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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– Sí… yo no había querido decirte nada, pero además del galopín Cosme Aldaba ha estado aquí una mujer.

– ¡Una mujer!

– ¡Buscándote!

– ¡Eso es mentira!

– ¡La querida del duque de Lerma!

Montiño puso asustado su mano sobre la boca de su mujer.

– Yo me he callado – dijo Luisa… – y tú te alborotas, yo tengo evidencias y sufro… y me resigno… ¡Qué desgraciada soy!

– Yo no quiero ir á un convento, padre – exclamó Inesita entrándose de repente y colgándose al cuello de Montiño.

– Yo me moriré si me encuentro en este trance cruel lejos de mi esposo y señor…

– Yo no puedo vivir sino al lado de mi buen padre.

Y las dos jóvenes lloraban desconsoladas, y se comían á besos al pobre hombre.

A Montiño se le partía el corazón.

– ¡Pues señor! – exclamó – ¡no puedo! ¡yo me acostumbraré!

– Yo no me voy sino hecha pedazos – dijo Luisa.

– Ni yo saldré si no me llevan atada – exclamó Inés.

– Bien, bien – dijo el cocinero mayor rindiéndose á discreción – ; mi sobrino no vendrá aquí, le buscaré una posada… esto me costará el dinero…

– Dinero os hubiera costado, padre, el tenerme en el convento – dijo Inés.

– Dinero te hubiera costado, Francisco mío, el enviarme á Asturias y el mantenerme allí – dijo Luisa.

A estas palabras, dictadas por una lógica rigurosa, no había nada que contestar.

Además, las dos jóvenes lloraban que era un desconsuelo.

Sucedióle á Montiño lo que á muchos que se creen invencibles antes del combate: huyó á la vista del enemigo.

Y huyó, literalmente hablando.

Luisa, al verle huir, sintió una especie de perverso consuelo.

Había adivinado algo aterrador en Montiño.

Se había visto descubierta.

Había temblado.

Pero al huir Montiño se tranquilizó.

Había comprendido, con la perspicacia peculiar á todas las mujeres, que su marido estaba domesticado.

Pero si Luisa hubiera podido leer por completo en el alma de su marido, no se hubiera tranquilizado tan completamente.

Montiño era uno de esos hombres cobardes para obrar por sí mismos, pero capaces de todo de una manera indirecta.

No podía tener duda de que su mujer le engañaba.

De que amaba á otro.

No tenía duda tampoco, puesto que acababa de experimentarlo, de que jamás se atrevería á hacer nada contra su mujer.

Pero no se encontraba en las mismas disposiciones de debilidad respecto al amante de su mujer.

Esto ya era distinto.

Montiño necesitaba vengarse de aquel hombre.

Cierto es que el cocinero mayor carecía de todo punto del valor suficiente para ponerse delante de Guzmán y decirle:

– Os voy á matar porque me habéis herido el alma.

Montiño se estremecía de miedo al pensar solamente que podía verse en un lance singular con el sargento mayor.

Pero Montiño tenía medios indirectos.

El primer medio que se le ocurrió, fué el señor Gabriel Cornejo.

Esto es, una puñalada dada por detrás.

Pero aquella puñalada debía costarle dinero.

Además, podía envolverle en un proceso.

Montiño desechó aquella idea, dos veces peligrosa.

Ocurriósele valerse de su sobrino.

Valiente, audaz, generoso, no vacilaría ni un punto en ponerse delante del sargento mayor, tirar de la espada y despacharle en regla.

– ¿Pero cómo decir á su sobrino que su tía?..

Montiño desechó este pensamiento como había desechado el anterior.

Pero se puso en busca de otro medio de vengarse.

Quevedo se presentó á su imaginación; Quevedo, capaz de plantar una estocada al mismo diablo; Quevedo, enemigo de Lerma, y de Calderón no muy amigo, según las palabras que el mismo Montiño recordaba haberle oído en la hostería del Ciervo Azul, del sargento mayor, don Juan de Guzmán.

Pero al acordarse de Quevedo, se acordó del duque de Lerma; al acordarse del duque de Lerma, recordó que para él le había dado una carta la abadesa de las Descalzas Reales, y que se la había dado de una manera urgente.

Entonces hizo un paréntesis en sus imaginaciones, y dijo suspirando:

– Puesto que necesitamos vengarnos, es necesario servir á quien vengarnos puede. Vamos á llevar esta carta á su excelencia.

Y la buscó en el bolsillo interior de su ropilla.

Sólo encontró dos estuches.

Aquellos dos estuches le recordaron que debía entregar á su sobrino, de parte del duque de Lerma, una cruz de Santiago, y que para servir al duque, debía entregar una gargantilla á la dama con quien pretendía entretener al príncipe de Asturias el duque de Uceda, y que se entretenía particularmente con don Juan de Guzmán.

El amante de su mujer se le ponía otra vez delante.

– ¡Dios mío! – exclamó el desdichado – ¡me van á matar! ¡Pero señor! ¡la carta que me dió la abadesa de las Descalzas Reales! ¿qué he hecho yo de esa carta?.. ¡tengo la cabeza hecha una grillera! ¡todo me anda alrededor! ¡todo me zumba, todo me chilla, todo me ruge! ¡pero esta carta!.. ¡esta carta!

Y se registraba de una manera temblorosa los bolsillos, los gregüescos, hasta la gorra.

Y la carta no parecía.

Empezó á sentir ese escalofrío, ese entorpecimiento que acompaña al pánico.

Aquello era muy grave.

Porque sin duda la madre Misericordia decía cosas gravísimas en su carta al duque de Lerma.

¿Y cómo decir al duque que he perdido esa carta? ¿Cómo atreverse ni siquiera á presentarse sin ella ante él?

Y volvió á la rebusca; se palpó, y volvió á buscar.

Y la carta no parecía, y su terror crecía.

Por la primera vez de su vida blasfemó.

Por la primera vez de su vida se creyó el más desgraciado de los hombres.

Y por la primera vez se olvidó de su cocina.

Esto era lo más grave que podía acontecer á un hombre como el cocinero mayor.

Volvió de nuevo á su inútil pesquisa.

Y todo esto le acontecía parado, siendo objeto de la curiosidad de los que pasaban y cruzaban, que no podían menos de decirse:

– ¿Qué acontecerá al cocinero mayor?

Y Montiño no se acordaba de que había dado á Quevedo la carta y de que Quevedo no se la había devuelto.

Entonces, aturdido enteramente, vacilante, asustado, semimuerto, salió del patio del alcázar, en donde se encontraba, y escapando por la puerta de las Meninas, tiró hacia el laberinto de callejas del cuartel situado frente al alcázar, y se perdió en él.

CAPÍTULO XXV
DE CÓMO LOS SUCESOS SE IBAN ENREDANDO, HASTA EL PUNTO DE ATURDIR AL INQUISIDOR GENERAL

Por aquel mismo tiempo el padre Aliaga se paseaba en su celda.

A juzgar por el semblante sombrío, pálido, inmóvil del confesor del rey, debía suponerse que gravísimos pensamientos le ocupaban.

De tiempo en tiempo se detenía, leía una carta arrugada que tenía en la mano, crecía su palidez al leerla, temblaba, y volvía á arrugar la carta en un movimiento de despecho.

Aquella carta era la que le había escrito doña Clara Soldevilla, acusando ante la Inquisición á Dorotea y á Gabriel Cornejo.

Aquella acusación era gravísima.

La carta contenía lo siguiente:

«Respetable padre y señor fray Luis de Aliaga: El celo por la religión de Jesucristo, y mi amor á la reina nuestra señora, me obligan á revelaros lo que por fortuna he podido averiguar y que interesa al servicio de Dios y al de su majestad. Se trata de dos miserables, de un hombre y una mujer: el hombre es un galeote huído, un hereje hechicero que vende untos, y hace ensalmos y presta á usura. Se llama Gabriel Cornejo y tiene una ropavejería en el Rastro. La mujer es comedianta, hermosa y joven, y se llama Dorotea. Vive en la calle Ancha de San Bernardo. Es mujer de mala vida, y de malas costumbres, y de malos hechos, y tiene entretenidos á un tiempo al duque de Lerma y á don Rodrigo Calderón. Es hija de padres desconocidos, según he podido averiguar, y para asegurarse del amor de esos dos hombres, se vale de bebedizos y otras artes reprobadas. He sabido esto procurando aclarar un misterio que interesa sobre manera á la honra y acaso á la vida de su majestad la reina. Yo sé cuánto os interesáis por su majestad, fray Luis; lo sé tanto, que no dudo que siendo vos inquisidor general, y aun cuando no lo fuérais, haríais cuanto fuese necesario hacer para sellar los labios de esos dos miserables, que, os lo repito, pueden comprometer gravemente á su majestad. Si queréis informaros mejor, decidme dónde podremos vernos, pero entre tanto asegurad, os lo ruego, á esas dos personas, y haced de modo que no puedan hablar con nadie. Es cuanto tengo que deciros. Vuestra humilde servidora, doña Clara Soldevilla

Esta carta había sido dictada á doña Clara, por su lealtad, por su amor á Margarita de Austria, que más que su señora era su amiga; pero además de esto, había en doña Clara otro empeño íntimo de que no podía darse cuenta, pero que la impulsaba á hablar de una manera hostil contra Dorotea: su sospecha de que la comedianta hubiese visto al joven, de que le amase, de que el bufón tuviese empeño de favorecer los amores de Dorotea.

Doña Clara, en fin, no había escrito aquella carta sin un secreto placer, el placer de la venganza; porque una intuición misteriosa, una conciencia íntima, la decía que Dorotea amaba á aquel joven que era tan hermoso, tan leal, tan noble, tan valiente.

La carta de doña Clara había aturdido al padre Aliaga.

Aquella carta era para él gravísima.

En el momento que la leyó, la arrugó con cólera entre sus manos.

Porque cuando el padre Aliaga estaba solo, era un hombre distinto del que conocían las gentes.

Entonces no era humilde, ni su semblante conservaba la inmovilidad glacial que el mundo veía en él.

Por el contrario, su frente se levantaba con altivez, ceñuda, pálida, como cargada de tempestades.

Sus negros ojos brillaban, relucían, chispeaban, parecía que llevaban en sí una expresión de reto continua, persistente, indomable.

 

Su paso no era lento, grave y acompasado, sino vago, indecisivo, maquinal, nervioso, por decirlo así.

Estaba abandonado á sí mismo, y se reflejaban en su semblante, en su ademán, en sus movimientos, pasiones enérgicas, tanto más violentas cuanto estaban de continuo más dominadas, más subordinadas á la conveniencia delante del mundo.

– ¿Conque comprenden – decía con voz ronca, consultando un pasaje de la carta – , cuánto me intereso por su majestad la reina? ¿Conque es decir, que en vano he pasado días y noches de afán y de delirio, luchando conmigo mismo? ¿veinticuatro años de esfuerzos inútiles, puesto que esa mujer comprende?.. sí, sí; lo dice con seguridad, lo afirma: con esas palabras se dirige á mi conciencia. ¿Lo habrá notado también la reina? No; su orgullo la defiende, la ciega. ¿La habrá dicho doña Clara?.. ¿La habrá avisado? No, no; esa mujer no se habrá atrevido… Yo lo sabré, yo lo comprenderé, y doña Clara no volverá á leer en mi alma, porque me ha avisado. ¡Y Dorotea!.. ¡Dorotea! ¡la hija de aquella otra Margarita, infeliz!.. ¡la acusan aquí!.. ¡en esta carta! ¡ella y ese Gabriel Cornejo pueden comprometer á la reina!.. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y esta última exclamación del inquisidor general, más que una humilde invocación á Dios, era la impaciente queja de un alma exasperada por el sufrimiento, saturada de dolor, violentada, enferma, desesperada.

Los ojos del padre Aliaga resplandecían con un fuego febril.

Su cuerpo temblaba de una manera poderosa.

– ¡El mundo! ¡la tentación! ¡siempre combatiéndome, siempre poniéndome á punto de ser vencido! – exclamó con acento desesperado – ; ¡siempre fijo en mí el recuerdo doloroso de la una, la aspiración desesperada, oculta, comprimida, hacia la otra! Dos imposibles, porque sólo Dios podría levantar de la tumba á la Margarita humilde; sólo Dios podría llenar el abismo que me separa de la Margarita altiva; ¡y esa coincidencia en el nombre!.. y luego… la hija de la una, enemiga, ó yo no sé qué de la otra! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y esta segunda invocación del padre Aliaga fué más rugiente, más desesperada, en una palabra, más blasfema que la primera.

Y volvió á leer la carta palabra por palabra, sílaba por sílaba, letra por letra; la devoró con una mirada hambrienta, como pretendiendo traslucir el misterio que bajo aquellas letras se revolvía, grave, misterioso, aterrador, y volvió á arrugar con cólera la carta entre sus manos.

De tiempo en tiempo consultaba con impaciencia la muestra de un enorme reloj de pared.

– Ya es la tarde – dijo – ; el bufón vendrá… vendrá… de seguro… no puede tardar… el tío Manolillo tiene un gran interés por Dorotea; acaso la ama… acaso es por ella tan desgraciado como yo… por él… él puede mostrar al mundo su desesperación; él no está adherido al claustro; él no está ligado por ningún voto, por ningún juramento; él puede decir sin temor al mundo: yo soy hombre; ¡yo!.. yo me veo obligado á hacer creer que soy un cadáver vivo, un cuerpo sin corazón, un alma sin pasiones… ¡Mentira! ¡mentira repugnante!.. Hay momentos en que lo intenso de nuestra desesperación, que se concentra en un ser que no pertenece al mundo, nos hace mirar con desprecio todo lo que al mundo pertenece; hay momentos en que creemos que nuestro corazón ha muerto, que no existe nada que pueda hacerle latir; necesitamos la soledad y el silencio y las tinieblas, todo aquello en que hay menos vida, todo aquello que habla más al alma, entonces nos arrojamos al pie de un altar, pronunciamos un voto; después… ¡oh! después, cuando el tiempo, que si todo no lo cura, lo gasta todo, ha cubierto con una capa más ó menos densa de olvido, de ese polvo que cae sobre el alma, nuestros dolores… ¡oh! entonces… entonces… podemos ver otro ser… una mujer, por ejemplo… y entonces volvemos con desesperación los ojos en derredor de la prisión que encierra, no nuestro cuerpo, sino nuestra alma… de ese claustro que nos dice con su silencio: soy tu sepulcro ó tu infierno.

El padre Aliaga calló y siguió paseándose lento y solemne por la celda con la carta de doña Clara arrugada entre las manos…

Pasó algún tiempo.

Oyéronse al fin pasos en el corredor.

Pasos tardos y acompasados.

Se abrió la puerta de la celda y apareció el hermano Pedro.

Aquel lego en quien el padre Aliaga tenía tanta confianza.

Sin embargo, al sentir sus pasos, el padre Aliaga se había dirigido á uno de los balcones y permanecido de espaldas á la puerta como si se ocupase en mirar algo en la huerta del convento.

El lego no podía ver su semblante.

– Nuestro padre – dijo – , un hombre pide hablaros con urgencia.

– ¡Que entre, que entre! – dijo el padre Aliaga suponiendo que aquel hombre era el tío Manolillo.

Poco después el padre Aliaga sintió pasos en la celda.

Aún estaba de espaldas; aún no estaba seguro de que hubiesen desaparecido de su semblante las huellas de la lucha anterior, y quería evitar que nadie lo adivinase.

El hombre que había entrado se había detenido y no hablaba.

El confesor del rey se volvió. Su semblante estaba completamente sereno. Al volverse vió que quien había entrado en su celda no era el bufón, sino el cocinero del rey.

Francisco Martínez Montiño venía mojado completamente.

Su capa goteaba, ó por mejor decir, chorreaba la lluvia que había empapado sobre la estera de la celda.

Era una de esas tardes lóbregas, en que parece que la Naturaleza, sobrecogida por un dolor silencioso, se cubre con un velo y llora.

Una tarde de luz fría y débil, melancólica y opaca, en que al gotear continuo y múltiple de la lluvia se unía de tiempo en tiempo el silbido seco y sonoro del viento del Norte.

Nada, pues, tenía de extraño el estado en que se encontraban la gorra, la capa y los zapatos de Francisco Martínez Montiño.

Pero lo que era verdaderamente alarmante era el estado moral en que, á juzgar por el estado de su fisonomía, se encontraba el cocinero mayor.

Había algo de insensatez en su mirada, en la contracción de su boca, en la actitud de su cabeza, y la chispa de razón que en aquel semblante se revelaba aún era una razón desesperada.

Temblaba además el mísero, y de una manera tal, que se comprendía harto claro que no era el frío lo que le hacía temblar.

– ¿Para qué me querrá este hombre y en este estado? – dijo para sí el padre Aliaga al ver á Montiño.

A pesar de ser el dominico un padre muy respetado en Atocha, confesor del rey, y además recientemente inquisidor general, era un hombre de costumbres sencillas, humildes, hasta el cual todo el mundo tenía acceso.

En cuanto se comunicó á la Inquisición su nombramiento, el Consejo de la Suprema le invitó á que ocupase la casa, casi palacio, que el inquisidor general tenía en Madrid.

El padre Aliaga lo agradeció mucho; pero á pretexto de que tenía amor á su celda, declaró que permanecería en ella.

Enviáronle pajes, familiares y servidores, y como el padre Aliaga no quería ser espiado, y temía que para sólo eso se le hubiese nombrado inquisidor general, despidió aquella servidumbre.

Enviaron algunos alguaciles, para que sin pasar de la portería del convento estuvieran á la disposición de su señoría el señor inquisidor general, y se deshizo también de los alguaciles.

Mandáronle una magnífica carroza, y el padre Aliaga lo agradeció mucho, y dijo que le bastaba con su silla de manos de baqueta negra.

Pusiéronle por delante el decoro inquisitorial, y contestó que cuando con la Inquisición fuese á alguna ceremonia, iría como al decoro de la Inquisición conviniera.

Todas estas contestaciones pasaron en dos horas después de que el padre Aliaga volvió aquella mañana de palacio.

El Consejo de la Suprema le dejó en paz esperando á ver por dónde saldría el fraile dominico, á quien todos, exceptuándose muy pocos, creían un pobre hombre.

Así es que á Montiño no le costó el ver á aquel personaje, terrible por su posición, más trabajo que el de ir al convento de Atocha.

El padre Aliaga le conocía personalmente y le habló con suma afabilidad.

– Sentáos, sentáos, señor Francisco Montiño – le dijo – y sobre todo quitáos esa capa que debe helaros.

– ¡Ah, señor! no es la capa la que me hiela – dijo el cocinero mayor.

– Pues hace frío – repuso con su impasibilidad delante de las gentes el padre Aliaga – ; el invierno es muy crudo…

Y avivaba los tizones de la chimenea.

– Pero más cruda mi fortuna – dijo Montiño.

– ¿Pues qué desgracia os ha sucedido? – dijo el confesor del rey, dejando de ocuparse de los tizones y mirando de hito en hito á Montiño.

– ¡Oh! ¡si sólo fuese una desgracia!

– ¡Qué! ¿es más que una desgracia?

– Sí; sí, señor, porque son muchas desgracias.

– ¡Válgame Dios! – dijo el padre Aliaga – ; la vida es una prueba…

– Sí; sí, señor, una prueba muy amarga.

– Pedid fuerzas á Dios, y Dios os las dará.

– ¡Dios me castiga! – exclamó Montiño en una tremenda salida de tono, chillona, desesperada y rompiendo al mismo tiempo á llorar.

– ¡Vamos! – dijo el padre Aliaga – ; confiad en que Dios es infinitamente misericordioso, y que si os castiga hoy os perdonará mañana.

– Soy muy pecador… y lo que á mí me sucede…

– Me parecéis muy desesperado…

– ¡Sí; sí, señor! ¡terriblemente desesperado!

Montiño se calló esperando á que el padre Aliaga le preguntase, pero el padre Aliaga se redujo á dejarle oír una de esas frases generales de consuelo, que toda persona buena dirige á un semejante suyo á quien ve atribulado.

Después el padre Aliaga se calló también.

Hubo algunos momentos de silencio.

– ¡Perdonadme, señor! – dijo tartamudeando Montiño.

– ¿Y de qué os he de perdonar? – contestó con dulzura el padre Aliaga.

– Vos, señor, sois un gran personaje.

– No lo creáis; yo soy un siervo de Dios, aunque indigno, y vuestro hermano.

– Sois confesor del rey.

– Lo que no me hace ni más ni menos sacerdote que otro.

– Sois inquisidor general…

– El rey me lo manda.

– Y yo soy un cocinero, no más que un cocinero, que aunque lo es del rey…

– No dejáis por eso de ser cristiano y hermano mío.

– ¡Ah, señor! ¡qué bondadoso sois!

– No tal; pero dejáos de señorías y llamadme padre.

– Pues bien, padre Aliaga, ya que me dais valor, voy á deciros… me atrevo á deciros…

Montiño se detuvo.

Fray Luis siguió arreglando sus tizones.

– Pues… me atrevo á deciros, aunque os parezca impertinencia, que vengo á confesarme con vos.

– Vos no sois impertinente por eso; todos los días abro el tribunal de la penitencia á desdichados que son tan pobres que me veo obligado á recomendarlos al limosnero de su majestad.

– Nadie hay tan pobre como yo… – dijo Montiño saliéndose de nuevo de tono.

– ¿Venís preparado? – dijo el padre Aliaga.

– ¿Preparado para qué…? – dijo el cocinero, que se alarmaba por todo.

– Para hacer una buena confesión – repuso el padre Aliaga – ; he querido preguntaros si habéis hecho examen de conciencia.

– Os diré, padre Aliaga: yo no había pensado hasta hace algunos momentos en hacer confesión general.

– Resulta, pues, que no venís preparado y no puedo confesaros hoy.

El padre Aliaga esperaba con impaciencia al tío Manolillo, y quería quitarse de encima de la mejor manera posible al cocinero mayor.

– Tenéis razón, señor – dijo Montiño – , pero como se trata de hacer una confesión general, yo me atrevería á suplicaros…

Montiño se detuvo; fray Luis no dijo una sola palabra.

– Pues… yo me atrevería á suplicaros… que… me dirigiéseis… me ayudáseis en mi examen de conciencia… y como se trata de una confesión general… y ¡como yo he sido muy malo!

Y para pronunciar esta última frase, salió de nuevo de tono y más ruidosamente que las veces anteriores, el cocinero mayor.

El padre Aliaga sintió un poderoso impulso de impaciencia, casi de despecho.

Su pensamiento estaba fijo en el bufón del rey, que según él, debía llegar de un momento á otro.

Montiño había llegado á ponerse en la situación de uno de esos grandes estorbos que contrarían al más paciente.

Sin embargo, el impenetrable semblante del padre Aliaga no se alteró.

Montiño se le había venido encima con una petición á que no podía negarse como sacerdote.

Además, no quiso alegar ninguna ocupación.

Y, por último, á pesar de la contrariedad que le causaba aquel incidente, tenía un interés vago en conocer la conciencia del cocinero mayor, que por su estado febril, por lo exagerado de su expresión, por otros mil indicios patentes, daba á conocer claro que se hallaba en una situación grave.

 

Y todo el mundo sabía, y en particular el padre Aliaga, que Francisco Martínez Montiño era en la corte algo más que cocinero del rey.

– ¡Tratáis de hacer una confesión general! – dijo el padre Aliaga – ; esto es grave.

– ¡Oh! sí; lo que me sucede es muy grave – dijo Montiño – ; desde ayer han pasado por mí tantas desdichas que con ellas se puede llenar un libro, y por grande que fuese no sobraría mucho. ¡Ayer era yo tan feliz!

– ¡Erais feliz y os confesáis malo!

– ¡Ah, padre! todo me venía bien y tenía dormida la conciencia.

– El que aduerme su conciencia puede despertar condenado.

– Cuando la desgracia me ha herido, he dicho para mí: esto es que Dios me avisa. Había salido del alcázar loco y desesperado sin saber qué hacer, sin saber dónde ir, y me acordé de vos, padre.

– Hicísteis bien, pero nos vamos olvidando del asunto principal.

– Sí, ciertamente; de mi examen de conciencia.

– Veamos: recorramos el decálogo. ¿Habéis amado á Dios sobre todas las cosas?

Quedóse Montiño mirando de una manera perpleja á fray Luis.

Luego suspiró profundamente y dijo:

– Lo que yo he amado más sobre todas las cosas ha sido…

Y se detuvo.

– Ved que estáis hablando con vuestra conciencia – observó el padre Aliaga.

Montiño hizo un poderoso esfuerzo y contestó:

– Lo que yo he amado sobre todas las cosas ha sido… el dinero.

– Me dais cuidado por vuestra alma, Montiño – dijo fray Luis – ; el amor al dinero trae consigo muchos y grandes pecados.

– En efecto, he pecado mucho.

– ¿Y os habéis hecho rico…?

Vaciló Montiño entre su codicia, que le impulsaba á ocultar su riqueza, y su temor á un terrible castigo de Dios, que creía ya empezado en las desgracias que una tras otra se le habían venido encima y seguían viniéndosele desde la noche anterior.

Al fin triunfó el miedo.

– Sí; sí, señor – dijo – soy… muy rico.

– ¿Qué medios habéis empleado para adquirir esa riqueza?

Púsose notablemente encarnado Francisco Montiño y guardó silencio.

– ¿A qué queréis, pues, que yo os auxilie para prepararos dignamente á una confesión general? – dijo con dulzura el padre Aliaga.

– A los quince años me huí de la casa de mis padres, robándolos.

– ¿Considerablemente?

– Les hurté veinticinco ducados y una mula, que vendí en llegando á Madrid en otros diez ducados. Con aquel dinero viví ocioso algún tiempo. Cuando se me acabó el dinero, cuando sentí el hambre, quise buscarme la vida, y logré entrar de galopín en la cocina de la señora infanta doña Juana. Allí me apliqué al oficio…

– En el que habéis adelantado. Sois un cocinero famoso… según dicen.

– Cuando me tranquilice, yo mismo, por mi misma mano, os haré una merienda que os convencerá de que sé cumplir con mi obligación.

– Gracias, seguid; hablábamos de vuestros pecados por el desordenado amor que tenéis al dinero.

– Padre fray Luis, yo creía que con el dinero se conseguía todo.

– Sí, en la tierra; pero no en el cielo.

– Ni en el cielo ni en la tierra. Por rico que sea un hombre no puede librarse de que se la pegue su mujer… y á mí me han engañado dos. Soy muy desgraciado.

– Acaso seáis, más que desgraciado, mal pensador.

– ¡Tan buena la una como la otra!

– Ya llegaremos á eso, ya llegaremos. Estamos en que entrásteis de galopín en la cocina de la infanta doña Juana.

– Sí; sí, señor; y como el salario era corto, hurté.

– ¡Hurtásteis!

– Cuanto pude; hasta las especias.

– Hicísteis muy mal.

– ¡El amor al dinero!..

El padre Aliaga iba ya fastidiándose.

– Reduzcámonos, reduzcámonos, porque no es necesario que me contéis vuestra vida. ¿De cuántas maneras habéis pecado por el dinero?

– Hurtando sagazmente, y procurando que la culpa de mis hurtos no cayese sobre mí.

– Eso es ya un grave delito. ¿Y de qué otro modo más?

– Cuando fuí cocinero mayor del rey, poniendo en las cuentas otro tanto del gasto.

– ¿Y de qué otro modo?

– ¡Ah, sirviendo á todo el que me ha pagado bien!

– Entendámonos; más claro: ¿qué clases de servicios han sido esos?

– Siendo espía de los unos y de los otros.

– ¿De qué unos y de qué otros?

– Del padre y del hijo, del tío y del sobrino.

– Más claro.

– Se comprende fácilmente: el padre es el duque de Lerma; el hijo, el de Uceda; el otro, don Baltasar de Zúñiga, y el sobrino, el conde de Olivares, esto sin contar el de Lemos y otros…

– ¿De modo que habéis vivido engañando á todo el mundo?

– El amor al dinero… Porque sin el dinero…

– ¿Habéis llegado al punto de matar por el dinero?

– ¡Ah, no, señor; no, señor! – exclamó todo horrorizado Montiño.

– ¿Y si os pagaran por envenenar á una persona que hubiese de comer de vuestros manjares?

– He sido y soy codicioso – exclamó, levantándose el cocinero mayor – , lo confieso; pero matar… ¡eso no, no, no!

Y había verdadero horror, verdadera repugnancia en el aspecto, en la mirada, en el acento de Montiño.

El padre Aliaga se tranquilizó.

No podía dudarse de aquella situación del cocinero mayor.

Sin embargo, dijo:

– Es pública voz y fama que se han dado bebedizos al rey.

– Mientras se hace la comida de su majestad, nadie levanta una cobertera que yo no lo vea, nadie echa una especia que yo no examine; tengo hasta la sal guardada bajo llave. Pero su majestad come y bebe con mucha frecuencia en las Descalzas Reales.

– ¡Religiosas!

– Religiosas, sí; pero la madre Misericordia es sobrina del duque de Lerma.

– ¿Y bien?..

– ¡Si yo tuviera una carta que me dió para el duque la madre Misericordia! Es verdad que si yo no hubiera perdido esa carta, no me hubiera desesperado hasta el punto de pensar en hacer confesión general.

– Pero ¿tan importante creéis que era esa carta?

– ¿Y qué sé yo?

– ¿Y no recordáis cómo la habéis perdido?

– ¡Que si lo recuerdo!.. Cuando la eché de menos no lo recordaba… pero cuando salí de palacio… el frío, la lluvia me refrescaron de tal modo, que me acordé de que se me ha quedado con esa carta don Francisco de Quevedo.

– Veo con disgusto que andáis en muy malos pasos, señor Francisco.

– Sí; sí, señor; el amor al dinero.

– Veo, además, que habéis pecado tanto por el dinero, que desde ahora, sin que os confeséis, puedo deciros…

– ¡Qué! ¡señor!

– Que si no reparáis el mal que habéis hecho, os condenáis.

Estremecióse todo Montiño.

– ¡Que me condeno! – exclamó.

– Irremisiblemente.

– ¿Y qué he de hacer, qué he de hacer, padre?

Fray Luis miró profundamente al cocinero mayor.

Había creído que le echaban aquel hombre para explorarle, y le había tratado con la mayor reserva. Pero muy pronto se convenció de que el cocinero obraba de buena fe, que estaba desesperado, que tenía miedo.

Comprendió, además, que siendo como era avaro y de una manera exagerada Montiño, no había que pensar en imponerle reparaciones respecto á su dinero.

Consideró también que por esa misma avaricia, además de darle buenos consejos, se le debía dar dinero para que sirviese mejor.

En una palabra, el padre Aliaga determinó utilizar al cocinero mayor.

– La manera de reparar en cierto modo el mal que habéis hecho – le dijo – , es decidiros á servir fielmente á una sola persona.

– ¿A quién, señor?

– Al rey.

– ¡Al rey! ¿pues qué, acaso no le sirvo?

– No por cierto: servís á sus enemigos.

– Yo creía que esos caballeros podían muy bien ser enemigos entre sí, pero al mismo tiempo leales servidores del rey.

– Os engañáis; todos los que hoy se agitan alrededor del rey, piensan antes en su provecho que en lo que conviene á su majestad. Y ciertamente que no podéis decir vos que no sabéis las traiciones de esos hombres, cuando anoche un vuestro sobrino tuvo ocasión de prestar un eminente servicio á la reina.

– He ahí un muchacho que tiene muy buena suerte – dijo Montiño con envidia – ; todos me hablan bien de él, todos le protejen: hasta el duque de Lerma.

– ¡El duque de Lerma!

– ¿Qué creéis que me ha dado para él el duque de Lerma?

– ¡Oro!

– No por cierto: una encomienda. Mirad, padre.

Y Montiño sacó un estuche y le abrió.

– Pero eso es un collar de perlas – dijo el padre Aliaga.

Montiño, que no se había repuesto de su turbación, había tomado un estuche por otro, y había mostrado al fraile la alhaja que el duque de Lerma le había dado para seducir á la aventurera con quien se pensaba entretener al príncipe don Felipe.

– Esto es otra cosa – dijo precipitadamente Montiño.

El padre Aliaga no contestó.

Montiño se encontraba terriblemente predispuesto á la confesión y continuó:

– Esta alhaja me la ha dado el duque para una dama.

Hizo un gesto de repugnancia el padre Aliaga.