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Los monfíes de las Alpujarras

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SEGUNDA PARTE.
EL MARQUESITO Y LA DUQUESITA

CAPITULO PRIMERO.
Tres notabilidades de la córte del rey don Felipe

Eran estas notabilidades dos mujeres y un hombre.

La una mujer se llamaba doña Esperanza de Cárdenas, duquesa de la Jarilla.

La otra, la princesa Angiolina Visconti, esposa del príncipe Maffei Lorenzini.

El hombre se llamaba don Juan Coloma, marqués de la Guardia.

Estos tres personajes tenian tres nombres por los cuales se les nombraba por excelencia.

Conociese á doña Esperanza de Cárdenas, bajo el nombre de la hermosa duquesita.

A la princesa Angiolina, bajo el de la casada-virgen.

A don Juan de la Guardia, bajo el de el marquesito.

La hermosa duquesita, tenia veinte años.

La casada-virgen veinte y seis.

El marquesito veinte y uno.

Necesitamos dar á conocer á estas tres personas, y, por mas que pese á nuestra galantería, el órden de los sucesos que vamos refiriendo nos obliga á empezar por el marquesito.

El marqués de la Guardia habia quedado huérfano cuando solo contaba un año. Su padre don Gabriel Coloma, habia sido encontrado muerto á estocadas en una calleja del Albaicin, y por resultado de su muerte, murió afligida y triste siete meses despues su madre doña Clara de Arévalo.

El marquesito huérfano, pues, fue entregado á la tutela de un tio materno, hidalgo disoluto, que no cuidó gran cosa de la severidad en la educacion de su sobrino: sin embargo, le amaba, y era imposible no amar á aquel arrapiezo tan hermoso, tan inteligente, tan diabólico, tan cariñoso, tan vivo: su tio don César de Arévalo, al ver las favorables disposiciones de su sobrino, habia jurado hacer de él un don Juan Tenorio y en ningunas manos habia podido caer el pobre huérfano, que mejores fuesen, para hacer de él uno de esos terribles calaveras del siglo XVI, que, considerados bajo cierta faz, son una de las ilustraciones de nuestro siglo de oro, por lo valientes y audaces; muchos de los cuales, despues de una juventud borrascosa, habian contribuido con su espada, ya en los viejos Estados de Europa, ya en las vírgenes praderas del Nuevo Mundo, á sostener el carácter preponderante y conquistador de las Españas.

El cariño de don César hácia su sobrino, cariño indiscreto y exagerado, habia hecho al jóven marqués voluntarioso y exigente; este mismo cariño habia contribuído á que, en punto al saber, la educacion del jóven fuese mezquina y descuidada: en efecto; ¿para qué necesita un marqués la ciencia? Los pobres la adquieren como un medio de hacerse ricos, pero el que ha nacido opulento no necesita de la ciencia para nada. Limitóse, pues, su tio á que aprendiese á leer por el catecismo, y á escribir medianamente: en cuanto á contar abstúvose prudentemente de esta enseñanza su tio, porque preveia que tarde ó temprano se veria obligado á rendir cuentas de su hacienda á su sobrino.

A los ocho años ya sabia nuestro marquesito leer de corrido en letras gordas de molde y de mano, y escribir con un carácter demasiado correcto y claro para un título de Castilla, cartas de amores á las vecinas, que estaban locas con la precocidad del pequeño don Juan, y se le disputaban y le convidaban con frecuencia á sus fiestas, en las cuales era el marquesito un aliciente, por su espíritu despierto y sus oportunidades prematuras.

Habia la desgracia de que don César de Arévalo, obedeciendo á sus instintos, vivia en una muy mala vecindad: las damas moradoras de las casas circunvecinas, eran todas de vida alegre, de fácil trato, de espíritu galante y aventurero. Don César las trataba á todas, y con todas gastaba bizarramente la hacienda de su sobrino. El pequeño don Juan, desde sus primeros años, se habia visto acariciado por hermosas manos, besado por bocas fresquísimas, de labios purpúreos, y aliento perfumado: mirado, en razon de su extremada hermosura, por ojos ardientes, poco pudorosos y mucho provocadores; el demonio de la tentacion, bajo todas sus formas, habia mecido en la cuna á aquel niño abandonado al vício, y su espíritu se habia formado en una atmósfera envenenada, pero brillante, ardiente, en medio de la cual flotaban mujeres como hadas, saturadas de perfumes, engalanadas con brocados y sedas, y prendidas con plumas y diamantes.

Asi es, que don Juan no conoció la inocencia, y á los doce años amaba con la intensidad y la impureza de un hombre de treinta; á los trece años, era peligroso para las mujeres; á los catorce, desarrollado, hermosísimo, valiente, audaz, consumado en el manejo de las armas, galan entre los galanes, el hombre niño, como se le habia llamado desde pequeño, habia ascendido en la consideracion y en el lugar que ocupaba entre sus antiguas maestras: aquellas mujeres le habian convertido en su amante, le habian dado una fama que don Juan habia sabido sostener á las mil maravillas, y desde los trece á los catorce años, habia tenido cien queridas: una por dia. Don Juan era un prodigio.

Su juventud, su hermosura, su audacia, le habian hecho el favorito de las damas galantes: por consecuencia, se había hecho enemigos numerosos entre los hombres galanteadores. Al principio hubo algunos zelosos que se permitieron tratarle como niño. Don Juan se encargó de hacer que le tuviesen por hombre, matando en duelo al primero que se le vino á las barbas y su tio se vió obligado á gastar sumas enormes para sacarle de la cárcel y templar el rigor de las pragmáticas.

Como se ve, tan de prisa le habia educado su tio, que habia adelantado para él la edad de las pasiones, y los graves acontecimientos de la vida.

Don Juan, que no habia tenido infancia, porque la infancia es la inocencia, ni adolescencia, porque la adolescencia es la timidez, habia llenado cumplidamente los deseos de su tio, siendo á los quince años un completo don Juan Tenorio.

Jugaba con el mayor desprendimiento y nobleza enormes sumas, sin afligirse por las pérdidas, ni regocijarse por las ganancias: montaba á caballo como el mejor picador; con espada y daga no habia maestro que le metiese un tajo, ni galan que mas bizarras galas gastase, ni mas querido de las damas fuese, en la noble córte del rey de las Españas.

Juntos á gastar tio y sobrino, muy pronto fueron á dar, empeñadas, en manos de prestamistas, las cuantiosas rentas del marquesado de la Guardia, que habian ya quedado bastante empeñadas por el difunto marqués; llegó al fin un momento, en que el tio se vió obligado, por la primera vez, á negar una respetable suma á su sobrino.

Era tambien esta la primera contrariedad que experimentaba el jóven don Juan y se irritó; pero de una manera tal, que el tio se arrepintió, aunque tarde, de haber dado tal educacion á su sobrino. Arreglóse, pues, como pudo, buscó al marquesito la suma en cuestion, y se decidió á apartarle de su lado, cuanto antes le fuese posible.

Pero esto era sumamente difícil; le habia acostumbrado á vivir por fuero propio, y se habia convertido en tirano de su tio.

Don Juan llegó á cumplir veinte años, y se hizo incontrastable.

En aquellas circunstancias habia sido presentada doña Esperanza de Cárdenas en la córte, y admitida al servicio de la reina doña Isabel de Valois ó de la Paz. Doña Esperanza tenia un título ilustre, como que habia heredado de su madre, doña Estrella, el ducado de la Jarilla, y á mas una maravillosa y característica hermosura.

La hermosa duquesita, como rompieron á llamarla espontáneamente á su aparicion, eclipsó desde el momento á las mas hermosas y á las mas ricas; es verdad que la habia precedido un prólogo, por decirlo así, ostentoso: seis meses antes de la llegada á la córte del duque viudo de la Jarilla y de su hija, uno de los genoveses mas ricos de Madrid, se presentó al dueño de una manzana entera de casas en Puerta de Moros, y le hizo la proposicion de que, fuese cualquiera el valor que impusiera á su propiedad, se le satisfaria en el acto, y tanto mas, cuanto mas pronto se hiciese el negocio. Concluyóse este con brevedad, porque quien bien paga, obtiene, generalmente, lo que quiere; otorgóse escritura de venta á favor de la duquesa de la Jarilla, y ocho dias despues, solo habia un monton de escombros en el lugar ocupado antes por un hacinamiento de feas y viejas casuchas: abriéronse profundos cimientos, y de dia en dia se vió levantarse, con una rapidez inusitada, un magnífico palacio á la flamenca, con ciertos resabios árabes, en ventanas, galerías y balcones.

Una obra de tal volúmen, que con tal ostentacion y coste se hacia, y en la que trabajaban centenares de albañiles, llamó naturalmente la atencion; preguntose el nombre de quién hacia aquella fábrica, y sabido el nombre, se deseó conocer á la persona que tanto y tan bien gastaba: despues los primeros pintores, tallistas y tapiceros de Madrid, se encargaron de la pintura, decorado, adorno y mueblaje de la casa, y estos fueron otras tantas lenguas de la fama para ponderar el excesivo coste de pinturas, tapices, alfombras y muebles: sintiéronse mortificados los mas ricos y los mas nobles por tanta esplendidez, y el mismo Felipe II frunció las cejas cuando supo que habia en sus dominios, y vasallo suyo, un grande que tan exorbitantes gastos sufria: repitióse el nombre de la duquesa y del duque viudo de la Jarilla: súpose por los mas viejos de la grandeza, que aquel era un título antiguo y de buenas rentas, pero no tales como se necesitaban para tal lujo de casa: súpose que hacia mas de cuarenta años que los poseedores de aquel título habian estado apartados de la córte y como oscurecidos: y, como algo debia deducirse, se dedujo que aquel retiro habia servido para desempeñar las rentas, para ahorrar, en una palabra, y que con aquellos ahorros se pensaba, sin duda, preparar una ostentosa vuelta á la córte: suposicion natural, que tranquilizó, hasta cierto punto, las hablillas de todos, porque todos preveian que aquel lujo solo era una llamarada que no se podria sostener en lo sucesivo; una especie de fanfarronada; un gasto loco, en fin.

 

Pero cuando, concluido el palacio, se vió la numerosa servidumbre que vino á ser su alma; servidumbre jóven, galana y cubierta con ricas libreas; cuando se contaron los caballos que entraban y salian de las cuadras, montados cada cual por un palafrenero; animales magníficos, la mayor parte árabes y andaluces, y cuyo número no bajaba de doscientos; las diferentes carrozas de córte, calle y campo; las literas, los demás accesorios, en fin, de una casa de rey, todos volvieron á sentir el agudo aguijon de la envidia y no faltó quien dijo:

– Sangre de indios es esa grandeza: ¿no sabeis que uno de los duques de la Jarilla estuvo muchos años de adelantado en Méjico?

Fuese como fuese, el resultado era, que para hacer lo que el duque viudo de la Jarilla habia hecho en la córte, á nombre de su hija la duquesa, era necesario poseer las riquezas de un rey.

Pero la admiracion subió de punto cuando Esperanza fue presentada por su padre en la córte y admitida como dama al servido de la reina; ninguna grande llevaba antes que ella una riquísima tela traida á costa y coste del extranjero: ninguna poseía tanta, ni tan rica, ni tan variada pedrería; ninguna se presentaba diariamente con ricos estrenos y con alhajas y galas no vistas. La hermosa duquesita superaba á todas las damas de la córte en hermosura y en riqueza, inclusa la reina, no sin que esto llamase profundamente la atencion del receloso Felipe II.

¿Habia una familia desgraciada? allí estaba Esperanza: y el consuelo que Esperanza llevaba á aquella familia, no era una limosna mas ó menos cuantiosa, sino una fortuna estable, asegurada, relativa á las necesidades del socorrido. ¿Mostraban los genoveses ó los judíos, riquísimos brocados, costosos encajes, magníficos aderezos? allí se estaban hasta que un dia pasaban Esperanza ó su padre y los compraban sin reparar en el precio. ¿Pasaban comediantes por la córte? El aposento mas cercano al tablado, mas visible, mejor situado, era obtenido por el duque, aunque tuviese que pujar su mayordomo de soberbia á soberbia con el mayordomo del mas encopetado grande: luego, por la tarde, cuando el público iba á la comedia, auto ó farsa, se reparaba que el mejor repostero entre todos los del corral, el de mejor brocado, era el que cubria el antepecho del aposento del duque de la Jarilla: que los tapices del interior de aquel aposento, y los sillones y las pieles, si era invierno, eran los mas ricos; por último, que la dama mas hermosa, mejor ataviada y mejor prendida, con mas sencillez y gusto que ninguna, y con mas riqueza, á pesar de su sencillez, era la duquesa de la Jarilla. El bobo, el rústico, el simple, como se llamaba entonces á los graciosos, tenia sus motivos para endilgar á la duquesita alguna redondilla ó copla aduladora, ya en la loa, ya en el discurso de la representacion. Siempre que el gracioso hacia esto, el duque le arrojaba una repleta bolsa de oro, y el patio aplaudia. Cuando la adulacion venia de una comedianta, Esperanza se sonreía benévolamente, se arrancaba una rica joya de su prendido y la arrojaba al tablado con la mayor naturalidad y gracia. Entonces los aplausos del patio se hacian frenéticos y frenética y casi rabiosa la envidia de las otras damas. Los pintores de mérito podian contar de seguro con la buena venta de sus cuadros en casa del duque, y hablaban de un precio fabuloso pagado á Pantoja, el buen pintor de Felipe II, por un cuadro de familia mandado hacer por el duque. En las fundaciones de conventos, hospitales, iglesias y obras pías, que eran muchas por aquel tiempo, contribuia con la mayor parte del dinero la duquesa de la Jarilla, aunque sin dar su nombre á ninguna de estas fundaciones religiosas. Por último, el duque mantenia á su costa una compañía de infantería española en Flandes, y llevaba por lo tanto el nombre de capitan.

Por otra parte, eran tan rígidas las prácticas religiosas del duque viudo y de la duquesita; tenian por directores de sus conciencias varones tan doctos, tan graves y tan justificados, que la Inquisicion, á quien mandó el rey bajo cuerda, hacer informacion acerca del duque, cumplió su encargo declarando que: despues de prolijas y bastantes informaciones secretas, resultaba que: tanto el duque viudo de la Jarilla, como su hija la duquesa, eran buenos y celosos cristianos; que los monasterios, las obras pías y los pobres, les debian mucha caridad y que nada encontraba porque pudiera recelarse ni aun remotisime de la religion, lealtad y virtud de tan ilustre y poderosa familia.

Encogióse de hombros Felipe II al leer el informe del Santo Oficio, y dejó rodar la bola, y la envidia de las damas seguia viva; pero no roedora, porque Esperanza, siempre altiva y desdeñosa con los hombres, circunspecta y mesurada en sus acciones y palabras, no dió el mas ligero pretexto á la envidia que volaba á su alrededor, para que la mordiese.

Por un contraste singular con la educacion que habia recibido el marqués de la Guardia, la hermosa duquesita, segun el dicho de su padre, habia sido educada en un convento; pero, por otra singularidad tambien notable, sin que pudiera atribuirse á los vicios de la educacion, la duquesita, á pesar de su poca edad, que apenas llegaba á los veinte años, era una mujer completamente formada, con un cuello, un seno y unas manos admirables; morena, pálida, y en cuyos ojos graves y ardientes, brillaban una pasion, una exuberancia de vida y una predisposicion al amor y al amor violento, que la hacian parecer doblemente hermosa. Notábanse en ella, un aprecio de sí misma, una gravedad y una altivez impropias de sus pocos años, y una especie de experiencia, de trato de mundo, de conocimiento de las gentes, cuya causa, teniéndose en cuenta la educacion monástica indicada por su padre, no podia comprenderse. Aquello era un fenómeno.

No faltó al reparar esto, quien reparase la semejanza que existia, tanto en el desarrollo físico como en el moral, entre la duquesita y el marquesito de la Guardia, no faltando tampoco quien, creyendo en la predestinacion, en lo de las dos medias naranjas, hablando vulgarmente, rompiese con poca circunspeccion por medio, y llamase á la duquesita la mujer del marquesito y al marqués de la Guardia el hombre de la duquesita.

Y hay frases, que se dicen solamente por decir una oportunidad, y acaban por ser fatales. Muy pronto, acogido el dicho, dejó de llamarse á la jóven la hermosa duquesita, y se la confirmó con el sobrenombre de la mujer del marquesito.

Entre tanto los dos jóvenes, de quienes tanto se ocupaba la gente libertina de ambos sexos de la córte, no se conocian: la mujer del marquesito, no habia dejado de ser guardada por las dueñas de su casa, sino para serlo por las dueñas de palacio, y no salia, por lo tanto del círculo de hierro establecido por la rígida etiqueta de la casa de Austria. Por su parte el hombre de la Duquesita, siguiendo los consejos de esa segunda naturaleza que se llama educacion, no salia de los garitos y de las mancebías. Por lo tanto habia una sociedad entera entre los dos jóvenes predestinados.

A pesar de vivir en círculos tan opuestos, la murmuracion, que á todas partes alcanza y en todas partes se mete, no tardó en hacer llegar á los oidos de entrambos jóvenes que la opinion pública los habia casado. Natural era que la mujer que tanto oia ponderar las bizarrías, la gentileza y la hermosura de su marido de fama, desease conocerle, y que el marquesito, de suyo predispuesto á todo lo que era escéntrico y romancesco, ansiase conocer á aquella nobia, que sin pretenderlo le habian adjudicado, y que tenia el triple aliciente de una extremada hermosura, de una extremada juventud, y de una extremada nobleza, y no hablamos de lo cuantioso de sus rentas, porque, calificando estas como aliciente respecto á don Juan, inferiríamos una grave ofensa á su memoria. Don Juan despreciaba el dinero, y tanto le despreciaba que apenas le habia á las manos le separaba de sí con el mayor desprecio del mundo. Sin embargo, ya hemos visto que el dinero se habia vengado de su desprecio haciéndose desear por aquel gastador incurable, y obligándole á tener serias contestaciones con su tio.

Cuando el marquesito deseó conocer á la duquesita, corrian los primeros dias de enero de 1567.

Desde el momento en que los jóvenes tuvieron noticia el uno del otro, se desearon; pero de una manera ardiente. Puede decirse que desde el punto en que el nombre del uno sonó en los oidos del otro, empezaron á amarse. Al principio cada uno de ellos se fingió en el otro su bello ideal, y ese amor vago, ese amor que se refiere á un ser que no se conoce, ese amor que de ninguna manera puede ponerse en contacto con el ser amado, llegó á ser un amor violento respecto á personas dotadas de organizaciones tales como las de los dos jóvenes: ella era voluntariosa, él voluntarioso é impaciente: entrambos luchaban con su soberbia íntima: no querian vencerse ni aun ante sí mismos, y no procuraron, por lo tanto, acercarse el uno al otro. Ella se habia dicho:

– Si él conoce mi nombre y desea conocerme, que me busque.

El se habia dicho á su vez:

– Yo no he de buscarla.

Y esto se lo habian dicho entrambos con ese lenguaje misterioso é instintivo del alma, que no formula en palabras sus deseos, que es un sentimiento íntimo, un deseo germinado por una idea puesta en contacto con el espíritu: una de esas simpatías misteriosas que no han podido definirse y que se revelan al simple sonido de un nombre; que es el resultado de un amor instintivo, de un amor que, ó desaparece, dejando una impresion dolorosa en el alma, si al conocer realmente al ser que nos le ha inspirado de una manera abstracta, no corresponde á la idea que de él habiamos concebido, ó crece y se desborda si por acaso la excede.

Colocados en esta situación moral entrambos jóvenes, solo faltaba que una casualidad los reuniese.

Pero las casualidades suelen dejarse esperar mucho tiempo, y como el tiempo es el mejor remedio que conocemos para curar ciertas afecciones, acaso nuestros jóvenes hubieran dejado de pensar el uno en el otro; pero eran dos cometas lucientes que habian aparecido en el firmamento estrellado de la córte, y se hablaba continuamente de ellos: la duquesita oia referir cada dia una nueva aventura de su hombre; el marquesito escuchaba con mucha frecuencia el percance desgraciado de algun amador veterano que habia pretendido enriquecer su corona de flores marchitas, con la posesion de la duquesita.

No podian, pues, olvidarse.

Sin embargo, la caprichosa casualidad habia hecho pasar tres meses desde que ambos jóvenes se habian conocido de fama pública hasta el jueves santo de 1567.

En aquella época ella era la desesperacion de los cortesanos.

El la expiacion de las cortesanas.

La novedad eterna de la córte ella.

El el escándalo perpétuo.

En aquellos tiempos el espíritu religioso del pueblo español estaba por cima de todo: era, por decirlo asi, un elemento componente de la sociedad de entonces: desde el rey al verdugo, altos y bajos, chicos y grandes, buenos y malos, todos creian en Dios, y todos lo adoraban, dentro de los dominios de la católica España, exceptuando solo un rincon de ella donde, entre breñas, no se rendia al Crucificado mas que un culto de miedo, bajo la presencia inmediata de la Inquisicion, de los obispos, de los párrocos y de las justicias. Este giron, riquísimo sin embargo, se llamaba las Alpujarras.

Por lo tanto, nunca podia admirarse mas el recogimiento y la fe de los españoles, que el jueves y el viernes santo, en las calles, y particularmente en los templos, que se llenaban de una multitud devota y severa.

A las dos de la tarde de aquel jueves santo, que debia formar época en la vida de la duquesita y del marquesito, salió este á la calle, severa aunque ricamente vestido de negro, y se dedicó á recorrer los monumentos.

Un secreto instinto le decia que aquella tarde debia conocer á su mujer, y por lo mismo no iba su pensamiento preparado con toda la devocion conveniente á tan sagrado dia.

Una idea le preocupaba sobre todo: la córte, segun costumbre, debia visitar los santuarios: en la córte en la servidumbre de los reyes, debia ir la hermosa Duquesita. Pero ponerse en acecho de la córte ¿no era buscarla? El marquesito se habia jurado á sí mismo no robar su privilegio á la casualidad, y tomó una resolucion que debemos llamar heróica: lo dejó á la suerte: para que la suerte fuese el principal agente, se prescribió un número determinado de iglesias y un itinerario rigorosamente lógico; don Juan, vivia en el monte de Leganitos: por consecuencia la primera iglesia que debia visitar era la de Santo Domingo el Real: despues las de Santa María, San Pedro, San Andrés, San Francisco, San Miguel, y por último, la del Hospital del Buen Suceso.

 

El marquesito se veia obligado á recorrer esta extensa periferia, porque en el año de 1567, en que acontecia lo que vamos refiriendo, no habia en Madrid ni aun la mitad de las parroquias, conventos y ermitas que se fundaron despues sucesivamente hasta los tiempos de Fernando VI: ningun itinerario habia encontrado mas cómodo que el que habia elegido, y hé aquí lo lógico de su eleccion; porque siempre elegimos, cuando no tenemos otro interés, lo que nos ofrece mas comodidad y brevedad.

Para no alterar en nada lo natural de los sucesos, el marqués se propuso invertir en cada iglesia el tiempo necesario para las acostumbradas oraciones en aquellos dias, y además no mirar deliberadamente á ninguna mujer.

Asi es, que, cuando llegó al Buen-Suceso, su última estacion, era ya muy cerca del oscurecer, y la córte, segun costumbre, debia haber regresado ya al alcázar.

No dejó de fastidiar al marquesito esta circunstancia: la casualidad le volvia decididamente las espaldas; pero de repente, una voz que retumbó en la iglesia, le conmovió de piés á cabeza, haciendo vibrar un eco desconocido hasta entonces en su corazon: el de la esperanza satisfecha: aquella voz habia dicho:

– ¡Sus magestades, el rey y la reina!

Allí estaba la córte: en ella debia venir su desconocida mujer.

Adelantaron, entre tanto los suizos, abriendo calle entre la multitud de fieles; siguieron los altos empleados de palacio, y al fin, el rey y la reina se arrodillaron sobre las almohadas; detrás de ellos se habia arrodillado la córte.

Don Juan no pudo contenerse en las condiciones que se habia impuesto, y rompió la de no mirar deliberadamente á ninguna mujer; sus ojos anhelantes se habian fijado en la pleyada deslumbradora que constituian las damas de la reina; pero la casualidad quiso que no la robase el marqués ninguna parte de su imperio, y don Juan, aunque vió muchas cabezas hechiceras, muchos ojos y muchos rostros deslumbrantes, no vió ninguna dama, que por su juventud, ni por su hermosura especial, pudiese convenir con la idea que él se habia formado de su mujer.

Entonces experimentó otro sentimiento desconocido tambien para él:

La decepcion de la esperanza.

De repente, y cuando el jóven exhalaba su primer suspiro de despecho, un resplandor fugaz iluminó la iglesia, y se escuchó un grito general de terror; seguidamente un resplandor mas fijo brilló en el templo, y la gente se agolpó aterrada á las salidas; la gran cortina morada del tabernáculo se habia incendiado: el fuego se habia comunicado á la armazon del monumento, y una inmensa y ancha llama se elevaba hasta tocar la bóbeda, contra la cual se torcia como una serpiente de fuego.

En aquella situacion suprema, don Juan, que ante todo era caballero y leal, se lanzó hácia el sitio donde estaba la reina, como se lanzaron otros muchos; pero embarazado por la multitud, contra cuya corriente iba, antes de llegar al lugar que habia ocupado la córte, sintió que unas manos temblorosas se asian á él, y oyó una voz sonora, grave, llena de ansiedad, que exclamaba:

– ¡Salvadme, caballero! ¡salvadme!

Aquella voz, por su timbre particular, por un no sé qué misterioso, se apoderó del alma del jóven, la halagó, como halaga una suave esencia al olfato; le acarició, como acaricia nuestra frente calenturienta la brisa, y le obligó á mirar á la mujer que la producia.

Apenas habia podido ver su rostro don Juan, cuando la asió por la cintura, la levantó en peso, con la misma facilidad que hubiera levantado un copo de seda, y reteniéndola con el brazo izquierdo, y empujando brutalmente con el derecho á los que tenia delante, y saltando sobre ellos, salió por una puerta lateral, atravesó el patio y se encontró, fuera ya, en la carrera de San Gerónimo, que atravesó rápidamente, perdiéndose por una de las calles inmediatas.

La noche habia cerrado, pero era muy clara: acababa de salir la luna y alumbraba el centro de la calle.

Don Juan siguió con su carga, sin hablar una palabra, hasta una plazuela irregular y enteramente desierta.

Entonces se detuvo y dejó que la dama se afirmase en el suelo; pero retuvo sus manos entre las suyas.

Don Juan, por una rapidísima, por una verdadera inspiracion, habia arrojado en la iglesia, al asir á la dama, su toquilla de terciopelo, á pesar de que tenia un herrete de diamantes de sumo valor, y con la cabeza descubierta y su ancha y blanca frente iluminada por la luna, estaba hermosísimo.

La mujer que tenia delante de sí y toda trémula, era muy jóven; apenas representaba diez y seis años; habia perdido su velo y tenia la cabeza descubierta, y sus negrísimos y voluminosos cabellos, peinados en trenzas, salpicadas de perlas y esmeraldas, despedian reflejos azulados á la luz de la luna; su semblante enteramente en la sombra, brillaba, por decirlo así, por la lucida mirada de sus ojos, intensamente fijos en el marquesito, con una expresion de asombro, de fascinacion, de suprema alegría, que el autor no se atreve á calificar; pero que enloquecia al jóven y le hacia probar delicias para él desconocidas; á pesar de que la luz de la luna emblanquece y de igual modo su reflejo, se comprendia que aquella jóven era morena: por lo demás, llevaba una riquísima y gruesa gargantilla de perlas, arracadas de gruesos diamantes, un vestido de córte, de damasco brocado, y brazalete y ceñidor de perlas; solo la faltaba el velo que habia perdido en el tumulto.

El silencio de entrambos jóvenes despues de su parada y de su mútua é intensa contemplacion solo duró un momento.

El primero que le rompió fue el marquesito con una exclamacion apasionadísima que parecia salir del fondo de su alma:

– ¡Vos sois mi mujer! dijo.

Mudó de color la jóven, dejó de mirar de aquella manera irreflexiva al marqués, y contestó con gravedad:

– No comprendo lo que quereis decir, caballero.

– ¡Yo soy el marqués de la Guardia! ¡Vos sois la duquesa de la Jarilla! contestó con acento opaco don Juan.

– ¡Ah! exclamó involuntariamente la jóven.

Y aquel ¡ah! por su intencion, por su asombro, por su espontaneidad, y si se quiere, por cierto fondo imperceptible de alegría, era equivalente á la frase de:

– ¡Vos sois mi hombre!

Don Juan era demasiado audaz y estaba demasiado enamorado, para que pudiera contenerse, y abandonando por un momento las manos de la jóven, la asió con entrambas palmas las mejillas, y la besó hambriento en la boca.

La jóven dió un grito que era al mismo tiempo un gemido de dolor, una protesta de pudor y una demostracion de dignidad, y seguidamente, y con paso apresurado, se dirigió á una de las tres salidas de la plazuela.

– ¿A dónde vais, señora, sola y á tal hora? exclamó el marqués alcanzándola y cortándola el paso.

– ¡Haceos á un lado! exclamó con altivez la jóven. Voy á buscar por esas calles un caballero que sepa conducir dignamente á palacio una dama de la reina.

– ¿Segun eso, dijo sin alterarse el marqués, no me teneis por caballero?

La jóven tornó á mirar con un desden mas altivo al marqués, y dijo severamente:

– ¡Haceos atrás!

– ¿Que me haga atrás cuando os encuentro milagrosamente despues de un siglo que ando enamorado de vos en busca vuestra?

– Haceos atrás, repitió con un tanto menos de empeño la hermosa dama.

– Escuchadme, doña Esperanza, dijo amorosamente el jóven, asiéndola de nuevo las manos que ella pugnó ligeramente por desasir de las del marqués; ¿no creeis que Dios no ha hecho que nos encontremos de este modo extraño, sino para que no nos volvamos á separar? ¿No os dice vuestro corazon como á mí el mio, que hemos nacido para amarnos, que no podemos ser felices sino el uno por el otro, que de todo lo que el mundo encierra, nada mas que nuestro amor es lo que para nosotros existe? ¿No me habeis visto nunca antes de conocerme, como yo os he visto antes de veros?