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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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– Retiráos, señoras – dijo la reina á la de Lemos y á doña Beatriz de Zúñiga – ; vuestro servicio ha concluído, no me recojo.

Las dos jóvenes se inclinaron.

La duquesa de Gandía quedó temblando ante Margarita de Austria.

– Debísteis registrarlo todo antes de suponer que yo no estaba en mi cuarto; ¿dónde había de estar, duquesa de Gandía, la reina, sino en palacio y en el lugar que la corresponde…?

– ¡Señora!

– Y sin duda, como servís en cuerpo y alma al duque de Lerma, le habréis avisado de que yo me habría perdido, y si no se ha revuelto mi cuarto es porque, menos ciega en vuestra segunda entrada, dísteis conmigo durmiendo. El duque de Lerma, sin embargo, puede haber tomado tales medidas que comprometan mi decoro, y todo por vuestra torpeza.

– ¿Vuestra majestad me despide de su servicio? – dijo, sobreponiendo su orgullo á su turbación, la camarera mayor.

– Creo, Dios me perdone, que os atrevéis á reconvenirme porque os reprendo.

– Yo… señora…

– Me he cansado ya de sufrir, y empiezo á mandar. Continuaréis en mi servicio, pero para obedecerme, ¿lo entendéis?

– Señora… mi lealtad…

– Probadla; id y anunciad á su majestad… vos… vos misma en persona, que le espero.

– Perdóneme vuestra majestad; el duque de Lerma acaba de llegar á palacio y está en estos momentos despachando con el rey.

– Os engañáis, mi buena duquesa – dijo Felipe III abriendo la puerta secreta del dormitorio y asomando la cabeza – ; vuestro amigo el duque de Lerma despacha solo en mi despacho, porque yo me he perdido.

Y franqueando enteramente la puerta, adelantó en el dormitorio.

La duquesa hubiera querido que en aquel punto se la hubiera tragado la tierra. Era orgullosa, se veía burlada en su cualidad de cancerbera de la reina, y se veía obligada á tragarse su orgullo.

– Retiráos, doña Juana, y decid al duque que yo estoy en el cuarto de su majestad. Que vuelva mañana á la hora del despacho… ó si no… dejadle que espere… acaso tenga que darme cuenta de algo grave… Retiráos… habéis concluído vuestro servicio; la reina se recoge.

La duquesa de Gandía se inclinó profundamente y salió.

Apenas se retiró, la reina salió del dormitorio, y cerró la puerta de su recámara, volviendo otra vez junto al rey.

Felipe III y Margarita de Austria estaban solos mirándose frente á frente.

CAPÍTULO XIII
EL REY Y LA REINA

– ¿Qué os he hecho yo para que me miréis de ese modo? – dijo el rey, que pretendía en vano sostener su mirada delante de la mirada fija y glacial de su esposa.

– Hace cinco meses y once días que no pisáis mi cuarto – dijo la reina.

– Dichoso yo, por quien lleváis tan minuciosa cuenta Margarita – dijo con marcada intención el rey.

– Esa cuenta la lleva mi dignidad, y la lleva por minutos.

– ¡Ah! exclamó el rey… vuestra dignidad… no vuestro amor…

– ¡Mi amor! No lo merecéis.

– ¡Señora!

– Hablo á mi esposo, al hombre, no al rey… vos no habéis penetrado como rey en medio de vuestra servidumbre, con la frente alta, mandando; habéis entrado como quien burla, por una puerta oculta que yo no conocía. ¿Quién os obliga á ocultaros en vuestra casa?

– Creo, señora, que la camarera mayor y el duque de Lerma, saben que paso la noche con vos.

– Pero saben que la pasáis por sorpresa.

– No tanto, no tanto.

– Os habéis venido huyendo del duque de Lerma.

– ¿Qué hacéis? – dijo Felipe III.

– Ya lo veis, me siento.

– No creo que sea hora de velar, ni yo ciertamente he venido aquí para trasnochar sentado junto á vos.

La reina no contestó.

– Vos no me amáis – dijo el rey.

– Haced que os ame.

– ¡Pues qué! ¿no debéis amarme?

– Debo respetaros como á mi marido; y una prueba de mi respeto son el príncipe don Felipe, y las infantas nuestras hijas.

– ¡Ah! ¡ah! ¡me respetáis! ¡y os quejáis de que yo tema pasar de esa puerta, cuando en vez de amor que vengo buscando sólo encuentro respeto!

– ¿Habéis procurado que yo os ame…?

– Enamorado de vos me habéis visto…

– Pero más de vuestro favorito.

– ¡Oh, oh! el duque de Lerma podría quejarse de vos, señora; le acusáis.

– De traición.

– ¡Oh! ¡oh!

– Y le estoy acusando desde poco después de mi llegada á España.

– Pero yo, Margarita, no había venido ciertamente…

– Y yo, don Felipe, que no os esperaba, que hace mucho tiempo que no puedo hablaros sin testigos, aprovecho la ocasión para querellarme á vos de vos y por vos.

– Pues no os entiendo.

– Es muy claro: tengo que querellarme á vos de vos y por vos, porque don Felipe de Austria ofende al rey de España.

– ¿Qué ofendo yo al rey de España? ¿Es decir, que yo, á mí mismo?.. pues lo entiendo menos.

– Ofendéis al rey de España, porque abdicáis débilmente el poder que os han conferido, primero, la raza ilustre de donde venís, y después Dios, que ha permitido que descendáis de esa raza, entregando el poder real, sin condiciones, á un favorito miserable y traidor.

– ¿Habéis hablado hoy con el padre Aliaga, señora?

– No, ciertamente: yo no hablo con nadie más que con las personas cuya lista da el duque de Lerma á la duquesa de Gandía.

– Os engañáis, porque habláis todos los días y á todas horas con una persona á quien no pueden ver ni la duquesa ni el duque.

– ¿Y quién es esa persona?

– Esa persona es vuestra favorita… la hermosa menina doña Clara Soldevilla.

– Sería la última degradación á que podía sentenciarme vuestra debilidad, el que yo no pudiese retener una de mis meninas en mi servidumbre. A propósito; es ya demasiado mujer para menina, y voy á nombrarla mi dama de honor.

– ¡Y quién lo impide!

– Nadie… pero os lo aviso.

– Enhorabuena: decid á doña Clara que yo la regalo el traje y el velo y aun las joyas, para cuando tome la almohada.

– Lo acepto, porque ella es pobre y yo no soy rica.

– Ni yo tampoco; pero para un deseo vuestro…

– Os doy las gracias, señor.

– ¡Oh! no me deis las gracias; ved que os amo, y amadme…

– ¿Qué me amáis? – dijo la reina inclinándose hacia el rey, dejándole ver un relámpago de sus hermosos ojos azules, y su serena frente pálida como las azucenas y coronada de rizos de color de oro.

– ¡Oh, qué hermosa eres, Margarita! – dijo el rey, en cuyas mejillas apareció la palidez del deseo.

Y la atrajo á sí.

Margarita de Austria, se sentó en un movimiento lleno de coquetería en las rodillas del rey, y se dejó besar en la boca.

– Depón al duque de Lerma – dijo la reina entre aquel beso.

El rey se retiró bruscamente como si le hubiesen quemado los labios de Margarita.

– Ya sabía yo que no me amábais – dijo la reina levantándose y mirando al rey con cólera.

– Pero señor, ¿cuándo descansaré yo? – exclamó el rey dejándose caer en el respaldo del sillón.

– Cuando arrojes de ti esa indolencia que te domina – dijo con dulzura la reina – ; cuando pienses que un rey no sirve á Dios solo rezando, sino mirando por la prosperidad, por el bienestar y por el honor de sus vasallos.

– Ya velan por todo eso mis secretarios.

– ¡Tus secretarios! ¡sí, es verdad! velan por los españoles, y cuentan sus cabezas como el ganadero cuenta sus reses para llevarlas al mercado.

– Eres injusta, yo no escucho ninguna queja.

– Las quejas no llegan á ti. Se pierden en el camino.

– Te pregunté si habías hablado hoy con mi confesor, porque el bueno del padre Aliaga, aunque más embozada y respetuosamente, aprovechándose de que el duque tenía un banquete de Estado, me ha tenido toda la tarde el mismo sermón. Y suponiendo que no os engañáis, ni tú que eres la reina de las reinas, por virtud, por discreción y por hermosura, ni el padre Aliaga, que es casi un santo, ¿qué queréis que haga? – Reduzca vuestra majestad los gastos de su casa, que España anda descalza – me dice el padre Aliaga – . Y cuando esto dice el bueno de mi confesor, cuento las ropillas que tengo y los doblones que poseo, y hallo que cualquier pelgar anda mejor cubierto y mejor provisto que yo.

– Eso demuestra, que siendo exorbitantes las rentas reales, siendo parca nuestra mesa y pocos nuestros trenes y nuestros vestidos, las rentas reales son robadas.

– ¡Robadas, robadas! esto es demasiado grave. Yo no creo que un caballero tal como el duque…

– ¿Si te doy una prueba de que el duque vende los oficios miserablemente?..

– Siempre se han vendido… me acuerdo de una provisión de corregidor que se ha dado esta mañana á Diego Soto, para que la venda en lo que pudiere… y todo está firmado por mí.

– Sí, pero es que el duque vende por su cuenta… te roba…

– ¡Oh! no puede ser.

– Mira.

Y la reina sacó las dos cartas que habían encontrado en la cartera de don Rodrigo Calderón, con las suyas, y dió una de ellas al rey.

Felipe III leyó la cabeza y la firma:

– «¡A don Rodrigo Calderón! – ¡El duque de Uceda!»

– Lee, lee… y juzga.

«Mi buen amigo: Es necesario que se den las alcabalas de Sevilla á Juan de Villalpando. Ya le conocéis. Es un hombre muy á propósito para nuestros proyectos. No os olvidéis que para acabar con el duque de Lerma…»

– ¡Ah! ¡ah! – dijo el rey – ; no lo creyera si no lo viera; y es letra y firma del duque de Uceda, con sus renglones torcidos… el hijo contra el padre… ya sabía yo que no andaban muy acordes entrambos duques… ¡pero que llegasen á tanto!.. ¡Ah! ¡ah!

– Sigue, sigue – dijo con impaciencia la reina.

– «No olvidéis que para acabar con el duque de Lerma, y hacer comprender al rey cuán ruinoso y perjudicial es su gobierno, se necesita hacerse partidarios en las ciudades, y ninguno mejor para Sevilla que Juan de Villalpando: allí tiene hacienda, mujer y parientes, le conoce todo el mundo, y es audaz cuanto se necesita para que todos le respeten y le teman. Pero como el duque no proveerá en nadie las alcabalas de Sevilla en menos de diez mil maravedís, es necesario que vos interpongáis para con él lo mucho que podéis, á fin de que de los diez mil rebaje la mitad. Ya llevamos gastado demasiado para que pensemos algo en los gastos. Hacedlo, que conviene. El interesado lleva esta carta y yo os veré á la tarde en la comedia…»

 

El rey dobló lentamente la carta y plegó su entrecejo: una expresión de majestad y de dominio, aunque indecisa, se marcó en su semblante y luego volvió á desdoblar la carta y la leyó lentamente.

Aquella carta era para Felipe III uno de esos rayos de luz que de tiempo en tiempo rompen la impura atmósfera que rodea á los reyes.

Margarita de Austria, que miraba con profunda alegría el cambio que se había operado en Felipe III, puso otra nueva carta abierta sobre la que el rey leía por segunda vez.

– Del conde de Olivares – dijo el rey leyendo la firma de aquella segunda carta.

– Lee, lee y verás que el duque de Lerma, á más de ser ladrón, es torpe, que le manejan como quieren los que quieren ocupar su puesto, y que el tal don Rodrigo es más traidor, más ambicioso, más miserable que todos ellos.

El rey leyó:

«Os escribo, porque, interesándoos á vos tanto como á mí el negocio de que trata esta carta, tengo una entera confianza en vos, y no quiero exponerme á que se sepa, por muchas precauciones que tomemos, que nos hemos visto. Importa que todo el mundo nos crea desavenidos. Sostened vos por vuestra parte el papel de enemigo mío, que por la mía yo sostendré el de enemigo vuestro. Seguid hablando mal de mí y mirándome de reojo, que yo seguiré hablando mal de vos sin miraros á derechas. Lo de la expulsión de los moriscos es necesario que se lleve cuanto antes á cabo, porque es necesario que cuanto antes, teniendo como tenemos guerra con Inglaterra, con Francia y en el Milanesado, la tengamos también en España, y esta guerra la provocarán los moriscos, que no se rendirán sin combatir. Por otra parte, rebelados los moriscos dentro, se resentirá el comercio que ellos alimentan en gran manera, faltará más de lo que falta el dinero, y reunidos y alentados Enrique IV y el inglés, apretará la guerra por fuera. Insistid en lo de la confiscación de los bienes de los moriscos. El duque, en su sed de oro, se dejará deslumbrar por este negocio en grande, y aun el mismo rey no encontrará de más algunos millones de maravedises para remendar su ropilla. Dicen que Lerma tiene hechizado al rey. Hechizad vos al duque. El mejor hechizo para su excelencia es el oro. Conque apretad, apretad, que urge: que si hemos de esperar á que el príncipe sea rey, larga fecha tenemos. Lo del príncipe lo dejaremos al conde de Lemos y á don Baltasar de Zúñiga, y puesto que el rey es quien puede hacer reyes, vámonos derechos al rey. Sitiemos por hambre al duque haciéndole cometer algunos disparates, y el duque, que si fuera tan buen hombre de Estado como es codicioso, sería invencible, caerá, no lo dudéis, aunque para ello nos veremos obligados á empobrecer el reino, á debilitarle. Nosotros le alzaremos. No os digo más, porque ni tanto era necesario deciros. Guárdeos Dios. —El conde de Olivares.»

– Pero esto nada prueba contra el duque, y si mucho contra los condes de la Oliva y de Olivares.

Prueba que los dos condes son más perspicaces que tú, y que saben cuánto es torpe y ciego el duque de Lerma.

– Pero no le vencieron.

– Por una casualidad.

– El duque lo tenía previsto todo.

– Ni el duque ni nadie podía prever que don Juan de Aguilar tuviese la fortuna de aterrar á los infelices moriscos en la primera batalla; ni el duque ni nadie podía prever que los enemigos exteriores de España no se aprovecharan de aquellas circunstancias. Pero el duque fué traidor y torpe.

– ¡Traidor!

– Sí, traidor, y de la manera más criminal que puede ser traidor un vasallo: manchando ante la historia el nombre de su señor… porque tu nombre aparecerá manchado en la historia por esa tiranía feroz inmotivada contra los pobres moriscos; por esa codicia innoble que les robó.

La mirada del rey se hizo vaga.

– Y torpe, torpe… porque no previó las funestísimas consecuencias que pudo traer sobre España, y que en la parte de su riqueza y de su población la ha traído, el cumplimiento de aquel infame edicto.

– ¡Margarita! – exclamó el rey, cuya conciencia se retorcía.

– Yo te pedí de rodillas, aquí, en este mismo sitio, que revocaras aquel edicto; y te lo pedí por ti mismo, por la gloria de tu nombre, por tu dignidad de rey, más que por el bien de tus reinos. Te lo pedí, Felipe, porque te amo, y porque te amo, te pido la deposición del duque de Lerma.

– ¡Que me amas, Margarita! ¡que me amas! – exclamó el rey – ¡y no me lo has dicho hasta ahora!

– ¿Qué mujer honrada, y que nunca ha amado, no ama al padre de sus hijos? – exclamó en un sublime arranque Margarita, arrojándose á los brazos del rey.

Y levantándose de repente, añadió:

– Y no te lo he dicho; no se lo he dicho á nadie, no, y me he mostrado siempre contigo reservada y fría porque… mi orgullo de mujer ha estado continuamente ofendido al verme pospuesta á un favorito.

– Y á quién, á quién buscar…

– ¿A quién? al duque de Osuna…

– Es demasiado soberbio.

– Pero es justo, y valiente, y buen vasallo. Y si no, Ambrosio Espínola, y si no… si no… Quevedo.

– ¡Osuna, Espínola, Quevedo! ¡dos soldados y un poeta!

– Tres españoles que no han renegado de su patria, y que por lo mismo, están alejados de ella por el temor de los traidores.

– Lo pensaré, lo pensaré – ; dijo el rey.

– No, no; pensarlo, no; ya lo he pensado yo bastante; ¿no tienes confianza en tu esposa, Felipe?.. ¿no me amas? ¿no crees en mi amor?

– Lo pensaré… me duermo… necesito rezar antes mis oraciones.

Y el rey se dirigió al oratorio de la reina.

– ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! – dijo Margarita viendo desaparecer al rey por la puerta del oratorio – ¡Ten piedad de España! ¡Ten piedad de mí!

CAPÍTULO XIV
DEL ENCUENTRO QUE TUVO EN EL ALCÁZAR DON FRANCISCO DE QUEVEDO, Y DE LO QUE AVERIGUÓ POR ESTE ENCUENTRO ACERCA DE LAS COSAS DE PALACIO, CON OTROS PARTICULARES

Apenas Juan Montiño había desaparecido por la escalerilla de las Meninas, cuando Quevedo, que como sabemos observaba desde la puerta, se embocó por aquellas escaleras en seguimiento del joven.

– En peligrosos pasos anda el mancebo – dijo don Francisco – ; sobre resbaladiza senda camina; sigámosle, y procuremos avizorar y prevenir, no sea que su padre nos diga mañana: con todo vuestro ingenio, no habéis alcanzado á desatollar á mi hijo.

Y Quevedo seguía cuanto veloz y silenciosamente le era posible, á la joven pareja que le precedía en las tinieblas.

– ¿Y quién será ella? – ¿quién será ella? decía el receloso satírico.

Y seguía, sudando, á pesar del frío, á los dos jóvenes, que andaban harto de prisa.

– Pues ó he perdido la memoria y el tiento, ó todo junto – decía Quevedo – , ó se encaminan á la portería de Damas; paréceme que se paran: ¡adelante y chito! suena una llave, se abre una puerta, entran… ¡ah! esa momentánea luz… el cuarto de la reina… ¿será posible? ¿me habré yo engañado pensando bien de una mujer? Merecido lo tendría. ¿Pero quién va?

Había oído pasos Quevedo.

– No va, viene – dijo una voz ronca.

– ¡Por el alma de mi abuela! ¿y de dónde venís vos, hermano?

– Ni sé si del cielo ó si del infierno. Vos, hermano, ya sé que del infierno sois venido, porque San Marcos no debe de haber sido para vos la gloria.

– Ha venido á ser el purgatorio, Manolillo, hijo.

– Veo que no habéis olvidado á los amigos.

– ¿Y cómo olvidaros, si creo que por haberos tratado en mi niñez se me han pegado vuestras picardías?

– Yo no soy pícaro, y si lo soy, soy pícaro á sueldo.

– Tanto monta, que nadie hace picardías al aire. ¿Pero dónde vivís? Paréceme de que me lleváis por las escaleras de las cocinas.

– Así es la verdad, hermano Quevedo; he visto cuanto podía ver, y á mi mechinal me vuelvo.

– Pues sígoos.

– En buen hora sea.

– Decidme, ¿por qué me dijísteis allá abajo que no sabíais si veníais del cielo ó del infierno?

– Decíalo por un mancebo que acaba de entrar…

– ¿En el cuarto de la reina?..

– ¿Habéisle visto?

– Le seguía.

– ¿Y no os parece que ese mancebo puede muy bien encontrar en ese cuarto una gloria ó un infierno?

– Alegraríame que le glorificasen.

– Y yo; aunque no fuese más que por verme vengado…

– ¿Del rey?..

– ¡Qué rey! ¡qué rey! – dijo el bufón.

– Paréceme será bien que callemos hasta que nos veamos en seguro.

– Decís bien… nunca palacio ha sido tan orejas todo como ahora. Pero ya llegamos.

Acababan de subir las escaleras, y el tío Manolillo había tomado por un callejón estrecho.

Detúvose á cierta distancia del desemboque de las escaleras, y sonó una llave en una cerradura.

– Pasad, pasad, don Francisco – dijo el bufón.

Quevedo entró á tientas en un espacio densamente obscuro.

El bufón cerró.

Poco después se oyó el chocar de un eslabón sobre un pedernal, saltaron algunas chispas, y brilló la luz azul de una pajuela de azufre, que el bufón aplicó al pábilo de una vela de sebo.

Quevedo miró en torno suyo.

Era un pequeño espacio abovedado, deprimido, denegrido, desnudo de muebles, á cuyo fondo había una puerta, á la que se encaminó el bufón.

Siguióle Quevedo.

El tío Manolillo cerró aquella puerta.

Era el bufón del rey un hombre como de cincuenta años, pequeño, rechoncho, de semblante picaresco, pero en el cual, particularmente entonces que estaba encerrado con Quevedo, y no necesitaba encubrir el estado de su alma, estaba impresa la expresión de un malestar roedor, de un sentimiento profundo, que daba un tanto de amargura infinita á su ancha boca, cuyos labios sutiles habían contraído la expresión de una sonrisa habitual, burlona y acerada cuando estaba delante del mundo, sombría y dolorosa entonces que el mundo no le veía. El color de su piel era fuertemente moreno, sus cabellos entrecanos, la frente pronunciada, audaz, inteligente, marcada por un no sé qué solemne; las cejas y los ojos negros; pero estos últimos pequeños, redondos, móviles, penetrantes, en que se notaba un marcadísimo estrabismo; la nariz larga y aguileña; la boca ancha, la barba saliente, el cuello largo. Sus miembros, contrastando desapaciblemente con su estatura, eran de gigante, cortos, musculosos, fuertes; vestía un sayo y una caperuza á dos colores, rojo y azul; llevaba calzas amarillas, zapatos de ante y un cinturón negro que sólo servía para sujetar un ancho y largo puñal.

El bufón se sentó en un taburete de pino, y dijo á Quevedo:

– Ahora podemos hablar de todo cuanto queramos: mi aposento es sordo y mudo. Sentáos en ese viejo sillón, que era el que servía al padre Chaves para confesar al rey don Felipe II.

– Siéntome aunque me exponga á que se me peguen las picardías del buen fraile dominico – dijo Quevedo sentándose.

– ¡Oh! ¡y si te hablara ese sillón! – dijo el tío Manolillo.

– Si el sillón calla, España acusa con la boca cerrada los resultados de los secretos que junto á este sillón se han cruzado entre un rey demasiado rey, y un fraile demasiado fraile.

– Pero al fin, don Felipe II…

– No era don Felipe III.

– En cambio, el padre Chaves, no era el padre Aliaga.

– El padre Aliaga no tiene más defecto que ser tonto – dijo Quevedo mirando de cierto modo al bufón.

– Vaya, hermano don Francisco, hablemos con lisura y como dos buenos amigos; ya sabéis vos que tanto tiene de simple el confesor del rey, como de santo el duque de Lerma. Si queréis saber lo que ha pasado en la corte en los dos años que habéis estado guardado, preguntadme derechamente, y yo contestaré en derechura. Sobre todo, sirvámonos el uno al otro.

– Consiento. Y empiezo. ¿En qué consiste que esa gentecilla no haya hecho sombra del padre Aliaga?

– En que el rey, es más rosario que cetro.

– ¿Y cree un santo á fray Luis?

– Y creo que no se engaña, como yo creo que si fray Luis es ya santo, acabará por ser mártir, tanto más, cuanto no hay fuerzas humanas que le despeguen del rey; y como el padre Aliaga es tan español y tan puesto en lo justo, y tan tenaz, y tan firme, con su mirada siempre humilde, y con su cabeza baja, y con sus manos metidas siempre en las mangas de su hábito… ¡motilón más completo!.. Si yo no tuviere tantas penas, sería cosa de fenecer de risa con lo que se ve y con lo que se huele; más bandos hay en palacio que bandas, y más encomendados que comendadores, y más escuchas que secretos, aunque bandos, encomiendas y enredos, parece que llueven. En fin, don Francisco, si esto dura mucho tiempo, el alcázar se convierte en Sierra Morena: lo mismo se bandidea en él que si fuera despoblado, y en cuanto á montería, piezas mayores pueden correrse en él, sin necesidad de ojeo, que no lo creyérais si no lo viérais.

 

– Me declaro por lo de las piezas mayores; veamos. Primera pieza.

– Su majestad el rey de las Españas y de las Indias, á quien Dios guarde.

– Te engañaste, hermano bufón; tu lengua se ha contaminado y anda torpe. El rey no puede ser pieza mayor… por ningún concepto. Y lo siento, porque el tal rey es digno de esa, y aun de mayor pena aflictiva. La reina es demasiado austriaca.

– Y demasiado mujer, á lo que juntándose que hay en la corte gentes demasiado atrevidas…

– De las cuales vos no sois una de las menores.

– Tengo pruebas…

– Pues mostrad, tío Manolillo… dadme capote, que por más que lo sienta os aplaudiré… ¡pero engañarme yo tratándose de mujeres!.. ¡creer yo á la buena Margarita de Austria!.. si de esta vez me engaño, ni en la honra de mi madre creo… con que desembuchad, hermano, desembuchad, que me tenéis impaciente, y tanto más, cuanto tengo que haceros preguntas de dos años. ¿Quién es el rey secreto?

– Para que lo fuera por entero, sólo podía ser don Rodrigo Calderón.

– ¡Tá! ¡tá! os engañáisteis, hermano.

– Don Rodrigo tiene cartas de la reina.

– Téngolas yo.

– Bien puede ser, porque donde entra el sol entra Quevedo.

– Y aun donde no entra; pero de la reina no tengo más que cartas.

– Sois leal y bueno.

– Tiénenme por rebelde.

– Los pícaros.

– Y aun los que no lo son.

– Sois una cosa y parecéis otra.

– ¡Ah! si no fuera porque estamos perdiendo el tiempo, querría que me explicáseis…

– Os he visto tamaño como una mano de mortero, cuando andábais poniendo mazas á las damas de palacio, y cuando más tarde ellas os ayudaban á poner mazas á sus maridos. Yo os he soltado la lengua, y meciéndoos sobre mis rodillas, he sido vuestro primer maestro. Nos parecemos mucho, don Francisco; yo soy deforme y vos lo sois también, aunque menos; vos lloráis riendo, y yo río rabiando; vos os mostráis contento con lo que sois, y queréis ser lo que ninguno se ha atrevido á pensar; yo llevo con la risa en los labios mi botarga y siempre alegre sacudo mis cascabeles, y si pudiera convertirme en basilisco, mataría con los ojos á más de uno de los que me llaman por mucho favor loco… ¡Ah! ¡ah! ¡ah! yo, estruendo y chacota del alcázar, llevo conmigo un veneno mortal, como vos en vuestras sátiras regocijadas ocultáis el veneno de un millón de víboras; sois licenciado y poeta y esgrimidor, y aun muchas cosas más. Yo no tengo más licencias que las que á disculpa de loco me tomo; yo no escribo sátiras, pero las hago; yo no empuño hierros, pero mato desde lo obscuro. Vos sonáis más que yo; vos sois el bufón de todos por estafeta, y yo soy el bufón del rey por oficio parlante; cuando vos pasáis por una calle, todos dicen: ¡allá va Quevedo! y se ríen. Cuando yo paso por las crujías de palacio con mi caperuza y mi sayo de colores, todos dicen, y no reparan en que al decirlo hablan con el rey más que conmigo: ¡allá va el simple del rey! y… se ríen también; y vos os aprovecháis de las risas de todos que son vuestra mejor espada, y yo me aprovecho de las risas de los cortesanos que son mi único puñal. Vos sois enemigo de los que mandan, y abusan del rey, y servís al duque de Osuna, y os declaráis por la reina, por ambición, y yo aborrezco á los que vos aborrecéis y amo á los que vos amáis por venganza. ¿Sabe acaso alguien á dónde vos vais? ¿sabe alguien á dónde yo voy? ¡oh! y si alguna vez llegamos al fin de nuestro camino, juro á Dios que no han de reirse más de cuatro con los desenfados del poeta y con las desvergüenzas del bufón.

Quedóse profundamente pensativo Quevedo como si hubiese sentido la mirada del bufón en lo más recóndito de su alma, y luego levantó la cabeza, y fijó en Manolillo una mirada profundamente grave y dominadora.

– Dios sabe á dónde vais vos, á dónde voy yo – dijo – ; pero si me conocéis tanto como decís, saber debéis que, como me cuesta el andar mucha fatiga, nunca doy pasos en vano. A propósito de las piezas mayores de palacio, habéisme dicho que la primera es el rey. Os engañáis; pero como sois hombre de ingenio y de experiencia, quisiera saber el motivo de vuestro engaño. En esto debe de danzar la Dorotea… vuestra ahijada… ó vuestra hija, ó vuestra querida…

Púsose pálido como un difunto el tío Manolillo.

– ¡Pobre Dorotea! – exclamó el bufón.

– Pobre de vos, que sois un insensato… Allá en San Marcos supe, por cartas de algunos amigos que se venían sin que nadie las viese á mi bolsillo, y que yo leía cuando de nadie era visto, supe, repito, que la Dorotea se había escapado del convento donde la guardábais y se había metido á cómica; supe además que el duque de Lerma la mantenía, y alegréme, porque dije: el tío Manolillo será enemigo á muerte de su excelencia. Ahora medito, y después de meditar, saco en claro: que siendo la Dorotea amante vendida del duque de Lerma, debe de haber andado en la venta don Rodrigo Calderón; que siendo don Rodrigo Calderón lo que es, puede haber habido algo que no gustaría al duque de Lerma si lo supiese, porque el buen señor es muy vanidoso, muy creído de que lo merece todo, á pesar de sus años y de sus afeites; que habiendo habido algo entre vuestra hija y don Rodrigo, vuestra hija habrá tenido celos, y no habrá encontrado otra mejor que la reina para justificarlo; de modo que un ministro tonto, un rufián dorado, una mujerzuela semi-pública y un padre ó amante, ó pariente tal como vos, que tratándose de Dorotea no sois ya un loco á sueldo, sino un loco de veras, son ó pueden ser la causa de la deshonra de una noble y digna y casi santa mujer que ha tenido la desgracia de ser reina de España, cuando el rey de España es Felipe III.

– ¿No habéis visto entrar en el cuarto de la reina un hombre, don Francisco?

– Sí por cierto; y os confieso que tal entrada me pone en confusiones; como que el hombre que ha entrado en el cuarto de la reina es un mozo que me interesa mucho y que… os voy á dar un alegrón, tío Manolillo; pero habéis de pagármelo diciéndome todo lo que sepáis.

– Si me alegro, os pago.

– Pues bien, es muy posible que á estas horas don Rodrigo Calderón esté en la eternidad.

– ¡Dios mío! – exclamó el bufón – . ¡Pero estáis seguro, don Francisco!

– Lo que sé deciros es que ese mancebo, que sabe lo que se hace cuando da un golpe, acaba de reñir con él y de tenderle cuando entró en palacio.

– ¡Ah! ¡ah! ¡han encontrado quien les haga el negocio de balde!

– Acaso ese pobre muchacho pague muy caro el haber dado al traste con don Rodrigo Calderón.

– ¿Muy caro?

– Sí por cierto; como que está enamorado como un loco de la dama por quien se ha metido en ese lance.

– ¡Esperad! ¡esperad! yo he visto, al entrar ese mancebo en el cuarto de la reina, su semblante, y no le conozco, aunque me ha parecido encontrar en él un no sé qué… ¿conocéis á ese mancebo?

– ¡Mucho!

– ¿Y cómo se llama?

– Juan Martínez Montiño.

– ¡Ah! ¿es pariente del cocinero del rey?

– Su sobrino carnal, hijo de su hermano.

– Don Francisco, no merecéis que yo os hable con lisura.

– ¿Por qué?

– Porque vos no sois conmigo liso y llano.

– Cogedme en un renuncio.

– Estáis cogido.

– ¿Por dónde?

– Por ese mancebo.

– ¿Y por qué?

– ¿Por qué? ¿no decís que es sobrino del cocinero mayor?

– Así resulta de su partida de bautismo.

– Las partidas de bautismo se compran.

Miró Quevedo profundamente al bufón.

– Pero lo que no se compra es el semblante.

– ¿Qué queréis decir?

– Digo que sé algo de ese secreto.

– ¿De qué secreto?

– Estamos jugando al acertijo, hermano Quevedo, á pesar de que nadie nos escucha.

– ¿Tenéis pruebas?

– ¿De que ese mancebo…? ¡vaya! al verle me acometió una sospecha; pero cuando me habéis dicho que es hijo de un Montiño… no pude dudar… como que… ya se ve, estoy en el enredo…

– ¿Acabaremos, hermano bufón?

– Si, por ejemplo, ese mozo en vez de llamarse Juan Montiño se llamase don Juan Girón…

– ¡Diablo! – exclamó Quevedo.

– ¡Cómo! ¿no lo sabíais, don Francisco?

– Algo se me alcanzaba.

– ¿Y sabéis cómo se llamaba su madre?

– No me lo han dicho.

– Pues yo voy á decíroslo.

– Sepamos.

– La madre se llamaba… y se llama, doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, camarera mayor de su majestad.