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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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CAPÍTULO XXI
EN QUE CONTINÚAN LOS TRABAJOS DEL COCINERO MAYOR

– ¿Me da vuecencia venia para entrar? – decía una voz poco firme y contrariada á la puerta de la cámara del duque de Lerma.

– Dejad ese despacho, Santos – dijo el duque de Lerma á un secretario que trabajaba con él – y enviad á buscar á mi sobrino el conde de Olivares.

Levantóse el secretario, arregló los papeles, los puso en una carpeta y luego aquella carpeta en un armario.

Después salió.

Entonces el ministro-duque se volvió con afectación á la puerta por donde había entrado la voz que pidió permiso, y dijo con cierta hueca benevolencia:

– Entrad, Montiño, entrad.

Entró el cocinero mayor del rey, se inclinó profundamente tres veces, y luego, haciendo una mueca que parecía una sonrisa, dijo:

– ¿Quedó vuecencia contento del banquete de ayer, señor?

– Por el dinero que os dará mi mayordomo, podréis sacar la consecuencia, buen Montiño.

– ¡Ah señor, excelentísimo señor! – dijo Montiño poniéndose en arco y haciendo otra mueca – no lo decía por tanto.

– Sí, sí; ya sé que mil ducados más ó menos son para vos muy poco.

– No tanto, no tanto como eso, señor.

– Sin embargo, hacéis muy buenos negocios; debéis estar rico, Montiño; además de que la vianda de su majestad debe dejaros buenas ganancias, siempre me estáis pidiendo oficios.

– Y yo os agradezco á vuecencia…

– No hago más que pagaros vuestros servicios; sois inteligente y activo; y luego… vos me servís bien… es decir, servís bien á su majestad.

Volvió á inclinarse Montiño.

– ¿Cómo anda el cuarto del príncipe?

– Don Baltasar de Zúñiga no perdona medio de captarse la voluntad de su alteza; como que dicen que hace versos con él.

– Y aun poesías eróticas…

– No comprendo bien, señor.

– Composiciones amorosas.

– No; no, señor; eso se queda para el duque de…

Montiño se detuvo afectando la confusión de quien ha pronunciado una palabra inconveniente y peligrosa.

– ¿El duque de qué? – dijo Lerma – ; vamos, concluyamos: ¿queréis sin duda decir mi hijo el duque de Uceda?

– Efectivamente, señor; yo creía haber sido indiscreto…

– No, no, de ningún modo; cuando se trata del servicio de su majestad, yo no tengo hijo; y á propósito de hijos… recordadme más adelante que tengo que encargaros algo acerca de la condesa de Lemos.

– Muy bien, señor.

– Decíamos, que de las composiciones amorosas del príncipe está encargado el duque de Uceda.

– Sí, señor; eso dicen los de la cámara de su alteza.

– ¿Y quién es la persona destinada á juzgar del mérito de esas composiciones?

– Una dama muy matronaza, muy hermosaza, á quien suele ver su alteza en la comedia y en el Buen Retiro; que recoge á su alteza entero en la mirada de sus grandes ojazos negros.

– ¿Y quién es esa mujer?

– No se sabe. Ha aparecido de repente en la corte; vive en la calle de Amaniel con una dueña y un escudero, y la visita mucho el duque de Uceda.

– ¿Y no la visita nadie más?

– Dicen que tarde, de noche, suele entrar en la casa un hombre.

– ¿Y quién es ese hombre? Me hacéis preguntar demasiado, Montiño; si no bastan los maravedises que os doy para que estéis bien servido, pedidme más. No importa lo que se gaste; necesito, para servir bien á su majestad, saber todo lo que sucede en palacio, y lo que sucediendo fuera de palacio pueda también convenir.

– Ese hombre es el sargento mayor don Juan de Guzmán.

– ¡Don Juan de Guzmán! Don Rodrigo Calderón me habló por él; me ponderó lo útiles que podían ser servicios, y en dos años le hemos hecho capitán, y después sargento mayor. Don Rodrigo me le ha mostrado varias veces, y… veamos si le reconozco: es un hombre soldadote, buen mozo, ya maduro…

– Sí; sí, señor; es un hombre de cuarenta y cuatro á cuarenta y seis años, aunque demuestra diez menos; ya en otra ocasión me mandó vuecencia que me informara, y yo acudí á mi compadre Diego de Auñón, que es un escribano real, que corta un cabello en el aire. A las veinticuatro horas me dijo:

– El tal por quien me preguntáis, ha vivido honradamente matando á obscuras por poco precio. Hanle puesto á la sombra más de tres veces; pero se da ó se daba tal maña para su oficio, que nada se le ha podido probar, y por no mantenerle y por hacer falta muchas veces desocupar la cárcel un tanto para que cupiesen otros presos, se le ha soltado. Ahora vive honradamente de su sueldo, y nada hay que decir de él.

– ¡De modo que si esa dama con quien entretienen al príncipe don Felipe tiene tales conocimientos secretos, debe ser una bribona!

– No sé, no sé, excelentísimo señor; porque también hay damas y muy damas que se pierden por estos tunos.

– Tomad – dijo el duque abriendo un cajón y sacando de él un estuche.

– ¿Y qué es esto, señor?

– Una gargantilla.

– ¡Ah! ¿Debo visitar á esa dama?

– Sí.

– ¿Y qué la he de decir?

– Que un personaje, un altísimo personaje, la conoce y la ama.

– Puede creer que ese personaje es su majestad.

– No importa: si ella lo supusiese…

– Niego…

– No, no negáis… Será bien que vayáis vos en persona: en vez de negar, afectaréis como que la hacéis una gran confianza, y la diréis: su majestad es muy grave, muy cuidadoso de su decoro; su majestad no quiere que nadie, ni vos misma, sepáis que os ama… que os visita… Su majestad vendrá á veros, y le recibiréis sin luz: debéis ser muy prudente, y en las visitas que su majestad os haga, no indicar ni por asomo que le conocéis.

– ¿Pero y si esa dama se negase á recibirme?

– ¿No decís que tiene dueña?

– Sí, señor.

– Pues bien; tomad para la dueña.

El duque abrió otro cajón, sacó de él algunas monedas de oro, y las puso formando una columna bastante respetable en el borde de la mesa del lado de Montiño.

El cocinero miró con codicia el oro; pero no le tocó.

– Guardad eso – le dijo el duque – , y además… me olvidaba… tomad.

Y el duque sacó una cajita de terciopelo, la abrió, y dejó ver dentro una cruz de Santiago, esmaltada en una placa de oro.

– ¡Ah, señor! – exclamó trémulo de alegría el cocinero – ; ¿me da vuecencia el hábito de Santiago?

– ¿Y para qué le queréis vos? ¿para que no os atreváis á entrar en la cocina, por temor de que se os manche la cruz?

Cayó dolorosamente despeñado de lo alto de su vanidad Montiño.

– ¿Pues para quién, señor, es ese hábito? – dijo con un sarcasmo mal encubierto – ; ¿acaso para la aventurera con quien entretiene al príncipe el duque de Uceda?

– Para esa el collar de perlas, y más que fuere menester; esta cruz es para otra persona. ¿No conocéis á alguien que se haya hecho recientemente merecedor del hábito?

– Confieso á vuecencia que no.

– Si el servicio que pienso recompensar pudiera hacerse público, no le pagaría tan barato; sería cosa de titular á quien le ha hecho: ha salvado á su majestad.

– Pues qué, ¿su majestad ha estado en peligro?

– Su majestad la reina ha estado á punto de ser deshonrada – contestó el duque.

Montiño supo contenerse en el momento en que vió claro que se trataba de su sobrino postizo.

– Pues confieso á vuecencia, que no sabía yo que su majestad la reina…

– Vamos, señor Francisco. ¿A dónde llevásteis anoche á un vuestro sobrino?

– ¿Yo?.. á ninguna parte – dijo Montiño temiendo que lo de la cruz fuera un lazo.

– Será necesario probaros que obro de buena fe – dijo el duque – y por lo tanto insisto; tomad esta cruz, llevádsela á vuestro sobrino Juan Montiño, y decidle que venga mañana á recibir la real cédula de mi mano.

– Muchas mercedes, señor – dijo Montiño tomando la cruz.

– Pero esto no basta; vuestro sobrino será pobre.

– Lo es en efecto, señor.

– ¿Y qué puede hacérsele?

– Es valiente…

– ¿No más que valiente?..

– Es licenciado.

– ¿En qué?

– En teología y en derecho.

– ¿Está ordenado?

– No, señor.

– No conviene que sea clérigo; un mozo que da tan buenas estocadas, no debe llevar un roquete; le está mejor un oficio de alcalde; los alcaldes bravos, que tienen letras y puños, valen más que los que sólo tienen letras; le haremos alcalde de casa y corte.

Montiño estaba espantado con lo que veía, y sobre todo de la buena suerte de su sobrino.

– Conque – dijo Lerma – , ¿sabéis todo lo que debéis hacer?

– Sí, señor. Seguir averiguando cuanto pudiere.

– Eso es.

– Procurar introducirme en la casa de esa dama.

– Eso es.

– Dar á mi sobrino esta cruz, y mandarle que venga á dar á vuecencia las gracias.

– Eso es.

– Además, vuecencia me dijo le recordase que tenía que decirme algo acerca de la señora condesa de Lemos.

– En efecto, me importa saber uno por uno los pasos que da doña Catalina.

– Puedo deciros, señor, que cuando yo venía para acá, entraba vuestra hija en las Descalzas Reales.

– Nada tiene eso de extraño.

– Y ya que vuecencia quiere que se le diga todo, bueno será también que vuecencia sepa, que poco después entraba en el convento don Francisco de Quevedo.

– ¡Ah! ¡ah! ¿y en el convento, no en la iglesia?

– La señora condesa entró por la puerta de los locutorios, y por aquella misma puerta poco después don Francisco.

El duque de Lerma escribió rápidamente una carta, la cerró, y escribió sobre la nema.

«A la madre Misericordia, abadesa de las Descalzas reales – . Del duque de Lerma – . En propia mano.»

– Id, id, Montiño – dijo el duque – ; id, llevad esa carta al momento á su destino, y traedme la contestación.

Montiño salió casi sin despedirse del duque por obedecerle mejor, y su excelencia se quedó murmurando:

– ¿Qué habrán ido á hacer mi hija y Quevedo á las Descalzas reales?

 

CAPÍTULO XXII
DE CÓMO EN TIEMPO DE FELIPE III SE CONSPIRABA HASTA EN LOS CONVENTOS DE MONJAS

La madre Misericordia, á pesar de ser abadesa de las Descalzas Reales, no era una vieja.

Esto no tenía nada de extraño, porque á falta de edad tenía caudal.

Gastaba generosamente gran parte de él en regalos á las monjas.

Y hemos dicho mal al decir que generosamente, porque aquellos regalos habían tenido su objeto antes de ser abadesa la madre Misericordia.

Serlo.

Después de ser abadesa, los regalos servían para que todas las monjas la llevasen á su celda y misteriosamente los chismes del convento.

En el convento de las Descalzas Reales se conspiraba.

Estas conspiraciones eran hijas de la rivalidad de las monjas.

La comunidad, como toda sociedad, estaba dividida en bandos.

Cada uno de estos bandos quería influir en el ánimo de la abadesa, en aquella especie de presidenta de república.

Porque un convento de monjas es una república en que todos los cargos se obtienen por elección.

Y una república más difícil de gobernar que lo que á primera vista parece.

A más de la lucha de influencia, había otras luchas secundarias que acababan de envenenar á la comunidad.

Llegaba un día clásico.

Era necesario un sermón.

Seis meses antes empezaba una lucha sorda en el convento.

Cada madre quería que su confesor fuese el encargado de la oración sagrada.

Y como había muchas madres y muchos confesores, de aquí la lucha.

Cada confesor influía sobre su monja.

Y decimos sobre su monja, porque cada confesor no tenía ni podía tener más que una hija de confesión en el convento, y aun en los conventos de la población en que se encontraba.

¿Saben nuestros lectores lo que hubiera sucedido si un fraile ó un clérigo se hubiese atrevido á tener á su cargo más de una conciencia en la comunidad?

Esto hubiera sido una especie de adulterio sui generis.

No ha existido, ni existe, ni existirá, monja que pueda tolerar tal cosa.

Lo más, lo más que sucede es lo siguiente:

Se pone malo un confesor, y en un día de confesión se encuentra huérfana una monja.

Entonces otra, por gran favor, por una gracia especial, especialísima, cede su confesor á la monja huérfana.

Y la rivalidad llega hasta á los regalos que las buenas madres hacen á sus confesores.

Que sor Fulana envió el día de su santo una bizcochada magnífica á su director espiritual.

Que sor Fulana pretende sobreponerse, y envía al jefe de su conciencia otra bizcochada mejor.

Las dos madres se pican: la una, porque la otra ha hecho más: la otra, porque la primera ha murmurado de ella.

Entonces tercian chismes más peligrosos.

Si sor Fulana estuvo asomada á la celosía y dejó caer un billete, y si recogió el billete un estudiante.

Si sor Fulana soltó por su celosía un rosario bendito, que fué á caer en la halda de la capa de un soldado.

Porque en aquellos tiempos había enamorados y galanes de monjas.

Quevedo lo dice, y hace su aserción verdadera el que la Inquisición revisó los libros de Quevedo, como los revisaba todos, y no se opuso á lo que decía respecto á los enamorados de las monjas, ni lo tachó ni lo encontró inmoral.

Esto estaba en las costumbres de entonces; lo sabía todo el mundo, y no había por qué prohibir un libro que no decía más que lo que todo el mundo sabía.

Además, que estos eran unos amores simples.

Hoy es otra cosa.

De modo que la que en aquellos tiempos se metía en un convento para huir del mundo y de las tentaciones del demonio, se metía en otro mundo más agitado, en donde encontraba otras peores tentaciones.

Y no era solo esto lo que constituía el carácter, el modo de ver y de obrar de los conventos de monjas del siglo XVII.

El clero los utilizaba para otros negocios.

Las monjas venían á ser los intermediarios de otras conspiraciones de carácter más trascendental, puesto que tenían relación con el Estado.

¿Quién había de creer que en una carta dirigida á la abadesa de un convento, iba otra que debía entregarse por la abadesa á tal ó cual alta persona?

¿Quién podía sospechar que en aquellas cartas se agitasen las parcialidades de la corte?

En aquellos tiempos y aun en otros, los conventos de monjas venían á ser para los conspiradores lo que un arroyo ó un río para el que quiere hacer perder las huellas de su paso á quien le sigue.

De modo que una abadesa de monjas en el siglo XVII, solia ser un personaje importantísimo.

Eralo la madre Misericordia, abadesa de las Descalzas Reales de la villa y corte de Madrid.

Primero, porque su convento era el más aristocrático.

Había sido fundado en 1550 por la señora infanta de Portugal, doña Juana.

Le protegían directamente sus majestades.

Le visitaban mucho é iban con suma frecuencia á comer en él conservas.

Las monjas eran todas señoras pertenecientes á la alta nobleza.

Por lo importante de su categoría, que hacía importante su influencia, llovían sobre el convento magníficos donativos.

En el siglo XVII hubo un verdadero furor por las fundaciones religiosas y piadosas.

Solamente en Madrid, durante aquel siglo, se fundaron diez y seis conventos de frailes, diez y siete de monjas, nueve iglesias, seis hospitales y seis colegios; es decir, que se fundaron cincuenta y cuatro establecimientos piadosos, de los cuales sólo eran de beneficencia doce.

Esto sin contar un número igual de fundaciones anteriores.

De modo que en Madrid no podía darse un paso sin tropezar con una iglesia ó un oratorio.

Un número inmenso de los habitantes de la población pertenecía á la clase monástica.

Solamente el duque de Lerma fundó dos conventos de frailes y uno de monjas.

Esta manía de las fundaciones religiosas, á más de la piedad, tenía un objeto más egoísta: el de hacerse una ostentosa sepultura para sí y para su familia en una fundación.

Todo el que era bastante rico para ello fundaba un convento; el que no podía tanto, una iglesia; el que podía menos, una ermita; por último, el que no podía fundar nada, hacía donaciones á los conventos y á las iglesias, á fin de asegurar á su alma sufragios perpetuos.

De ahí la gran masa de bienes muertos en poder de las comunidades.

De ahí esa costra de frailes y de monjas que se extendió sobre España, cuya influencia fué incontrastable, que hizo decir á los extranjeros que España era un monasterio, y que no hemos podido quitarnos aún completamente de encima.

En la Edad Media España era un castillo.

Cuando los nobles no pudieron construir fortalezas, construyeron conventos.

No pudiendo tener bandera ni hombres de armas, tuvieron frailes y monjas con su guión y su cruz.

Con los hombres de armas se rebelaban contra el rey, y oprimían al pueblo en la Edad Media.

En el siglo XVII sofocaban al trono rodeándole de frailes, y con esos mismos frailes embrutecían al pueblo.

Duraba el privilegio, crecía, se desbordaba.

La clase monástica, pues, pesaba en la balanza de los negocios públicos de una manera incontrastable.

Tenía también una espada, una terrible espada cuyo poder aterraba.

Esta espada era el Santo Oficio de la general Inquisición.

El Santo Oficio tuvo poder bastante para traer á España los vergonzosos tiempos de Carlos II.

En una época tal, el convento de las Descalzas Reales tenía una gran influencia.

La abadesa era un gran personaje.

Era sobrina, aunque lejana, del duque de Lerma, noble y rica.

Había aportado un rico patrimonio procedente del dote y de las gananciales de su madre, y del tercio y quinto de su padre al convento.

En el mundo se había llamado doña Angela de Rojas.

Era rica.

Pudo haberse casado, porque todas las mujeres ricas se casan.

Pero se había enamorado de un hombre que estaba enamorado de otra tan rica como ella y además hermosa y señora de título, con la que se casó al cabo.

Doña Angela, no encontrando otro medio mejor para desahogar su cólera, se metió en las Descalzas Reales.

Duróle la rabia un año, y tuvo tiempo de profesar.

No sabemos si después de haber profesado se la pasó el despecho, y se arrepintió de haberse apartado de un mundo, para encerrarse en otro.

Ella no lo dijo á nadie.

Al profesar, por una antítesis violenta con su carácter, tomó el nombre de María de la Misericordia.

Desde que fué monja, empezó á conspirar por su cuenta y á sostener sus conspiraciones con su dinero.

A los seis años de su profesión, sor Misericordia se llamaba la madre abadesa.

Su competidora vencida enfermó de rabia, y murió desesperada bajo la presión de su vencedora.

Hay entre las armas antiguas una que se llama puñal de misericordia.

Con este puñal remataban los vencedores á los vencidos.

A esta madre, en fin, fué á visitar la joven y hermosa doña Catalina de Sandoval, condesa de Lemos.

A más de ser abadesa de las Descalzas Reales, en cuya comunidad tenía la condesa mucha familia, era parienta suya.

Cuando la condesa llegó al locutorio, la dijo la tornera:

– Será necesario que vuecencia espere; la madre abadesa está confesando en estos momentos.

La condesa se mordió los labios, porque aquella detención la contrariaba.

– ¿Quién es el confesor de mi prima, madre Ignacia? – dijo á la tornera.

– ¡Oh! es un justo varón, un padre grave y docto de la orden del seráfico San Francisco: fray José de la Visitación.

– ¡Ah! ¡Fray José de la Visitación! le conozco mucho y ha sido mi confesor algún tiempo; tomé otro porque nunca acababa de confesarme; era eternizarse aquello.

– Es confesor muy celoso.

– Demasiado; ¿y hace mucho tiempo que mi prima está confesando?

– Ya hace más de una hora.

– ¡Ah! pues tenemos para otra hora larga.

– Tal vez – dijo la tornera.

– Decidme, madre Ignacia – preguntó la condesa – , ¿está vacía la celda aquella tan hermosa que está sobre el huerto?

– Sí, sí, señora condesa; está vacía porque las tapias son bajas, y una educanda que vivió en ella se escapó descolgándose por el balcón y saltando las tapias. Esto fué un escándalo que nadie sabe, que hemos guardado todas… pero yo lo digo á vuecencia en confianza.

– Gracias, amiga mía. ¿Conque las tapias son bajas y el balcón bajo?

– Sí, señora; era necesario tener una gran confianza en la persona que viviese en aquella celda.

– Y… ¿no hay otra desocupada?

– No; no, señora: apenas tenemos convento: será necesario ensancharlo: no cabemos.

– ¡Bendito sea Dios!

– ¿Piensa vuecencia traernos alguna novicia ó alguna educanda?

– No, no por cierto.

La condesa, que estaba profundamente preocupada, calló.

La tornera calló también por respeto.

– Madre Ignacia – dijo doña Catalina – , no me hagáis visita; de seguro estáis haciendo falta fuera.

– En verdad, señora, que ese torno no para en todo el día; pero no importa: allí he dejado á sor Asunción.

– Id, id, y por mí no faltéis á vuestra obligación, ni molestéis á nadie. Tengo además mucho en qué pensar, y no me pesaría estar sola.

La tornera se inclinó profundamente y salió.

Doña Catalina quedó sola.

Su bello semblante moreno estaba pálido; por bajo de sus ojos se veía una señal levemente morada como de quien no ha dormido; su mirada estaba fija, impregnada de no sabemos qué expresión vaga, incomprensible.

Había en su semblante un tinte de tristeza, una expresión de malestar interior.

Golpeaba impaciente con su lindo pie el pavimento.

Parecía, en fin, contrariada, por la tardanza de su prima la noble abadesa.

De repente la distrajo el rechinar de la puerta del locutorio.

Se volvió y vió á Quevedo.

Doña Catalina se puso de pie.

– ¿Conque hasta aquí? – dijo.

– Hasta donde vos vayáis, mi cielo. No quiero quedarme á obscuras, y como sois mi sol, os sigo.

– ¡Ah, don Francisco… don Francisco!.. ¿no me prometísteis anoche que me dejaríais venir á encastillarme contra vos?

– Sí, es cierto; pero no lo prometí yo.

– ¿Pues quién fué?

– Mi amor impaciente.

– ¿Pero en tan poco me estimáis, que viendo que huyo de vos queréis aún comprometerme?

– Recuerdo que en la galería obscura me ofrecísteis vuestra casa.

– Tenía á obscuras la razón; no sabía lo que me acontecía.

– ¿Pero no me amáis?

– ¡Ay!.. ¡sí!.. – exclamó doña Catalina tendiendo lánguidamente su mano y de una manera instintiva á Quevedo.

 

– ¡Ah! – exclamó Quevedo, apoderándose de aquella mano – ; ¡y cómo me da la vida vuestro amor!

– Soltad, que estas monjas son muy curiosas, y siempre están en acecho.

– Decís bien; siempre andan alrededor de los del mundo, que se les acercan como el gato alrededor de las sardinas.

– Por lo mismo, mirando el lugar en que nos encontramos, y sobre todo mi decoro, sed respetuoso conmigo.

– ¿Y cuando, señora, no os he respetado?

– Dadme una prueba saliendo de aquí.

– Prometedme que vos no pasaréis más adelante.

– Aseguradme que seréis dócil á lo que yo quiera.

– Os lo juro, siempre que no me pidáis lo que no puedo concederos.

– Pues bien, no entraré.

– ¿Y podré yo entrar hasta vos?

– ¡Qué adelantáis, don Francisco, con sacrificar una mujer más!

– Seríais vos la primera.

– Ved por qué no puedo fiarme de vos; negáis lo que todo el mundo sabe: vuestros ruidosos galanteos.

– Helos tenido con muchas hembras, pero tratándose de mujeres vos sois mi primera mujer.

– Tal vez os engañáis… tal vez yo no sea más que… como vos decís, una hembra, y harto débil y desdichada.

– Pues yo os creo demasiado fuerte, y en cuanto á lo desdichada, estando ausente de vos mi señor el duque de Lemos, no os podéis quejar.

– Quéjome de que siempre no haya estado lejos.

– ¡Oh! ¡si no hubiérais sido hija de Lerma!

– Ni aun delante de mí, perdonáis á mi padre.

– Eso os probará que para vos, mi lengua es lengua de Dios.

– No os entiendo.

– Quiero decir, que para con vos mi lengua es lengua de verdad: para mejor probároslo, no sólo aborrezco, sino que desprecio á vuestro padre.

– ¡Ah! ¡qué desgraciada soy!

– Sóislo en efecto; pero vuestra desgracia no os trae vergüenza: no se eligen padres.

– Si yo fuese una cualquiera no me hubiérais amado.

– Soy hombre que visto negro y liso.

– ¡Cómo!

– Quiero decir, que no me paro en bordaduras, ni en apariencias, ni en riqueza; siendo vos lo que sois, además de ser hija de un duque y mujer de un conde, para que yo no os hubiese amado, era necesario que no os hubiera conocido.

– De modo que si yo hubiese sido la hija de un mendigo…

– Hubiera quitado las conchas y hubiera tomado las perlas.

– Desconfío todavía de vos.

– ¿Todavía?..

– Sois un abismo. Acaso no me enamoráis sino porque soy hija del favorito del rey.

– Mal haya la fama, que más que bienes da males.

– Sois gran conspirador.

– ¿Conspirador habéis dicho? pues conspiremos.

– ¿Y contra quién?

– Contra la abadesa vuestra prima.

– Conspirar, ¿y para qué?

– Para salir del atolladero.

– ¿De qué atolladero?

– De haberos metido vos aquí, y de haberme metido yo tras vos.

– Con que vos os vayáis hemos salido del paso.

– Os engañáis, porque ya me han visto.

– ¿Y por qué habéis dado lugar á que os vean?

– Se me os escapábais.

– No creo que puedan suponer…

– Las monjas no suponen nada bueno…

– Pero mi prima sabe…

– Que sois hermosa; lo que basta para que os mire mal.

– Es virtuosa…

– Con la virtud de las feas.

– ¡Pero Dios mío, vos no perdonáis á nadie!

– A nadie sentencio que él mismo no se haya ya sentenciado.

– Y ya que decís que estamos en un atolladero, ¿cómo os parece que podamos salir de él?

– Conspirando.

– ¿Pero contra quién?

– ¿Contra quién?.. contra cualquiera… la abadesa, á trueque de conspirar, creerá todo lo que queramos que crea. ¿Quién es el confesor de nuestra noble prima?..

– ¿De nuestra prima?..

– He dicho de nuestra prima, porque hasta cierto punto vuestros parientes son mis parientes.

– ¿Os habéis propuesto mortificarme?

– No quisiera. Pero volvamos á nuestra conspiración. ¿Quién es el confesor de nuestra prima?

– Esperad; no sé por qué se me ocurrió preguntar eso mismo á la tornera, y me dijo que un fraile grave de San Francisco… fray José de la Visitación.

– ¿Aquel que se atrevió á decirnos un día que el infierno era negro como vuestros ojos, y que vuestros ojos quemaban sin llama como el infierno? Pues si es ese santo varón, ya sé contra quién tenemos que conspirar.

– ¿Contra quién?

– Contra el conde de Olivares.

– ¡Ah! el pobre conde nos va á servir de mucho.

– Pienso valerme de él para otras muchas cosas.

– ¡Ah! ya no tenemos tiempo de prevenirnos. Me parece que oigo la voz de mi prima.

– ¡Oh! pues dejadme hacer, fingíos muy turbada.

Quevedo no pudo decir más.

Acababa de entrar en el locutorio una monja como de veintiseis á veintiocho años muy morena, con un moreno impuro; casi sin cejas, con los ojos pequeños, redondos y grises, desmesuradamente larga la boca, los pómulos salientes y todas estas partes componiendo un semblante cuadrado, un conjunto desapacible, hostil, antipático; añádase á esto el hábito, la toca cerrada, el velo y la expresión monjuna, bajo la cual se encubría mal la soberbia, y se comprenderá que la madre Misericordia tenía un nombre enteramente contrario á su aspecto, eminentemente antitético con ella misma.

Sin embargo, se comprendía lo elevado de su cuna en la distinción de sus maneras.

Adelantó gravemente hasta el centro de la parte del locutorio, situado del lado allá de la doble reja, y comprendió en una reverencia su saludo para doña Catalina y Quevedo.

– Ya nos une esa víbora – dijo para sí don Francisco – , yo haré que nos desuna.

Y contestando con otra no menor reverencia á la abadesa, mientras la de Lemos callaba verdaderamente turbada por la situación, dijo:

– ¡Mi señora doña Angela!..

– Hace mucho tiempo que sólo me llamo sor Misericordia, caballero – , dijo la religiosa con acento severo y agresivo.

– Perdonad, pero yo busco en vos la dama, cuando voy á hablaros del mundo, cuando voy á sacar vuestro pensamiento del claustro.

– En primer lugar, caballero, yo no os conozco; en segundo lugar, no comprendo cómo acompañáis á mi parienta doña Catalina.

– Sentémonos – dijo Quevedo con gran calma.

Doña Catalina se sentó más turbada que nunca, y la abadesa extraordinariamente admirada, dominada por la sangre fría y la audacia de Quevedo.

– Vos no me conocéis – dijo – , no lo extraño; vos habéis vivido siempre muy retirada del mundo, mientras que yo he vivido siempre muy metido en él, aun cuando he estado preso.

Al oír la palabra preso, la abadesa dejó ver una altiva expresión de disgusto y de contrariedad.

– Y digo preso – continuó Quevedo como contestando á aquella expresión – , porque los que en España nos encontramos entre cierta gente, cuando no somos prendedores somos prendidos. En fin, señora, yo me llamo, después de criado vuestro, don Francisco de Quevedo y Villegas, señor de no sé qué torre, y autor de no sé qué libros.

– ¡Ah! – exclamó cambiando enteramente de expresión la abadesa – : ¿y para qué me buscáis, caballero?

– Primero he buscado á vuestra noble prima.

– ¿Y para qué?

– Para asuntos que me tocan al alma… porque á mí me toca al alma todo lo que directa ó indirectamente atañe al servicio de su majestad.

–¡Ah!

– Pues he buscado á doña Catalina, cuya bondad conozco, á fin de que me sirviese para con vos de recomendación y ayuda.

– Bastaba vuestro nombre.

– No había necesidad de que nadie supiese que yo os buscaba; conócese mi nombre más que mi persona… y cuando se trata de conspiraciones…

– ¡De conspiraciones!

– ¡Se conspira!

– ¿Pero contra quién, caballero?

– ¿Contra quién se ha de conspirar, sino contra quien manda? Por todas partes hay conspiradores: salen de debajo de las piedras, duermen con uno debajo de la almohada. Es imposible gobernar.

– ¡Contra quien manda! Pero quien manda es el rey, y no sé que haya nadie que conspire en España contra su majestad.

– Sí; sí, señora; conspiran contra su majestad, los que conspiran contra el duque de Lerma.

– Dicen que el duque de Lerma, de quien tan justa y honrosamente habláis, os ha tenido preso.

– Me tuvo, y cabalmente porque no me tiene, me intereso por su excelencia. Me ha vencido su generosidad… y no sé… no sé cómo agradecérselo. Eso mismo lo he dicho á su hija, á la señora condesa de Lemos.

– Es verdad – dijo doña Catalina ya más repuesta.

– Y se lo he dicho en la misma antecámara de su majestad la reina, donde estaba de servicio, donde nadie nos oía, donde no nos veía nadie, donde doña Catalina ha podido juzgar, por pruebas indudables, de la sinceridad de mis palabras. ¿No es verdad, señora?

– Sí, sí, don Francisco, es verdad – dijo la de Lemos, poniéndose ligeramente encarnada.

– ¿No es verdad, señora, que á pesar de las malas ideas que teníais respecto de mi, me habéis creído enteramente, habéis confiado, y que después, en razón de vuestra confianza, habéis variado vuestro propósito hacia mí y habéis consentido en que hablemos juntos á vuestra noble prima?

– No, no lo puedo negar; todo esto es cierto, certísimo.

– Ya veis, señora, que cuando doña Catalina, hija de quien es, confía en mí, vos también debéis confiar.

– ¿Pero por qué no habéis ido directamente á mi tío, caballero? – dijo la abadesa.

– El duque de Lerma acaba de darme la libertad; podía creer que yo… yo no puedo, no debo cambiar así, delante de las gentes, delante del mismo duque. Anoche doña Catalina me dió una carta de la duquesa de Gandía para su padre, y su excelencia quiso atraerme á su partido creyéndome su enemigo.