Za darmo

Los monfíes de las Alpujarras

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

La existencia de estos, pues, no se conocia mas que por la exaccion periódica de los tributos, que los habitantes cuidaban de ir á poner en los lugares indicados en los edictos que en ciertas épocas del año aparecian clavados en las puertas de las iglesias ó por este ó el otro cadáver que encontraban acá y allá con suma frecuencia.

Por lo demás eran unos verdaderos duendes á quienes nadie habia visto, pero cuya influencia se sentia, y sobre todo se temia. Tales eran los monfíes de las Alpujarras.

Yuzuf-Al-Hhamar-abu-Yaye era su rey.

¿Quién era este rey?

El mismo nos lo va á decir.

Yuzuf, despues de haber mostrado á su hijo todas las maravillas del alcázar subterráneo, le condujo á un departamento separado: era el harem.

Mas de una magnífica hermosura, jóven y pudorosa, habia levantado la cabeza adormida de sobre un divan, al sentir los pasos de su señor; Yaye vió con una indiferencia verdaderamente ascética aquellas niñas que se ponian de pié cubriéndose con sus velos y bajando las frentes ante la presencia del padre y del hijo: Yuzuf vió con placer que Yaye era un espíritu fuerte, noblemente levantado sobre las miserias humanas.

Hay que tener en cuenta para apreciar su indiferencia, y casi su hastío, que Yaye solo contaba veinte y cuatro años, que las mujeres, junto á las cuales de retrete en retrete y precedido por esclavos mudos, le llevaba su padre, eran jóvenes, deslumbrantes de belleza, la mayor de las cuales apenas llegaria á los diez y ocho años, africanas las unas, asiáticas las otras, bellezas de ojos negros, cabelleras brillantes, talles flexibles, y aspecto de pureza y de candor: algunas de ellas admiradas de la hermosura de Yaye fijaban en él una mirada dulcemente curiosa, y volvian á inclinar la vista cubiertas de rubor.

Yuzuf hizo conocer á Yaye muchas esclavas: habló con cada una de ellas, no con el acento impuro é imperativo de un déspota musulman, sino con el acento dulce de un padre.

A cada una de ellas decia tambien señalándolas á Yaye.

– Este es mi hijo: este es vuestro señor.

Las esclavas al escuchar esta frase callaban, cruzaban sus brazos sobre el pecho y se inclinaban.

Cuando hubieron salido del harem, Yuzuf dijo á Yaye:

– Las mujeres que acabas de ver son tus concubinas, estan destinadas para tí; un rey debe tener en su harem las mujeres mas hermosas del mundo.

– Yo jamás tendré esclavas para el amor, dijo brevemente Yaye.

– Yo siempre he tenido vírjenes en mi harem, dijo Yuzuf, pero jamás esclavas impuras: han sido mis hijas: con ellas he premiado el valor de mis guerreros, haciéndolas sus esposas; en vez de hacer de una esclava una mujer impura, he hecho buenas madres de familia. Solo he amado una mujer, y aquella mujer era mi esposa.

– ¡Mi madre! ¡Oh! ¡en verdad, señor, que nada me habeis dicho de mi madre!

– ¡Oh! no he querido hablarte de ella, hasta hacerlo en el sitio á donde te voy á conducir: ven.

Al pasar por una habitacion, cuyas puertas estaban fuertemente cerradas, Yuzuf se detuvo.

En aquella habitacion habia seis fuertes y enormes arcas de hierro.

Yuzuf abrió una de las arcas; estaba llena de doblas de oro.

– Yo creí, señor, dijo Yaye, que me habiais traído al lugar en que debíais hablarme de mi madre.

– ¡Cómo! ¿no te maravilla saber que eres dueño de tantas riquezas?

– Las riquezas solo deben servir para hacer el bien de nuestros hermanos: de tal manera las aprecio: consideradas de otro modo me causan hastío.

– Te he dado una corona y la has recibido sin envanecerte ni asombrarte; te he presentado mujeres, por cualquiera de las cuales arderia en fuego impuro, un morabitho5 apartado del mundo, y las has visto sin conmoverte; te he hecho ver el brillo del oro, y no te has asombrado, ni ha nublado tu rostro la palidez de la codicia. Eres digno, hijo mio, de ceñir mi espada y mi corona, digno de vengar á tu madre.

– ¿De vengar á mi madre habeis dicho, señor?

– Silencio: aun no hemos llegado, sígueme.

Yuzuf cerró cuidadosamente otra puerta, atravesó con Yaye una larga y estrecha mina, y llegó al fin de ella á una puerta maravillosa, tanto por su labor como por las ricas maderas y preciosos metales con que estaba construida, sacó una llave de oro de entre sus ropas y abrió aquella puerta.

El retrete á que aquella puerta daba entrada era pequeño, pero resplandeciente; una lámpara de cuatro luces, suspendida de la cúpula, hacia brillar el oro de las labores sobre fondos esmaltados, el bruñido mármol de las columnas, y la tersa superficie de los mosáicos, de los que arrancaba cien cambiantes; alrededor de este retrete habia un ancho divan de seda y oro, y al fondo un magnífico arco primorosamente labrado y cubierto enteramente por la parte interior por una cortina de brocado, que ocultaba completamente lo que tras aquel arco existia.

Yuzuf se sentó en el divan y atrajo á sí á Yaye.

– Siéntate, le dijo.

– ¿Ha llegado el momento de que me hableis de mi madre?

– Aun no: antes es preciso que conozcas la historia de tu padre.

– Os escucho, señor.

El anciano empezó su relato de esta manera:

– Mi edad ha pasado de los sesenta años, el dia en que Granada, destrozada por las guerras civiles, vendida por el cobarde Muley Abd-Allah, su último rey, se entregó á los cristianos, tenia diez y seis. Mi padre era uno de los héroes de nuestro pueblo, mi padre era el infante Muza-ebn-Abil-Gazan, hijo bastardo de Muley Hhacem, y hermano de Boabdil el desdichado.

Me acuerdo perfectamente del fatal dia en que despues de haber entregado las llaves de Granada al rey don Fernando en las orillas del Genil, Muley-Abd-Allah se encaminó con su familia y con los que quisieron seguirle á las Alpujarras.

Nuestras mujeres lloraban, lloraban nuestros viejos y nuestros soldados cabizbajos y avergonzados marchaban en silencio, sin atreverse á volver el rostro para mirar á la hermosa ciudad, entre cuyos escombros no habian sabido perecer como valientes.

Asi en paso tardo como el de quien se aleja por la fuerza del objeto de su cariño, llegamos al alto del Padul.

Era el último lugar desde donde podíamos ver á Granada: el rey revolvió transido de dolor su caballo, y se arrojó de él. Luego se prosternó mirando á Granada y lloró: todos nos habíamos prosternado; todos llorábamos menos una mujer: aquella mujer estaba de pié, altiva, serena, pero profundamente pálida: aquella mujer era la madre de Muley Abd-Allah: la sultana Aixa-la-Horra.

Aun me parece que la veo de pié en medio de nosotros, como un genio fatal; aun me parece que escucho sus altivas y terribles palabras.

– Llora, dijo al rey, llora como una débil mujer, la pérdida del reino que no has sabido defender como hombre.

Al escuchar el severo acento de su madre, el rey se alzó, lanzó una mirada suprema á Granada, exhaló un grito de dolor, se cubrió el rostro con las manos, y luego, montó de un salto á caballo, le revolvió hácia las Alpujarras, y apretándole los acicates partió á la carrera.

Todos le seguimos como una tromba: la desesperacion nos impulsaba, y doblamos la falda de la montaña, con el estruendo y la rapidez del viento de la tempestad.

Yo cabalgaba al frente de nuestros soldados y de nuestros ginetes, agoviado bajo el peso de un doble é intenso dolor: salia desterrado de la ciudad en donde habia nacido, y el noble infante mi padre, habia desaparecido sin que nadie supiese lo que habia sido de él: acaso habia ido á buscar la muerte en alguna aventura desesperada, yendo solo á hacerse matar por los cristianos, encubriendo su nombre, como un moro cualquiera: acaso habia huido para no ver la deshonra de su pueblo, la rendicion á los castellanos, la Alhambra en poder de los infieles, la vergüenza en la frente del cobarde rey; acaso yo no debia volver á ver á mi padre.

Junto á mí; triste y pensativo como yo, cabalgaba el valiente Ali Huseín, alferez de mi padre, que en otros tiempos habia llevado su bandera de infante á la victoria.

Algo mas allá del Padul, Ali Huseín, detuvo su caballo y me dijo:

– Poderoso señor, tu padre quiere que nos separemos del rey y de sus gentes.

– ¡Mi padre! exclamé: ¡pues qué! ¿sabes tú de mi padre?

– Tu noble padre nos espera en la montaña, me contestó.

Y puso su caballo en demanda de otro camino: yo le seguí con el corazon alentando apenas; nuestros parientes, nuestros soldados y nuestros esclavos me siguieron: eramos mas de quinientos.

Mi padre se nos presentó de repente, se nos dió á conocer, y se puso á nuestra cabeza en un camino que se internaba en la montaña, y que á medida que adelantábamos se estrechaba hasta el punto de que nos fue necesario echar pié á tierra y marchar uno en pos de otro.

Mi padre iba delante.

Caminamos todo el dia en silencio por ásperos desfiladeros, viendo á nuestros piés valles profundísimos por cuyo fondo se precipitaban rios convertidos en torrentes por las lluvias del invierno, y sobre nuestras cabezas montañas cubiertas de nieve: sobre las colinas levantaban las tristes y altísimas copas solitarios pinos, y en el fondo de las estrechas vegas, en las vertientes de la montaña, bravíos bosques de deshojadas encinas.

Ni una aldea, ni una habitacion humana, ni aun la choza de un pastor, vimos durante el dia desde el camino por donde nos guiaba mi padre. Solo se escuchaba el graznar de las águilas, el ahullar de los lobos hambrientos, el rugir de los torrentes y el zumbido del viento entre las quebraduras de la montaña.

 

Llegó la noche y con ella llegamos á una cumbre ancha, árida, cubierta de nieve, desde la cual se veian otras muchas cumbres que se levantaban en anfiteatro hasta el altísimo pico de Muley Hhacem6. Tampoco se veia desde allí ninguna habitacion humana.

Detúvose allí mi padre y descabalgó: todos descabalgamos, y durante los primeros momentos de descanso, nuestras mujeres y nuestros esclavos descansaron.

Despues mi padre llamó en torno de sí á los guerreros de nuestra familia.

– «Hemos sido arrojados de nuestros hogares, nos dijo, y ya no tenemos patria: somos vencidos: el vencedor nos ha asegurado nuestras propiedades, nuestra religion, nuestras leyes y nuestras costumbres, por medio de una capitulacion: esa capitulacion que algunos creen honrosa y estable, no vale mas ni es mas fuerte que el papel en que está escrita: la mano del vencedor procurará pasar primero por cima de ella, y cuando aleguemos los capítulos concertados con los reyes de Aragon y de Castilla, la mano del sacerdote cristiano rasgará la capitulacion, y los soldados de los reyes de España, nos impondrán la sumision por la fuerza. Todo lo hemos perdido, todo: patria, religion, leyes, costumbres, haciendas: nos espera una suerte semejante á la de los judíos: la esclavitud y la vergüenza.

Resistamos con valor la inclemencia de los hados: si vivimos en los pueblos, allí nos vigilará el recelo del vencedor, que tendrá siempre el atento ojo sobre nuestros semblantes para medir su alegría ó su tristeza: si nos reunimos en mucho número recelaran; si evitamos reunirnos, recelaran tambien: acecharan por las rendijas de nuestras puertas para sorprender el pudor de nuestras mujeres, y procuraran apartar nuestros hijos de nuestro amor y de nuestras costumbres.

Debemos vivir lejos de los cristianos, y acecharlos incesantemente, en vez de ser acechados: debemos preparar el dia glorioso de una reconquista, si no para nosotros, para nuestros hijos: debemos continuar siendo fieles observantes de la ley, buenos musulmanes; en los pueblos no podríamos serlo: pero por fortuna la montaña es áspera, tiene guaridas desconocidas donde podremos ocultarnos, y desde las cuales seremos el terror del vencedor: es necesario que olvidemos el regalo de nuestras casas de Granada, las suntuosas fiestas, las alegres zambras: nuestros jardines seran las desnudas ramblas de las Alpujarras; nuestras zambras el combate continuo con el cristiano: que el que se aventure en la montaña muera, y que los cobardes habitantes de las poblaciones paguen tributo al rey de la montaña.

En una palabra, desde hoy, si quereis seguir mis consejos, seremos monfíes.»

Concluyó mi padre, y los mas ancianos, los mas prudentes de la familia aprobaron su parecer.

Pero era necesario que aquel nuevo pueblo que habia elegido para su residencia las grutas de las montañas, y por ejercicio la continua guerra con el cristiano, tuviese á su frente un caudillo que les gobernase.

Mi padre fue elegido unánimemente emir de los monfíes.

Un resto de la familia real de Granada, guarecido entre rocas y desfiladeros, no rendia vasallaje al vencedor del reino de Granada; los demás se arrojaban á sus piés en un cobarde vasallaje, ó se desterraban voluntariamente del suelo que les vió nacer, pasando al Africa.

Anduvimos sin cesar por ásperos senderos durante aquella larga noche, alumbrados por la clarísima luna del mes de las nieves, y al amanecer llegamos al centro de un espeso pinar delante de la boca de una lúgubre gruta.

Esa gruta es la misma en que ahora te encuentras, hijo mio.

Dentro de esta gruta, mi padre construyó el alcázar subterráneo del emir de los monfíes.

– Pero segun las cámaras que he visto antes de llegar á esta, dijo Yaye, si he de juzgar por el régio esplendor que nos rodea, este alcázar es tan rico como la Alhambra; para construirlo han debido gastarse tesoros incalculables.

– Mi padre, continuó el anciano Yuzuf, previendo á tiempo la conquista, habia vendido sus tierras, sus alquerías, sus castillos: el precio de estos, aunque enorme, no bastaba ciertamente para la construccion de este alcázar maravilloso, del cual solo has visto una pequeña parte. Pero los monfíes hacian la guerra al cristiano y con mucha frecuencia penetraban en las villas mas populosas y ricas de las Alpujarras, las entraban á saco y se volvian cargados de botin: el quinto de las presas era de mi padre: ademas, justo era que los que habian inclinado cobardemente su cabeza bajo el yugo del vencedor, los que se habian convertido de miedo (porque los cristianos tardaron muy poco en faltar á la fe de las capitulaciones), justo era que los que habian renegado vilmente de su Dios, contribuyesen al sostenimiento de los valientes moros que habian rechazado toda servidumbre, todo envilecimiento, toda apostasía, prefiriendo una sangrienta y continua lucha entre las breñas de la montaña, á una paz vergonzosa entre el ocio y el regalo de las poblaciones, bajo la mano de hierro y la vista recelosa de los cristianos: al poco tiempo de haberse hecho mi padre rey de la montaña, aparecieron gacelas escritas en las puertas de las iglesias, sin que nadie supiese quién las habia puesto, en que se imponia á los moriscos renegados y á los cristianos, un fuerte tributo para el emir de los monfíes: la primera vez las gacelas fueron arrancadas sin temor, y solo recibieron por contestacion un silencio de desprecio: el castigo no tardó mucho despues de la ofensa: una y otra y otra villa fueron acometidas de noche, en medio del silencio, y sus moradores entregados al degüello y al incendio: cuando de nuevo se fijaron gacelas en los mismos parajes que las anteriores, los vecinos, cada uno segun su riqueza, se apresuraron á pagar el tributo impuesto por el rey de la montaña, llevándole al lugar que se prefijaba en la gacela. Asi han continuado año tras año. Al terminar la luna de los frutos, nuestros monfíes entran de noche en las villas y fijan en las iglesias las gacelas en que se les anuncia el dia y el lugar en que han de pagar el tributo y dónde han de depositarle. Ningun año ha faltado una sola villa á cumplir esta prescripcion. Tenia, pues, mi padre tesoros y los tengo yo. Con esos tesoros se ha construido en las entrañas de la tierra, en las excavaciones de unas antiquísimas canteras, este alcázar, que es una ciudad subterránea; con esos tesoros hemos podido ir aumentando el número de los monfíes, que al principio apenas llegaban á quinientos; que cuando murió mi padre llegaban á cuatro mil, y que hoy forman un ejército de diez mil soldados, fuertes, bravos, sin piedad, incansables, que conservan la pureza de la ley alcoránica, y entero el amor de la patria: con esos tesoros podemos tener espías en todas partes, hombres activos que encontraran medio de saberlo todo, de oirlo todo: estos hombres estan allí do quiera ondea la bandera española: en la córte del emperador, en la del rey de Francia, en Italia, en Flandes, hasta el remoto continente americano, de donde nos envian oro á raudales; nadie conoce á esos emisarios mios, y muchos de ellos sirven á sueldo bajo las banderas del rey de España, muchos alientan con mi oro las tentativas de los enemigos de Carlos V, y si yo quisiera, ese soberbio rey caeria herido por un puñal invisible: ¿pero qué me importa la vida de don Carlos? El es un solo hombre, aunque poderoso, y nuestro enemigo es un pueblo entero, un pueblo de soldados aventureros y rapaces, de frailes codiciosos, de jueces y abogados que son otras tantas aves de rapiña: la codicia hace invencibles á esos aventureros, el fanatismo crueles á esos frailes, la soberbia implacables á esos jueces: donde quiera que pone su planta el soldado, donde quiera levanta su cruz el fraile, donde quiera tiende su garra el golilla español, allí van la destruccion, la hoguera y el verdugo: América se extremece bajo su yugo, Flandes se desangra, la hermosa Italia se ahoga; llegará un dia, y acaso no tarde, en que alentados por la desesperacion los oprimidos, hagan crugir y quebrantarse el yugo: en que España, rodeada por todas partes de enemigos, no tenga bastantes soldados para vencer; en que los frailes no puedan encender hogueras para quemar, en que los jueces se vean heridos por sus mismas plumas. Llegará un dia en que se unan contra España todos los que por España son desdichados, porque la tiranía acaba siempre herida por sus mismos excesos. Una terrible guerra religiosa se agita en Europa; Roma lucha contra la protesta; los doctores católicos contra los doctores luteranos: cien pueblos contra uno solo, cien derechos contra una sola tiranía: la España de Carlos V es un coloso de hierro con los piés de barro, y su mismo peso la derrocará: ¡ay cuando llegue el dia en que el coloso vacile! Un pueblo que hoy se esconde en las entrañas de las rocas, atacará á ese coloso por el pié y le arrojará por tierra…

– ¡Sueño! exclamó Yaye, interrumpiendo á su padre.

– ¿Acaso sabe nadie lo que está escrito en el libro del destino? ¿Acaso no fueron derrocadas Menfis y Babilonia? ¿No pasó la Grecia con sus guerreros, con sus sabios, con sus poetas y sus artistas? ¿Dónde está Cartago la rival de Roma? ¿Dónde está Roma la vencedora de Cartago? ¿Dónde estan los godos que hollaron el Capitolio con los sangrientos cascos de sus caballos? ¿Dónde estan los árabes vencedores de los godos? ¿Qué ha sido de los almoravides y de los almohades vencedores de los árabes? Todo muere: como los hombres, las razas.

– España es fuerte, poderosa y grande, exclamó el tenaz Yaye.

– Carlos V ve que el coloso empieza á desmoronarse bajo su imperio: este imperio pasará quebrantado, herido de muerte, á los hombros del príncipe don Felipe, y si bajo su mano no se destruye, pasará mermado á las de su hijo, y débil á las de su nieto, y miserable y envilecido á las de su viznieto. ¡Qué! ¿puede durar mucho un imperio que se funda en la opresion de pueblos enteros?

Acaso ni yo, ni tú, ni nuestros nietos, veamos convertido á ese coloso sangriento en un fantasma que se verá precisado á volver la vista atrás para contemplar algo grande; pero tenemos el deber de ayudar á la carcoma de ese coloso; tenemos necesidad de vengarnos, ya que no como serpientes, como sanguijuelas: debemos chupar continuamente su sangre y su oro: por cada moro que ese coloso despedace, nosotros debemos despedazar cien cristianos, y si está escrito que en nuestros tiempos ese coloso se derrumbe, debemos estar preparados á la lucha, en acecho de una ocasion propicia para reconquistar lo que hemos perdido, para poder piafar con nuestros corceles en las ricas campiñas andaluzas, y levantar en medio de ellas los minaretes de las mezquitas del dios Altísimo y Único.

– ¡Oh, padre, padre! ¡El Altísimo ha visto los pecados de nuestro pueblo, y por ellos le ha destruido!

– Del mismo modo ve los pecados de los españoles, y les destruirá por ellos.

– Padre, ¿habeis vivido alguna vez entre esos hombres?

– El dia en que mi padre fue elegido rey de los monfíes, llamó á uno de sus parientes mas allegados, sabio anciano, y me entregó á él, como yo te he entregado á Abd-el-Gewar. «Ve hijo mio, me dijo: vive entre los conquistadores, conócelos, porque algun dia me sucederás en el gobierno, y el elegido por Dios para gobernar, debe conocer á los enemigos de su pueblo. Aprende su lengua, viste su trage, practica sus costumbres, ponte en estado de conocer sus malas artes para que no puedas ser engañado; conoce sus debilidades, para aprovecharlas, y si es necesario, sé cristiano en la apariencia. Corre mundo, y sobre todo sé dócil con el que desde ahora va á ser tu padre: cuando conozcas bien á nuestros enemigos, cuando largos viajes te hayan dado experiencia, vuelve, mi corona te espera.»

Y partí, y aprendí el habla castellana, y viví en la córte del emperador, y serví bajo sus banderas, y estuve en Francia, en Flandes, en América: por todas partes ví enemigos de España; por todas partes oí maldecir el nombre español; en todas partes vi vireyes y oidores, y clérigos, y capitanes y soldados de España, que se enriquecian por medio del crímen. Comprendí que los pueblos tienen un derecho sagrado de vivir bajo sus antiguas leyes, bajo sus usos y costumbres, y que un conquistador es siempre odioso, porque siempre se ve obligado á ser tirano.

– Lo mismo he comprendido yo, señor.

– Mi amor á la patria crecía á medida que pesaba los excesos que en todas partes, en todos los mares, en todas las regiones del mundo ejercian los españoles: mi sola pasion era el odio hácia los cristianos, mi solo deseo beber su sangre.

 

– ¿Y no sentísteis jamás otra pasion ni otro deseo, padre mio? exclamó con embarazo Yaye.

– Sí, contestó Yuzuf, mirando fijamente á su hijo: tú eres una prueba viviente de que si mi corazon abrigaba un odio á muerte, una inextinguible sed de venganza contra los cristianos, dió tambien cabida al amor.

– Pero vos amariais á una mujer de vuestra raza; á una parienta acaso.

– Tu madre no era mora, hijo mio.

– ¡Que no era mora!

– Era árabe… al menos descendiente, en línea recta de los califas árabes de Córdoba.

– ¡Descendiente en línea recta de los califas de Córdoba!.. ¿Cómo se llamaba?

– Ana de Córdoba y de Válor.

– ¡Ana de Córdoba y de Válor!.. ¡Hija de los renegados!.. ¡Cristiana!..

– Es verdad que los Válor cometieron un gran pecado renegando de su fe y sirviendo á los reyes de Castilla: es verdad que un moro no debia tener con ellos otra alianza que la del acero, otro trato que el del combate… ¿pero acaso hemos de castigar en los hijos los pecados de los padres? ¿Acaso no hay una ley superior á todas las leyes; una ley irresistible, porque está escrita por la mano de Dios en el corazon humano, y á la que es forzoso obedecer? Dichoso tú, hijo mio, si aun no has oido el terrible precepto de esa ley, de esa ley que se llama…

– ¡Amor! exclamó profundamente Yaye.

– ¡Amor! exclamó con profunda intencion Yuzuf… pero no: á tu edad se juega con el amor; mas á la edad en que yo conocí á tu madre, en el estío de la vida, cuando ya se empieza á descender por la escala de los años, cuando tenemos el corazon vacío por la experiencia, árido por la desgracia, ansioso de amor… ¡oh! entonces no se ama al ángel, se ama á la mujer, se ama á la compañera; se busca un corazon noble y grande que sienta nuestro infortunio, que le acepte, que le alivie, compartiéndolo: un seno de paz en que reposar la cabeza calenturienta por los cuidados del gobierno: una mano amante que limpie de nuestra frente el sudor del combate; una boca que nos sonria como solo sabe sonreir la esposa que ama, y que ahuyente con su sonrisa, siquiera, sea por un momento los crueles cuidados, la lucha azarosa del presente; los temores del porvenir. Y luego… tú no has podido encontrar en las tierras donde has vivido, ni en Madrid, ni en Salamanca, ni en Granada, ni en las Alpujarras, una mujer como tu madre… ¡Ven!

Yuzuf se levantó, y fue al arco del fondo: su semblante estaba mas pálido que de costumbre, su blanca barba temblaba, sus ojos expresaban una tristeza profunda.

– ¡Mira! dijo á Yaye.

Y descorrió la cortina.

– ¡Isabel! exclamó el jóven con un grito exhalado del fondo de su alma.

Al descorrerse la cortina, una mujer jóven y hermosa habia aparecido ante los ojos de Yaye: aquella mujer demostraba la misma edad que Isabel de Córdoba y de Válor, y era tan semejante á ella, como si hubiera sido ella misma.

Pero aquella mujer estaba pintada en una tabla.

Aquella tabla era á todas luces obra del pintor de los Reyes Católicos, Antonio del Rincon.

(Entre paréntesis: el nombre de Antonio del Rincon estaria arrinconado en el olvido, sino hubiera retratado tres docenas de veces á los serenísimos Reyes Católicos).

Yaye en su permanencia entre los cristianos se habia hecho artista, y reconoció á primera vista por la manera, cuando la reflexion hubo dominado en él á la sorpresa, al autor de aquel retrato: recordó que Antonio del Rincon habia muerto muchos años antes de que Isabel de Córdoba y de Válor llegase á la edad que la dama retratada representaba: no podia ser aquella dama Isabel, pero podia ser su madre.

¡Su madre!

Este fue el primer pensamiento que brotó de la razon de Yaye, y le extremeció.

Acaso habia un misterio en el nacimiento de Isabel: acaso amaba con un amor incestuoso á su hermana.

Cuando llenan la cabeza y conmueven el corazon pensamientos y sensaciones tan profundas, la lengua enmudece, los ojos se asombran, ese organismo que se llama cuerpo humano tiembla.

Yaye fijaba una mirada fascinada en el retrato y estaba pálido como un cadáver.

– Esa era tu madre dijo tristemente Juzuf.

– ¡Mi madre! contestó maquinalmente el jóven; mi madre!

Pero dominando la reflexion á la razon se encerró en una prudente reserva.

– Te asombra sin duda, dijo Yuzuf, interpretando mal la confusion de Yaye, ver á tu madre con esas ropas castellanas; con ese tocado castellano, con esa cruz de oro pendiente del cuello. ¡Ah hijo mio! ya te he dicho que tu madre era cristiana: yo, moro de raza, enemigo á muerte del nombre cristiano, no debí haber sucumbido á los amores de una infiel. ¿Pero hay algun hombre que pueda hacerse superior á ese precepto de Dios que dice: hallarás á tu compañera y la amarás?

Hubo un momento de silencio. Juzuf se volvió al divan y se sentó en él. Yaye se sentó á su lado. Entrambos tenian fija su mirada en el retrato.

– Y yo no la busqué, continuó Yuzuf; la encontré un dia en esa tabla… al verla me estremecí, temblé: nunca habia temblado: nunca habia conocido el amor y al sentirle no le comprendí. Sin saber por qué no podia separar los ojos de esa tabla, que tenia para mí voz, aliento, vida. Sin embargo entonces era ya hombre maduro, me acercaba á los cuarenta años. Hacía ya diez que por muerte de mi padre habia heredado su espada y su corona. Obedeciendo uno de los consejos que me dió mi padre al morir, vivia por mitad en las Alpujarras, como emir de los monfíes, ó en Granada ó en la córte, como morisco convertido: cuando vivia entre los cristianos llamábanme el hidalgo Diego Vargas y nadie sospechó jamás que yo fuese el rey de aquellos terribles monfíes, cuyo nombre solo aterraba á los castellanos.

Sabíanlo sin embargo algunos moriscos principales: uno de ellos era don Juan de Córdoba y de Válor, que aunque cristiano en la apariencia era moro de corazon y esperaba, si un dia triunfaba un levantamiento de los moriscos, ser elegido rey de Granada.

Entre don Juan de Válor y yo existia una estrecha amistad: don Juan sin embargo conocia mis incontestables derechos al trono de Granada: derechos no solo heredados, sino adquiridos en el combate continuo con el cristiano, mientras ellos, los moriscos, vivian en un ocio y una sumision vergonzosas; don Juan me habló muchas veces de confundir en uno nuestros muchos derechos por medio de un casamiento.

– Yo no tengo hijos le contestaba yo, siempre que don Juan me hablaba á aquel propósito.

– Pero yo tengo una hermana, me dijo al fin un dia don Juan: una hermosa doncella de diez y ocho años.

– Reparad en que yo cuento ya cerca de cuarenta.

– Para esta clase de alianzas no se repara en edades, replicó; basta con que el hombre ofrezca seguridades de sucesion.

– Por último, don Juan, le dije: vuestra hermana es cristiana, no cristiana como vos lo sois, sino de corazon, por creencia y por costumbre: yo no puedo unirme á una infiel.

Don Juan no me contestó á esta última decision mia; es de advertir que cuando yo le dí esta contestacion no conocia á su hermana doña Ana: solo tenia noticia de ella y de sus exageradas creencias cristianas por algunos moriscos principales que la conocian: sabia sí que era hermosa; pero habia llegado á los cuarenta años sin rendir tributo á la hermosura, por que mi corazon estaba lleno de ambicion y de sed de venganza por las desventuras de mi patria. El saber que doña Ana de Córdoba era una doncella hermosísima no me habia conmovido.

Un dia que, de vuelta de un paseo por el campo, pasábamos por una estrecha calleja del Albaicin, don Juan me convidó á subir á casa de un pintor su conocido.

Aquel pintor era Antonio del Rincon.

Subimos á una torrecilla donde Rincon pintaba sus cuadros, y lo primero en que reparé, entre una multitud de santos, cristos y vírgenes, fue en esa tabla que estaba puesta junto á una ventana y herida de lleno por la luz.

En el tiempo que estuvimos allí, no separé la vista de aquella tabla: un poder misterioso é irresistible me arrastraba á la mujer que en ella estaba representada.

Salimos de allí don Juan y yo, y al dia siguiente volví solo á la casa del pintor. Aquella noche, á mi despecho no habia dormido; ni un solo momento se habia separado de mí el recuerdo de la hermosa castellana. Cuando entré en la habitacion del pintor el retrato estaba en el mismo sitio.

– ¿Quien es esa dama, si es que podeis decirme su nombre? pregunté á Rincon despues de algunos minutos que estuve hablando con él de cosas indiferentes.

5Como si en castellano dijéramos monge.
6El mas alto de Sierra Nevada.