acertado, en lo cual ganaría mucho la honra de nuestra familia, impidiendo á doña Catalina que continuase en sus locuras, y en tranquilidad y tiempo vuecencia; porque don Francisco es un enemigo muy peligroso. Sin tener otra cosa que decir á vuecencia, quedo rogando á Dios guarde su preciosa vida. —Misericordia, abadesa de las Descalzas Reales.»

Ahora comprenderán nuestros lectores que, al leer esta carta Quevedo en la hostería del Ciervo Azul, la retuviese, saliese bruscamente y dejase atónito y trastornado al cocinero mayor.

Veamos ahora la carta que el padre Aliaga había escrito á la abadesa, y que ésta leía á la sazón:

 

«Mi buena y querida hija en Dios, sor Misericordia, abadesa del convento de las Descalzas Reales de la villa de Madrid: He sabido con disgusto que, olvidándoos de que habéis muerto para el mundo el día que entrásteis en el claustro, seguís en el mundo con vuestro pensamiento y vuestras obras. Velar por el rebaño que Dios os ha confiado debéis, y no entremeteros en asuntos terrenales, y mucho menos en conspiraciones y luchas políticas, que eso, que nunca está bien en una mujer, no puede verse sin escándalo en una monja, y en monja que tiene el más alto cargo á que puede llegar, y por él obligaciones que por nada debe desatender. Escrito habéis una carta á vuestro tío el duque de Lerma, y entregádola á Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey, á fin de que al duque la lleve. El señor Francisco, contra su voluntad, y bien inocente por cierto, no puede llevar esa carta al duque, é importa que el duque no eche de ver la falta de esa carta. Escribid otra, mi amada hija, pero que sea tal, que ni en asuntos mundanos se entremeta, ni haga daño á nadie. Recibid mi bendición —El inquisidor general.»

Sintió la madre Misericordia al leer esta carta primero un acceso de cólera, luego un escalofrío de miedo. Porque si bien su tío, como ministro universal del rey, era un poder casi omnipotente en España, la Inquisición no lo era menos, y cuando Lerma había nombrado inquisidor general al padre Aliaga, ó le necesitaba ó le temía.

La madre Misericordia, pues, tuvo miedo.

Y no solamente tuvo miedo al padre Aliaga, sino también al cocinero mayor, que estaba temblando al otro lado de la reja.

Era aquella una de esas situaciones cómicas que tienen lugar con frecuencia cuando el poder hace uso del misterio, cuando explota el recelo de los unos y de los otros, y cuando sus agentes no saben ni pueden saber á qué atenerse.

Por esto estaban en una situación casi idéntica la abadesa de las Descalzas Reales y el cocinero del rey.

Pero era necesario tomar una determinación, y la madre Misericordia abrió el cajón de la mesa en que se apoyaba, y sacó un papel, le extendió, le pasó la mano por encima, permaneció durante algunos segundos irresoluta, y luego tomó una pluma.

Pasó un nuevo intervalo de vacilación.

– ¿Y qué digo yo á mi tío – exclamó con despecho – que le satisfaga y no le obligue á recelar de mí? ¿Cómo contestar á su carta sin incurrir en el enojo del Inquisidor general?

La abadesa empezó á dar vueltas á su imaginación buscando una manera, un recurso.

Montiño veía con una profunda ansiedad á la abadesa, pluma en mano, meditando sobre el papel.

– ¿Qué iría á decir la abadesa al duque? – murmuraba el asendereado Montiño – . ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡y quién me hubiera dicho ayer que esto iba á pasar por mí!

Al fin se oyó rechinar la pluma sobre el papel bajo la mano de la madre Misericordia.

He aquí lo que la abadesa escribió debajo de una cruz, y de las tres iniciales de Jesús, María y José:

«Mi venerado y respetado tío y señor: He recibido vuestra carta en el momento en que estaba en el locutorio en una doble visita con mi prima y con don Francisco de Quevedo. Y digo una doble visita, porque cada cual de ellos había venido por su intención, primero doña Catalina, y después don Francisco. Doña Catalina, muy al contrario de lo que vuecencia ha sospechado, venía con la pretensión de apartarse de la corte y del mundo, y encerrarse en este convento durante la ausencia de su marido. Yo procuré disuadirla, y tanto la dije, que al fin ha renunciado á su propósito. En cuanto á don Francisco, ya sabe vuecencia, porque lo sabe todo el mundo, que mató á un hombre que en la iglesia de este mismo convento se había atrevido á insultar á una dama. Don Francisco, que es muy buen cristiano, y muy caballero, venía á darme una cantidad de ducados, á fin de que mandase decir misa por el alma del difunto, y celebrar una solemne función de desagravios á su Divina Majestad por haber sacado de su templo un hombre para darle muerte. Esto es cuanto ha acontecido. De lo demás que vuecencia dice en su carta, no sé nada, ni me parece que haya nada, porque aunque después de leer la carta de vuecencia observé cuidadosamente á entrambos, sólo vi que se trataban como conocidos, sin interés alguno. Doy á vuecencia las gracias por la prueba de confianza que me ha dado en su carta, y quedo rogando á Dios por su vida. —Misericordia, abadesa de las Descalzas Reales de la villa de Madrid.»

– ¡Perdóneme Dios, por lo que en esta carta miento! – dijo la monja cerrándola – ; la Inquisición tiene la culpa; para que no me cojan el embuste será necesario avisar á mi prima y á don Francisco, y gastar algunos doblones en la función de desagravios. ¿Quién había de pensar que el cocinero del rey era alguacil, ó familiar, ó espía de la Inquisición?

Después que la cerró, se levantó, pero se detuvo y volvió á sentarse y sacó otro papel y escribió otra carta.

Aquella carta era para el padre Aliaga.

Decía así, después de la indispensable cruz y de las iniciales de la sacra familia:

«Ilustrísimo y excelentísimo señor inquisidor general: He recibido la carta en que vuestra excelencia ilustrísima tiene la bondad de reprenderme. Yo, desde que abominé del mundo y busqué la paz de Dios en el claustro, no he incurrido en el pecado de dejar la contemplación de las cosas divinas por las terrenales. Si en la carta que vuecencia ilustrísima conoce, escrita por mí á mi tío el señor duque de Lerma, hay mucho de mundano, consiste en que mi tío me ha pedido informes acerca de lo que media entre don Francisco de Quevedo y la condesa de Lemos. Faltaría yo á lo que debo á Dios y mi conciencia, si en lo que digo en la tal carta mintiera. Doña Catalina y don Francisco, á no dudarlo, cometen el crimen de mancillar la honra de dos familias ilustres. Por lo que toca á los consejos que daba á mi tío, los creo lícitos y buenos, porque he visto que don Francisco es su enemigo. Si he pecado escribiendo más, sin intención ha sido, pero sin embargo, espero la penitencia, para cumplirla, que vuecencia ilustrísima se digne imponerme como padre espiritual y sacerdote, y por otra parte he escrito la carta para mi tío que vuecencia ilustrísima me manda escribir en la suya, y en la cual carta desvanezco completamente las dudas de mi tío acerca de los deslices de su hija y de la enemistad de Quevedo. Además, para que vuecencia ilustrísima vea cuán sin culpa estoy, inclusa va la que me escribió el señor duque de Lerma.»

Detúvose al llegar aquí la abadesa.

– Para que el padre Aliaga desconfie menos de mí – murmuró – debo enviarle copia de la carta que escribo á mi tío… Es necesario andar con pies de plomo… Hago, es verdad, traición al duque… ¡pero la Inquisición!..

La madre Misericordia se acordó con horror de que el Santo Oficio había quemado viva á más de una monja.

Este recuerdo la decidió; copió la carta que había escrito para Lerma y continuó la que estaba escribiendo para el inquisidor general, de esta manera:

«Además, incluyo la que á mi tío escribo, y creo que vuecencia ilustrísima quedará completamente satisfecho de mí. Recibo de rodillas su bendición y se la pido de nuevo. Dios guarde la vida de vuecencia ilustrísima como yo deseo. Humilde hija y criada da vuecencia ilustrísima. —Misericordia, abadesa de la comunidad de las Descalzas Reales de la villa y corte de Madrid.»

Puso la abadesa bajo un sobre la carta para el padre Aliaga y las dos copias adjuntas á ella, y con la dirigida al duque de Lerma, la entregó á Montiño.

– Dadle un pliego – le dijo – al señor duque de Lerma, y el otro al señor inquisidor general.

– ¡Al inquisidor general! ¿Y cuándo?

– Al momento.

– ¿Y si me detuviere el duque de Lerma?

– En cuanto os veáis libre.

– ¿Tenéis algo que mandarme, señora?

– Nada más. Id, buen Montiño, id, que urge, y que os guarde Dios.

– Que Dios os guarde, señora.

El cocinero mayor salió murmurando:

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios quiera que estas cartas no me metan en un nuevo atolladero!

Entre tanto, la madre Misericordia, que se había quedado abstraída é inmóvil en medio del locutorio, se dirigió de repente á la salida en un exabrupto nervioso, y dijo, saliendo á un espacio cuadrado donde estaba el torno, á una monja que dormitaba junto á él:

– Sor Ignacia, que vayan á buscar al momento á mi confesor.

CAPÍTULO XXVIII
DE LOS CONOCIMIENTOS QUE HIZO JUAN MONTIÑO, ACOMPAÑANDO Á LA DOROTEA

Debemos retroceder hasta el final del capítulo XXII.

Esto es, al punto en que Dorotea salió de su casa con Juan Montiño.

La litera era, en efecto, grande; la conducían dos mulas, una detrás y otra delante, y un criado vestido decorosamente de negro; ya que la comedianta, en razón de su oficio, que estaba declarado infame por una ley de partida, no podía llevar á sus criados con librea, llevaba del diestro la parte delantera.

Arrellanóse el joven en un blandísimo cojín, y sintió á sus espaldas y á su costado derecho otro no menos blando y rehenchido.

Aunque Juan Montiño no se admiraba de nada, causóle impresión aquel lujo, no por sí mismo, sino porque le usase Dorotea.

La litera estaba forrada de raso blanco, con pasamanería de galón de oro, cristales de Venecia en las portezuelas, ricas cortinillas tras los cristales y una rica piel de oso en el fondo.

Podía asegurarse que muchas damas principales y ricas no poseían un tan lujoso vehículo.

Es verdad que antes y ahora muchas señoras de título no podían ni pueden tener los trenes que usaban las comediantas.

Con decir que aquella litera era un regalo del duque de Lerma, está explicado todo.

Del mismo modo, despertado el joven por ella, sorprendido por el breve y extraño diálogo anterior á su salida de la casa, no había podido hacerse cargo de lo exquisitamente engalanada que iba la joven.

Al entrar en la litera, Dorotea se había echado atrás el manto, dejando descubierto su maravilloso traje de brocado de tres altos plata y oro sobre azul de cielo, con bordaduras en el cuerpo y en las cuchilladas de las mangas de oro á martillo, que no parecían sino verdaderas bordaduras hechas al pasado; una rica gola de Cambray que realzaba lo blanco, lo terso, lo dulce, por decirlo así, de su cutis; un largo collar de gruesas perlas prendido en el centro del pecho por un joyel de diamantes; herretes de lo mismo en la cerradura del cuerpo, guarnición de perlas en las pegaduras de las mangas sobre los hombros, y un grueso cordón de oro con rubíes y esmeraldas ciñendo su cintura y cayendo doble y trenzado en una especie de greca, por cima de la ancha y magnífica falda, hasta los pies.

Uno de estos pies, pequeño, deliciosamente encorvado, asomaba como al descuido bajo la falda, calzado con un zapatito blanco de terciopelo de Utrech y con un lazo de oro y diamantes en la escotadura.

Con decir que bajo los puños rizados de encaje, sobre las manos preciosas por sí mismas y riquísimas por sus sortijas, se veían dos pulseras asimismo de perlas y diamantes, y que también diamantes y perlas salpicaban las anchas trenzas negras de la Dorotea, está hecha la descripción de su atavío.

Todo aquello, y otra infinidad de trajes y de alhajas, era regalo también del duque de Lerma.

Esto no quería decir que Lerma amase demasiado á la comedianta, sino que era la mujer de moda en el teatro, y la envidiada fuera del teatro, lo que bastaba para que la ostentación de Lerma la hubiese deseado para querida pública; y siéndolo, no podía buenamente presentarse al público de otro modo sin desdoro del duque.

Además, este lujo escandaloso de la Dorotea, servía al duque de prospecto para con otras mujeres. Sólo que la mayor parte de las que se suscribían á las obras del duque, se encontraban con que las obras no correspondían, ni con mucho, al lujo del prospecto.

Pero á Juan Montiño que, á pesar de todo, conservaba un fondo de candor y virginidad en el alma, le maravilló todo aquello.

No se dió razón de la razón de aquel lujo, aturdido por él.

Dorotea, como mujer y como atavío, se le había subido á la cabeza; le había embriagado.

Y era muy difícil defenderse de la embriaguez causada por aquella portentosa armonía de formas, por aquella riqueza de cabellos, de color, de atractivos; por aquella mirada dulcísima y ardiente que le sonreía, le enamoraba, le acariciaba, le chupaba, por decirlo así; por aquella nobleza de lo bello, por aquella magia de lo maravilloso.

Encanta una mujer hermosa vestida de blanco ó de negro.

Pero una mujer hermosa, matizada, abrillantada por brocados y pedrerías, y saturada de blandos y exquisitos perfumes, embriaga.

 

Por eso estaba embriagado don Juan Montiño.

Y como cuando estamos dominados por la embriaguez no somos dueños de nuestra razón y lo olvidamos todo, el joven, dentro de aquella litera y en aquella situación, se había olvidado completamente de doña Clara Soldevilla.

En verdad que la embriaguez pasa, y que después de haber pasado, quien tiene dignidad en el alma, se avergüenza de su pasada embriaguez.

Brillaba, relucía la mirada del joven, fija en Dorotea; su semblante tenía esa dulce seriedad del sentimiento que sólo modifica á veces una indicación de sonrisa, sensual, característica, que parece decir á una mujer ó á un hombre: no vivo, no siento más que para ti.

A más que por la expresión de su semblante, el estado físico y moral del joven se revelaba para Dorotea en el ardor febril de sus manos, que estrechaba una de las suyas, y en el temblor leve y sostenido de su cuerpo.

Dorotea era entonces feliz.

Durante algún tiempo, sólo se hablaron con la mirada lúcida y fija, y con la involuntaria y expresiva presión de las manos.

Hubo un momento en que Juan Montiño acercó demasiado su semblante al de Dorotea.

Dorotea retiró el suyo, y dejó ver en él una dolorosa seriedad.

– Perdonad – dijo Juan Montiño – , estoy loco.

– Perdonad vos más bien – dijo Dorotea – , pero por vos y para vos soy una mujer nueva.

No hablaron más durante algunos segundos.

La seriedad de la joven pasó, como pasa un nubladillo por delante del sol.

– Estoy pensando una cosa, Juan. ¿No os llamáis Juan?

– Sí; sí, señora, Juan me llamo; ¿en qué pensábais?

– En que me expongo llevándoos al teatro.

– ¡Que os exponéis!

– Sí por cierto; allí veréis á mis compañeras.

– ¡Bah! – dijo con desprecio el joven.

– No seáis fanfarrón; no despreciéis al enemigo antes de conocerle.

– Me habéis puesto fuera de combate; me habéis hechizado.

– Quiéralo Dios – dijo suspirando la Dorotea, y oprimiendo dulcemente las manos de Juan Montiño.

– Pues mirad – repuso el joven – , yo pensaba en otra cosa.

– ¿En qué?

– En que antes de salir de vuestra casa…

– De nuestra casa, caballero…

– Bien; pensaba en que antes de salir de casa nos hablamos de tú.

– Es verdad; hay momentos en que… pero eso no debe ser… figuráos que yo soy la mujer más honrada y más respetable del mundo.

– Y qué, ¿no lo sois para mí?

– Y tanto como lo soy; ya veréis.

– ¿Os habéis propuesto desesperarme?

– Me he propuesto que me améis.

– ¡Qué! ¿no os amo ya?

– No, ni yo os amo tampoco.

– ¡Cómo! – exclamó con acento severo el joven, creyéndose objeto de la burla de una cortesana.

Dorotea comprendió su intención por su acento, y se apresuró á decir:

– Antes de pensar mal de mí, escuchadme.

– Habéis dicho una herejía.

– No por cierto. Suponed… que por un accidente cualquiera nos separásemos… hoy; que no nos volviésemos á ver…

– Pero eso no puede ser.

– Todo puede ser… por ejemplo: si os prendiesen y os sacasen de Madrid y no pudiéseis escribirme… ó bien, si á mí me prendiese… la Inquisición, por ejemplo, y me empozase y no volviéseis á saber de mí; ni siquiera que estaba presa.

– ¡Ah, no digáis eso!

– Es una suposición. Pues bien, ¿sabéis lo que sucedería, caballero? Me buscaríais y yo os buscaría, á medida que pasara el tiempo nos buscaríamos el uno al otro con menos interés; al fin sólo nos quedaría el uno al otro, ó tal vez á los dos, esa impresión vagamente dolorosa de una esperanza desvanecida; sí, de una esperanza; porque lo que somos el uno respecto al otro… ó para hablar con más seguridad: lo que vos sois para mí, no es más que una bella esperanza, una esperanza que yo no había alentado, porque no había comprendido que el amor es la vida de la mujer; que el amor es lo único que puede hacerla buena, casi santa… el amor como yo le comprendo… desde que os vi… porque antes yo no había amado sino deseado… y del amor al deseo, hay la misma diferencia que creo existe entre vuestra alma y la mía.

– ¡Ah! ¡señora! ¿creéis que mi alma?..

– No, yo no pienso mal de vuestra alma… entonces no desearía vuestro amor… pero me parece que sólo os inspiro deseo.

– Yo no sé lo que me inspiráis, señora.

– Puede ser que algún día sintáis amor por mí… pero eso sólo puede hacerlo el tiempo… espero… espero con ansia… y esperando os amaré más cada día.

– ¿Pero es cierto que no me amáis aún, señora?

– No quiero engañaros; he meditado mucho en el breve tiempo que ha mediado desde que nos conocimos hasta ahora, y me he convencido de que soy otra mujer… cuando os vi, sentí… voy á probar si puedo haceros conocer lo que sentí… sentí que un no sé qué desconocido, dulce, inefable, se entraba en mi alma, se mezclaba con ella, la fecundaba, la iluminaba; y eso… eso lo siento ahora… pero de una manera tranquila, sin deseos… como no he sentido por ningún otro hombre.

– Y sin embargo, ¿no queréis ser mía por completo? – dijo con acento de queja Juan Montiño.

– No… no… mi amor no es eso… y por eso tiemblo, por eso temo llevaros al teatro. Vos sois como todos; más materia que alma… al menos para mí… en el teatro veréis á la Angela, á la Andrea, á la Mari Díaz, que es muy hermosa, alta, gallarda, con un cuello de cisne, unas manos de diosa, un talle de clavel, y sus grandes ojos azules… los ojos más graciosamente desvergonzados del mundo; cuando os vea tan hermoso… sobre todo, cuando os vea conmigo, de seguro se pone en campaña, y empieza á disparar contra vos… mejor dicho, contra mí, toda su batería de miradas y de suspiros enamorados. ¡Oh! tengo miedo… y sin embargo, os llevo porque quiero probaros… si me hacéis traición, mejor… os olvido… os perdono… y me quedo libre de un galanteo que puede acabar por romperme el corazón; si os mantenéis firme… ¡oh! eso sería una felicidad… porque me probaría que vos sois para mí lo mismo que yo soy para vos.

– ¿Y podéis dudarlo?

– Pero si no dudo… tengo… por el momento al menos… una certeza; puede haberos enamorado mi cuerpo, pero mi alma… ¡bah! cuando yo veía en una comedia de Lope unos amores repentinos, me decía siempre riéndome del autor: eso es escribir como querer, y nada más. El amor no es obra de un momento… el amor es hijo del tiempo, del trato continuo y apasionado… lo demás… si yo no sintiese por vos más que una impresión causada á primera vista, si me hubiese enamorado, hubiera caído en vuestros brazos como en los de tantos otros, y os hubiera dicho que os amaba. Pero me hubiera engañado, como me he engañado respecto á otros… hubiera mentido de buena fe y luego… os hubiese abandonado.

– Confieso que no os comprendo, señora.

– No importa, ya me comprenderéis. Pero ya estamos cerca del teatro, oíd: delante de las gentes, en presencia de los comediantes, os trataré de tal modo, como si fuese vuestra querida. Que eso no os aliente para exigirme igual conducta cuando estemos solos.

– ¿Y eso por qué?

– Si yo no os tratase delante de esas gentes como á un amante favorecido, creerían que me burlaba de vos. Yo no quiero que nadie pueda creer tal cosa. Os aprecio y os respeto demasiado para que yo os ponga en ridículo delante de nadie. Pero cuando estamos solos… ¡oh! dejadme que sea á vuestros ojos una mujer digna y pura… dejadme que yo, mujer perdida, realice para vos ese hermoso sueño de la mujer virgen y honrada… dejadme soñar, ya que soy tan infeliz que la realidad me mata… dejadme buscar un cielo aunque sea fingido.

En aquel momento la litera se paró en la calle del Lobo, delante de un portalón feo que se veía en una fachada irregular.

Llovía, y el criado que hasta allí había conducido la litera, abrió un enorme paraguas, y luego la portezuela; Dorotea salió, y cubierta con el paraguas, salvó de un salto, sobre las puntas de los pies, y la ancha falda recogida con suma coquetería, el espacio enlodado de la entrada, y ganó la parte seca del interior.

– ¡Oh, reina de las reinas! – dijo al verla un joven de aspecto aristocrático por sus maneras y por su traje – ; dignáos tomar mi brazo para subir esas endiabladas escaleras del vestuario.

– Gracias, don Bernardino – dijo la Dorotea sonriendo – ; pero viene conmigo persona tal, que no cambiaría su brazo por el del rey.

Al mismo tiempo Juan Montiño salía de la litera, y Dorotea se asió á su brazo.