Za darmo

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

– Es una historia – me dijo.

Comprendí que el bufón del rey no me diría una palabra más acerca de vos, y no volví á preguntarle.

Pero me habíais llenado, el alma no, ni el corazón, sino los sentidos; ardía por vos, Dorotea.

– Por lo mismo que sabía que yo no podía contar con vos, que vos no podíais ser para mí más que el primer amante…

– ¡Oh! – exclamó Quevedo.

– Me reí de vos.

– Y á mí, que no me gusta divertir de balde, me bastó con que vos os riérais.

– Ya sé que sois altivo.

– No es eso; es que no me gusta malgastar el tiempo.

Aconteció, además, que un día en que por costumbre, no curado aún bien de la locura que me habíais pegado, estaba yo en la iglesia de las Descalzas Reales… sólo por oír vuestra voz, que la teníais excelente y me enamoraba, un mal nacido ofendió á una dama. Volví por ella, mediaron palabras y aun más; salimos á la calle, y maté á aquel hombre. Como las pragmáticas en esto de duelo son rigurosas, y como á mí me querían mal en la corte, creí prudente huir, y me amparé en Navalcarnero. Allí conocí á Juan Montiño… excelente muchacho… corazón de perlas, alma de ángel en cuerpo de hombre.

– Pero tan burlador como vos.

– ¡Bah! Después hablaremos de eso. Estuve algún tiempo en Navalcarnero, se arregló lo de la muerte, volví á la corte. Poco después se le indigestó un romance mío con algunas otras cosas al duque de Lerma, y me cogió, y me enjauló en San Marcos. Allí he estado dos años; allí os he recordado más de una vez…

– En resumen, lo que vos pensásteis de mí en aquel tiempo…

– Fué que érais una mujer ansiosa del mundo, de las disipaciones, de los placeres, de los amores galantes; una hermosísima criatura, poca alma y muchos sentidos; poco corazón, poca cabeza, y mucha vanidad; desde mi encierro escribí por vos… dijéronme que habíais huído del convento.

– Vióme un comediante en ocasión de ensayar una farsa á las monjas.

– ¿Comediante fué?

– Galán.

– ¿Se llama?

– Gutiérrez.

– ¡Ah! La presunción con ropilla; la vanidad ambulante…

– Me miró, le miré. Elogió mi ingenio y mi voz, y me engreí. Me escribió proponiéndome cambiar la vida del claustro por la del teatro… y… mi celda daba á un huerto que tenía las tapias muy bajas, los balcones eran muy bajos… me escapé… caí loca en los brazos de aquel hombre… perdí la virginidad de mi cuerpo, pero conservé la virginidad de mi alma. Gutiérrez no había sabido despertarla… Gutiérrez no me había dado la ardiente vida que yo necesitaba… El público entretanto me aplaudía… los poetas me dedicaban madrigales… yo era Filis, Venus… sol… luna… lucero ya era la incomparable Dorotea… la diosa del teatro. Esto halagaba mi vanidad, pero no llenaba mi corazón. ¡A! ¡no! en él resonaban huecos los aplausos; le aturdían, pero no le conmovían. Y me faltaba algo; yo era pobre; trabajando á partido ganaba poco; me veía obligada á alquilar trajes, en que todo era falso y muchas veces viejo; otras llevaban sedas y brocados, y perlas y diamantes… eran queridas de algún gran señor. Gutiérrez no podía darme nada de esto. Los galanes que me enamoraban no podían dármelo tampoco. Yo sufría, yo estaba humillada: yo soñaba en el gran señor que debía cubrirme de oro. Me importaba poco que fuese viejo y feo, con tal de que fuese rico y generoso. Yo necesitaba humillar á mis compañeras. Una tarde vi en un aposento á un señor muy grave y muy tieso, y al parecer muy rico. Detrás de él había un hidalgo, altivo también, joven y buen mozo. Los dos me miraban, los dos me aplaudían… yo me enamoré de los dos. Del uno por vanidad, del otro… por amor, no… yo creía que era por amor… pero hoy me he desengañado.

– ¡Eran Lerma y Calderón! ¡El amo y el perro!

– Ellos eran. Después de la función, encontré en mi casa, esperándome, á uno de ellos. Se había entrado por fuero propio, pagando á mi doncella. Era don Rodrigo Calderón. Me traía un mensaje y un regalo del duque de Lerma. Yo acepté. Después de haberme hablado por el duque, don Rodrigo me habló por sí mismo.

– Eso sucede casi siempre: el corredor de un gran señor goza antes que él, y es muy justo – dijo Quevedo – ; el agua moja antes el cauce que el pilón. Vuestra historia es muy conocida.

– He sido la sanguijuela de Lerma, y la loca de don Rodrigo.

– Os leí, pues, en el convento.

– ¿Y qué habéis leído hoy en mí?

– Vamos á vuestra segunda época. Salía yo esta mañana de palacio y andaba por esas calles de Dios, pensando en dónde encontraría posada, cuando al buscar en un balcón una cédula, os vi á vos tras de la vidriera. He aquí mi posada, me dije, y me entré.

– Y como éramos antiguos conocidos…

– Tomé posesión de vuestra casa, y os leí en una mirada. Erais la buscona más perfecta en su época peligrosa.

– ¡La buscona!

– Ese es el nombre.

– Es decir, la mujer…

– Que ahorra sangrador, y deja á un prójimo de tal modo, que no puede valerse contra el aire. Gastadora de bolsillos, destructora de saludes, envenenadora de almas y perdimientos de cuerpos. Acostumbrada á la vida alegre, desvergonzada y serena, haciendo gala del sambenito y pregonándose á voces.

– ¡Oh! ¡es verdad! ¡qué vergüenza!

– Pasando á vuestro tercer estado, al en que os encontráis en este momento, os confieso que no os conozco: que os habéis transformado; que os ha sido vergüenza, y habéis criado pudor; cuando érais virgen os vi cortesana, y ahora que sois cortesana os veo virgen.

Dorotea bajó la cabeza avergonzada por única contestación.

– ¡Vos amáis! ¡amáis por la primera vez! – dijo Quevedo con acento sonoro, seco, vibrante, solemne.

– ¡Oh! ¡sí! ¡yo creo que sí! ¡yo estoy loca! – exclamó Dorotea.

– ¡Misterios del espíritu! – murmuró Quevedo – ; ¡no nos comprendemos! ¡la ciencia escrita! ¡mentira! ¡la ciencia permanece oculta! ¡yo adivino, yo presiento… porque veo… observo… y me asombro!

– ¿De qué os asombráis?

– De mí mismo.

– Sois un pozo obscuro.

– Porque me hundo en mi alma.

– ¡Ah! ¿no es verdad, don Francisco, que esto es terrible?

– ¿Y qué es lo terrible?

– Yo no lo he visto nunca: cuando le vi á él… ya sabéis quién es él…

– Sí, sí; mi amigo Juan.

– Cuando lo vi… cuando me miró, parecióme que mi alma descorría un velo misterioso, que se entraba en ella aquella mirada, que la llenaba, que la besaba, que la acariciaba, que la encendía… sentí… un placer doloroso… debí ponerme pálida.

– Y seria como una difunta.

– Yo creo que él también vaciló.

– Pues ya lo creo.

– ¡Ah! ¡don Francisco! ¿por qué habéis llevado á ese hombre á mi casa? yo creo que iba provisto de un hechizo.

– Su hechizo consiste en haber nacido para vos. Yo lo ignoraba… le llamé porque estaba cuidadoso por él… como que había dado de estocadas á Calderón y le había quitado unas cartas de la reina.

– ¡De la reina! ¡las cartas de la reina! ¡que le habrá pagado poniéndole en el lugar de Calderón!

– ¿Qué estáis diciendo?

– He tenido celos de una mujer cuando creí amar á don Rodrigo… ahora… ¡ahora le aborrezco!

– Hacéis mal.

– ¿Que hago mal?

– ¿Sabéis para qué llamaba la reina á Calderón en aquellas cartas?

Quevedo hablaba á bulto, porque como saben nuestros lectores, no las conocía.

– ¿Para qué llama una mujer á un hombre?

– Margarita de Austria, más que mujer es reina.

– Las reinas tienen corazón y caprichos.

– La reina llamaba á don Rodrigo para conspirar.

– ¡Para conspirar!

– Sí, contra el duque de Lerma.

– ¡Ah! – exclamó Dorotea como quien recibe una revelación – . Acaso… aquellas cartas no contenían ni una sola palabra de amor… ¿es verdad?

– Eran, sin embargo, ambiguas – dijo Quevedo, que seguía hablando á bulto.

– Sí, sí… bien puede ser… pero si eso es verdad, don Rodrigo es un miserable.

– ¿Y qué otra cosa puede ser un hombre que parte su querida con otro? Vos érais un instrumento de don Rodrigo Calderón. Estáis, pues, en el caso de volver en vos.

– ¿Me juráis, don Francisco, que no me habéis tomado por instrumento?

– No, no os lo juro, porque quiero que me sirváis.

– ¿Y por eso me habéis presentado á ese joven para que me enamore?

– No he tenido esa intención; pero ya que mi amigo Juan os ha enamorado, me alegro.

– No os alegréis mucho, porque me ha empeñado.

– Mi amigo Juan os ama.

– ¡Jurádmelo!

– Os lo juro por mi encomienda, y por mi honra y por mi alma. ¡Si cuando me quedé solo con él no hablamos de otra cosa que de vos!

– Pues mirad, yo me había irritado con vos y con él… en el momento que supe que habíais herido á don Rodrigo.

– ¿Por amor á don Rodrigo?

– No, porque vi… porque adiviné la verdad. Que don Rodrigo había caído á causa de la reina… y me dije: me han tomado por juguete. Entonces quise vengarme, y para vengarme salí, y me fuí á casa del cocinero del rey, cargada de joyas; Montiño es avaro, y estaba segura de averiguar…

– Bueno es saberlo – dijo para sí Quevedo.

– Pero no le encontré y me abrasaba en el tabuco donde vive… me ahogaba allí, al lado de aquella carne con ojos de mujer. Entonces salí, bajé, y seguí á pie.

– ¿Y á dónde íbais cuando os encontré?

– A la ventura, á tomar el aire.

– Habéis, pues, tenido un buen encuentro, porque os he curado – dijo Quevedo.

– Aún no del todo.

– Mi amigo os espera en vuestra casa.

– ¡Ah! ¡pero vuestro amigo me da miedo…! ¡no os digo que estoy asombrada!.. ¡yo, que me he burlado del amor!

– El amor se venga.

– Ya se ve; ¡es tan hermoso…! ¡más que hermoso…! ¡tiene para mí tal paz, tal dulzura su mirada…! su voz resuena en mi corazón de un modo tal… he hecho una promesa á la virgen de la Almudena… como mañana me despierte curada de esta locura, la doy mis joyas, que son muchas y muy buenas.

 

– Si vos no amárais mañana á mi amigo, le mataríais.

– ¡Oh! no lo creo – dijo Dorotea con una anhelante candidez.

– ¡Si habéis causado en él una impresión terrible! Qué hermosa es esa joven, me decía mientras vos estábais fuera; no puedo mirarla sin enternecerme… sus miradas me vuelven loco… necesito que esa mujer… esa diosa, no viva más que para mí.

– Os lo repito, don Francisco. Vámonos á Napóles… ó si no queréis venir, dadme una carta para el duque de Osuna; entraré en un convento… vuestro amigo me ha hecho mucho daño… me ha hecho insoportable el duque de Lerma, odioso Calderón.

– Tal vez la vida de mi amigo consiste en que os apoderéis más que nunca del ánimo de Lerma.

– ¡Cómo!

– ¿Creéis que Lerma dejará sin castigo á quien le ha estropeado á su favorito? no os hablo de mí, que importa poco… pero él… él, que ha alcanzado gracia á vuestros ojos.

– Me pedís un martirio.

– Sed mártir, si queréis la gloria.

– ¡Me pedís que, amando á un hombre, sea querida de otro! – exclamó profundamente la Dorotea.

– Necesitáis reparar el daño que habéis hecho.

– ¡Yo!

– Sí, vos; habéis calumniado á una santa…

– ¿Creéis que la reina?..

– Es digna de que una mujer de corazón como vos, la ame en vez de odiarla.

– ¿Y qué puedo yo hacer?

– Sed más que la querida pagada de Lerma.

– ¡Ah!

– Enloquecedle; hacedle creer que le amáis.

– Eso no es fácil; don Juan de Guzmán ha visto en mi casa á vuestro amigo.

– ¿Y qué importa?

– Lo sabrá Calderón… lo sabrá Lerma.

– Bien: decid á Lerma que mi amigo quiere casarse con vos…

– ¡Deshonrarle yo!..

– Cuando median altos intereses, por todo se atropella.

– ¿Puedo fiarme de vos, don Francisco?

– ¡Fuego de Dios! ¿y para qué había yo de engañaros?

– A vos me entrego.

– ¿Veis como he hecho muy bien en que no trabáseis conocimiento con el blanquillo de Yepes? Ea, vamos, que ya es hora. Os habéis enlodado; id á mudaros á vuestra casa. Allí encontraréis á Juan Montiño… id con él acompañada á la comedia.

– ¡A la comedia! ¡Trabajar, fingir, con el corazón lleno de lágrimas! ¡y mostrarme serena y reir!

– Esa es la vida: sed una vez cómica… aprended á serlo, qué os importa. Este es vuestro manto… cubríos bien, hija. Este mi ferreruelo. ¿Os habéis cubierto?

– Sí.

– ¡Ah de casa! – dijo Quevedo abriendo la puerta.

Cuando acudió el tabernero, le dió un ducado.

– Cobrad y guardáos lo que os sobre – dijo.

Y salió con Dorotea.

– Ahora – añadió cuando estuvieron en la calle – idos sola. Todo el mundo me conoce; á vos podrían conoceros, y no conviene que nos vean juntos. Conque adiós; voy á dormir, que ya es hora.

– ¿Y hasta cuándo?

– Yo pareceré.

– Adiós, don Francisco; estaba irritada contra vos y dolorida en el alma, y me separo contenta de vos y consolada. Adiós.

Dorotea se separó de Quevedo y se alejó á buen paso.

Llovía, y más de un transeunte se detuvo á mirar con asombro á aquella dama que parecía tan principal, y que en tal día andaba sin litera, pisando lodos.

Dorotea llegó al fin á su casa y se detuvo á la puerta, dominada por un vago temor.

Sabía que en su casa estaba Juan Montiño.

Su irresolución duró un momento.

Llamó, la abrieron y entró.

– ¡Señora! – la dijo Casilda – ; ¡ah, señora! ¡no sabéis lo que sucede!

– ¿Qué?

– Aquel caballero que almorzó con vos…

– ¿Qué ha sucedido á ese caballero… – dijo con cuidado Dorotea.

– ¡Nada! ¡nada! se quedó aquí…

– Y bien…

– Me pidió sangría…

– ¿Y qué?

– Se la serví… y luego… como no le conocía, como nada sé… por ver lo que hacía, volví quedito… estaba dormido al lado de la chimenea en vuestro sillón.

– ¿Y qué hay de malo en eso?..

– Nada, pero… cuando volví otra vez… ya no estaba en la sala.

– ¿Que no estaba?

– No, sino en la alcoba, acostado en vuestro lecho y durmiendo.

– ¡Ah! ¡Dios mío! – dijo para sí Dorotea, entrando precipitadamente en la sala, y llegando á la alcoba – ; ¡conoce que le amo… y se apodera de mí!

Montiño dormía á pierna suelta.

Dorotea levantaba el pabellón del lecho.

– ¡Qué hermoso es! ¡y qué alma tan noble asoma á su semblante dormido! ¡Oh Dios mío! ¡y es ya la una y media! – dijo oyendo á lo lejos un reloj.

Dejó caer la cortina y salió á la sala.

– Vísteme – dijo á Casilda – : tráeme ropa blanca; me he puesto perdida.

– ¿Y le dejáis así? – dijo Casilda señalando á la alcoba.

– Habla bajo, que no despierte; se conoce que ha pasado mala noche.

– Pero señora…

– Mira, Casilda, ese caballero es tu amo y el mío – dijo Dorotea.

La negra se calló y vistió á su señora.

Esta eligió un magnífico traje de brocado, alto, cerrado como los de las damas de la corte y cubierto sobre el pecho de joyas, se llenó las manos de anillos y derramó sobre sí agua de olor.

– Vete, y que Pedro ponga la litera – dijo cuando estuvo vestida.

Casilda salió, y Dorotea entró de nuevo en la alcoba, y levantó la cortina.

– Siento despertarle – dijo – ; ¡duerme tan bien, y está tan hermoso durmiendo! ¡oh! ¡si no me esperara el público! ¡esta es una esclavitud insoportable!

Estuvo un momento contemplando al joven.

Al fin se resolvió.

– ¡Caballero! – dijo dulcemente – ¡caballero!

Montiño abrió los ojos.

– ¡Ah! ¡dichoso el que despierta y se encuentra con un ángel! – dijo después de haber lanzado de sí la última influencia del sueño.

– ¿Y no se os ocurre disculparos?

– ¿De qué?.. ¡ah! ¡me ha traído aquí mi corazón!.. ¡soy digno de lástima!.. no os enojéis, pues.

– ¿Estáis muy cansado?

– ¡Ah! ¡no! es cierto que esta noche, por las estocadas, anduve huído y no dormí; pero… he descansado ya… os fuísteis irritada, y yo no me resignaba á no volveros á ver si no me volvíais á vuestra gracia. Me dió sueño; en el sillón dormía mal… como ya Quevedo había dormido aquí, me dije – : ¿Qué importa que yo duerma también? pero he sido más respetuoso que Quevedo, yo al menos no me he desnudado; con ponerme las botas estoy corriente.

– ¿Y os vais?

– Sí, pero contando con que vos…

– ¿Qué?..

– ¿Me volveréis á recibir?

– ¿Pero no estáis ya recibido? – dijo la Dorotea.

– ¡Cómo, señora!

– Sí; ¿no estáis en vuestra casa?

– ¡En mi casa!

– Vais á juzgar. ¡Casilda!

Apareció la negra.

– ¿Qué te he dicho hace un momento acerca de este caballero?

– Que era vuestro…

– Dí lo que yo te dije.

– Que era vuestro amo y el mío.

– Vete.

– ¡Ah, señora! – dijo Montiño, turbado á su pesar por la expresión y el acento de Dorotea.

– Yo no os conozco – dijo la joven – , pero me siento unida á vos por un poder invencible; conozco que al separarme de vos, mi alma se rompería; no he amado nunca; vos sois el primer hombre á quien amo: ¿queréis mi amor?

– ¡Vuestro amor! – exclamó asustado Montiño.

– ¡Qué! ¿le desprecias?

– ¡Ah! ¡señora! vuestro amor es la gloria.

Dorotea se arrojó en los brazos de Montiño.

– ¡Oh! ¡qué delirio! ¡qué sueño! – exclamó después de algún tiempo – . ¡Que no despierte yo nunca, amor mío! porque si no me amases… me vengaría… y mi venganza… ¡oh! no hablemos de esto… ¡las dos! ¡ya es tarde, Dios mío! ¡y el coliseo!.. ¡malditas sean las comedias! ¡pero es preciso! ¡vamos, acompáñame!

– ¿Así, con este traje de viaje, pobre y enlodado, y tú tan resplandeciente, reina de mi vida?

– ¡Y qué importa! me basta con tu hermosura. Estoy segura de que me van á tener envidia… mi litera es grande, cabemos los dos, ven.

Y Dorotea se llevó de su casa á Juan Montiño como robado.

CAPÍTULO XXIV
DE LO QUE QUISO HACER EL COCINERO DE SU MAJESTAD, DE LO QUE NO HIZO Y DE LO QUE HIZO AL FIN

Montiño se había quedado aturdido en la hostería de Ciervo Azul, después de la salida de Quevedo.

Tenía tanto en que pensar el triste del cocinero mayor, que su cabeza estaba hecha una devanadera.

Iba y venía con sus cavilaciones, y de todas ellas no sacaba más que una cosa en claro: lo referente á los amores de su mujer con el sargento mayor don Juan de Guzmán.

Este pensamiento se formulaba en la frase que Francisco Montiño pronunciaba con los nervios crispados:

– ¡Como la otra!

Montiño era, pues, un hombre predestinado.

Pero como todos los predestinados, dudaba de su predestinación.

Y luego decía – : aunque todos lo dicen, es muy posible que todos se hayan engañado. Mi mujer puede haber cometido inocentemente alguna imprudencia… ¡y ese sargento mayor ó ese demonio, está allí detrás de mí, en el fondo de la sala! le oigo coscurrear entre sus mandíbulas de lobo las cortezas de pan, ¡si yo me atreviera!.. si yo me presentara á él de improviso… ¡si le preguntara!..

Pero acordábase Montiño del semblante de bandido del sargento mayor, de su mirada sesgada, de sus largos mostachos y de su inconmensurable tizona, se desplomaba y renunciaba á su resolución.

Y era el caso que tampoco se atrevía á levantarse y á salir, por temor de ser visto por don Juan de Guzmán.

Permanecía, pues, acurrucado en su silla, vuelto de espaldas al sargento mayor, y haciendo como que comía; pero en realidad, aterrado, reducido á la menor expresión, anonadado.

Pero de repente, sacóle de su anonadamiento una voz que conocía demasiado.

Aquella voz había saludado al sargento mayor.

Aquella voz era la del galopín Cosme Aldaba.

– ¡Maldígate Dios, racimo de horca! – dijo el sargento mayor á Aldaba – ; hace una hora que me tienes esperando.

– Vuesa merced sabe que hay cosas que no se hacen por el aire; después que vi á vuesa merced y me dió el recado, he tenido que comprar el pañuelo. Por cierto que he tenido que poner algunos maravedises.

– No hay que hablar de ello. ¿Y le has hallado como convenía?

– Ya lo creo: encarnado, encarnado, sin pinta de otro color.

– ¿Y lo has llevado á la señora Luisa?

Volvióse todo oídos el cocinero.

– He tenido que esperar á que saliera el señor Montiño, porque si después de haberme despedido me hubiera encontrado, no sé lo que hubiera sido de mí.

– ¡Buen temor el tuyo! si no fuera porque Luisa no quiere escándalos, ya le hubiera yo acostumbrado á que se saliese humildemente de su casa cuando yo entrase, sólo con haberle hecho huir á puntapiés la primera vez. ¿Pero qué te ha dicho la señora Luisa?

– Nada; ha tomado el pañuelo, se ha puesto muy pálida y ha exclamado: ¡me quiere perder!

– Si fuera viuda, no temblaría así.

Estremecióse Montiño.

– ¡Viuda! – dijo Aldaba – ; el cocinero mayor está tan apergaminado y enjuto, que me parece que tiene vida para muchos años.

– El día menos pensado… es rico, ¿no es verdad?

– ¡Vaya!.. ¡si dicen que revende empleos!

– Luisa dice que en un cuarto obscuro tiene un arcón que debe estar lleno de talegos.

– Es muy avaro.

– Y muy ciego: dicen que su primera mujer era peor que ésta.

– Ya se ve; y que le gustaban los pajes.

– Y que Inés no es su hija.

– No, pues la Inés, que es un pimpollo, ha sacado las mismas aficiones que la madre; ya ha tenido tres novios pajes de su majestad.

– ¿Y cuál es el paje de ahora?

– Un muchachote rubio, paje de la reina; un chico rubicundo, que la echa de valiente, y á quien tengo ojeriza.

– ¿Y cómo se llama ese paje?

– Valentín Pedraja.

– ¡Ah, ah, el hijo del palafrenero mayor!

– Eso es.

– Pues mira, Aldaba, no te metas con ese paje, le protejo yo.

– Si la Inés me quisiera, sería bastante; pero no queriéndome, á qué buscar ruidos.

– Haces bien; toma un ducado por lo que has hecho, y puesto que el cocinero mayor te ha despedido, te tomo por mi criado; tú me guisarás, y me excusaré de venir á este figón del infierno. Conque, vámonos, hijo, y te enseñaré mi casa, que tengo mucho que hacer.

El sargento mayor pagó y salió con Aldaba sin reparar en Montiño.

– ¿Conque es decir – exclamó Montiño levantándose con la fuerza de un muelle – , que mi honra anda ya por los figones, y no solamente por un lado sino por los dos? ¡mi mujer y mi hija! ¡y que no sepa yo lo que pasa en mi casa! ¡y que temiera yo llevar á ella á mi sobrino! ¡mi sobrino! ¡será necesario decírselo todo! ¡mi sobrino que es tan valiente! ¿pero cómo decirle: tu tía y tu prima son dos mujeres perdidas? ¡y yo que había pensado en ver el medio de casarle con mi hija!

El cocinero mayor estaba tan desencajado que daba miedo verle.

 

Y póngase cualquiera en su situación, en aquella situación anormal, aflictiva, deshonrosa, interesados el corazón y la vanidad, todo herido, todo magullado en su alma; encontrábase de repente solo en el mundo, porque todo lo que constituía su familia era ficticio: su mujer no era su mujer, su hija no era su hija, su sobrino no era su sobrino.

Hacía casi veinticuatro horas que estaba sonando para él la trompeta del juicio final.

Su hermano muerto, su corazón amargado; su cocina, que constituía para él la mitad de su alma, abandonada.

Y además de esto, metido en enredos trascendentales, de los cuales no sabía cómo salir; amenazado casi con la Inquisición…

La cabeza de Francisco Martínez Montiño era un hervidero.

Y en este hervidero se le olvidó una cosa importantísima: esto es, la carta que la madre Misericordia le había dado para el duque de Lerma, y que se había llevado Quevedo.

Pero necesariamente, ó permanecía de una manera indefinida en la hostería del Ciervo Azul, ó tomaba un partido.

Montiño tomó el de acudir á donde le llamaba su pensamiento dominante.

A su casa.

Por el camino fué pensando que lo que debía hacer era encerrarse con su mujer, hablarla decididamente como hombre que lo sabía todo, presentarla como prueba lo del pañuelo encarnado, y después hacerla abrir los cofres, apoderarse del pañuelo, apoyarse en él como en una prueba concluyente, y después de esto, confesado el crimen, como no podía menos de suceder, por su mujer, montarla en un macho de los de palacio, y con un mozo de mulas enviarla á su país natal.

Luego metería á su hija en un convento.

Una vez libre, haría dejación de la cocina del rey, se retiraría de intrigas y de enredos, y se iría pacíficamente á comerse sus doblones á Navalcarnero, llevándose consigo la misteriosa arca, donde se encerraba indudablemente el destino del bastardo de Osuna.

Hay proyectos que se piensan, se redondean, se concluyen, que parecen ya conseguidos, pero que al quererlos poner en práctica se desvanecen como humo.

Habíase atravesado además una circunstancia puramente casual, un suceso que debía embrollar más al cocinero mayor.

Poco después de la desaparición de Montiño, una litera llevada por dos ganapanes, y seguida á paso lento por un criado, se detuvo á poca distancia del alcázar, se abrió la portezuela y salió de una manera violenta una mujer.

Era Dorotea.

Hemos retrocedido algún tiempo.

Al punto en que Dorotea, antes de encontrar á Quevedo, había ido al alcázar en busca del cocinero mayor.

Cuando estuvo fuera de la litera, dijo al criado:

– Vete.

– ¿Con la litera, señora?

– Sí, con la litera.

– Pero llueve y hace lodos.

– No importa; me mareo, me muero dentro de ese armatoste. Vuélvete con la litera á casa.

Y se entró violentamente en el alcázar.

– Llevadme al cuarto del cocinero mayor – dijo á un lacayo de palacio dándole un ducado.

El lacayo tiró el patio adelante y llevó á la comedianta á las altas regiones donde vivía el cocinero mayor.

– Allí es, señora – dijo señalando una puerta á Dorotea.

– Bien, idos; gracias.

El lacayo se fué.

Dorotea se quedó sola en una galería estrecha, larga y tortuosa y delante de una puerta.

Llamó á ella con impaciencia.

Abrióla una mujer joven y bella.

Era Luisa.

– ¿Sois la hija del cocinero mayor? – dijo Dorotea.

– Soy su mujer – contestó con cierta mortificación Luisa – . ¿Para qué queréis á mi marido?

– Para hablarle.

– Acaba de salir.

– No importa – dijo Dorotea entrándose en el cuarto – . Le esperaré.

– Pero yo, señora, no os conozco.

– No le hace; vengo á preguntarle una cosa importante.

– Pero es muy natural que una mujer honrada, cuando ve que otra busca en su misma casa á su marido… piense…

– Pensad lo que queráis.

Y Dorotea se sentó sin ceremonia.

– Y bien, mejor… – dijo Luisa sentándose á coser – ya sé lo que debo decir á mi marido cuando tenga un nuevo disgusto con él.

Ninguna de las dos mujeres habló más.

Al cabo de cierto tiempo Dorotea hizo un movimiento de impaciencia.

– ¿Dónde estará ese hombre? – exclamó.

– Si lo deseáis – dijo Luisa – le enviaré á buscar.

– ¡Para largas esperas estoy yo!.. – dijo la Dorotea – . Me ahogo aquí en este chiribitil… y me voy… decid cuando venga á vuestro marido que le espera en su casa la querida del duque de Lerma.

– ¡Ah!

– Sí, del duque de Lerma, á quien sirve de correo vuestro buen marido, como le sirve de otras muchas cosas. Conque adiós.

Y la Dorotea salió primero del cuarto de Montiño y luego del alcázar, tomó por la calle del Arenal, y en ella fué donde encontró á Quevedo.

Cuando llegó Montiño á su casa, se encontró á su mujer y su hija cantando y cosiendo.

– Están juntas – se dijo – , y esto me contraría.

Montiño debía haber supuesto que las encontraría de aquel modo, porque siempre las había encontrado así.

Dió dos ó tres vueltas por la sala.

Vió dos ó tres veces á su mujer.

Cada vez le pareció más hermosa y más inocente.

– Pero, señor, ¿y lo que yo mismo he oído? – se dijo.

Y volvió á dar otras dos ó tres vueltas.

– ¡Luisa! – dijo al fin.

– ¿Qué queréis? – respondió tranquilamente su mujer.

– ¿Ha estado alguien aquí?

– Ha estado Cosme Aldaba.

– ¡Ah! ha estado ese bribón de Aldaba. ¿Y qué quería?

– Quería hablarme á solas.

– ¿Y le hablaste?

– Sí.

– ¿Y qué te dijo?

– Que le habías despedido.

– Me ha echado á perder un capón relleno. Es un infame.

– En tratándose de la cocina, ciegas.

– No ciego mucho cuando no he hecho ya una atrocidad.

– La muerte de tu hermano te tiene de muy mal humor.

– Sí, sí, la muerte de mi hermano, eso es. ¿Y no te dijo más Aldaba?

– Sí, que me empeñase por él contigo.

– ¡Pues hombre, no faltaba más! ¡habrá insolencia!

– Yo le he dicho…

– ¡Qué!

– Que ya se te pasará; que tú al principio, tomas las cosas muy á lo vivo y por donde queman; pero que eres muy buen hombre, y todo al fin se te pasa.

– ¡Conque soy yo muy buen hombre!

– Ya lo creo.

– ¡Pues no señor! ¡soy un hombre muy malo!

– Como quieras, Francisco; cuando estás así, es necesario dejarte en paz y luego tienes razón.

– ¡Que si la tengo! ¡que si tengo razón! ¡tanta tengo, que se me sale por la tapa de los sesos!

– Pues mira, primero eres tú.

– Ya lo creo que primero soy yo.

– Ello pasará; los primeros momentos son crueles; pero cuando te acostumbres…

– ¿Y á qué me he de acostumbrar?

– A pasarte sin tu hermano…

– Pues qué, ¿no me pasaba sin él?

– Sí, pero no es lo mismo decir tenía un hermano, á decir ya no le tengo.

– Tienes razón, es muy doloroso perder una cosa que se ama.

Montiño se calló, y Luisa, por no irritarle más, se calló también.

– Está delante Inesita – dijo para sí Montiño – , y no me atrevo… será necesario quedarme solo con ella.

Y siguió paseándose en silencio durante ocho ó diez minutos.

Su mujer y su hija no cantaban, pero cosían.

– Pues señor – dijo para sí el cocinero mayor, deteniéndose de repente – , ello es preciso.

Y luego dijo alto:

– ¡Luisa!

– ¿Qué quieres? – contestó la joven.

– Tengo que hablarte á solas de un asunto muy importante.

Púsose levemente pálida Luisa.

– Vete Inés, hija mía – dijo á la niña.

Inesita se levantó, miró con cuidado á su padre, y dijo para sí saliendo:

– Me quedaré tras de la puerta, y escucharé lo que hablen.

Montiño fué á sentarse en la silla que había dejado desocupada su hija.

– Vamos, Francisco – dijo Luisa, viendo que su marido guardaba silencio – , ya estamos solos.

– ¡Es que!.. ¡sí!.. ¡yo!.. ¡tú! – tartamudeó Montiño, á quien faltó de todo punto el valor.

Estaba viendo por completo sin gorguera el cuello blanco y redondito de su mujer.

– ¿Pero qué es ello? – dijo Luisa.

– Me encuentro en un gran compromiso – dijo Montiño renunciando de todo punto á hacer cargos á su mujer, y rompiendo para salir de la situación por donde primero se le ocurrió.

– ¡Un compromiso!

– Sí, por cierto, tengo un sobrino.

– Pues no comprendo…

– Ese sobrino ha venido á Madrid.

– ¿Y bien?

– Necesito traerle á vivir aquí.

– ¡Aquí, como quieras!

– Pero hay un obstáculo.

– ¿Cuál?

– Inesita.

– ¡Ah!

– Sí, Inesita está ya alta y hermosa, y mi sobrino…

– Es su primo.

– No, no; no estaría bien. Es necesario que Inés salga de casa – replicó Montiño.

– ¿Y á dónde ha de ir esa pobre niña?

– ¿Dónde? A un convento.

– ¡A un convento! ¡Pero si ella no tiene vocación de monja!

– A un convento mientras esté aquí su primo.

– De modo que si lo haces porque Inés es joven, yo soy también joven, pocos años mayor que ella.

– También he pensado en eso.

– ¡Cómo! ¿Quieres echarme de casa por causa de tu sobrino?

– Escucha, Luisa, hija mía; tu embarazo está muy adelantado, las montañas de Asturias son muy sanas…

– Declaro que no me muevo de aquí – dijo Luisa levantándose y arrojando su costura – . Yo no te dejo solo. Tú quieres echarnos de la casa, no para meter á tu sobrino, sino á una perdida.

– ¡Cómo á una perdida! – exclamó Montiño, que se estremeció, porque veía una nueva complicación.