Za darmo

Los monfíes de las Alpujarras

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– ¡Muerta!

– Si; muerta de hambre.

Angiolina calló dominada por el horror. La habia revelado Aben-Aboo de una manera tan segura la muerte de Amina, que no se atrevió á dudar de ella.

– Lléname otra vez la copa, dijo Aben-Aboo.

Angiolina le sirvió la copa de nuevo.

– Cuando vengan los refuerzos de Africa, dijo Aben-Aboo, que empezaba á embriagarse, será distinto, amada mia: no estaremos en este triste castillo, cercados, atajados los caminos por los cristianos, ni nos veremos obligados á pasar la noche en vela. Dame mas vino: necesito embriagarme para tener paciencia.

Angiolina presentó otra vez la copa á Aben-Aboo. Este acabó de embriagarse completamente, cayendo en un estado en que nunca le habia visto Angiolina.

– ¡Oh! dijo esta: duerme, y duerme de una manera profunda: yo no estoy segura de las intenciones de este hombre. Creo que obra con doblez respecto á mí y á Harum-el-Geniz. Acaso, acaso, seria prudente deshacernos de él. Pero si esa mujer que me propuse devolver al marqués de la Guardia no hubiese muerto… si muerto Aben-Aboo, no pudiese descubrirse el lugar donde la tiene acaso oculta. ¡Oh! ¡Dios mio! ¡Dios mio! ¡iluminadme!

Angiolina se sentó en el divan donde dormia Aben-Aboo, y apoyó su cabeza pensativa en sus manos.

– Todas las noches, dijo Angiolina recordando, Aben-Aboo sale de sus habitaciones por una pequena puerta de hierro, que está al fin de una galería. Luego cierra, y cuando vuelve, torna á cerrar y guarda cuidadosamente la llave entre sus ropas: si yo me atreviese…

Angiolina se inclinó sobre Aben-Aboo y contempló su semblante con una atencion profunda: Aben-Aboo dormia intensamente; le movió y no despertó: entonces cerró la puerta de la cámara, para evitar ser vista, se acercó rápidamente á Aben-Aboo, palpó sus ropas, y encontró bajo de ellas una llave y una cartera.

Guardó la llave y se acercó á la luz y abrió temblando de impaciencia la cartera.

Encontró dentro algunas cartas que la desesperaron porque estaban escritas en árabe; pero entre ellas encontró una sola que estaba escrita en castellano. Angiolina dió un grito de alegría. Al pié de aquella carta se leia como firma: Esperanza de Cárdenas.

– ¡Es de ella! exclamó: pero esta carta no es una prueba de que vive: esta carta puede haber sido escrita hace mucho tiempo: veamos.

Y leyó lo siguiente:

«Al ver la manera con que obrais conmigo, vos mi pariente, vos que tanto debeis á mi padre, no sé lo que pensar de vos. El estado en que me encuentro es insoportable; lo que me haceis sufrir es tanto que temo volverme loca. ¿Temeis acaso que mi esposo pueda haceros sombra protegido por mi padre? Os engañais. Ni mi esposo ni yo renegaremos de Dios. Os lo he dicho una y otra vez. Os lo dije cuando hace tres dias me vísteis, ¿por qué no habeis vuelto? vuestro esclavo, me ha asegurado, y no lo creo, porque no sois miserable, que vos no me restituireis la libertad sino cuando os revele el lugar donde se encuentra el alcázar subterráneo de mi padre, en el cual creis encontrar inmensos tesoros. Yo dudo que por tal motivo me tengais sepultada viva, llorando, presa de la incertidumbre mas cruel: ignoro la suerte de mi padre, la de mi esposo, la de mi hija. No sé si han muerto ó si viven, pues aunque vos me asegurais de que nada tengo que temer por ellos, no os creo. Vuestro esclavo me ha dicho que sois rey de las Alpujarras. ¿Y cómo lo sois si vive Aben-Humeya, si vive mi padre? ¿y si no viven, cómo han muerto? Desesperada por no veros, he pedido á Alí, que os suplique de mi parte que vengais á verme, y me ha contestado que estais ausente: entonces le he pedido que me traiga con qué escribiros, y lo ha hecho y os escribo. Si yo nada tuviese en el mundo, sino fuese por el amor de los mios nada os diria; moriria sin suplicaros: pero el que ama no puede ser altivo. Venid, venid, y oidme: concluyamos de una vez: ya no puedo sufrir mas: si no habeis de devolverme á los mios, matadme: al menos descansaré: pero no me hagais apurar este horroroso martirio. Soy hija, soy esposa, soy madre: vos no me amais, no teneis disculpa de vuestra horrible conducta. Volvedme á los mios y nada temais porque los mios os perdonaran. – De mi tumba á 10 de marzo de 1571. – Esperanza de Cárdenas.»

– ¡Ah! exclamó Angiolina, ¡no ha muerto! ¡no! ¡ese miserable me ha engañado: esta carta ha sido escrita hace tres dias: estamos á 13: si, no hay duda; durante estos tres dias, Alí ha recibido de Aben-Aboo esta llave y ha salido por la puerta de hierro de la galería: despues de algun tiempo de ausencia ha devuelto esta llave á Aben-Aboo. Pretender seducir á Alí, es un delirio: sirve á su amo con cuerpo y alma. Pues bien: esta llave está en mi poder. Aprovechemos el tiempo: veamos.

Y Angiolina salió de la cámara, se aventuró por un laberinto de estrechos corredores, llegó al extremo de uno delante de una puerta de hierro, y puso la llave en su cerradura.

La puerta se abrió y Angiolina tornándola á cerrar, alumbrándose con la lámpara que habia tomado de la cámara de Aben-Aboo, empezó á descender por una estrecha escalera de ojo.

Apenas habia cerrado Angiolina la puerta, cuando por la otra parte un hombre atlético, que se alumbraba con una linterna, llegó á la puerta y la golpeó furioso.

– ¡Ah! exclamó: estas malditas visiones que mi señor me ha metido en la cabeza, me han hecho creer que esa mujer era un fantasma, y he tenido miedo, pero no: es ella, es doña Angélica; la he reconocido al volverse para cerrar la puerta. El señor no puede haberla dado esa llave. Me hubiera avisado.

Y Alí partió desalado á la cámara de su señor.

– ¡Ah! ¡está borracho! ¡aletargado! gritó con rabia Alí: yo tengo una yerba que sirve para disipar la embriaguez; yerba que me ha servido para que nadie pueda notar que he bebido vino contra la ley: pero mientras voy por ella; mientras esprimo su zumo… ¡oh! y es preciso… preciso de todo punto.

Alí salió y permaneció fuera algun tiempo.

Cuando tornó traia en la mano una copa: cogió la cabeza de Aben-Aboo, le abrió la boca y derramó en ella parte del líquido que la copa contenia, poco despues, y como por un efecto mágico, Aben-Aboo despertó y volvió en sí de una manera completa.

– ¡Oh! ¡qué horrible dolor en las sienes! exclamó.

– Os han embriagado señor, y ha sido preciso que yo me valga de unas yerbas para haceros volver en vos.

– ¿Y quién te ha mandado eso? dijo con enojo Aben-Aboo. ¿Por qué no me has dejado dormir?

– Una sola palabra, señor; dijo Alí: ¿habeis dado á doña Angélica la llave de la puerta de las cuevas del castillo?

– No; dijo Aben-Aboo: tú estás soñando Alí.

– Doña Angélica ha entrado hace media hora por esa puerta.

– ¡Doña Angélica! exclamó Aben-Aboo todo trémulo buscando la llave entre sus ropas. ¡Oh! me ha robado la llave. Esa mujer está zelosa de Amina. Esa mujer es terrible: será capaz de matarla y no nos conviene que la sultana muera.

Aben-Aboo se equivocaba, como ven nuestros lectores, respecto á las intenciones de Angiolina.

– Pronto, pronto, exclamó lanzándose á la puerta.

Pero de repente se detuvo: habia sonado fuera de los muros una corneta en un toque particular.

Aquel toque se repitió tres veces.

– Algo terrible sucede: algo que nos importa mas que esas dos mujeres: es mi secretario Bernardino Abu-Amer: suceda lo que quiera á la sultana, abre antes á Abu-Amer: sepamos qué noticias nos trae: que esten preparados los escopeteros que nos quedan.

Alí salió deshalado.

Poco despues entró con un morisco viejo, pero robusto, enérgico, que le dijo alentando apenas:

– Sálvate, señor: sálvate por las minas: ¡te hacen traicion!

– ¿Y quién me hace traicion?

– Harum-el-Geniz.

– ¡Oh! ¡imposible!

– Lo sé: lo he visto con mis ojos; lo he escuchado con mis oidos.

– ¿Y qué has visto? ¿qué has escuchado?

– Los monfíes, todos los monfíes sin faltar uno, cercan el castillo de Vérchul.

– ¡Ah! ¡los monfíes sin faltar uno! pero si los monfíes estan vencidos, fugitivos…

– Te engañas señor: son en tanto número, como cuando vivia el emir.

– Tú has soñado Abu-Amer: cuando vivia el emir tenia un ejército de diez mil monfíes.

– ¡Pues todos estan allí!

– Pero si su número se habia reducido á la tercera parte… si apenas podian ayudarme…

– Los monfíes te han engañado, te han abandonado, te han hecho traicion; han permanecido escondidos en sus guaridas, han huido sin valor delante del cristiano: recuerda señor: recuerda, créeme y sálvate.

– Pero ¿por dónde han pasado tantos hombres sin que los cristianos los detengan?

– No lo sé: pero ellos son capaces de entrar en un lugar por el aire, si les falta la tierra: ó estan en inteligencia con los cristianos…

– Si eso es… solo la sangre fria, solo el valor puede salvarnos…

– Las minas…

– Si los monfíes vienen contra mí, habran tomado las salidas.

– Acaso no las conozcan, señor.

– Ellos conocen todos los escondrijos de las Alpujarras.

– Probemos al menos, señor.

– No; el huir no es la mejor prueba: es mejor presentar la frente serena y altiva al peligro… y luego yo no he sido jamás cobarde… prefiero morir como rey, á que me den caza como á un lobo, y me acorralen y me maten villanamente. Alí, mis mejores vestiduras, mi alfanje y mi escopeta… que se preparen mis escopeteros… y mira, añadió mientras Alí le vestia; aunque la puerta es fuerte, tú eres mas fuerte que ella; rómpela á hachazos; llévatela por las minas… la noche es oscura; véndala la boca para que no pueda gritar: eres astuto, ágil: procura burlar á los monfíes… si lo consigues, toma: y Aben-Aboo escribió apresuradamente una carta: en cualquier parte encontrarás amigos mios; enviala con uno de ellos á Harum-el-Geniz: vé, haz lo que te he dicho.

– ¿Y doña Angélica?

 

– ¡Ah! ¡doña Angélica! déjala… no la toques: de seguro ella no ha querido hacerme traicion, me ama. Pero vé, vé…

– ¿Y por qué no intentar salvaros, señor?

– Es necesario anticiparse al golpe por una parte y por otra el que huye se pierde. Ve Alí, cumple con lo que te he encargado, y tú Abu-Amer, conmigo y con mis escopeteros fuera del castillo: ¿sabes dónde está Harum-el-Geniz?

– Si, en la cueva grande de los Vérchules.

– Pues á la ventura de Dios, dijo Aben-Aboo, y salió de la cámara, y luego del castillo con Abu-Amer y una cuadrilla de veinte escopeteros, que fué toda la gente que pudo reunir.

La noche era densamente oscura y nada se oia; ni aun el vuelo del viento.

Al sentir aquella calma, Aben-Aboo dijo á Abu-Amer:

– Creo que te has equivocado: todo reposa; hemos andado un buen trecho de camino, y á nadie hemos encontrado.

– Mira señor á lo alto del barranco de los Vérchules: ¿nada ves?

– Si, veo el resplandor de una luz.

– ¿Y para qué crees que puedan estar velando en la cueva?

– Adelante, dijo Aben-Aboo.

Y siguieron hácia el barranco, pero apenas habian entrado en él cuando se escuchó una voz ronca que gritó:

– ¿Quién va?

– El rey de Granada, contestó con voz serena Aben-Aboo.

– ¡El rey de Granada! gritó la misma voz ronca, como avisando á otras gentes.

– ¿Y quiénes sois vosotros? dijo Aben-Aboo sin detenerse.

– ¡Los monfíes de las Alpujarras! dijo la voz de otro nombre que al frente de algunos adelantaba.

– ¿Y quién eres tú que me hablas?

– ¡El walí Suleiman!

– Paso al rey dijo Aben-Aboo, al sentir que le cercaban.

– Perdona señor, pero tenemos órden de llevarte á nuestro walí de los walíes.

– ¡Ah! ¿con que Sidy33 Harum-el-Geniz, se atreve á prenderme? dijo con sarcasmo Aben-Aboo.

– Sidy Harum-el-Geniz, no te prende; te detiene, porque asi es preciso para la salud del reino, y nosotros obedecemos á Sidy Harum, porque es wali de nuestros walíes.

Aben-Aboo guardó silencio y siguió hasta el pié de un sendero escarpado que conducia á la cueva grande de los Vérchules; al llegar á aquel punto mandó á los escopeteros que se quedasen abajo, y subió acompañado solo por Suleiman y por Abu-Amer.

Invirtieron un largo espacio en llegar á lo alto porque la senda era áspera, escarpada y larga. Al fin entraron en la cueva, y adelantó un hombre.

Aquel hombre era Harum-el-Geniz.

En medio de la cueva quedaban de pié otros dos hombres, pero notábase que estaban vestidos de castellanos, á pesar de que eran moriscos; el uno era Francisco de Barrado, y el otro Pedro el Zataharí.

No estaban estas personas solas en la cueva, cuya extension era inmensa; á su fondo se apiñaban ateridos de frio y de hambre, una multitud de moriscos de todas edades y sexos, y salia de aquel antro un hálito nauseabundo de miseria.

Al entrar Aben-Aboo, salió de entre aquella turba un sordo murmullo.

– ¡Héme aquí! ¿qué me quieres, Geniz? exclamó con altivez Aben-Aboo: ¿qué significa lo que acontece? yo soy vuestro rey.

– Muley Abdalah-Aben-Aboo, dijo Harum-el-Geniz; solo quiero que mires á qué punto ha traido tu obstinacion á estos infelices que aquí estan desesperados, enfermos, miserables, y que consideres que las cosas son llegadas ya á tal extremo, que no ofrecen ya ni aun esperanzas de salvacion.

– ¿Y qué quereis?

– El presidente de la chancillería de Granada, don Pedro de Deza y el capitan general, nos dan cartas de seguro, y el perdon de su magestad el rey de España si nos reducimos.

– ¿Y quién ha andado en estos tratos? dijo afectando la calma mas fria Aben-Aboo.

– Yo, dijo uno de los dos moriscos que estaban vestidos á la castellana.

– ¡Ah! ¿eres tú, Francisco de Barredo? dijo Aben-Aboo: tú en quien tanto confiaba, y tú tambien, el Zataharí, el grande amigo del único hombre que me queda leal, Abu-Amer.

– Te engañas, dijo Harum-el-Geniz, Abu-Amer te ha traido, pero sabia como nosotros para lo que venias.

– Es verdad, dijo Abu-Amer, con un insolente descaro que estaba en completa contradiccion con la afectuosa conducta que hasta entonces habia usado respecto á Aben-Aboo.

– ¿Con que es decir que estoy abandonado de todos?

– No por cierto, Muley Abdalah, no por cierto, dijo Harum-el-Geniz: solo queremos hacerte partícipe de la merced que nos concede el rey de España.

– ¿Y esto dices teniendo en los barrancos segun me han dicho diez mil monfíes?

– ¿Y qué tienen que ver los monfíes con vosotros los moriscos? ¿acaso ellos antes de la guerra no tenian su patria en la montaña? ¿acaso no la tendran si quieren despues?

– ¡Oh! ¡si! ¡los monfíes me habeis hecho traicion!

– No por cierto; pero desde que nuestro emir el gran Yaye-ebn-Al-Hhamar murió asesinado por dos miserables, juramos vengarle y le hemos vengado: uno de sus asesinos ha muerto: el otro morirá tambien.

– Justo es que muera el que ha asesinado, dijo dominando su terror Aben-Aboo; pero prescindiendo de esto: ¿creeis que no podemos resistir aun?

– Los moriscos estan desalentados, ven el poco fruto que sacan de la guerra y quieren la paz: el presidente de la chancillería les envia á decir, que se reduzcan al servicio de su magestad el rey de España, que seran perdonados, y que se les dejará vivir libremente en donde quieran; ademas de esto les ofrece mercedes que estan firmadas en este papel.

Harum sacó unos pliegos y los mostró á Aben-Aboo, que no pudo contenerse por mas tiempo:

– ¿Qué es esto Geniz? exclamó con la voz trémula de cólera; ¿tal traicion me tenias guardada? ¡no me hables mas, ni te vea yo!

Y fué á tomar la salida de la cueva.

– No, no has de salir, exclamó Harum; te he llamado porque aun quedaba vivo el último de los asesinos del emir.

Aben-Aboo sintió un terror pánico y quiso huir, pero el Zataharí, Abu-Amer y Barredo se asieron á él y le detuvieron.

Entonces Harum le hirió, y al caer le dió un terrible golpe con el mocho de su escopeta.

– ¡Ah traidor! dijo espirante Aben-Aboo.

– ¡Esta es la justicia de Dios! exclamó Harum; ¡mueres como has matado!

Aben-Aboo hizo un débil esfuerzo pero cayó, y poco despues era un cadáver.

– ¡Libres sois ya, hermanos mios! dijo Harum, mañana presentaremos á este traidor al Presidente, y os será otorgado el perdon. Si nuestro emir, nuestro valiente Yaye, no hubiera sido asesinado por esos dos miserables, por Aben-Humeya y Aben-Aboo, no os veriais obligados á acogeros al perdon de los cristianos; pero Dios lo ha querido asi. ¡Que se cumpla su voluntad!

Y como viese que algunos moriscos asian del cadáver de Aben-Aboo, y se dirigian al sendero de la cortadura les dijo:

– ¿Para qué quereis sufrir esa carga fatigosa? mas pronto llegará abajo si le arrojais por ahí.

Los moriscos arrojaron el cuerpo de Aben-Aboo al barranco, desde una peña alta que estaba á la entrada de la cueva.

Era ya enteramente de dia.

La luz del alba reflejaba en la sangre de Aben-Aboo, y espantados de aquella muerte los moriscos que estaban en la cueva, empezaron á salir de ella como espectros.

Harum salió tambien con Francisco de Barredo, el Zataharí, y Abu-Amer; bajó de prisa el sendero, y rodeando por el barranco, salió á una ancha rambla donde habia una cuadrilla de monfíes.

– Tocad á recoger, dijo Harum á los trompeteros y atabaleros.

Poco despues se oyó, no solo en la rambla, sino en las alturas, una especie de toque de llamada, al cual empezaron á acudir á la rambla taifas enteras, con sus estandartes.

Poco despues un pequeño ejército de diez mil hombres, se apiñaba en la rambla.

Harum mandó traer el cuerpo de Aben-Aboo, y ponerlo en una peña alta para que le vieran todos los monfíes.

– ¡He ahí al asesino de nuestro emir! gritó Harum.

Una aclamacion atronadora salió de las cerradas filas de los monfíes.

– He aquí á vuestro emir, gritó Harum descubriendo el rostro de un moro que estaba junto á él: he aquí al esposo de la sultana Amina.

– ¡Viva el emir! gritaron en coro los monfíes.

– ¿Pero qué haceis? dijo el marqués de la Guardia: eso no puede ser.

– Consentid por ahora, dijo Harum.

Y volviéndose á los monfíes añadió:

– El esposo de la noble sultana Amina, acepta la corona que le ofrecemos.

– ¡Viva el emir! repitieron los monfíes.

– Ahora, dijo Harum, nos resta salvar á la Sultana.

Un espontáneo y bravo murmullo de asentimiento respondió á estas palabras.

– ¿Pero será cierto que mi esposa está en el castillo del Vérchul?

– Tan cierto dijo Abu-Amer, como que ha encargado á su esclavo Alí que la lleve á otro lugar, y que os envie una carta que ha escrito para Sidy Harum. Ya, cuando yo dije á este que la Sultana estaba en el castillo de Vérchul no tenia duda; pero ahora no puedo tenerla, porque he visto y he oido.

En aquel momento un hombre apareció por uno de los flancos de los monfíes, y por el otro lado una mujer.

El hombre era un morisco, y la mujer Angiolina Visconti.

– ¿Quién de vosotros es Sidy Harum-el-Geniz? dijo aquel hombre que traia una carta en la mano, mientras Angiolina gritaba:

– Venid, Harum, venid, que se llevan á la Sultana: venid, marqués de la Guardia, venid, que os roban á vuestra esposa.

Y Angiolina partió á correr por el mismo lugar por donde habia venido, seguida del marqués de la Guardia, que aunque debil y enfermo, sacaba fuerzas de flaqueza y corria con suma rapidez.

– Seguid, seguid, y flanquead la montaña, gritó Harum á los monfíes poniéndose tambien á la carrera tras Angiolina y el marqués, después de haber leido rápidamente la carta que le habia entregado el morisco.

Aquella era la carta que Aben-Aboo habia dado á Alí, para que la enviase á Harum.

Aben-Aboo habia desfigurado su letra: aquella carta decia asi:

Mi señor Muley Abdalah Aben-Aboo, ha salido del castillo de Vérchul, á encontrarte, Harum-el-Geniz, y temo que le hagas traicion: me apresuro, pues, á escribirte: tengo en mi poder á la sultana Amina, y será la señal de su muerte la primera noticia de una traicion hecha por tí á mi señor. – Alí, esclavo fiel del rey Abdalah Aben-Aboo.

Harum corria, y corrian los monfíes, y corria Angiolina. y el marqués excitado por el peligro de Amina iba delante de todos, por instinto, veloz como el viento, sostenido por su amor y efectuando un milagro de vigor y de fuerza, en el estado en que se encontraba.

Solo pronunciaba estas palabras.

– ¡Esperanza! ¡mi Esperanza!

Y Angiolina como si toda su vida hubiera andado en la montaña, corria tambien á poca distancia del marqués, y los monfíes, abiertos en dos largas hileras, con las ballestas al hombro, trepaban á buen paso por la montaña, flanqueándola, seguros de encerrar en un círculo al hombre que se llevaba á la sultana.

El cadáver de Aben-Aboo, quedó solo en la rambla sobre la peña, con el rostro macerado, en que reflejaba los primeros rayos del sol, y algunos moriscos rodeándole, hambrientos, desnudos, le contemplaban inmóviles con un silencio estúpido.

33Sidy, significa señor.