Za darmo

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– ¿Sabéis que sois muy curioso, caballero?

– ¡Ah!, perdonad: me callaré.

– No, hablad; hablad.

– Pero si mis palabras os ofenden…

– Habladme de lo que queráis.

– ¡Ah! ¿de lo que yo quiera? Yo quisiera conoceros.

– ¿Y para qué?

– Os repito que debéis ser muy hermosa.

– Mirad no os engañe vuestro deseo.

– Descubrid el rostro.

– Mostraros el rostro ahora sería comprometer acaso un secreto que no es mío.

– ¡Cómo!

– Si pudiérais dar señas de la mujer á quien vais acompañando…

– Soy noble y honrado.

– No os conozco.

– Y sin embargo, os habéis amparado de mí.

– A la ventura, á la desesperada.

– ¿Y no os inspira confianza la manera respetuosa con que os trato?

– Respetuosa y reservada, por ejemplo, no me habéis dicho quiénes eran los dos grandes señores que habéis conocido.

– ¿Y por qué no? Eran el conde de Olivares y el duque de Uceda.

– ¿Y cómo? ¿por qué habéis conocido á esos caballeros?

– Terciaron en mi disputa con el palafrenero.

– ¡Ah!, y decidme: ¿de dónde salían?

– De las caballerizas del rey.

– ¡Ah!, ¡es extraño! – dijo la dama – ; ¡juntos y en público Olivares y Uceda!

Y la dama guardó silencio por algunos segundos.

Seguían andando lentamente; por fortuna la lluvia no arreciaba; y los anchos y bajos aleros de las casas los protegían.

El forastero iba fuertemente impresionado. La tapada apoyaba con indolencia su brazo, un brazo mórbido y magnífico, á juzgar por el tacto; su andar era reposado, grave, indolente; el movimiento de su cabeza lleno de gracia, de atractivo; su voz sonora, dulce, extremadamente simpática, y se exhalaba de ella una leve atmósfera perfumada. Además, una preciosa mano cuajada de anillos y extremadamente blanca y mórbida, sujetaba su manto cerrado sobre su rostro, sin dejar abierto más que un candil, una especie de pliegue demasiado saliente, para que pudiera vérsela ni un ojo.

La noche empezaba á cerrar densamente obscura.

El joven empezaba á aturdirse con lo que le acontecía.

– ¿Y qué aventura os sobrevino en el alcázar cuando os perdísteis?

– Os lo repito: mi aventura en el alcázar ha sido perderme.

– Pero esa es una palabra que puede entenderse de muchos modos.

– ¡Ah, señora…! ¡tengo una sospecha…!

– ¿Qué? – dijo con cuidado mal encubierto la dama.

– Que acaso vos seáis la causa de que yo me haya perdido.

– ¡Yo! ¡y no me conocéis!

– Esa es mi desesperación: que no os conozco, y os recuerdo.

– ¿Sabéis que ya es obra el entenderos? Si no me conocéis, ¿como podéis recordarme?

– Pues ese es el caso: yo os he visto un momento, un momento nada más, y os he visto tan hermosa que me habéis cegado…

– ¿Que me habéis visto? ¿Y dónde?

– Cuando os asísteis á mí, teníais abierto el manto.

– ¡Oh! ¡no! no recuerdo haberme descuidado. Y si no, ¿de qué color son mis ojos?

– Es que vuestra hermosura me ha deslumbrado, señora, y cuando he vuelto á abrir los ojos me he encontrado á obscuras.

– Nos siguen más de cerca – dijo la dama – , y mucho será de que quien nos sigue, á pesar de todo, no me conozca.

– La noche está obscura, señora; hace tiempo que vamos por calles desiertas: al que estorba se le mata.

– ¡Ah! – exclamó la dama y estrechó el brazo del joven.

– Decidme: detened á ese hombre, y no da un paso más.

– ¿Y mataríais por mí á quien no conocéis? ¿á un hombre que ningún mal os ha hecho?

– Sí.

– ¿Y si no fuera yo quien creéis?

– ¿Quién otra pudiera ser?

– La dama de palacio.

– Es que yo no he visto en palacio ninguna dama.

– ¿La habéis prometido callar?

– Os juro que á ninguna dama he visto.

– Decidme… pero rodeemos por esta calle: ¿á qué habéis venido á Madrid?

– A buscar á mi tío, que es el cocinero mayor del rey.

– ¡Ah! ¿y al arrimo de vuestro tío, venís á pretender algún oficio á la corte?

– Yo, señora, no pretendo nada.

– ¿Sois rico?

– Soy pobre. Pero para servir bajo las banderas del rey como soldado, no son necesarios empeños.

– ¿De modo que…?

– Vengo á traer á mi tío el cocinero una carta de mi tío el arcipreste.

– ¡Ah! ¿y de dónde venís…!

– De Navalcarnero.

– ¿Y nunca habéis salido de esa villa?

– Sí, por cierto, señora. He cursado en la Universidad de Alcalá.

– ¡Ah! ¡ya decía yo!

– ¿Y qué decíais vos?

– Que no érais novicio. ¡Estudiante! ¡ya!

– Y estudiante de teología.

– ¿Y ordenado?

– No por cierto. Me gusta más el coselete que la sotana, y luego el amor… ¡poder amar sin ofender á Dios ni al mundo!

– No sabéis hablar más que de amor.

– Pues mirad; hasta ahora no he amado.

– ¿Amáis á la dama del juramento?

– Os juro, señora…

– Si yo fuese la dama de la galería…

– ¡Ah!

– Si yo fuese la que de tan mal talante os echó por una escalera excusada…

– ¿Vos me libertáis de mi promesa?

– Y porque habéis cumplido bien, espero que me contestéis en verdad: ¿es cierto que os he causado tal impresión, que no recordáis mi semblante?

– Os lo juro por mi honra.

– Pues bien; olvidad de todo punto vuestro amor que empieza; es tiempo aún: cuidad que no me volveréis á ver, cuidad que es un sueño lo que os sucede, y seguid callando como callábais.

– ¡Oh! ¡sí! ¡callaré! pero amaré… os amaré… aunque no os conozca… ¡os amaré siempre!.. ¡sin esperanza…!

– Olvidemos locuras y hablemos de lo que importa, porque vamos á separarnos. Parémonos en esta esquina. Respondedme, si es verdad que he causado en vos la impresión que decís. ¿Oísteis hablar á alguien en la galería?

– Sí.

– ¿Qué oísteis…?

– Estas ó semejantes palabras: «me va en ello la vida ó la honra…» ello era gravísimo. ¿Y queréis que sea franco con vos? He creído que quien pronunciaba aquellas palabras era…

La tapada puso su pequeña mano sobre la boca del joven, y éste, aprovechando la ocasión, la retuvo, la besó; la dama dió un ligero grito, y desasió con fuerza su brazo de la mano del joven; en ésta quedó un brazalete, que el joven guardó rápidamente, y aprovechando el haberse descompuesto el manto de la dama, la miró:

– ¡Ah! – exclamó con desesperación.

– Está la noche muy obscura – dijo la dama cubriéndose de nuevo.

– ¿Y no tendréis compasión de mí…?

– Escuchadme y servidme.

– Os serviré.

– Desde aquí voy á seguir sola.

– ¡Sola!

– Sí. Allí, junto aquella puerta, hay un hombre parado. Es necesario que ese hombre no pueda seguirme.

– No os seguirá.

– Evitad matarle, si podéis. Con que le entretengáis un breve espacio estaré en salvo.

– ¿Pero nada me decís? ¿Ninguna señal vuestra me dais?

– ¡Ah! ¿queréis una señal? Tomad.

– ¿Y qué es esto…?

– Tomadlo.

– ¡Una joya!

– No, una señal. Y oíd: seguid guardando un profundo secreto acerca de vuestras dos aventuras conmigo. Vos no habéis estado en la portería de damas, vos no habéis oído nada. Sobre todo no sospechéis, no os atreváis á adivinar que quien ha pronunciado aquellas graves palabras, ha sido…

– ¡La reina!

– Sí – dijo la tapada inclinándose al oído del joven y con voz ardiente y entrecortada – : era la infeliz Margarita de Austria. Ya veis si confío en vos. Deteniendo á ese hombre que me sigue, servís á su majestad. Sed caballero y leal, y tened por seguro que aunque no volváis á verme vuestra fortuna ha de dar envidia á muchos.

– ¡Oh! ¡esperad! ¡esperad, señora!

– ¿No os he dejado una prenda?

– Pero…

– No puedo detenerme más. Adiós; impedid que ese hombre me siga. Adiós.

Y la tapada tiró una calleja adelante.

El bulto que estaba parado á alguna distancia, adelantó á buen paso.

– ¡Eh! ¡atrás! ¡no se pasa! – dijo nuestro forastero, echando al aire la daga y la espada.

El que venía hizo un movimiento igual, y sin decir una palabra, embistió al joven.

– Os aconsejo que os vayáis – dijo éste, acudiendo al reparo de los golpes que le tiraba el embozado – , porque si no os vais, os va á suceder algo desagradable. ¡Hola! ¿se me os venís con estocadas? ¡perfectamente! pero es el caso que yo no quiero mataros, amigo mío.

Echó fuera dos ó tres estocadas bajas, y aprovechando un descuido del contrario, le dió un cintarazo encima del sombrero.

– Eso ha podido ser un tajo que se os hubiese entrado hasta los dientes – dijo el joven pronunciando esta nota con una calma admirable.

El otro redobló su ataque.

– Es el caso que yo no quiero mataros – dijo el sobrino de su tío – ; no por cierto: sería bautizar mi entrada en Madrid con sangre. ¡Ah! ¿os empeñáis? pues… allá voy, camarada…

Y se cerró en estocadas estrechas, obligando al contrario á repararse con cuidado.

– ¡Ah! ¡ah! – murmuró el joven – ; en la corte no saben más que echar plantas; paréceme que ya le tengo para el desarme de mi tío el arcipreste. ¡Veamos! ¡Pobre hombre! ¡Bah! ¡estáis preso! ¡Sois mío!

El forastero había cogido á su contrario en el momento en que tenía puesta su daga sobre la espada, cerca de su empuñadura; había metido una estocada baja y diagonal por el ángulo estrecho formado por la daga y por la espada del incógnito y había hecho una especie de trenza con los tres hierros, sujetándolos contra el muslo izquierdo de su contrario.

Era un desarme completo; el enemigo no podía valerse de sus armas; entre tanto, al forastero le quedaba franca la daga para herir, pero no hirió.

– Idos – dijo al otro – ; puedo mataros, pero no quiero asustar á mi buena suerte tiñéndola de sangre la primera noche que entro en Madrid; envainad vuestros hierros y volvéos por donde habéis venido.

 

Y diciendo esto sacó su espada del desarme, se retiró dos pasos del otro, que había quedado inmóvil, y luego se embozó y tiró la calle adelante por donde había desaparecido la tapada.

El vencido quedó solo, inmóvil; un momento después de haberse alejado su generoso vencedor, relumbraron luces en una calleja y adelantó un hombre, á quien seguían otros cuatro.

Aquellos hombres eran alguaciles y traían linternas.

CAPÍTULO II
INTERIORIDADES REALES

Doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, era camarera mayor de la reina.

La viudez ú otras causas que no son de este lugar, habían empalidecido su rostro y poblado, aunque ligeramente, de canas sus cabellos.

Pero, á pesar de esto, el rostro de doña Juana era bastante bello, dulcemente melancólico, y sobre todo expresaba de una manera marcada la conciencia que la buena señora tenía de su nobleza, que, según los doctores del blasón, se remontaba nada menos que á los tiempos de la dominación romana.

Satisfecha con su cuna, con la posición que ocupaba en la corte y con sus rentas, que la bastaban y aun la sobraban para destinar parte de ellas á la caridad, doña Juana de Velasco, ó sea la duquesa de Gandía, era feliz, salvo algunos importunos recuerdos de su juventud.

No se crea por esto que la camarera mayor de la reina gozaba de una manera pasiva de su buena posición, ni que de tiempo en tiempo no la molestase algún grave disgusto.

Si la duquesa de Gandía no hubiese funcionado como una rueda, más ó menos importante, en la máquina de intrigas obscuras que estaba continuamente trabajando alrededor de Felipe III, no hubiera sido camarera mayor de la reina.

La duquesa de Gandía era acérrima partidaria de don Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, marqués de Denia y secretario de Estado y del despacho.

Tenía para ello muy buenas razones, porque sólo apoyándose en buenas razones, podía ser amiga del duque la virtuosa duquesa.

Dotada de cierta penetración, de cierta perspicacia, comprendía la duquesa que Felipe III, si bien era rey por un derecho legítimo, que nadie podía disputarle, era un rey que no era rey más que en el nombre.

Sabía perfectamente la duquesa, sin que la quedase la menor duda, que Felipe III era miope de inteligencia; que sólo había heredado de su abuelo Carlos V ciertos rasgos degradados de la fisonomía; que el cetro se convertía en sus manos en rosario; que era débil é irresoluto, accesible á cualquiera audacia, á cualquiera ambición que quisiera volverle en su provecho, y lo menos á propósito, en fin, para regir con gloria los dilatadísimos dominios que había heredado de su padre.

La duquesa para decirlo de una vez, estaba plenamente convencida de que el rey necesitaba andadores.

La duquesa estaba también completamente convencida de que el duque de Lerma venía á ser los andadores de Felipe III.

El carácter tétrico del rey; su indolencia; su repugnancia, mal encubierta, á la gestión de los negocios públicos; su falta de instrucción y de ingenio, hacían de él un rey vulgarísimo, en el cual ningún ministro podía apoyarse confiadamente, puesto que cualquiera intriga mal urdida bastaba para dar al traste con el favorito y para establecer esa sucesión ruinosa de gobernantes egoístas é interesados que, desprovistos de todo pensamiento noble y fecundo, alentados sólo por una ambición repugnante, dan el miserable espectáculo de una lucha mezquina, que acaba por empequeñecer, por degradar á la nación que sufre con paciencia esta vergonzosa guerra palaciega.

El duque de Lerma, que después de una larga vida de cortesano, que le había hecho práctico en la intriga, llegó á ser árbitro de los destinos de España como ministro universal al advenimiento al trono de Felipe III, se había visto obligado, desde el principio de su privanza, á rodear al rey de hechuras suyas, á intervenir hasta en las interioridades domésticas de la familia real, y, lo que era más fatigoso y difícil, á contrabalancear la influencia de Margarita de Austria que, menos nula que el rey, quería ser reina.

Esto era muy natural; pero por más que lo fuese no convenía al duque de Lerma, que quería gobernar sin obstáculos de ningún género.

La duquesa de Gandía, pues, con muy buena intención, y creyendo servir á Dios y al rey, era el centinela de vista puesto por el duque junto á la reina.

Servía la duquesa á Lerma tan de buena voluntad, con tan buena intención, ya lo hemos dicho, como que creía que todo lo que faltaba á Felipe III para ser un mediano rey, sobraba á Lerma para ser un buen ministro.

Militaban además en el ánimo de la duquesa en pro del favorito, razones particulares de agradecimiento.

La duquesa era madre.

Lerma favorecía abiertamente á su hijo, el joven duque de Gandía, confiriéndole encargos altamente honoríficos.

Por rico y por noble que sea un hombre, hay ciertos cargos que enaltecen su posición, que aumentan su brillo.

La duquesa de Gandía estaba con justa causa agradecida al duque de Lerma.

Y como los bien nacidos no excusan nunca obligaciones á su agradecimiento, la duquesa servía á Lerma por convicción y por deber.

Pero era el caso que Lerma tenía más vanidad que perspicacia, y solía suceder que construyese sus más soberbios edificios sobre arena.

Así es que con frecuencia se equivocaba en la elección de sus instrumentos, tomando lastimosamente la adulación por afecto y el servilismo por solicitud.

El duque de Lerma se había creado sus enemigos en sus mismos instrumentos, y debía conservar el poder hasta el momento en que, robustecidos por él sus adversarios, se encontrasen bastante fuertes para derrocarle.

Respecto á la duquesa de Gandía, la equivocación de Lerma había sido de distinto género: ella le servía de buena fe, pero la duquesa no servía para el objeto á que la había destinado el duque.

Porque la reina era más perspicaz, y sin ser un prodigio, porque en los tiempos de Felipe III, los prodigios personificados habían dejado completamente de manifestarse en España; sin ser un prodigio la reina, tenía un claro talento, y maravillosamente desarrollada esa cualidad que se llama astucia femenil.

Desde el principio comprendió Margarita de Austria que su camarera mayor era un instrumento de Lerma, y no le rompió porque prefería un enemigo de quien podía burlarse, á arrostrar el peligro de que, más precavido el duque, ó más atinado en una segunda elección, la pusiese al lado una influencia más temible.

La reina, pues, procuró neutralizar el poder de Lerma respecto al insuficiente espía que la había puesto al lado, colmando de favores y distinciones á la duquesa y demostrándola un cariño de amiga, más que de soberana.

La duquesa tragó el anzuelo, y no vió de la reina más que lo que la reina quiso que viese.

Lerma no logró, pues, nunca saber á lo que debía atenerse á ciencia cierta respecto á la reina.

La duquesa creía verlo todo, y halagada de una parte por los favores del favorito, y de otra por el cariño traidor de la reina, vivía tranquila y feliz, salvo algunos disgustos inherentes á su posición, inevitables.

Como mujer de Estado, tenía satisfecha su vanidad, creyéndose uno de los primeros y más importantes resortes del gobierno.

Como mujer particular, había pasado de la edad de las pasiones, gozaba del respeto y de la consideración de todo el mundo, y pasaba la parte de vida que la dejaban libre los delicados deberes de su alto cargo, rezando, leyendo vidas de santos ó durmiendo.

De lo expuesto se deduce que la duquesa de Gandía vivía soñando.

Y como la vida es sueño, vivía.

Para algo hemos presentado á nuestros lectores esta señora.

Ella va á servirnos de medio para empezar á conocer de una manera gráfica, por decirlo así, á uno de los más importantes personajes de nuestro drama.

Aquella misma noche en que acontecieron al sobrino de su tío las extraordinarias aventuras que dejamos relatadas en el capítulo anterior, y cabalmente en los momentos en que el joven sostenía su extraño diálogo con la dama encubierta, doña Juana de Velasco estaba sentada en un ancho sillón forrado de terciopelo, al lado de una mesa, leyendo á la luz de los dobles mecheros de un enorme velón de plata, un no menos enorme libro á dos columnas, mal impreso y cuyo papel era fuertemente moreno.

Aquel libro tenía por título: Miedos y tentaciones de San Antonio Abad.

La habitación en que la duquesa se encontraba era una extensa cámara del alcázar, cuyas paredes estaban cubiertas de damasco rojo, y adornadas con enormes cuadros del Tiziano, de Rafael y de Pantoja de la Cruz.

El techo, obscuro, de pino, tallado profundamente, según el gusto del Renacimiento, estaba, á causa de su altura, casi perdido en la sombra, que no alcanzaba á disipar la insuficiente luz del velón; acontecía lo mismo respecto á las paredes que, veladas por una penumbra opaca, hacían aparecer de una manera extraña y descompuesta las figuras de los cuadros; y el fuego brillante de un brasero colocado á cierta distancia, en la sombra, contribuía á dar cierto aspecto fantástico y siniestro á aquella silenciosa cámara, en la cual no se veía de una manera determinada más que el plano de la mesa en que estaba el velón, parte de la pared, en que proyectaba una sombra fuerte la pantalla, y medio cuerpo de la duquesa, con su toca blanca y su vestido negro, leyendo en silencio y con una atención gravísima.

No se oía ruido alguno, á excepción del zumbar del viento, y el chasquido de una ventana que el viento cerraba de tiempo en tiempo, produciendo un golpe seco y desagradable.

La duquesa seguía engolfada en su lectura.

De repente se estremeció y palideció.

Había llegado á un pasaje en que el demonio estaba retratado tan de mano maestra, que la duquesa tuvo miedo, y cerró el libro santiguándose.

Un segundo estremecimiento más profundo, más persistente, se dejó notar en doña Juana, que exhaló un grito y se puso de pie aterrada.

No podía ser el libro lo que había causado este nuevo terror.

En efecto, había sido distinta la causa.

La duquesa había visto abrirse una de las paredes de la cámara, y salir por la abertura una sombra negra.

Su sobresalto, pues, era muy natural.

Pero sobre los hombros de la figura negra, había una cabeza blanca con sus correspondientes cabellos rubios.

Era, pues, un hombre lo que la duquesa había tomado por una aparición del otro mundo.

– ¡Chists! ¡no gritéis, mi buena doña Juana! – dijo aquel hombre poniéndose un dedo sobre los labios – ; ¿no veis que vengo solo y de una manera misteriosa?

– En efecto, señor, y me habéis dado un buen susto – dijo la duquesa.

– Vos no sabíais que en las habitaciones de la reina había puertas ocultas, ¿eh? pues ni yo tampoco.

– Pero vuestra majestad… si saben…

– Os diré: nadie puede saber nada, porque he venido emparedado.

– Dejad, dejad que vuelva de mi susto, señor; ¿conque es decir que si no hubiera sido vuestra majestad…?

– Eso digo yo: en nuestro alcázar tenemos entradas y salidas que no conocemos; de modo que si algún miserable como Ravaillac conoce estos pasadizos, estamos expuestos á morir de la muerte del rey de Francia.

– En España no hay regicidas, señor: además, vuestra majestad es un rey justo y bueno y no tiene enemigos.

– Dicen que Enrique IV era un buen rey.

– Pero hereje…

– ¡Ah! por la misericordia de Dios, somos buenos hijos de Roma. Sin embargo, ¡si supiérais, doña Juana, de qué manera he sabido que se puede venir de mi cámara á la de la reina sin que nadie lo sepa!

– ¿Pues cómo? ¿no conoce vuestra majestad á quien se lo ha revelado?

– Cerrad las puertas, doña Juana, cerradlas, que no quiero que nadie nos vea, y venid á sentaros después conmigo junto al brasero. Hace frío, sí, sí por cierto, mucho frío. Tenemos que hablar largamente.

Mientras que la duquesa de Gandía cierra las puertas, toda admirada y toda cuidadosa, examinemos al rey, que se había sentado junto al brasero y removía el fuego aspirando su calor con un placer marcado.

Felipe III sólo tenía entonces treinta y tres años, pero su palidez enfermiza y la casi demacración de su semblante le hacían parecer de más edad; su frente era estrecha, sus ojos azules no tenían brillo, ni el conjunto de sus facciones energía; el sello de la raza austriaca, ennoblecido por el emperador Don Carlos, estaba como borrado, como enlanguidecido, como degradado en Felipe III; aquella fisonomía no expresaba ni inteligencia, ni audacia, sino cuando más la tenacidad de un ser débil y caprichoso; el labio inferior, grueso, saliente, signo característico de su familia, no expresaba ya en él el orgullo y la firmeza: había quedado, sí, pero un tanto colgante, expresando de una manera marcada la debilidad y la cobardía del alma; aquel labio en Carlos V había representado la majestad altiva y orgullosa: en Felipe II, el despotismo soberbio; en Felipe III, nada de esto representaba: ni el dominador, ni el déspota se había vulgarizado, se había degradado; no era un rasgo, sino un defecto.

 

Añádase á esto un cuerpo delgado y pequeño, caracterizado con el aspecto fatigoso de un cansancio habitual, y este cuerpo embutido dentro de un traje de terciopelo negro; añádase un cordón de seda del que cuelga sobre el pecho el toisón de oro; un pequeño puñal de corte, pendiente de un cinturón tachonado de pequeños clavos de plata, y al otro lado un largo rosario negro sujeto al mismo cinturón, y se tendrá una idea de Felipe III, tal cual se presentó á la duquesa de Gandía.

– ¿Habéis cerrado ya, doña Juana? – dijo el rey, después que hubo removido á su placer el brasero y colocádose en la posición más cómoda que pudo.

– Sí, señor.

– ¿Es decir, que no puede escucharnos nadie?

– Nadie, señor.

– Sentáos.

Sentóse la duquesa, pero en una actitud respetuosa y á corta distancia del rey.

– Acercáos, acercáos, doña Juana; hace frío… y sobre todo, tenemos que hablar largamente y á corta distancia, á fin de que podamos hablar muy bajo: vengo á buscaros como un amigo; como un amigo que se confiesa necesitado de vos, no como rey.

– Vuestra majestad puede mandarme siempre.

– No tanto, no tanto, doña Juana; ya sé yo que servís con el alma y la vida…

– A vuestra majestad.

– Ciertamente; sirviendo á Lerma, me servís, porque el duque es mi más leal vasallo.

– Lo podéis afirmar, señor… el duque de Lerma…

– El duque de Lerma me sirve bien; pero aquí, entre los dos, doña Juana, me tiraniza un tanto; á pretexto de que la reina es enemiga suya, me tiene casi divorciado; y la reina… está ofendida conmigo… ya lo sabéis.

La duquesa se encontraba en ascuas: lo que la sucedía era un verdadero compromiso, porque, al fin, el rey era el rey.

La rígida etiqueta de la casa de Austria, con arreglo á la cual raras veces se encontraba el rey libre de una numerosa servidumbre, había impedido hasta entonces que Felipe III la abordase con libertad, en su cualidad de cancerbera de la reina; pero aquella desconocida comunicación secreta, la había entregado sin armas y, lo que era peor, desprevenida, á una entrevista particular con el rey.

La duquesa se calló, no encontrando por el pronto otra contestación mejor que el silencio.

Alentado con este silencio, el rey añadió:

– Vos misma conocéis la razón con que me quejo. Lerma es demasiado receloso, demasiado, y no sé qué motivo pueda tener para desconfiar de la reina, para impedirme mi libre trato con ella.

– Nunca, que yo sepa, se ha cerrado á vuestra majestad la puerta de la cámara de su majestad, ni yo, como camarera mayor, lo hubiera permitido.

– Sí; pero yo creo que las paredes de la cámara de la reina oyen.

– Podrá suceder – respondió la duquesa con intención – , si las paredes de la cámara de su majestad tienen pasadizos como ese.

Y la duquesa señaló la puerta secreta que había quedado abierta.

Sea como fuere – dijo el rey – , cuando Lerma sabe que yo voy á ver á la reina, sabe todo lo que la reina y yo hablamos.

– Protesto á vuestra majestad que ninguna parte tengo…

– No, no digo yo eso, ni lo pienso, doña Juana; pero cuando la expulsión de los moriscos… la reina creía que el edicto era demasiado riguroso… pretendía que los reinos de Granada y Valencia iban á quedar despoblados… me indicó otros medios… estábamos solos la reina y yo… al día siguiente en el despacho, estuvo Lerma taciturno y serio y me hizo comprender con buenas palabras que lo sabía todo… es más: extremó los rigores, sin duda saludables, de la ejecución del edicto, y yo tuve después con la reina un serio disgusto; ahora, con la expedición de Inglaterra, la reina pretende que es aventurada, ruinosa, ineficaz… Lerma ha enviado allá á don Juan de Aguilar y la reina se ha negado á recibirme de todo punto.

Detúvose el rey esperando una respuesta, pero la duquesa no contestó.

– ¿Pero no se os ocurre nada que decirme, doña Juana? – dijo el rey, en el cual se iba haciendo cada vez más visible la impaciencia – ; estáis como asustada…

– En efecto, señor, vuestra majestad acaba de decirlo: estoy asustada, y suplico á vuestra majestad que… señor… perdonadme, pero no se me ocurre nada…

– Pues ello es necesario que se os ocurra, señora mía – insistió el rey con un tanto de aspereza – ; preciso… yo no contaba con encontrar á nadie, porque el papel que me han dejado decía…

– ¡Ah! ¡el papel que han dejado á vuestra majestad…!

– ¡Qué! ¿no os he contado…?

– Vuestra majestad me ha dicho…

– Que no sabía nada acerca de estos pasadizos, y eso es muy cierto. Pero… os exijo el más profundo secreto – exclamó interrumpiéndose y con una gravedad, verdaderamente regia, el rey.

– ¡Señor! ¡señor! ¡mi lealtad!

– ¡Sí! ¡sí! ya sé que la lealtad á sus reyes, es una virtud muy antigua en la noble familia de los Velascos. Y hace frío…

La duquesa removió de nuevo el brasero.

– Del mismo modo os exijo secreto, un secreto absoluto, acerca de lo que está sucediendo.

– ¿Pero qué está sucediendo, señor?

– Sucede que yo estoy hablando mano á mano y á solas con vos.

– Lo que me honra mucho.

– Pues bien; que nadie sepa, doña Juana, que habéis sido honrada de este modo… vos no me habéis visto.

– Crea vuestra majestad, señor…

– Sí, sí, creo que después de lo que os he dicho, seréis discreta. Pero estamos pasando lastimosamente el tiempo.

Y el rey fijó una mirada vaga en la puerta que correspondía á la recámara de la reina.

Aquella mirada hizo sudar á la duquesa.

– Sabed – dijo el rey, acercándose más á doña Juana y en voz sumamente baja – que mi confesor ha estado encerrado gran parte de la tarde conmigo.

Detúvose el rey, y la duquesa sólo contestó abriendo mucho los ojos, porque no sabía á dónde iba el rey á parar.

– Fray Luis de Aliaga, me habló de muchas cosas graves que no vienen á cuento… pero tened presente que mi buen confesor estaba solo conmigo.

Interrumpióse el rey, y la duquesa, por toda contestación, volvió á abrir desmesuradamente los ojos.

– Estaba solo conmigo y encerrado – continuó el rey – , ¿entendéis bien, duquesa? solo conmigo y encerrado…

– Sí, sí, señor, entiendo á vuestra majestad.

– Pues bien – dijo el rey soslayándose en el sillón y buscando en uno de los bolsillos de sus calzas – , cuando el padre Aliaga salió, me encontré sobre mi mesa esta carta cerrada, puesta á la vista y que, como veis, dice en su sobrescrito: «A su majestad el rey de España».

La duquesa miró el sobrescrito y continuó callando.

– Escuchad ahora lo que contiene esta carta, que por cierto no es muy larga, pero que, á pesar de su brevedad, es grave, gravísima: sí; ciertamente, muy grave.

Fijó el rey su mirada en la duquesa, que persistió en su silencio.

– Acercad la luz, doña Juana – dijo el rey.

Levantóse la duquesa, tomó el velón y continuó de pie junto á Felipe III, alumbrándole.

– Oíd, pues: oíd, y ved á cuánto os obliga mi confianza.

– Vuestra majestad no puede obligar más, á quien está tan obligada, señor.

– No importa, oíd.

Y el rey se puso á leer:

«Sacra católica majestad: Los traidores que os rodean…»

Dejó el rey de leer, levantó los ojos y miró á la duquesa, que estaba verdaderamente asustada.

– ¡Los traidores que me rodean! – dijo el rey – ¿qué decís á esto?

– Digo, señor, que no lo entiendo – contestó la duquesa.

– Ni yo tampoco – repuso el rey – ; yo creo que estoy rodeado de vasallos leales.

– Alguna miserable intriga…

– Oíd: «los traidores que os rodean, os tienen separado de su majestad la reina…»

Interrumpióse de nuevo el rey.

– En esto de tenerme separado de la reina, tienen mucha razón, y no tenéis en ello poca parte, doña Juana.

– ¡Jesús, señor! – exclamó la duquesa, que á cada momento estaba más inquieta.

– Como que sois muy grande amiga de Lerma.

– Yo… señor… – contestó con precipitación la camarera mayor – cuando se trata del servicio de mis reyes…

– Seguid oyendo… «os tienen separado de la reina: es necesario que este estado de cosas concluya…»

Dejó el rey de leer.

– Y yo también lo creo así – dijo – ; en cuanto á lo de no ver libremente á mi esposa… en esta parte piensa como yo el autor incógnito; pero prosigamos.

Y el rey inclinó de nuevo la vista sobre la carta:

– «…es necesario que este estado concluya, pero ni lo conseguirá vuestra majestad de Lerma, ni tendrá bastante valor… ¡para hacerse respetar!»