Za darmo

Los monfíes de las Alpujarras

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Mandó á Harum que la procurase ropas de calle, un libro de devociones y un manto. Harum le procuró todas estas cosas. Cuando Estrella las tuvo, le dijo que queria ir todos los dias á misa á la parroquia mas próxima.

Harum, aunque con repugnancia, acompañó desde entonces á misa todos los dias por la mañana á Estrella, llevándola á la iglesia de San Gregorio el Alto.

Durante ocho dias, Estrella que habia contado con su juventud y su hermosura para procurarse un noble conocimiento que la sirviese para dar con su abuelo, notó que á la iglesia de San Gregorio, la mas alta y lejana del Albaicin, solo concurrian pobres gentes y toscos trabajadores, que se asombraban de ver todos los dias á una dama tan hermosa, en aquella iglesia donde no acostumbraban á ir damas.

Estrella pidió á Harum que la llevase á una iglesia mas concurrida. Harum, por mas que le disgustase este afan de dejarse ver, en una dama por la cual podia interesarse su señor, aunque solo le habia mandado que la obedeciera como si fuera su hermana, la llevó á la colegiata del Salvador; pero aunque en aquellos tiempos era la tal iglesia muy concurrida, iba á ella la jóven demasiado temprano para encontrar en ella gente noble. Entonces preguntó á Harum á que hora concurria á la iglesia la gente principal. Harum la contestó un tanto contrariado, que á la misa de hora.

– Pues, bien, dijo Estrella; quiero ir á la misa de hora.

– Para ello será necesario que vayais mejor prendida, en litera, y con noble servidumbre, observó Harum.

– Pues bien; comprad lo que fuere menester.

Harum procuró á Estrella nobles y ricos trages y una litera de córte y la hizo acompañar por sus monfíes disfrazados de pajes, que la llevaban el cogin y la silla: no bastando para estos gastos el dinero que le habia dejado Yaye, Harum se vió obligado á empeñar sus mejores prendas. Pero Estrella fue vista y admirada el domingo inmediato por la gente mas noble de Granada.

Sin embargo, durante tres dias de fiesta, aunque la miraron con codicia muchos hidalgos jóvenes y viejos, y aunque Estrella, que ansiaba tener un instrumento de quien valerse, no fuese muy esquiva de semblante, ninguno, al verla tan bien acompañada y por un hombre tan cegijunto como Harum, se atrevió á seguirla ni á ponerse en conquista. Pero la fama de la hermosa desconocida cundió entre lo que podia llamarse entonces buena sociedad, por boca de damas y galanes, y llegó á oidos del marqués de la Guardia.

Don Gabriel jamás dejaba de acudir allí donde se presentaba un nuevo sol entre los soles conocidos, y tanto oyó ponderar la belleza y el boato de la incógnita, que al primer dia de fiesta, se aliñó, se tiñó las canas, se puso sus mejores prendas, y antes de la misa de hora fué á plantarse junto á la pila del agua bendita en la iglesia del Salvador.

Ya estaba cansado el marqués de ofrecer agua á todas las damas conocidas suyas, jóvenes y viejas, que iban entrando sucesivamente, cuando se presentó Estrella.

Al ver el marqués á una jóven tan hermosa, tan bien prendida, tan noblemente acompañada, y á quien no conocia, dijo para sí:

– Esta debe ser la famosa incógnita.

Y sumergiendo dos dedos de su mano diestra en la pila, adelantó gentilmente hácia Estrella, la saludó con una sonrisa tal y tan noble como quien á ellas estaba acostumbrado, y la ofreció el agua bendita. Estrella la tomó con suma gracia y pasó sonriendo levemente al marqués, y desplomando sobre sus ojos una mirada, que á poco mas hace un destrozo en el corazon de don Gabriel.

– Decididamente, dijo este, cuando se hubo repuesto: es la mujer mas hermosa que he visto en toda mi vida.

El marqués no oyó misa, ni vió otra cosa que á Estrella que se habia arrodillado junto al presbiterio. La jóven, como sabemos, tenia interés en hacerse con un instrumento, y tales fueron sus frecuentes y al parecer impresionadas miradas al marqués, que este acabó de volverse loco.

Cuando salieron, don Gabriel siguió á Estrella á pesar de Harum, que de tiempo en tiempo le miraba fosco, como un mastin que olfatea al lobo.

Don Gabriel supo donde vivia Estrella, pero supo tambien que su casa no tenia resquicio ni respiradero.

Rondó, fué y vino durante tres dias; pero siempre vió la casa cerrada y muda. El cuarto dia era de fiesta. Don Gabriel fué á la misa de hora provisto de un billete en que declaraba su amor á Estrella, y la suplicaba que, si la era posible, fuese al dia siguiente á las ocho á misa á la misma iglesia, para darle la sentencia de vida ó muerte.

Cuando Estrella entró, don Gabriel, al ofrecerla el agua bendita, la deslizó en la mano el billete. Estrella le tomó recatadamente; pero no se sonrió, ni miró al marqués durante la misa, manteniéndose grave y seria. El marqués se desesperó creyendo que habia errado el golpe por precipitacion y se abstuvo de seguirla cuando salió.

Sin embargo, al dia siguiente, entre temor y esperanza, fué antes de las ocho á la iglesia del Salvador.

Poco después entró Estrella, seguida, como siempre, de los dos pajes y del receloso Harum. El marqués adelantó hácia ella trémulo y pálido, y al tomar Estrella el agua bendita, dejó en su mano un pequeño billete.

Jamás pareció mas larga una misa á don Gabriel; concluyóse al fin; doña Estrella pasó junto á él, le saludó y desapareció. El marqués abrió con ansia en el mismo vestíbulo del templo el billete y vió que contenia lo siguiente:

«Señor marqués de la Guardia: os contestaré al billete que me entregásteis ayer, cuando tenga algo que agradeceros, y para que eso pueda suceder, voy á presentaros la ocasion de servirme. Necesito que don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla, mi abuelo…

Al llegar á esta frase don Gabriel, lanzó un grito de alegría, arrugó el billete y le besó frenético; luego le desarrugó lentamente con placer, con el alma inundada de delicia y prosiguió la lectura.

»… Necesito que don Juan de Cárdenas, mi abuelo, sepa que tiene una nieta, que esta nieta está sola en el mundo, que tiene medios para probarle su parentesco y que necesita su noble y paternal amparo. Buscad al duque, mi abuelo, y decidle dónde vivo. Cuando el duque me haya reconocido, entonces, señor marqués, veré lo que debo contestar á vuestra peticion, y se aclarará para vos el misterio de este encargo que os hago, contando con que, como noble, me servireis. – Doña Estrella de Cárdenas.»

El primer impulso de don Gabriel fue correr á casa del duque y mostrarle el billete; pero meditó que el duque sabia que era casado, y su paso se hizo mas lento, reprimido por su meditacion.

– Pues bien, dijo el marqués, no hay necesidad de mostrarle el billete; le diré que he encontrado á su nieta, y si me pregunta el cómo, inventaré una mentira cualquiera. Vamos á casa del duque. Es necesario que doña Estrella me esté agradecida, y ademas, tenia picado mi amor propio por no haber podido dar con ella. ¡Ya se ve! ¿ Quién habia de figurarse?.. Decididamente soy un hombre de suerte.

Al mediar aquel mismo dia, Harum se encontró sériamente sorprendido, al ver que llamaba á la puerta de su casa la justicia.

Eran un alcalde de casa y córte, un escribano y cuatro alguaciles, á los cuales acompañaban el duque de la Jarilla y el marqués de la Guardia, con algunos criados armados.

– ¿Cómo os llamáis? dijo severamente el alcalde á Harum.

– Pedro de Xeniz, contestó Harum con entereza.

– ¿Quién vive en vuestra casa?

– Una dama que se llama doña Estrella y…

– Basta, dijo el alcalde; en nombre del rey llevadnos á la presencia de esa señora.

Harum, cediendo á las circunstancias, introdujo al alcalde, al escribano, al duque de la Jarilla y al marqués de la Guardia, en una sala del piso bajo á donde estaba Estrella.

Al verla el duque, la reconoció: tan parecida era á su hija cuando tenia la misma edad, con la sola diferencia de que era morena y de que su semblante revelaba de una manera inequívoca el tipo indígena mejicano.

El duque se arrojó entre los brazos de Estrella.

– ¡Sí! ¡sí! exclamó, cubriéndola de besos y lágrimas; ¡tú eres, si, la hija de mi pobre Inés, la hija de mi alma! ¡tú semblante lo está diciendo á voces! ¡sus mismos ojos, su misma frente, su misma pureza, y luego… el color de tu padre!.. ¡Ah, Dios mio! ¡Dios mio!

Y el viejo, no pudiendo resistir mas á su emocion, cayó desfallecido entre los brazos de Estrella, que se vió precisada á sostenerle.

La jóven lloraba; todos estaban conmovidos: solo Harum se mostraba hosco y receloso.

El duque habia perdido el conocimiento.

– Es necesario concluir, dijo el marqués; vuestro abuelo, señora, no ha podido resistir á tanta felicidad. Concluid, señor alcalde, mientras yo voy á buscar dos literas.

El alcalde se dirigió á Estrella.

– ¿Reconoceis por vuestro abuelo al señor duque de la Jarilla? dijo.

– Soy nieta del duque de la Jarilla, contestó Estrella, sin dejar de atender con una tierna solicitud al anciano.

– ¿Sois casada? repuso el alcalde.

– No, señor; soy enteramente libre.

– ¿Estais, pues, dispuesta á trasladaros á la casa de vuestro abuelo?

– Sí señor.

– ¿Habeis estado por vuestra voluntad en esta casa?

– Sí señor; y solo tengo motivos de agradecimiento para con el honrado Pedro el Xeniz, y para con su señor. Ellos fueron los que me salvaron del infame Alvaro de Sedeño; ellos los que procuraron á mi madre una muerte tranquila.

– ¿Conque vos no sois el dueño de esta casa? añadió el alcalde dirigiéndose á Harum.

– No señor.

– ¿Quién es vuestro amo?

– El señor Juan de Andrade.

– ¿Y dónde está?

– Ausente.

– Puesto que contra vos no hay ninguna queja, os encargo que aviseis á vuestro señor de lo que acontece y de que su presencia será muy necesaria en Granada para ciertas probanzas.

 

– Muy bien, señor.

– ¿Habeis concluido ya, señor alcalde? dijo don Gabriel entrando en la estancia.

– De todo punto.

– ¿De modo que podremos trasladar al señor duque y á doña Estrella á su casa?

– Sí señor.

– Esperad un momento, dijo Estrella.

Y se apartó á un lado con Harum, á quien habló en voz baja lo siguiente:

– Decid á vuestro señor, que me perdone por el paso que he dado sin su conocimiento; vos sabeis que durante un mes no he salido de esta casa; pero me importaba encontrar á mi familia. Decidle que me encontrará siempre en casa de mi abuelo; que no me moveré de Granada hasta que le vea y… añadidle, dijo Estrella cubierta de rubor y con los ojos arrasados en lágrimas, que no puedo vivir sin él.

– ¡Ah, señora! ¡que Dios os haga feliz! contestó Harum.

Apenas habian salido de la casa Estrella, su abuelo, á quien la alegría habia puesto en un estado lamentable, el marqués de la Guardia, que iba formando castillos en el aire, y el alcalde y el escribano, que ajustaban in mente la suma de las costas de la diligencia que acababan de practicar, cuando Harum, irritado, hosco y mohino, sacó un caballo de las cuadras, montó en él y se fué á buscar al emir de los monfíes de las Alpujarras.

Estrella fue reconocida por su abuelo y por su padre: los dos religiosos dominicos declararon que era la misma doña Estrella que diez años antes habia sido arrebatada del desierto por el capitan Alonso de Sedeño; reconociéronse como buenas pruebas el retrato y el manuscrito que doña Inés habia dado á su hija antes de morir, y á despecho de los parientes del duque, doña Estrella fue declarada su nieta, y su heredera legítima.

El duque, que habia podido resistir al dolor de la pérdida de su hija, no pudo resistir á la alegría del encuentro de su nieta, y murió perdonando á Calpuc, y llamándole su hijo.

Doña Estrella le heredó y se encontró jóven, hermosa, libre, duquesa de la Jarilla, grande de España y riquísima por sus rentas y por el dinero que habia acumulado su abuelo durante su retiro.

Pasó un mes desde la muerte del duque y ninguna noticia tenia Estrella de Yaye.

El marqués de la Guardia entre tanto importunaba á la jóven con sus amores.

– Ya os he dicho, le contestaba, la duquesa, que antes de conoceros amaba á otro: ya os he dado todo lo que podia daros: mi agradecimiento.

El marqués, sin embargo, cada dia mas tenaz, insistia.

Estrella le demostraba su agradecimiento sufriendo sus importunidades.

El amor del marqués llegó á hacerse lúgubre: se creyó engañado y pensó en vengarse.

Estrella, triste por la ausencia de Yaye, enflaquecia y se ponia pálida.

Calpuc veia con inquietud el estado de su hija.

Al fin un dia y cuando el marqués, por la millonésima vez, hablaba á Estrella de su amor desesperado, un lacayo anunció á la puerta de la cámara al señor Juan de Andrade.

Estrella se puso pálida, tembló y lanzó un grito ahogado.

El marqués comprendió que habia aparecido el rival dichoso y se levantó irritado y letal, al mismo tiempo que Yaye entraba en la cámara.

La vista de la enérgica belleza y de la juventud de Yaye, irritaron al marqués que salió desesperado.

Al ver á Yaye, Estrella se levantó y corrió desalada á arrojarse en sus brazos.

No le dijo una sola palabra; pero reclinó la cabeza en su hombro y lloró de placer.

Yaye la llevó al sillon de donde se habia levantado.

– Mi buen Harum, dijo Yaye, me ha dicho que necesitabais verme: yo tambien necesitaba veros, y he venido.

– Sí, despues de cuatro horribles meses que han pasado desde que nos vimos por la última vez.

– Cuatro meses que he necesitado para darme á conocer dignamente á los míos y para vengar á mi padre.

– ¿Vuestro padre ha muerto? dijo apareciendo Calpuc en una puerta de la cámara.

– ¡Es mi padre! dijo Estrella.

– ¡El rey del desierto! exclamó Yaye.

– Y vos el emir de los monfíes, dijo Calpuc.

Entrambos se estrecharon las manos.

– Mucho he debido á vuestro padre, dijo Calpuc; sin su proteccion hubiera muerto á manos de la justicia en Andarax. Pero lo que debo al padre lo pagaré al hijo.

– ¿Me dareis lo que os pida?

– ¡Sí!

– Meditad bien lo que prometeis.

– Aunque me pidieseis mi hija os la daria.

– Pues vuestra hija os pido.

– Tenedla por vuestra.

– ¡Ah! exclamó Estrella, y se arrojó en los brazos de su padre.

El casamiento, bien á despecho del marqués de la Guardia, se hizo de allí á pocos dias.

¿Amaba Yaye á Estrella?

No: cuando mas estaba enamorado. Yaye era uno de esos hombres todo corazon, que solo aman una vez, y su amor pertenecia á doña Isabel de Córdoba y de Válor.

¿Y siendo esto asi, siendo doña Isabel viuda, porque no se habia casado con ella Yaye?

Su carácter, su orgullo, su ambicion desmedida y los pergaminos que al morir le habia dado su padre explicaran este misterio.

Veamos aquellos pergaminos.

«Ultima voluntad del emir Yuzuf Al-Hhamar. – A su hijo el emir Yaye-ebn-Al-Hhamar.

»Soy viejo y presiento la muerte que se acerca.

»Estoy preparado: que se cumpla la voluntad del Altísimo.

»Nada tendria que decirte, hijo mio, si acontecimientos imprevistos no hubieran echado por tierra mis proyectos.

»Isabel de Córdoba y de Válor se ha casado con un hombre oscuro. La muerte de su esposo la ha hecho libre. Pero el emir de los monfíes no puede casarse con una viuda9, y mucho menos con la viuda de Miguel Lopez, de Sayd-Aboo, el infame y el renegado.

»Isabel era una doncella de sangre real, ennoblecida por los cristianos: Isabel era la esposa que te convenia.

»Pero el Altísimo en sus inescrutables decretos no ha permitido que sea tu esposa Isabel.

»Existe, sin embargo, al alcance de tu mano, una doncella de sangre real: sus ascendientes tuvieron un poderoso imperio al otro lado de los mares; el padre de esa doncella, el rey del desierto mejicano, vive entre nosotros: cualquiera de nuestros monfíes te llevará á él, solo con que le digas: necesito ver al cazador de la montaña.

»El te contará su historia. Salva á la madre y cásate con la hija.

»Este casamiento te producirá grandes riquezas, porque el rey del desierto es poderoso, y una noble posicion entre los cristianos, porque Estrella, la mujer con quien debes casarte, vendrá á ser un dia grande de España, por el derecho de su madre.

»Yo te he hecho educar de manera que puedas pasar por cristiano entre los cristianos: si logras hacerte amar por Estrella, puedes vivir en la córte del rey de España como uno de sus grandes.

»Es necesario tender por todas partes asechanzas al leon. Rodéale, espíale, gasta tus tesoros y los del rey del desierto, en suscitarle enemigos y dificultades… sacrifícalo todo por tu patria: tu corazon, tu honra como hombre, y si es necesario la honra de tu esposa y de tu hija.

»Un rey no se pertenece; es todo de su pueblo. Sacrifícate por tu pueblo, Yaye.

»Cásate con la hija del rey del desierto: sé una doble persona: el brazo vengador del Islam en la montaña; el enemigo encubierto, en la córte del tirano…»

El manuscrito seguia esplanándose en la explicacion de estas consideraciones: era un extenso memorandum, que Yuzuf legaba á su hijo; el plan detallado de una doble guerra al rey de España.

Yaye se casó con Estrella bajo el influjo de su ambicion.

Pero era tan hermosa la jóven, tan pura, estaba tan enamorada de Yaye, que contagió con su amor, cuanto podia contagiarle, al jóven emir.

Yaye hubiera acabado, al fin, por ser feliz hasta cierto punto con ella como marido, sino hubieran venido dos incidentes fatales á turbar su paz doméstica.

El primero fue la carta de doña Isabel de Válor que le noticiaba el nacimiento de su hijo.

El amor que Yaye sentia por doña Isabel y que solo estaba, por decirlo así, sobresanado, brotó con nuevo ímpetu, de una manera incostrastable, y á pesar del memorandum de su padre, se arrepintió de haber cedido á su ambicion, de haberla sacrificado su felicidad, de haberse casado, en fin, con Estrella, en vez de haber obligado con su amor á doña Isabel á que fuese su esposa. Estrella, la infeliz Estrella, obstáculo sensible de su union con doña Isabel, se le hizo odiosa.

Yaye, disimuló, sin embargo, y creyó que su disimulo bastaba para encubrir el desvio que experimentaba hácia su esposa: pero el alma de la mujer que ama, es muy delicada, sus ojos muy perspicaces. Estrella comprendió que no era amada, y lloró en silencio.

El otro incidente que acabó de destrozar el corazon de Yaye, provino del marqués de la Guardia.

Irritado este cada vez mas en sus tenaces amores por Estrella, llegó á ese punto fatal en que un enamorado en nada repara, en que todo lo arrostra por alcanzar la posesion de la mujer amada.

Irritaba mas su rabia el que la duquesa se hallaba en cinta en un período muy avanzado.

Entonces, desesperado ya, pensó en una venganza infernal.

El marqués, habiendo apurado todos los medios, apeló á la corrupcion de la servidumbre íntima de Estrella.

Pero no apeló al medio vulgar del dinero. Pensó en vengarse de Estrella de una manera indirecta, como si dijéramos, por tabla. Enamoró á una de sus doncellas.

Esta conquista no le fue difícil. La doncella cedió á las consumadas artes de seducción del marqués, que aun era buen mozo, y todas las noches el marqués entró en casa de la duquesa por un balcón inmediato á sus habitaciones, que daba al dormitorio de la doncella seducida.

Don Gabriel no queria que su venganza fuese pública. Solo ansiaba herir el corazón de Yaye á quien aborrecia porque era amado de Estrella.

El marqués, pues, envió un infame anónimo á Yaye, en que se le avisaba que todas las noches oscuras á las doce, entraba un hombre por los balcones en su casa y le recibia su esposa.

Yaye observó á Estrella; notó en ella un desvío que no era otra cosa que el resultado de un amor lastimado por el desvío de Yaye. Este, preparado por el anónimo, sospechó de Estrella, interpretando mal su tristeza y su abstraccion. Tras la sospecha vino el deseo imprudente de aclarar la verdad, y se puso en acecho bajo los balcones de Estrella, la primera noche oscura que sobrevino. Poco despues de las doce apareció un hombre embozado en la calleja donde estaba oculto Yaye, hizo una seña, se abrió silenciosamente uno de los balcones del departamento que habitaba Estrella, apareció en él una sombra blanca de mujer y una escala cayó á la calle.

Yaye no tuvo ni valor, ni espera; no meditó que podian engañarle las apariencias, y en el momento en que el marqués de la Guardia aseguraba la escala para subir, le acometió espada en mano, y le hirió.

El marqués vaciló y cayó; barbotó algunas palabras, y soltó una carcajada horrible, por cuya entonacion é inseguridad se podia comprender que estaba borracho: la mujer del balcon huyó y cerró.

El marqués yacía en tierra, muerto.

Yaye se arrojó sobre él, le descubrió el rostro y á la media luz de la noche le reconoció.

– ¡Ah! ¡es el marqués de la Guardia! dijo.

Entonces recordó que el marqués era el que habia descubierto el paradero de Estrella.

– ¡Se amarian! exclamó. ¡El es casado!

Esta circunstancia agravó mas las sospechas de Yaye.

– Ella, sin duda, quiso tener un hombre que encubriese los resultados probables de su infamia…

Yaye se cubrió el rostro con las manos.

Luego envainó frenético su espada, se dirigió á un postigo inmediato, abrió con una llave de que iba provisto, y entró en su casa.

El cadáver del marqués quedó abandonado en la calleja.

Cuando Yaye entró en el dormitorio de su esposa, la encontró dormida, aunque inquieta. Al abrir las cortinas del lecho, la oyó murmurar un nombre en sueños.

Esperó escuchando con suma atencion á que volviera á hablar la duquesa.

– ¡Yaye! ¡yo te amo! exclamó al fin esta.

Yaye creyó volverse loco. ¿Conque no era su esposa la que habia arrojado la escala al marqués?

Entonces meditó á qué habitacion caia el balcon que se habia abierto, se retiró recatadamente, salió á un corredor y llamó á una puerta de servicio.

 

Abrióle una doncella pálida y consternada.

Aquella mujer estaba vestida de blanco.

– ¡Ah! ¡perdón! ¡perdón, señor! exclamó: ¡yo le amaba!

– ¡Ah! ¿conque eras tú? exclamó Yaye: y la volvió las espaldas.

Al dia siguiente la doncella fue despedida; pero á pesar de lo que habia visto, Yaye no pudo despedir las sospechas de su alma.

Jamás las manifestó á Estrella, pero excitado su aborrecimiento á la pobre joven, lo demostró sin rebozo.

Ausentábase y pasaba semanas enteras en las Alpujarras.

Estrella no podia ser mas infeliz.

Pero Dios tuvo compasion de ella.

Murió, al dar á luz una niña, entre los brazos de Yaye, que al verla morir creyó en ella, lloró, y sintió sobre su alma un nuevo remordimiento.

Aquellos remordimientos estaban representados por don Fernando de Válor, por Diego Lopez y por su hija doña Esperanza.

Aquellos tres inocentes representaban los dolores de tres mujeres á quienes habian sacrificado de distinto modo los amores de Yaye.

9Es una de las prescripciones del Koran, que los califas, reyes ó emires, no puedan casarse sino con doncellas.