Za darmo

Los monfíes de las Alpujarras

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CAPITULO XIII.
De cómo la princesa y Cisneros, fueron la dama y el galan de una escena de comedia

En una habitacion extensa, entapizada con cueros de Flandes, por cima de los cuales se mostraba á trechos la humedad de las paredes, y en un lecho en un apartado ángulo, habia un hombre con el pecho descubierto y fuertemente vendado.

Aquel hombre era el comediante Cisneros.

Sobre el vendaje se veian algunas gotas de sangre, y junto al lecho apoyada en él y mirando con sumo interés al herido, que habia vuelto enteramente en su conocimiento, estaba una mujer hermosa y deslumbrantemente vestida.

Aquella mujer era Angiolina Visconti.

Una bujía de cera perfumada, puesta en un candelero de plata, sobre una mesa de mármol, iluminaba este grupo.

El semblante de Angiolina dulce y misericordioso, era el semblante de un ángel.

Cisneros la miraba con asombro, con agradecimiento, con toda la alegría que le permitía tener su estado. De tiempo en tiempo sin embargo lanzaba un profundo gemido.

– Os sentís muy mal, amigo mio, ¿no es verdad? dijo en una de estas ocasiones la princesa.

– ¡Ah, señora! dijo Cisneros: infinitamente peor me sentiria sino os tuviese á mi lado, os veo, y me parece un sueño: ¡vos, vos junto á mi! ¡acaso en vuestra casa! ¡bendita sea la espada que me ha herido!

– No digais eso, señor Cisneros; no digais eso, contesto dulcemente Angiolina; sacadme mas bien de la ansiedad en que me teneis: ¿Cómo os sentís?

– Mi herida es muy incómoda, señora; pero juraria que no es peligrosa: no respiro por ella, lo que me demuestra que no ha atravesado la cavidad; sufro porque sin duda el hierro me ha tocado alguna costilla, á lo que atribuyo el haberme desvanecido: estoy débil, pero debo de haber perdido poca sangre: esto será cosa de quince dias: quince dias en que vos estareis á mi lado, ¿no es verdad?

– ¿Y cómo podeis dudar eso, señor Cisneros? ¿á qué os habia yo de haber recogido en mi silla de manos y traido á mi casa sino me interesase por vos, é interesándome por vos, cómo puedo abandonaros ni un momento?

– ¡Ah! ¡me habeis encontrado! ¡habeis sido vos!

– Si, amigo mio; despues de la desgracia que os ha acontecido, ha sido para mí una felicidad el encontraros.

– ¡Ah! indudablemente Dios no me ha abandonado. ¿Cómo creer que tan tarde la princesa Angiolina Visconti?..

– ¡Cómo! ¿me conoceis?

– Los comediantes, señora, conocemos desde la escena á todas esas nobles personas que protejen nuestro bajo oficio dándonos oro á cambio de una habilidad escasa… yo os he visto muchas veces en el corral de la Pacheca10 en un aposento inmediato al que generalmente ocupa la señora duquesa de la Jarilla.

Angiolina tenia mucho interés en escuchar á Cisneros, al que pensaba utilizar, y aquel interés creció en el momento en que Cisneros nombró á la mujer que ella aborrecia. Por lo mismo que tenia un gran interés creyó prudente ocultarle é interrumpiendo á Cisneros le dijo con la mayor naturalidad:

– Os suplico, amigo mio que calleis: hablais demasiado y esto, en el estado en que os encontrais, os puede ser dañoso: si mi presencia ha de haceros hablar será cosa de apartarme de vos para que reposeis.

– ¡Ah! ¡no! ¡no os vayais! vuestra presencia, señora, vuestra bondad, la generosa compasion que brota de vuestras miradas, son el mejor bálsamo que se podria aplicar á mi herida, que por otra parte, os lo afirmo, es mas grande que grave: el hablar no me molesta, no me fatiga; por el contrario me distrae y me alivia: desde que os he visto, desde que he escuchado vuestra voz me siento reanimado; permaneced, pues, junto á mí, y no me priveis de la felicidad de ver el cielo en vuestro semblante.

– Ya que decís que nada os daña el hablar, de lo que me alegro en el alma, porque eso me prueba que vuestra herida no es grave, permitirme, señor Cisneros, que me ria.

– ¿Que os ríais? ¿y de qué?

– De vuestro genio peregrino. Estais herido y débil, y sin embargo me requebrais, y Dios me perdone, sino me estais enamorando.

– ¿Y de eso os reis? ¡Ah! ¡lo comprendo! os causa risa, una risa de desprecio el que un humilde comediante…

Cubrió una dulce seriedad el semblante de la princesa.

– Yo no os desprecio, dijo: hombres de vuestro ingenio mas que para despreciados, son para admirados: paréceme, sí, que os creeis en uno de esos pasos de amor de las comedias que tan bien representais… y eso me hace reir.

– ¡Ah, señora! la palabra de amor que nace del agradecimiento no debe interpretarse de ese modo, y… luego… un cómico, por despreciado que sea, al fin es un hombre: un hombre que tiene corazon: y cuando ese hombre ha adorado largo tiempo en silencio á una alta persona, y de repente, despues de un lance en que ha sido herido y vencido, encuentra junto á sí á aquella mujer, á quien en otra ocasion no se hubiera atrevido á mirar frente á frente; cuando la imaginacion está perturbada, ¿qué mucho que ese hombre, bajo cuanto querais, cuanto querais infeliz, diga al ángel que tiene junto á sí: ¡Ah! ¡bendito sea Dios que ha hecho que deba la vida á la mujer á quien amo!

Angiolina miró gravemente, pero sin severidad ni desden á Cisneros, y le inundó con una mirada lucida, intensa, poderosa, que á pesar del estado en que se encontraba y que, como él mismo habia dicho, era mas doloroso que grave, hizo estremecer al comediante.

– ¿Sabeis, señor Cisneros, que lo que me sucede es demasiado extraño? dijo despues de un momento de silencio la princesa.

– ¡Extraño, señora! ¿y por qué?

– Figuraos que estoy pasando de sorpresa en sorpresa, desde hace dos horas: salgo de casa de una amiga mia, donde acostumbro á pasar algunas veladas y de repente, los criados que conducen mi silla se paran: pregunto la causa y me contestan que han tropezado con un hombre herido.

– Muy trastornado estaba yo, cuando solo ví cuatro embozados que se acercaron á socorrerme; dijo Cisneros.

– ¡Ah! yo habia dejado la silla para que os condujeran á vuestra casa ó á donde indicárais y habia seguido á pié mi camino, acompañada de uno de mis criados: yo esperaba que los que habia dejado para que os socorriesen, me traerian la noticia de haberos dejado amparado: pero á poco de haber yo llegado á mi casa se me presentó uno de ellos y me dijo:

– El herido se ha desvanecido, ha perdido el habla y no sabemos á donde conducirle: en el hospital no nos abrirán á estas horas.

¡Llevaros al hospital! yo no quise enviar á ciegas á tal punto á un hombre que podia ser muy principal.

– Os engañásteis, pues, señora, dijo Cisneros.

– Y qué ¿no sois vos un hombre principal? ¿Creeis que el noble mas noble, vale para las almas que saben sentir, lo que valeis vos que arrancais dulces lágrimas ó alegre risa de los ojos ó de los labios de vuestros espectadores? ¿que vos, que sabeis ser rey y mendigo, caballero y villano, cortés y rústico, jóven y viejo? ¿que tomais todas las formas, que expresais todos los sentimientos, que obligais á un público entero á que arroje laureles á vuestros piés? ¿quereis ser mas principal? ¿cambiariais vuestro ingenio por un título de nobleza?

– Si, dijo Cisneros: aun á condicion de volverme estúpido.

– No blasfemeis de la providencia de Dios. ¿Por qué deseais ser pequeño, cuando habeis nacido grande?

– Si os parezco noble, y grande, y digno de ser amado, no me cambio por el rey mas poderoso de la tierra.

– Dejaos de locuras, y seguidme escuchando: os decia, pues, que por vos he pasado esta noche de sorpresa en sorpresa: sorpresa cuando os encontré herido; sorpresa cuando os vi sobre ese lecho y os reconocí; sorpresa cuando me habeis descubierto de una manera que puede llamarse solemne, que me conociais antes de ahora, que me habeis amado en silencio… ¡Ah, señor Cisneros! y todas estas sorpresas han sido dolorosas para mí.

– ¡Dolorosas!

– Si: doloroso el veros herido; doloroso el saber que me amais porque…

– ¿Por qué?

– Porque yo no puedo recompensar vuestro amor.

– ¡Ah! ¡no me creeis digno!

– No es eso, señor Cisneros, no es eso: es que soy casada.

– ¡Ah! murmuró el comediante.

– Por lo mismo no debeis hablarme de amor.

– Perdonad…

– Si, os perdono: pero á condicion de que no volvais á decirme amores.

A pesar de esta severidad de palabra la princesa no habia retirado una de sus manos que Cisneros habia asido y que estrechaba dulcemente.

– Pero no me abandoneis; exclamó con ansiedad.

– Pues es preciso que os abandone por un momento, amigo mio, dijo la princesa; han llamado á la puerta de la habitacion: oíd, vuelven á llamar.

– Id, id, pues, señora, dijo Cisneros, llevando dulcemente la mano de la princesa á sus labios y besándola.

Angiolina solo castigó aquel atrevimiento retirando bruscamente su mano de la de Cisneros, y separándose del lecho sin pronunciar una palabra.

Cisneros vió que la princesa atravesó rápidamente la cámara y salió por una puerta del fondo.

– ¡Ah! pensó Cisneros, dejando caer sobre la almohada la cabeza que habia levantado para seguir con la vista á la princesa; padezco horriblemente: mi cabeza se desvanece: siento irritada la herida: esa mujer me ha obligado á hablar: no, no ha sido ella la que me ha encontrado en la calle: los hombres que fueron á buscarme, iban sin duda enviados de intento: ¡yo no pude conocer al hombre que me hirió! los pasos en que ando con el príncipe don Cárlos son peligrosos: ¿quién sabe lo que significa el encontrarme en casa de la princesa? Esta puede ser una buena aventura, si mi herida no es peligrosa: es verdad que hace mucho tiempo que esa mujer me enamora; pero ella amaba… estaba loca por el marqués de la Guardia… y hace un momento que, á pesar de sus palabras decorosas, parecia enamorada de mí… ¡ah! mis pensamientos se embrollan. Es necesario que me tranquilice… ¡Ah! ¡ah! no pensemos en nada… esperemos.

 

Cisneros procuró detener su pensamiento, pero esto era imposible. La fuerza con que su pensamiento se agitaba influyó al fin de una manera poderosa en su físico y se desvaneció de nuevo.

CAPITULO XIV.
De cómo la princesa descubrió que era mas fácil su venganza que lo que habia creido

– ¿Y bien, qué has hecho? dijo Angiolina á Bempo, al que encontró en el huerto.

– He hecho cuanto he podido excelencia: el herido está en vuestro poder.

– Pero… ¿y lo demás? lo demás… nada… ¡te me vienes con las manos vacias!

– No he podido hacer mas excelencia: el hombre á quien mandé que siguiera á la persona que saliese por el postigo de la casa del duque de la Jarilla, la siguió, pero la ha perdido en la oscuridad.

– ¿Y el marqués?

– No hemos podido apoderarnos de él.

– ¿Qué no habeis podido apoderaros de él cuatro hombres? ¡ah! ¡es verdad! ¡el marqués es muy valiente!

– Decid mas bien, excelencia, que le han ayudado Dios ó el diablo: ya sabeis que Bempo es valiente. Lo sabeis demasiado, Angiolina. – Y al pronunciar estas palabras que establecian cierta familiaridad entre el criado y la señora, los ojos del romano, desplomaron, por decirlo asi, una mirada tal sobre los ojos de la princesa, que aquellos ojos vacilaron por un momento en una mirada vaga, dominada. – Ya sabeis que Bempo es valiente: pues bien: el marqués, se desasió de nuestros brazos en el momento en que le creiamos sujeto; tiró de la espada y nos llevó á estocadas por delante, hasta que ganó un lugar ancho, y escapó.

– ¿De modo que será necesario que en adelante desconfíe de tu valor?

– Creo que os he servido demasiado bien, excelencia, para que podais desconfiar de Bempo. Ademas creo que esta noche os he hecho un servicio, que no os hubiérais atrevido á esperar.

– Si, no esperaba ciertamente que fueras tan cobarde.

– Os he hablado de un servicio, excelencia.

– ¿Te queda algo que decirme?

– Si, por cierto; y algo que daros: algo que os llenará de placer.

– Estás abusando del predominio que crees tener sobre mí, porque posees un secreto mio, Bempo, y me impacientas, y mas pareces mi señor, que mi criado.

– Bien sabeis, Angiolina, que ese secreto no ha salido de mi pecho, y en cuanto á lo de impacientarse, no sé cuál de los dos se impacienta mas. Pero concluyamos. Cuando acometimos el marqués, en el momento en que este, con una vigorosa sacudida, se libertó de nuestras manos, dejó caer al suelo un papel que le habia dado cierta dama: yo tuve tiempo de recoger el papel, mientras el marqués se defendia, ó, mejor dicho, obligaba á defenderse á mis tres camaradas: ese papel está aquí.

Y Bempo entregó á Angiolina un papel arrugado.

– ¿Y qué esto? dijo la princesa.

– Leedlo, excelencia, leedlo y comprendereis cuanto vale el papel que os entrego. Vale mas que el marqués para vos: mucho mas, porque ese papel es vuestra venganza.

– ¡Mi venganza!

– Sí, porque ese papel es la deshonra pública de la duquesa de la Jarilla: deshonra confesada por ella misma: una revelacion terrible escrita de su mano.

Angiolina abandonó el huerto, palpitante de ansiedad y entró en una habitacion donde habia luz, se acercó á ella y leyó ávidamente el papel.

Bempo la habia seguido, y al escuchar el grito de suprema alegría de la princesa exclamó con acento profundo.

– Satanás ha querido, que Bempo te sirva mejor de lo que esperabas.

– ¡Ah, Bempo, Bempo! ¡yo te amo! exclamó Angiolina arrojándose en los brazos del lazzaroni arrastrada por el horrible agradecimiento de su venganza satisfecha.

Bempo la separó de sí asida por los hombros y la dijo con acento indefinible, posando en ella una indefinible mirada.

– Os engañais, señora; vos no amais á Bempo: Bempo no se llama marqués de la Guardia.

Y volviendo la espalda á la princesa salió lentamente de la habitacion.

– ¡Ah! dijo Angiolina viéndole alejarse: ¡tienes zelos! ¡zelos como yo! ¡pues bien, sírveme para mi venganza, aunque despues te vengues de mí!

Luego atravesó un corredor, entró en la cámara donde estaba Cisneros, que parecia aletargado, y se sentó en silencio junto al lecho.

CAPITULO XV.
De cómo se conjuraba todo contra el emir de los monfíes

Al dia siguiente, muy temprano, ó por mejor decir, al salir el sol de aquel mismo dia, se notaba un gran tráfago en la casa del duque viudo de la Jarilla.

Algunos criados se ocupaban en cargar cofres á la zaga de un enorme coche de camino, y algunos lacayos armados á la gineta sacaban de las caballerizas fuertes caballos: las lanzas de estos hombres se veian en un ángulo del patio, y del arzon posterior de cada caballo, pendia un largo arcabuz.

Todo parecia indicar que se preparaba un viaje.

La casa estaba en movimiento de arriba á abajo, á pesar de que aun no eran las cinco de la mañana, lo que nada tenia de nuevo, puesto que en la casa de Yaye, todos inclusa Amina, tenian la costumbre de levantarse muy temprano.

Pero ninguna mañana como aquella, habia llamado la jóven á sus doncellas para que la peinasen y ataviasen á tales horas. Amina estaba sentada delante de un magnífico tocador, pálida y profundamente pensativa, y dos doncellas se ocupaban en trenzar sus largos cabellos, mientras otras preparaban un hermoso traje de camino.

Ni una palabra se habló durante el atavio de Amina entre esta y sus doncellas: al fin, cuando el tocador hubo concluido, la jóven dijo á una de sus sirvientas:

– Doña María; traed todos mis vestidos de córte y de casa.

La doncella á quien Amina se habia dirigido, salió.

– Doña Ana, añadió Amina, dirigiéndose á otra doncella; traed un cofrecito que encontrareis en mi retrete.

Salió la otra doncella.

Poco despues, casi todos los sillones del aposento, estaban cubiertos por magníficos trages, y sobre la mesa del tocador se veia abierto un cofrecillo lleno de joyas.

Amina se volvió á sus doncellas, y las dijo:

– Amigas mias, vamos á separarnos, sabe Dios por cuánto tiempo.

– Pero, señora, dijo una doncella, donde quiera que vuecelencia vaya, necesitará de nuestros servicios.

– Mi viaje es largo, y la vuelta dudosa; dijo tristemente la jóven: en los lugares á donde voy, tengo ya preparada mi servidumbre.

Guardó un momento silencio Amina, y luego continuó:

– Estoy satisfecha de vosotras; me habeis servido bien, y quiero dejaros un recuerdo mio.

– ¡Ah, señora! demasiado profundo nos los deja vuecelencia, con sus bondades, dijo conmovida doña María.

– Ahorremos las lágrimas, dijo Amina, procurando ocultar bajo una sonrisa su conmocion, y aprovechemos el tiempo. Aunque nobles, sois pobres; y siendo yo rica, no quiero, cuando voy á separarme de vosotras, acaso para siempre, que quedeis sujetas á otra servidumbre, no tan blanda quizá, como la que me habeis prestado. Mis ropas y las joyas que uso diariamente, son vuestras. Aceptadlas, mas bien como el recuerdo de una amiga, que como el don de una señora.

Y Amina, en medio del asombro de las doncellas, repartió entre ellas sus trages y las joyas que contenia el cofrecillo.

Cuando estuvo concluido el reparto, Amina abrió el cajon de su tocador, y sacó de él cuatro pesadas bolsas de oro.

– Tomad, las dijo, dando á cada una una bolsa: este es vuestro dote.

– ¡Ah, señora! ¡cuánta bondad! —

– ¡Cómo podremos olvidaros! —

– ¡Qué noble y qué grande sois! exclamaron las doncellas.

– Basta ya: tomad doña María: bajo esta llave, en un cofre que ha quedado en mi retrete, encontrareis una cantidad en oro, que repartireis á las criadas, y adios: mi confesor, á quien he mandado llamar, me espera.

– ¿Y no volveremos á ver á vuecelencia?

– Acaso no nos veamos en la tierra, pero podremos vernos en el cielo.

Y Amina abrazó y besó en la boca á cada una de aquellas hermosas jóvenes, que mas que sus sirvientas habian sido sus compañeras, y se separó de ellas. Quedáronse las cuatro llorando, y Amina salió, conteniendo sus lágrimas; atravesó algunas habitaciones, y entró en una cámara donde la esperaba un anciano religioso de Atocha.

– Frai Miguel, dijo la jóven adelantando hácia el sillon donde el anciano estaba sentado, y arrodillándose á sus piés: adsolvedme de un pecado que no os he confesado hasta hoy por pudor, y bendecidme por la última vez.

– ¡Bendecirte por la última vez hija mia! exclamó el anciano, pálido y turbado: ¡absolverte de una falta que no me has confesado por pudor! ¿qué falta es esa, Esperanza?

Un padre no hubiera mostrado mas severidad ni mas interés, que el anciano religioso en aquella pregunta.

– ¡Soy madre! dijo entre sollozos y ocultando su rostro entre sus manos Amina.

El buen sacerdote alzó los ojos y las manos al cielo, y sus labios trémulos murmuraron una oracion, brotaron lágrimas á sus ojos, y luego poniendo sus dos manos temblorosas sobre la cabeza de Amina, la dijo con voz cobarde, por decirlo asi:

– ¿Sabe tu padre esa falta, hija mia?

– La sabe y me envia lejos; muy lejos de la córte para ocultar mi deshonra.

– ¿Y tu padre te ha perdonado?

– Mi padre, como yo, se conforma humildemente con la voluntad de Dios.

– Y… ¿no tiene reparacion esa falta?

– Ni mi padre ni yo lo sabemos, padre mio.

– Que te perdone Dios, pobre Esperanza, como tu padre y yo te perdonamos, exclamó el religioso profundamente: yo, ministro del Altísimo, te adsuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y os bendigo á tí y á tu hijo.

Despues de haber hecho descender su perdon y la bendicion de Dios sobre la cabeza de la jóven, el anciano religioso se cubrió el rostro con las manos.

– ¡Oh, que desgracia! exclamó: ¡que desgracia, Dios mio! ¡una casa tan ilustre, una criatura tan caritativa, tan noble, tan religiosa mancillada, por el mundo! ¡Oh! ¡que Dios tenga misericordia para el causador de tantos males! ¡Que Dios le perdone, porque bien ha menester de su perdon!

– ¿Oh! ¡sí, padre! ¡rogad, rogad á Dios por él! ¡pedid á Dios que no olvide jamás á la pobre mujer que tanto le ama!

– Pero ese hombre… ¿por qué no es ese hombre tu esposo?

– Os suplico padre que no hablemos mas de esto: voy á marchar y tengo que haceros antes un sagrado encargo.

– ¡Un sagrado encargo!

– Sí; pienso hacer una donacion á la santa casa de religiosos de Nuestra Señora de Atocha.

– La casa de Atocha es rica, á Dios gracias, hija mia; destina mas bien esa donacion á los pobres.

– Es que no he olvidado á los pobres, dijo Amina: tomad padre, tomad esta carta; por ella mi padre os entregará tres mil doblones: los mil son para la santa casa de Atocha: los dos mil restantes para que los distribuyais entre necesitados.

El anciano tomó aquella carta conmovido, y exclamó:

– ¡Ah! ¡eres buena cristiana y virtuosa, hija mia, Dios te protejerá!

– ¡Ay padre! ¡harto mas que otros que son muy desgraciados, necesito yo de la proteccion de Dios!

Entre tanto y en otro aposento de la misma casa, pasaba una escena enteramente distinta de las sencillas que acabamos de consignar.

Aquel aposento era la misma cámara donde la noche antes habia recibido el emir de los monfíes al príncipe don Carlos.

Yaye se paseaba meditabundo y mostrando en lo contraido de su semblante, una terrible irritacion interna.

Con él, sentado en un sillon, habia otro personaje á quien hemos perdido de vista desde la primera parte de nuestro libro.

Aquel hombre era el rey del desierto, Calpuc.

La vejez se mostraba ya en sus canas y en las arrugas de su semblante, pero se conservaba en la apariencia fuerte y robusto.

Acababa de llegar de las Alpujarras, llamado por Yaye el dia anterior, y en el momento en que le presentamos á nuestros lectores, estaba silencioso y pensativo.

– Todo me sale mal, dijo Yaye, parándose de repente: parece que Satanás anda metido en mis asuntos: este viaje de Amina me contraría, y sin embargo es necesario: dentro de poco la deshonra la saldrá á la cara.

– Has querido luchar con la astucia, al mismo tiempo que con las armas, dijo Calpuc, y ante tu fuerza de voluntad se han puesto los inconvenientes de la vida. La fatalidad nos persigue, Yaye.

 

– Mi hija tiene un corazon de mujer.

– Tuya es la culpa: ¿por qué la has puesto al paso del mundo tan hermosa y tan incitante? Todo lo has sacrificado á tu ambicion, Yaye: sacrificaste primero á la pobre doña Isabel de Válor; luego á mi hija, á mi pobre Estrella; despues á la hija de mi hija, á mi pobre Esperanza.

– Si; todo eso y mas he sacrificado: pero lo he sacrificado á mi patria.

– Tienes el grave defecto de dar á tus pasiones el pretesto de grandes pensamientos. ¿Qué has conseguido con presentarte en la córte de Castilla encubierto con el título que debiste á tu casamiento con mi hija?

– He conocido que España es un gigante enfermo, un gigante que se hará pedazos, que no tiene fuerzas para resistir á todos los enemigos que le acometen á un tiempo. He logrado rebelar al príncipe contra el rey.

– Lo que no pasa de ser un horrible crímen.

– Tratándose de mis enemigos en nada reparo: todos los medios de destruirlos son buenos para mí: además, encubierto entre los cristianos, he logrado introducir mi gente y mi oro entre ellos: mis monfíes están en todas partes: en la servidumbre de palacio; bajo las banderas del rey, en España, en Flandes, en Italia, en Francia, en Africa, en América; los hugonotes tienen cuanto oro y cuantos avisos han menester; los flamencos empiezan á corresponder á mis esperanzas, excitados por mis emisarios y por mi oro, hasta el punto de que Felipe II, creyendo poco fuerte la autoridad de su hermana la infanta doña Margarita de Parma, envie á los Paises Bajos al duque de Alba: el mando feroz de este capitan brutal, acabará la obra que yo he empezado; la guerra crece en Méjico, y los moriscos de Granada estan ya en el caso de jugarlo todo á un envite: la insurreccion general contra España amenaza, y los enemigos del opresor universal crecen: es verdad que he perdido la paz del corazon; que he enlodado á mi hija: pero, Calpuc, el dia de la venganza se acerca: Felipe II está herido de muerte.

– Nunca hemos pensado del mismo modo; si hubieras seguido mis consejos, no hubiéramos sido mas afortunados de lo que lo somos respecto al tirano que nos oprime; pero al menos tendríamos la conciencia tranquila: no hubiéramos cometido crímenes, Yaye; no hubiéramos sacrificado á las dos prendas de nuestra alma.

– Si, siempre hemos pensado de distinto modo; por lo mismo lo mejor es que no hablemos mas de tales asuntos. Lo que haya de suceder será. Vamos á lo que importa. Todas nuestras joyas, todo nuestro oro, gran parte de nuestro tesoro, en fin, ha sido encerrado en cofres, y va á partir con Amina. Para defenderla á ella y á esas riquezas, te acompañarán treinta de mis mas bravos monfíes con nombre y traje castellanos; el wali que mande á esa gente y que te acompañará bajo el aspecto de mayordomo, es el Partal: ya conoces su valor de leon y sus fuerzas de toro. Es ademas muy leal. Vais, pues, perfectamente asegurados mi hija y tú. Cuando llegues á Granada, aunque allí no tenemos palacio, tengo ya preparada una hermosa casa que pertenece á Aben-Aboo…

– ¡Aben-Aboo… ¡pobre jóven! exclamó Calpuc.

– No hablemos ni una palabra de eso, exclamó con irritacion Yaye; Dios lo quiso… ó Satanás. La pobre Isabel ha quedado reducida á muy poco; jamás he logrado que acepte nada de mi mano, y su hijo que ha perdido la mayor parte de los bienes de… su padre Miguel Lopez, se ve hoy obligado á alquilar á los nobles que van á Granada su casa junto á San Miguel: yo he tomado esa casa. En ella puedes vivir con Amina todo el tiempo que pueda encubrirse su estado: despues, cuando sea necesario, la llevarás á mi alcázar de las Alpujarras, del que no saldrá hasta que pueda salir, si es que Dios quiere sacarla salva de esa dura prueba. Yo permaneceré en la córte todo el tiempo que sea posible, y no iré allá sino para desplegar mi bandera y embestir decididamente con el cristiano. He hecho cuanto he podido hacer. Dios hará lo demás. Ahora silencio, siento que Amina se acerca.

En efecto, poco despues se abrió una puerta, y Amina entró en la cámara de su padre.

Venia profundamente tranquila.

– Estoy dispuesta, padre mio, dijo.

– Si, abreviemos cuanto sea posible lo doloroso de esta separacion, dijo Yaye besándola en la frente: tu abuelo está dispuesto á acompañarte y todo está preparado.

– ¡Ah, padre mio! exclamó Amina cayendo de rodillas; ¡perdonadme y bendecidme de nuevo, por si no nos volvemos á ver!

– ¿Quién piensa en no volvernos á ver? exclamó Yaye levantando á su hija: ¿ni por qué he de negarte yo mi perdón ni mi amor, cuando lo que es, ha sido porque Dios ha querido que sea? Yo te amo y procuraré hacerte feliz, Amina; pero es preciso que luchemos aun. Es preciso que nos separemos.

Amina se arrojó sollozando en los brazos de su padre. Calpuc miraba con un dolor profundo aquella escena.

– Vamos, tranquilízate, dijo Yaye: adivino lo que no te atreves á decirme. Yo velaré por don Juan, yo le amaré como á un hijo, á pesar de que me ha hecho mucho daño. Ahora enjuga tus lágrimas, tranquilízate y vamos.

Amina hizo un violento esfuerzo sobre sí misma, y logró aparecer mas tranquila: entonces Yaye fué á una de las puertas de la cámara.

– ¡Ola, Partal! dijo:

Presentóse un hombre como de treinta años, vestido de camino á la usanza de los hidalgos castellanos.

– Baja y haz montar á la gente, le dijo Yaye. No olvides lo que te he encargado.

– No lo olvidaré, magnifico señor.

– Vé, nosotros te seguimos.

Cuando Calpuc, Yaye y Amina, bajaron al patio, encontraron montados á los lacayos y la servidumbre, silenciosa y triste agolpada á la puerta: se habia hecho amar la jóven de tal modo por todos, que su partida causaba un sentimiento general.

Sus doncellas, que la habian esperado en las escaleras, la siguieron hasta la carroza: el anciano religioso fray Miguel, estaba esperándola humildemente á la puerta. Un círculo de curiosos, aunque era muy temprano, se agolpaba en la calle para presenciar aquella faustosa marcha.

Repitiéronse los abrazos, las lágrimas de las doncellas y las demostraciones de afecto de la servidumbre; Amina entró en la carroza con Calpuc: poco despues el pesado carruage se puso en marcha escoltado por los lacayos.

El duque se apartó con un movimiento brusco de la puerta, y se perdió en el interior de su palacio; las doncellas saludaron con sus pañuelos á Amina, que asomaba la cabeza por la portezuela, y antes de que aquella cabeza se ocultase, el anciano fray Miguel la envió su última bendicion, y se alejó todo lloroso y en paso tardo hácia su convento de Atocha.

10Este corral ocupaba poco mas ó menos el mismo sitio que hoy ocupa el teatro del Príncipe.