Za darmo

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– Se os presentó, pues, una buena ocasión de ceder.

– Si hubiera cedido, el duque hubiera desconfiado de mí.

– Vuestros hechos le hubieran convencido.

– Pues ved ahí, señora: de tal modo hablé con el duque, que hoy me cree más enemigo suyo que ayer.

– ¿Y para qué eso?

– Créame el duque su enemigo en buen hora. Yo nunca he cedido… me equivoco porque soy hombre, pero jamás lo confieso… al menos á la persona respecto á la cual he caído en error. Pero tratándose de vos, señora, de la señora condesa de Lemos, seguro como estoy de vuestra discreción, es distinto; á vosotras vengo para ayudar á ese grande hombre en cuyas manos está la gobernación del reino. Vosotras seréis el medio por donde llegarán á él los beneficios de mi leal y oculta amistad.

– ¡Ah! caballero… cuánto os agradezco… ¿y sabéis? ¿habéis descubierto…?

– Una conspiración horrible.

– ¿Pero cómo…?

– Anoche un amigo mío, un noble joven que acababa de llegar á la corte, tuvo un desagradable encuentro á causa de una dama, con don Rodrigo Calderón.

– Don Rodrigo, según me ha dicho mi confesor, está herido, y esto es una desgracia.

– No, no señora, esto es una fortuna; don Rodrigo es un traidor.

– Don Rodrigo es un miserable – dijo doña Catalina, que se acordaba de la insolente carta que don Rodrigo la había enviado el día anterior y de la que hablamos al principio de este libro.

– Mi tío confiaba ciegamente en él.

– El duque de Lerma es muy confiado.

– Es, sin embargo, muy prudente.

– Pero don Rodrigo más falso.

– ¿Qué decís?

– Don Rodrigo quería alzarse con el santo y la limosna.

– ¿Pero de quién se ayudaba ese hombre?

– ¿De quién? del conde de Olivares.

– ¡Ah! verdaderamente que don Gaspar de Guzmán no tiene perdón de Dios; todo lo debe á mi tío, y, sin embargo, pretende apoderarse del ánimo del rey.

– Es peor que eso: pretende apoderarse del ánimo del príncipe.

– ¿Qué queréis decir con eso?

– Nadie pretende la privanza de un príncipe, sino cuando cree que está próximo á ser rey.

Palideció la abadesa.

– ¿Y serían capaces…? – dijo.

– Yo no he dicho tanto.

– Pero tendréis algunas pruebas…

– No las tengo, pero las he visto.

– Seguid, don Francisco; pero explicadme.

– Ya os he dicho que mi amigo es enemigo, á causa de una dama, de don Rodrigo Calderón. Pues bien, anoche mi amigo tuvo ocasión de dar de estocadas á don Rodrigo… luego, deseando saber mi amigo si el herido tenía sobre sí alguna prueba de amores, le encontró…

– ¿Y qué encontró?

– Unas cartas… la prueba de la conspiración más pérfida…

– ¿Cartas de quién?

– De varias personas…

– ¿Había alguna del conde de Olivares?

– Sí… ciertamente – contestó Quevedo á bulto.

– ¿Pero qué se han hecho esas cartas?

– Llevólas á palacio mi amigo.

– A palacio… ¿y para qué?

– ¿Para qué? para entregarlas al rey.

– No habrá podido… esas cartas estarán en poder de vuestro amigo: es necesario rescatarlas…

– Las tiene…

– ¿Quién?

– La reina.

– ¡La reina!

– Que durmió anoche con el rey.

– ¿Qué decís, caballero?

– El duque lo sabe… el duque, que estuvo anoche en palacio gran parte de la noche.

– ¿Pero cómo pudo vuestro amigo entregar… anoche esas cartas á la reina?

– Es sobrino del cocinero del rey, y tiene amores en la servidumbre de la reina.

– Me habéis maravillado, don Francisco… yo creía que lo sabíamos todo…

– Pues ya habréis visto que hay muchas cosas que ignoráis.

– Madre abadesa – dijo en aquellos momentos á la puerta del locutorio una monja – , aquí han traído una carta para vos.

– Dadme, dadme.

La monja adelantó y dió una carta á la madre Misericordia.

Luego salió.

– Permitidme, prima mía; permitidme, caballero – dijo la abadesa.

Doña Catalina y Quevedo se inclinaron.

La abadesa abrió con precipitación la carta.

– ¿De quién será? – dijo para sí Quevedo.

La abadesa leyó la carta, la dobló, la guardó y, dirigiéndose á Quevedo, le dijo con acento reservado y glacial:

– Os agradezco las revelaciones que me habéis hecho, don Francisco, y estoy segura de que mi tío el duque de Lerma os las agradecerá.

– ¡Oh! Pero os habéis olvidado, señora – dijo con suma precipitación Quevedo – . Yo deseo, quiero, os suplico, que el duque de Lerma no sepa, no pueda sospechar siquiera la situación en que me encuentro respecto á él.

– ¡Ah! ¡Sí, es verdad, caballero! Y puesto que así lo deseáis, respetaré vuestro deseo.

– Me haréis en ello gran merced; y como supongo que necesitaréis de vuestro tiempo, me pongo á vuestros pies y os pido licencia para retirarme.

– Supongo que nos volveremos á ver.

– Nos volveremos á ver… ¡de seguro!

– Pues adiós, don Francisco.

– Que os guarde Dios, señora.

Y tomando una mano á la de Lemos y besándola cortésmente, y lanzándola rápidamente una mirada en que había todo un discurso, salió.

– ¿Qué significa este conocimiento que tenéis con don Francisco de Quevedo, prima? – dijo severamente la abadesa.

– Le conozco desde que era muy joven – contestó con desdén doña Catalina.

– Pero no creo que le conozcáis lo bastante para acompañaros con él.

– Si don Francisco y yo tuviéramos un interés cualquiera en vernos, en andar juntos, no elegiríamos por cierto el locutorio de las Descalzas Reales para lugar de nuestras citas, ni á vos por testigo.

– En lo cual haríais muy bien.

– Y mucho más por la parte que me concierne, porque me excusaría de que pensárais mal de mí.

– Yo no pienso mal de vos; pero quisiera saber para qué habéis venido al convento.

– Unicamente para presentaros á ese caballero; pero la culpa la tengo yo, que me intereso por mi padre y por mis parientes, que tan poco se interesan por mí.

– Si yo no me interesase por vos, no me importaría que diéseis pasos peligrosos.

– ¡Pasos peligrosos!..

– ¡Quien os haya visto acompañada por Quevedo… por ese hombre de tan mala fama!

– Pero es que nadie me ha visto ni ha podido verme.

– Tanto os han visto, que ya lo sabe vuestro padre.

– ¿Y qué es lo que sabe?

– Leed, prima.

Y la abadesa puso en el torno que tienen todos los locutorios la carta que acababa de recibir, y dió la vuelta al torno.

La de Lemos tomó la carta y leyó.

Era de su padre.

En ella decía á la abadesa que habían visto meterse en el convento y en uno de los locutorios á su hija, y tras ella á Quevedo. Que procurase comprender lo que pudiese haber en aquello, y que le avisase.

– Es necesario confesar – dijo la de Lemos, poniendo otra vez la carta en el torno y dándole vuelta – que á veces mi padre está bien servido.

– ¿Seréis franca conmigo, prima? – dijo la abadesa después de haber tomado la carta y de haberla guardado.

– ¿Y por qué no he de serlo? ¿Creéis acaso que yo tenga algún secreto?

– ¡Creo que amáis á don Francisco!

– ¡Y qué! – dijo fríamente la de Lemos, que era violenta.

– ¡Lo confesáis!

– Ahorro una disputa vergonzosa.

– ¿De modo que el amor…?

– ¿Y qué entendéis vos de amor? – dijo con desprecio la de Lemos.

La abadesa se mordió los labios.

– Yo creía que os justificaríais.

– Yo no me justificaré jamás de acusaciones tan absurdas – dijo levantándose con indignación la de Lemos y volviendo la espalda á la abadesa.

– Pero escuchad, mi querida Catalina – dijo la abadesa.

– ¡Adiós! – exclamó la de Lemos, y salió dando un portazo.

– Creo que he obrado de ligero, y que mi tío recela más de lo justo… – murmuró la abadesa – . Y dice bien ella… si se amaran, ¿á qué habían de haber venido aquí? Lo más que puede suceder es que Quevedo ame á mi prima y quiera obligarla mostrándose amigo de mi tío; pero el padre José me ha revelado cosas que están muy en relación con lo que me ha revelado Quevedo. Un sargento mayor, que es mucha cosa de don Rodrigo, tiene amores con la mujer del cocinero mayor de su majestad; el cocinero mayor de su majestad tiene un sobrino, que por una mujer da de estocadas á don Rodrigo Calderón, busca en él algunas pruebas, y encuentra cartas de Olivares á Calderón… cartas en que se hace traición á mi tío… Hay aquí algo que se toca… Alonso del Camino, montero de Espinosa del rey, estuvo anoche secretamente en el convento de Atocha, según me ha dicho el padre José, y el confesor del rey, á pesar de que es enemigo declarado de mi tío, ha sido nombrado inquisidor general. En la revelación de Quevedo hay algo de cierto. ¡Las cosas han variado… pues bien… nuestra obligación es ayudar á Lerma… si Quevedo le sirviese de buena fe!.. ¡oh! ¡don Francisco vale mucho! ¡pues bien! avisemos á mi tío, y él en su prudencia, en su sabiduría, sabrá lo que debe hacer.

La abadesa salió del locutorio.

– ¿Quién ha traído esta carta? – dijo á la tornera.

– El señor Francisco Martínez Montiño.

– ¡Ah! ¡el cocinero del rey! ¿y espera?

– Sí, señora, espera la contestación.

– Hacedle entrar, madre Ignacia.

Y la abadesa se volvió al locutorio, se sentó junto á una mesa que había en él y se puso á escribir.

Entre tanto Quevedo, que había bajado á la portería, notó que un bulto se metía rápidamente tras la puerta, sin duda por temor de ser visto.

Quevedo se fué derecho á la puerta y miró detrás de ella.

Encontróse en un ángulo con el cocinero mayor, encogido y contrariado.

– Quien huye, teme – dijo Quevedo.

– Pues no, no sé – dijo saliendo Montiño – por qué deba yo temeros.

– Vos debéis haber venido aquí para algo malo.

– ¿Yo?

– Sí por cierto, y ya sé á lo malo que habéis venido. A traer una carta del duque de Lerma á la abadesa.

 

– ¡Cómo! ¡qué!

– ¡Una carta en que se habla mal de mí!

– ¡Pero don Francisco!

– Me la ha leído la abadesa y sé que andáis en cuentas con ese bribón de Lerma.

– Os juro que… yo… no sé ciertamente… el duque me ha llamado…

– Vos acabaréis muy mal, señor Montiño.

– Mi sobrino tiene la culpa.

– ¿Vuestro sobrino?..

– Por él me están aconteciendo desde ayer desgracias. Para él es todo lo bueno, para mí todo lo malo.

– Y será peor si no os confiáis completamente á mí.

– Pero don Francisco…

– ¡Se conspira!

– ¿Que se conspira?

– Y vuestro sobrino es uno de los primeros conspiradores.

– Mi sobrino…

– ¡Escondéos!

– ¡Cómo!

Quevedo empujó á Montiño detrás de la puerta.

Había oído en las escaleras unos pasos de mujer y el crujir de una falta de seda; poco después la condesa de Lemos atravesó la portería.

– Habéis mentido en vano – dijo la condesa – ; mi prima lo ha adivinado todo.

– ¡Todo! pues mejor.

– Mejor, sí… porque he acabado de resolverme… ¿y qué me importa? cuando se ama á un hombre que se llama Quevedo, no hay por qué avergonzarse de amarle.

– Dios bendiga vuestra boca.

– Os espero.

– ¿Cuándo?

– Esta noche.

– ¿Por dónde?

– Por el huerto.

– Larguísimo va á ser para mí el día.

– Y para mí insoportable; tenemos que hablar mucho.

– Ahora las noches son largas.

– Pues hasta la noche; ¿á qué hora?

– A las ánimas.

– Pues hasta las ánimas.

– ¡Hola! – dijo la condesa á uno de sus lacayos que estaba á la puerta – ; que acerquen la litera.

La condesa de Lemos entró en ella, y la litera se puso en marcha.

Quevedo estaba incómodo.

No se había atrevido á cortar la palabra á la condesa, y temía que Montiño lo hubiese escuchado todo, á pesar de que doña Catalina había hablado bajo.

– Salid – dijo á Montiño.

Montiño salió.

– Venid conmigo.

Y Quevedo asió del brazo al cocinero mayor.

– Lo siento, don Francisco, pero no puedo; tengo que hacer.

– Señor Francisco Montiño – dijo la madre Ignacia desde detrás del torno.

– ¿Lo veis, don Francisco? ¿Lo veis? me llaman. Allá voy, allá voy, señora mía.

Y se acercó al torno.

– La señora abadesa os ruega que subáis al locutorio.

– Allá voy, allá voy, madre tornera; ya lo oís, don Francisco.

Y Montiño tomó por las escaleras como quien escapa.

– Andad, que aquí os ospero – dijo Quevedo.

Detúvose un momento Montiño como acometido por un accidente nervioso, y después siguió subiendo, aunque no tan deprisa.

Quevedo esperó con suma paciencia durante una hora.

Al fin de ella, sintió unos pasos precipitados en la escalera.

Poco después, Montiño, con la gorra aún en la mano, espeluznados los escasos cabellos, la boca entreabierta, pálido, desencajados los ojos, crispado todo, pasó por delante de Quevedo exclamando:

– ¡Como la otra!

Y se lanzó en la calle.

Quevedo partió tras él y le asió por la capa.

– ¡Ea, dejadme! – exclamó el cocinero mayor.

– ¿Os olvidáis de que yo os esperaba?

– ¡Como la otra! – repitió en acento ronco y cada vez más desencajado Montiño.

– ¿Pero estáis loco, señor Francisco? cubríos, que el aire hiela; embozáos y componéos, y venid conmigo.

Montiño se encasquetó la gorra de una manera maquinal, y repitió su extraño estribillo:

– ¡Como la otra!

– ¿Pero qué otra ni qué diablo es ese? ¡Ea, venid conmigo, que recuerdo que aquí, en la calle del Arenal, hay una hostería!

Montiño se dejó conducir.

Hostería del Ciervo Azul, leyó Quevedo en una muestra sobre una puerta.

– Pues señor, aquí es; yo no he almorzado más que un tantico de pichón, y no me vendrá mal una empanada de perdiz.

Y empujó adentro á Montiño.

Entraron en un gran salón irregular, pintado de amarillo, color con el que se había combinado el humo de las candilejas de hoja de lata clavadas de trecho en trecho en la pared.

Pero nos olvidamos de que nos hemos puesto fuera del epígrafe de este capítulo, hacemos una pausa y pasamos al siguiente.

CAPÍTULO XXIII
EN LA HOSTERÍA DEL CIERVO AZUL Y LUEGO EN LA CALLE

Aquellas candilejas de hoja de lata, aunque era medio día, estaban encendidas.

Tan lóbrego era el salón donde habían entrado Quevedo y Montiño.

Quevedo había pedido un almuerzo frugal; esto es, una empanada y vino.

Montiño había guardado un profundo silencio.

Quevedo se había ocupado en estudiar la fisonomía de Montiño.

Había acabado por comprender que en aquellos momentos el cocinero mayor no estaba en el completo uso de sus facultades.

– ¡Había de haber sido una monja! – dijo Quevedo cuando se certificó del estado mental de Francisco Montiño.

Un mozo entretanto trajo la empanada.

Quevedo sirvió la mitad de ella á Montiño.

Este cortó maquinalmente un pedazo de masa, y lo llevó á la boca.

Bastó esto para que volviese de su fascinación.

– ¿Qué es esto? – dijo – . ¿Quién es el hereje que ha hecho este pastel?

Y escupió el bocado.

– ¡Ah, ah! – dijo Quevedo – , me había olvidado de que sois el rey de los cocineros y de los reposteros. Efectivamente, es necesario todo el apetito que yo tengo para tragar este engrudo.

– ¿Dónde me habéis traído?

– A la Hostería del Ciervo Azul.

– ¡A la hostería del Ciervo! – exclamó con espanto Montiño – . ¿Qué habéis querido darme á entender con eso?

– ¡Yo!

– Sí, señor, vos… vos me habéis dicho no sé qué acerca de mi mujer…

–¡Yo!

– Sí, señor. El tío Manolillo me ha dicho también algo de eso.

– ¡También el tío Manolillo!

– Y el duque de Lerma.

– ¡Cómo!

– Y doña Clara Soldevilla.

– ¡Ah!

– Y, por último, esa mujer á quien Dios confunda… ¡Oh! ¡Dios mío! ¡como la otra! ¡como la otra!

– ¿Como qué otra?

– Como Verónica: ¿no os acordáis de mi primera mujer?

– ¡Ah!

– Entonces érais paje del rey, y no había paje que no conociese á Verónica.

– ¿Pero estáis loco, Montiño?

– Ahora no se trata de pajes: es más… algo… más gordo.

– Ved allí por donde asoma el sargento mayor don Juan de Guzmán – dijo Quevedo.

– ¡Oh! pues vámonos de aquí, porque si no no respondo de mí mismo.

Y el cocinero se levantó.

– Sentáos – dijo Quevedo con voz vibrante – ; sentáos y no espantéis la caza: yo os vengaré.

– ¿Pero es cierto? – dijo con angustia Montiño, que se sentó.

– Certísimo; pero no habléis con ese tono compungido. Vos no sabéis nada; estáis almorzando alegremente. Comed.

– ¡Imposible! aunque no me ahogase la pena, me ahogaría ese pastel…

– ¡Mozo! ¡un real de olla podrida! – dijo una voz estentórea al fondo del salón.

– Ya veis, ese hombre se ha ido allá muy lejos, y sin duda no os ha visto, estáis de espaldas á él; á mí sí me ve de frente, pero nada importa; si se atreve á mirarme un tanto tieso, mejor para vos, porque aquí mismo os vengo.

– ¿Pero estáis seguro de que es verdad, don Francisco?

– Verdad; vuestra esposa Luisa de Robles es querida del sargento mayor don Juan de Guzmán, y aun sospecho que lo que lleva en sí la Luisa, sea cosa de ese mayor sargento, como no me cabe duda de que Inesita, á la que llamáis vuestra hija, es cosa, cosa indudable, de un paje talludo. Os aconsejo que dotéis bien á la Inesita, porque es hija de buen padre.

– Pues mirad, ya lo había yo sospechado. Había olvidado con desprecio á aquella detestable Verónica… ¡pero Luisa!.. ¡una muchacha que era moza de retrete, y á la que he hecho casi una dama!

– Pero no la habéis dado marido, y ella se ha provisto de galán.

– ¡Pero qué galán!

– Cosas de las mujeres.

– ¿Y qué debo hacer?

Quevedo, que había aprovechado aquella ocasión y había sido cruel con Montiño solamente por apartar un peligro de la reina, contestó:

– ¿Qué debéis hacer? separaros de Luisa.

– Decís bien.

– No os faltarán mujeres.

– Decís bien.

Pero de repente, en una reacción del sentimiento, exclamó:

– ¡Y lo que nazca!

– Podéis contar que no es vuestro.

– La separaré de mí.

– Haréis bien.

– La enviaré á Navalcarnero.

– Haréis mal; es demasiado cerca, enviadla á su país.

– ¿A Asturias?

– Eso es.

– No hablemos más de esto.

– Hablemos de lo otro. ¿Qué os ha dicho la madre abadesa?

– ¡Oh! ¡oh! me ha preguntado quién es la dama á quien ama en palacio mi sobrino.

– ¿Y vos qué le habéis dicho?

– Yo… nada.

– ¿Y qué ha replicado la abadesa?

– Me ha llamado ciego.

– ¿Y qué más?

– Para probármelo me ha dicho que anoche estuvo en mi casa, encerrado con mi mujer, el sargento mayor don Juan de Guzmán. ¡Como si uno pudiera saber lo que pasa en su casa estando á cinco leguas de distancia!

– Pero supongo que habréis tenido prudencia.

– Prudencia ¿acerca de qué?..

– Acerca de lo que sabéis relativamente á vuestro sobrino.

– Para prudencia estaba yo.

– ¿Pero qué habéis hecho?

– Cuando vi que la abadesa trataba con desprecio á mi mujer, la dije: pues dama hay en palacio mucho más alta…

– ¡Diablo!

– Sí, señor, mucho más alta, que no es mejor que mi mujer…

– La abadesa os preguntaría quién era esa dama.

– Cierto que sí.

– ¿Y vos?

– Yo… dije la verdad… la verdad pura, porque ha llegado la hora de decir las verdades.

– Diríais que doña Clara Soldevilla…

– ¿Qué tengo yo que ver con doña Clara Soldevilla? dije que la reina…

– ¡Desdichado!

– Era querida de mi sobrino.

– Pues habéis mentido como un bellaco – exclamó Quevedo – ; y ya que no tiene remedio lo que habéis dicho á la abadesa, guardáos, guardáos de volver á pronunciar esa calumnia.

– ¡Ah, don Francisco! – exclamó Montiño, cuya alma se encogió de miedo, bajo la mirada terrible, incontrastable de Quevedo.

– De seguro la abadesa os ha dado una carta.

– Es verdad.

– Una carta para el duque de Lerma.

– Es verdad.

– Dadme esa carta.

– Pero tengo que llevarla á su excelencia.

– Dadme esa carta.

Montiño la sacó del bolsillo interior de su ropilla, y la dió á Quevedo.

Quevedo rompió la nema.

– ¿Pero qué hacéis? – dijo Montiño.

– Esta carta, puesto que está en mi mano, es para mí.

Y la leyó.

– Ya lo sabía yo – dijo.

Y llamó á grandes golpes sobre la mesa.

Cuando acudió el mozo arrojó un ducado, y salió dejando solo á Montiño.

Apenas había salido de la hostería Quevedo, cuando vió venir por la parte de palacio una tapada ancha y magnífica, que se levantaba el manto para no coger lodos, y dejaba ver una magnífica pierna y un pequeño pie, calzado con un chapín dorado.

– Confúndame Dios – dijo Quevedo – si yo no conozco á esa. Detengámonos, que de seguro al pasar junto á mí la saco por el olor.

Detúvose, y al emparejar con él la tapada, se detuvo delante de él, y se asió á su brazo.

– ¿Tendremos buscona? – dijo para sí Quevedo.

– Vamos, seguid, y no os hagáis de rogar, don Francisco – dijo una voz irritada y breve, á pesar de lo cual Quevedo conoció por aquella voz á la Dorotea.

– ¡Ah, reina mía! ¿y á dónde bueno por aquí?

– No lo sé.

– ¿Que no lo sabéis?

– No. Llevo la cabeza hecha un horno.

– Más bien creo la lleváis hecha una olla de grillos.

– He tenido que dejar la litera; me mareaba dentro, me moría.

– ¿Pero qué os ha sucedido?

– Se me ha subido el almuerzo á la cabeza.

– ¡Ah! diablos; ¿y os habéis salido á tomar por estas calles un baño de pies?

– No; no, señor: me he ido al alcázar.

– ¿Y qué teníais vos que hacer en el alcázar?

– ¡Qué! ¿qué se yo? buscaba al cocinero de su majestad.

– ¿Y le habéis habido?

– Sólo he habido á su mujer. El cocinero se ha perdido.

– Pobre Montiño: le ha salido un sobrino que le trae de cabeza.

– ¡El sobrino del cocinero mayor! ¡el señor estudiante! ¡el señor capitán! ¡el embustero! ¡el mal nacido!

– ¿Pero qué granizada es esa, amiga mía?

– Debéis saberlo vos. Vos, que habéis formado la tormenta. ¡Pero yo me tengo la culpa! ¡Yo no debí recibiros! ¡yo debí conoceros! el que se atrevió á enamorarme en el convento cuando yo pensaba ser monja…

– No me recordéis eso… No me abráis la llaga… ¡Qué hermosa estábais, Dorotea!

– ¿Qué, ahora lo estoy menos? – dijo con acento singular la comedianta.

 

– No, no por cierto. Ahora estáis más hermosa, pero sois también más mujer.

– Entrémonos aquí – dijo la Dorotea – ; empieza á llover.

Y se detuvo delante de una puerta, tras la cual se veía un fondo largo y negro.

– Pero ved, hija mía, que esto es una taberna.

– ¿Y qué se me da?

– ¡Ah! pues si á vos no os da, á mí menos. Entremos. Se van á maravillar cuando vean en esa caverna un manto de terciopelo y una encomienda de Santiago. Nos echamos á rodar.

– Hace mucho tiempo que entrambos rodamos.

– Pues rodemos. Y el sitio es tal, que ni hecho de encargo. ¿Se puede entrar en este aposento? – añadió Quevedo, parándose en el fondo de la taberna delante de una puerta cerrada, y dirigiéndose á un hombre que desde el primer recinto de la taberna les había seguido admirado.

– Sí; sí, señor, con mil amores – dijo aquel hombre – . ¡Nicolasa! ¡la llave del cuarto obscuro! ¡tráete una luz! Esperen un momento vuesas mercedes.

– ¿Qué hora es? – dijo Dorotea.

– Acaban de dar las doce en Santo Tomás. Pronto, Nicolasa, pronto, que estos señores esperan.

Acudió una manchegota casi cuadrada, con una llave y una vela de sebo puesta en una palmatoria de barro cocido.

Abrió la puerta, entró y puso la palmatoria sobre una mesa.

– Dos sillas, Nicolasa – dijo aquel hombre.

La Maritornes entró toda apresurada y solícita con dos sillas de pino.

– ¿Qué quieren vuesas mercedes? – dijo el hombre, que se había quitado la gorra.

– Vino, mucho vino – dijo la Dorotea.

– Sólo tengo blanquillo de Yepes.

– Sea el que quiera.

El hombre salió.

– No os conozco, Dorotea – dijo Quevedo.

– Tampoco yo me conozco á mí misma.

– Mirad que el blanquillo de Yepes es muy predicador.

– No importa.

– Que tenéis que ser esta tarde estrella.

– Me nublo.

– El autor de la compañía os obligará.

– No puede.

– Estáis anunciada, y el corregidor os meterá en la cárcel.

– Si me encuentra.

– ¡Ah! ¡os perdéis!

– Me he perdido ya.

– ¡Mirad no perdáis á alguien!

– Una vez perdida yo, que se pierda el universo.

– Traigo un azumbre – dijo el tabernero poniendo sobre la mesa un enorme jarro vidriado y dos vasos.

– ¡Fuego de Dios! – exclamó Quevedo.

– Idos – dijo con impaciencia Dorotea.

El tabernero se encaminó á la puerta.

– Volved lo de afuera adentro – dijo Quevedo.

El tabernero le comprendió, puesto que quitó la llave del lado de afuera y la puso por el lado de adentro.

Quevedo se levantó y echó la llave.

Luego colgó de ella su ferreruelo, á fin de que no pudiera verse nada desde afuera, y miró si había alguna rendija.

La puerta era nueva y encajaba bien.

– Henos aquí metidos en un paréntesis – dijo don Francisco.

– Lo que es yo, me encuentro en un paréntesis de mi vida.

– Que me parece muy significativo, en un tan hermoso discurso como vos; pero dadme el manto, que es muy rico y será gran lástima que se manche.

Dorotea se desprendió la joya que sujetaba el manto sobre su cabeza, se le quitó con un hechicero descuido y le entregó á Quevedo.

Quedó admirablemente vestida, un tanto escotada, y dejando ver en su incomparable garganta una ancha gargantilla de perlas, con un pequeño relicario cubierto de brillantes.

– Deslumbráis, Dorotea – dijo Quevedo, doblando cuidadosamente el manto y poniéndole sobre su ferreruelo en la llave – . Se me os vais subiendo á la cabeza.

– Sentáos y ponedme vino.

– No seáis loca. No os parezcáis á los tontos, que cuando les viene mal un negocio se emborrachan.

– Ponedme vino.

– Beberéis vos sola.

– ¡Queréis tener sobre mí ventaja!

– Ando delicadillo y no me atrevo con Yepes; bastante tengo con vos.

– Decís bien… pero yo necesito hacer algo.

– ¿Y os embriagáis?

– Dicen que un clavo saca á otro clavo; quiero ver si una embriaguez me quita otra.

Y levantó el vaso.

Quevedo se lo arrancó y tiró su contenido.

Luego tomó el jarro y lo arrojó:

– Soy vuestra madre – dijo – ; dejémonos de locuras, y ya que os tengo aquí sola y encerrada, ya que me tenéis á mi, hablemos juiciosamente, hija mía. ¿Creéis que yo soy malo?

– ¿Quién sabe lo que vos sois?

– Yo soy un hombre que busca aire que respirar y no le encuentra.

– ¡Vos venís á buscar aire de vida á la corte!

– No vengo por mi gusto.

– Decid, don Francisco, ¿no sois secretario del duque de Osuna?

– Por secretos del duque, mi amigo, ando en la corte.

– ¡Malhayan los tales secretos!

– ¿Por qué decís eso?

– Porque creo que me habéis sacrificado á ellos.

– Pues mirad, ignoraba que pudiérais ser víctima. ¿Y á qué dios creéis que os sacrifico?

– No es dios, es diosa.

– ¿Diosa?

– Sí, la diosa ambición.

– Conócese que tratáis con el duque de Lerma.

– Porque me pesa de haberle tratado y porque quiero olvidarme de ello, de este año y medio que he pasado en el mundo, os he preguntado si sois secretario del duque de Osuna.

– Confiésome torpe; no os entiendo.

– Llevadme con vos á Nápoles; recomendádme al duque y que su excelencia me abra las puertas de un convento.

– ¿Magdalena os tenemos?

– Si me dais medios de que lo sea, os perdono.

– Rechazo vuestro perdón, y me asombro de que me lo ofrezcáis; ¿pues en qué os he ofendido yo?

– ¡Ay, triste de mí! ¡Qué desgraciada soy!

Inclinó la comedianta la hermosa cabeza, y luego la levantó en un movimiento sublime.

Su mirada resplandecía.

Quevedo la miraba con asombro.

– No, no soy desgraciada – dijo la Dorotea – , sino muy feliz, felicísima. Y tenéis razón, don Francisco; no merecéis mi perdón, sino mi agradecimiento.

– ¡Qué lástima! – dijo Quevedo.

– ¿Y de qué?

– ¿Pues no queréis que me lastime, si os veo loca?

– ¡Loca! ¿creéis en los hechizos? ¿es verdad que se puede hacer mal de ojo?

– Desembozáos, hija, á fin de que yo pueda veros. Porque me estáis maravillando, vais creciendo, creciendo delante de mí, y ya no encuentro en vos á la educanda de las Descalzas Reales, ni á la comedianta de esta mañana.

– Seguid, seguid; veamos cómo me vísteis en el convento, cómo me habéis visto esta mañana y cómo me véis ahora.

– Son las doce – dijo Quevedo – ; á las dos empieza la comedia y necesitáis media hora para vestiros. ¿Tenéis la ropa en el coliseo?

– Sí; ¿pero eso qué importa?

– Tenemos tiempo. He conseguido que no os emborrachéis, y conseguiré del mismo modo que no hagáis una locura. ¡Diablo! y debéis valer mucho, porque yo, que por nadie me intereso, empiezo á interesarme por vos.

– Creo que empezáis á engañarme.

– Suponed que no me llamo Quevedo.

– Eso no es posible.

– Suponed que soy un hombre de bien, que me encuentro con una pobre loca y que deseo curarla.

– Dudo que lo consigáis. Pero vamos al asunto; contestadme á lo que os he preguntado: decid lo que habéis pensado de mí en las tres distintas situaciones en que os he visto.

– Empecemos por lo del convento. Yo he sido palaciego ó palacismo, ó hijo de palacio, como mejor queráis.

– Bien, bien, ¿pero qué tiene que ver eso?

– Las cosas deben tomarse en su origen. Vóime, pues, al punto, desde donde llegué á conoceros. Os conocí por medio del tío Manolillo.

– ¡Ah! ¡el misterioso tío Manolillo!

– Tenéis razón. No sé si es pícaro ó tonto, si cuerdo ó loco. Lo que sé es que os ama con toda su alma, pero no sé cómo. ¿Lo sabéis vos?

– No por cierto: á veces me mira como un amante, á veces como un padre; á veces hay cólera en sus ojos, á veces odio.

– ¡Misterios siempre! Un día, hace tres años, me encontré al tío Manolillo acurrucado como un gato que se encuentra huído y receloso, y hambriento en desván ajeno, en una galería obscura de palacio. El tío Manolillo y yo somos muy antiguos conocidos y tenemos declarada una guerra de chistes. No sé lo que le dije ni recuerdo qué me contestó; pero es el caso que nuestra conversación se hizo formal.

– Yo no gasto, como vos, antiparras – me dijo – ; pero es el caso, hermano don Francisco, que veis más claro que yo. ¿Queréis mirar una cosa que yo os muestre, y decirme qué habéis visto en ella?

– ¿Y de qué cosa se trata, tío? – le pregunté.

– De una mujer.

– Pues si vos, tratándose de mujeres, no veis, estoy seguro de que yo me quedo á obscuras.

– No tanto, hermano Quevedo, no tanto; yo amo á esa mujer y tengo, naturalmente, una venda sobre los ojos.

– ¡Os dijo… que me amaba el tío Manolillo! – exclamó Dorotea.

– Pero no me dijo de qué modo; ¡no me lo ha dicho nunca! ni yo he podido adivinarlo; pero continuemos. El tío me llevó al convento de las Descalzas Reales, tocó al torno, y dijo:

– Madre tornera, tened la bondad de decir á Dorotea que aquí estoy yo con otro caballero.

Entramos en el locutorio.

Vos tardásteis.

Entonces me dije, yo no sé si con fundamento:

– Esa mujer se está componiendo para parecer mejor.

– ¡Ah, y qué mal pensador sois! – dijo la Dorotea.

– En efecto, cuando os presentásteis veníais tan compuesta, como podíais estarlo en el convento.

– Había en aquel sencillo hábito, en aquella toquilla, en aquel escapulario azul, en aquella cruz de oro que pendía de vuestro cuello, una cosa que decía: «Ved que con lana y lino puede parecer una mujer mejor ataviada que otra con ropas, encajes y brocados.»

Era, además, vuestra mirada ardiente, grave, fija; vuestra palabra, sonora; vuestro discurso, apasionado.

Yo me enamoré de vos.

Cuando salí del convento, dije al tío Manolillo:

– Esa paloma volará en cuanto halle una mano que la abra la jaula, y no me pesará que esa mano sea la mía.

– Si ella os ama – dijo el tío Manolillo – , por mi parte nada tengo que oponer. Me he propuesto darla gusto en todo.

– Pero, ¿qué es vuestra Dorotea? – le pregunté.