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Los monfíes de las Alpujarras

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CAPITULO XXVI.
Procedimientos judiciales

El dia siguiente al de la malograda tentativa de los moriscos, no se hablaba en Granada de otra cosa que del peligro en que habia estado la ciudad; decíanse los nombres de los que habian sido presos, de los que probablemente serian ahorcados y de las precauciones que habia tomado el capitan general para que no volviese á reproducirse el peligro en que, durante algunas horas, habia estado Granada.

Decíase, ademas, que la justicia se habia apoderado del cadáver de un capitan de infantería española, que habia sido encontrado muerto á estocadas en su propia casa y de la persona viva del que le habia matado. Añadian que don Diego de Córdoba y de Válor, andaba envuelto en aquella causa, que su hermano don Fernando, su esposa doña Elvira, y su hermana doña Isabel habian desaparecido, y por último, que de la casa de don Diego de Válor no habian quedado en la calle del Agua mas que escombros denegridos.

Hablábase tambien con suma variedad de accidentes y en detalle, de cómo el duque de la Jarilla, poderoso señor que hacia muchos años estaba retirado de la córte, en la pequeña ciudad de Guadix, habia encontrado muerta á su hija, á quien habia perdido, encuentro que habia tenido lugar en ocasion de acudir el duque con sus escuderos al llamamiento que habia hecho el capitan general á los caballeros é hidalgos del reino contra los moriscos, y todas estas noticias se comentaban, se alteraban, y tenian en espectativa de los sucesos que podrian sobrevenir, á los curiosos y desocupados.

Pero nadie hablaba una sola palabra acerca de que el emir de los monfíes, con algunos de sus vasallos, se hubiese encontrado en Granada á la cabeza del alzamiento, y por otra parte, los moriscos que habian sido presos en las avenidas de la parte baja de la ciudad, eran gente vulgar, que solo conocian aisladamente á sus capitanes, y estos habian huido, poniéndose en salvo en las breñas de las Alpujarras, y haciéndose por necesidad monfíes. Nada resultaba, pues, en el proceso abierto por la Chancillería, bajo la presidencia del capitan general, ni contra Yaye, ni contra el Homaidi, ni contra ninguno de los xeques y capitanes que habian provocado y puéstose al frente de la rebelion.

El último mono se ahoga, dice un adagio vulgar, y esto cabalmente aconteció entonces: los instrumentos, los que nada sabian, los que por no saber nada habian quedado abandonados á si mismos y presos, pagaron la culpa de los otros, siendo ahorcados los unos, y sentenciados á galeras los otros. Vertido aquel chorro de sangre sobre la efervescencia revolucionaria de los moriscos, el capitan general y la Chancillería, opinaron que no era prudente extremar el rigor, y aunque habia muchos moriscos notoriamente sospechosos y contra los cuales podian haberse fulminado terribles procesos, se echó tierra al negocio, como se habia echado sobre los cadáveres de los ajusticiados, y no se volvió á hablar mas de ello.

Quedaba, sin embargo, un preso de consideracion, una cabeza ilustre, casi régia, sobre la que estaba levantada la espada de la justicia. Esta cabeza era la de don Diego de Córdoba y de Válor, contra el que obraba la terrible carta que habia presentado al capitan general Alvaro de Sedeño.

Pero don Diego gastó tan á tiempo y en tanta cantidad su dinero, sirviéndole de agente su buen amigo el marqués de la Guardia; era tan benévolo y compasivo el capitan general, que la carta presentada por el capitan Sedeño, pasó sin dificultad por falsa, y como no habia contra él otra prueba, como, por otra parte, el capitan Sedeño habia aparecido monfí y traidor por los papeles que se encontraron en su casa, túvose aquella carta por apócrifa, por un nuevo delito de Alvaro de Sedeño, sobreseyóse en la causa; pero con la condicion de que don Diego se confesase públicamente vasallo del emperador, fiel, leal y dispuesto á verter toda su sangre en su servicio, asi como ardiente cristiano, católico, apostólico romano. Del mismo modo se levantó mano respecto á su hermano don Fernando, á quien, mediante la misma confesion, se permitió volver á vivir libremente en Granada.

Se nos olvidaba decir que habia contribuido en gran manera á esculpar á don Diego, la circunstancia de haber incendiado y saqueado su casa los moriscos la misma noche del alzamiento, circunstancia en que insistieron con gran ahinco los letrados defensores.

Don Diego, pues, hubiera sido puesto inmediatamente en libertad, á no ser porque, durante el tiempo de su prision, habia caido sobre él una acusacion terrible: la de asesinato contra su cuñado Miguel Lopez.

Esta acusacion habia provenido de Calpuc, ó mejor dicho, la conciencia de Calpuc habia sido la causa ocasional de aquella acusacion.

En el momento en que Calpuc se vió preso y encerrado, imposibilitado por lo tanto de ir á cuidar, como se habia propuesto, de Miguel Lopez, contando con su libertad, pensó en que, á pesar del dolor en que le habia sumergido la muerte de su esposa y la pérdida de su hija, él, que no habia cometido durante su vida ninguna infamia, no debia cometerla en el momento en que de una manera tan dura le oprimia la mano de la desgracia; pensó tambien que necesitaba toda la proteccion de Dios, primero para alcanzar su libertad, despues para encontrar á su hija, y que, para que Dios le protegiese, debia obrar como bueno: asi, pues, pidió con insistencia que le tomaran declaracion para hacer una revelacion importante, y creyendo el capitan general y la Chancillería que esta revelacion seria referente á la rebeldia de los moriscos, se apresuraron á enviar un alcalde de casa y córte, acompañado de un escribano, al calabozo de Calpuc.

Este declaró que estaba en su poder Miguel Lopez, refirió las circunstancias por medio de las cuales el morisco habia dado en sus manos, cuando le salvó de los monfíes, y dió tales y tales señales del lugar en donde Miguel Lopez se encontraba, que parecia no podian equivocarse los que fuesen enviados en su busca; á pesar de esto, los emisarios enviados por la justicia, ó mal enterados ó torpes, no dieron con el subterráneo; volvieron; en atencion á lo grave del asunto, decretó la Chancillería, que el mismo Calpuc, bien asegurado y escoltado, fuese en demanda de Miguel Lopez, y al fin, y despues de tres dias desde la primera declaracion de Calpuc, y de cinco desde que se habia separado el megicano de Miguel Lopez, la justicia pudo penetrar en el subterráneo.

Entonces se vió una cosa horrible: junto á la puerta de hierro, entrando, en lo mas alto de la escalera, se encontró á Miguel Lopez muerto de hambre, mordiéndose un brazo, con el que sin duda el desventurado habia querido alimentarse, y reconocido el cadáver, se encontraron sobre su pecho seis heridas profundas que empezaban á cicatrizarse.

Reconocido el subterráneo, se encontró un lecho revuelto, y sobre una mesa, junto á una lámpara apagada y exhausta, un papel escrito con letra gorda y ruda en que se leia:

«He cometido grandes crímenes, y la mano de Dios me castiga: muero aquí en este calabozo mal herido, y de hambre: hace tres dias que el hombre que me salvó de los monfíes, que me trajo aquí y que me curó, salvándome del rigor de mis heridas, no ha vuelto. Debe haber sucedido alguna desgracia á ese hombre cuando no ha venido á cuidar de mí. Si no vuelve pronto conozco que no tardaré en morir y quiero dejar á la suerte mi venganza. El hombre que me ha traido aquí y que me ha cuidado, es inocente de mi muerte, y debo confesar, porque mi conciencia me lo manda, que él me salvó del puñal de los monfíes. Mi asesino es don Diego de Córdoba y de Válor á quien mi muerte importaba. Que á nadie mas que á don Diego se haga cargo de mi muerte, si por un milagro de Dios, cae este papel en manos de la justicia. Pido asimismo perdon á doña Isabel de Córdoba y de Válor por el mal que he podido causarla, obligando á su hermano don Diego á que la casase conmigo, y como enmienda de mi delito la dejo por heredera de todos mis bienes. Rogad á Dios por mí para que me perdone. En las entrañas de la tierra, no sé qué dia ni qué hora. – Miguel Lopez.»

Siguió la justicia en el reconocimiento de aquel lugar y encontró en el arcon negro, libros de devocion, y un papel autorizado por los religiosos dominicos fray Luis de Saavedra y Diego de Rojas, cuyo contenido era la abjuracion de la idolatría y su conversion al cristianismo de Calpuc, rey del desierto mejicano. Halláronse ademas algunas ricas ropas, y en un rincon del arca, como un centenar de doblones de oro.

Recogió todo esto la justicia, incluso el cadáver de Miguel Lopez, se volvió con el vivo y con el muerto á Granada, encerró de nuevo al primero, enterró al segundo, despues de haber hecho constar su identidad por medio de sus parientes y conocidos, y guardó, para unirlos al proceso de Calpuc, los dos papeles hallados en el subterráneo.

Aquellos dos papeles favorecian en sumo grado á Calpuc; pero la justicia es muy suspicaz y no dándose por satisfecha con ellos de la inocencia del mejicano, hasta que la autenticidad de aquellos papeles fuese comprobada, le hizo cargo de la muerte de Miguel Lopez.

Calpuc apeló á otra prueba: á la carta que Miguel Lopez le habia entregado para su esposa doña Isabel, en que se acusaba de aquel asesinato á don Diego, y á la sortija que en aquella carta mandaba Miguel Lopez á doña Isabel entregase á Calpuc.

Pero doña Isabel estaba ausente y no se sabia donde paraba: enviaronse requisitorias á las Alpujarras y al fin doña Isabel fue encontrada en Mecina de Bombaron por los sabuesos de la justicia, y hecho registro repentino en su casa, se la encontró, entre algunas cartas de amores de un tal Juan de Andrade, la carta de Miguel Lopez, citada por Calpuc.

Compulsada aquella carta con documentos indubitables, escritos y firmados por Miguel Lopez, los peritos nombrados declararon por unanimidad, que aquella carta era de puño y letra del difunto y por lo tanto legítima.

 

La acusacion, pues, del asesinato de Miguel Lopez recayó sobre don Diego de Córdoba y de Válor, en el momento en que iba á ser puesto en libertad, absuelto de la otra causa de traicion contra Dios y contra el rey.

Preguntados los lacayos que acompañaron á don Diego en su viaje con Miguel Lopez á las Alpujarras, declararon que nada sabian; pero puesto á la prueba del tormento uno de ellos, declaró que habia llevado una carta á un ventero de las Alpujarras cerca de Orgiva, que por indicios habia sospechado que se tramaba algo contra Miguel Lopez, y que solo don Diego era á su parecer el que habia andado en aquel asunto.

Reconocida, por declaracion de Calpuc, la rambla de los Gamos, se encontraron los siete monfíes ahorcados de la encina, muertos y medio deborados por las aves carnívoras, y pendiente del cuello de cada uno de ellos un pergamino con la sentencia del emir de los monfíes escrito en árabe, como asesinos de Miguel Lopez, y una bolsa con veinte y cinco doblones de oro. Los monfíes, temiendo la justicia del emir, habian respetado aquellas bolsas; pero la justicia castellana las recogió como cuerpos de delito, y apesar del estado en que se encontraban los monfíes, los descolgó de la encina y los llevó á la plaza de Orgiva para ver si alguno los reconocia: en uno de ellos, cuyo rostro estaba mas conservado que el de los otros, algunos de los vecinos del pueblo reconocieron al ventero del camino de Granada, que cabalmente habia desaparecido algunos dias antes.

Esto parecia bastante para esculpar de todo punto á Calpuc; pero la justicia le hizo cargo de haber detenido al herido en su poder.

Calpuc contestó que el estado del herido le habia obligado á no llevarle á ninguna poblacion, por estar todas mas distante que su asilo, y de no haber dado parte á la justicia por no haber podido separarse de él.

Mediaron algunos cientos de doblones ofrecidos discretamente á la justicia, y se absolvió á Calpuc de la acusacion del asesinato de Miguel Lopez, recayendo todo el peso de este en don Diego de Válor.

Pero como este permaneciese negativo, y por ser hidalgo no pudiese sujetársele al tormento, la Chancillería encontró que, si bien no habia pruebas bastantes para ahorcarle, habia las bastantes para sentenciarle á galeras.

Don Diego fue, pues, degradado, privado de su oficio de regidor perpetuo de la ciudad de Granada, confiscados sus bienes, y condenado por diez años á las galeras de su magestad.

«Pero, añadia la sentencia: en atencion á que el padre y el abuelo del don Diego, sirvieron buena y fielmente los años pasados á los señores reyes católicos y á la señora reina doña Juana, manda la sala, que si doña Elvira de Céspedes, esposa del dicho don Diego, diere á luz un hijo dentro de los nueve meses posteriores á esta sentencia, no recaiga sobre el dicho hijo la infamia de su padre, que herede sus bienes, y si fuese varon, el oficio de regidor perpetuo de la ciudad de Granada, de que estaba en posesion el don Diego.»

Esta sentencia estaba fechada en el mes de setiembre del 1546.

El dia 15 de marzo de 1547, doña Elvira de Céspedes, dió á luz un hijo, que se llamó don Fernando de Válor, y heredó los bienes y el regimiento de su padre con arreglo á la anterior sentencia.

Don Diego de Válor no quiso publicar su deshonra y dejó que heredase su nombre y sus bienes un hijo que no era suyo.

Porque es de advertir que, segun la fecha del nacimiento de don Fernando, debió ser concebido por su madre, durante la ausencia de don Diego y su permanencia en el alcázar del emir de los monfíes.

Cuando Yaye-ebn-Al-Hhamar supo, por una amenazadora carta de doña Elvira, este nacimiento, se estremeció, porque no podia dudar, ni aun por asomo, de que don Fernando de Válor era hijo suyo.

Quince dias después, Yaye recibió otra carta: era de doña Isabel de Válor: antes de leerla le llenó de alegría y despues de leerla de espanto.

Aquella carta tenia sobre sí muchas lágrimas.

«Señor Juan de Andrade, decia: perdonadme si os nombro con el apellido con que os dísteis á conocer de mí: perdonadme tambien si os escribo, porque… á mas de que la crueldad con que me tratásteis la noche que me salvásteis del incendio de la casa de mi hermano para perderme, me obligaria siempre á guardar con vos un silencio provocado por vos mismo, sé que os habeis casado. Dios os haga feliz con vuestra compañera. Pero un sagrado deber me obliga á escribiros. Vuestro delito ha dado resultados funestos. Acabo de dar á luz un hijo… un hijo á quien han bautizado con el nombre de Diego Lopez, con el nombre de un hombre que no es su padre… ¿lo comprendeis bien? porque ese desdichado es vuestro hijo… un dolor y un placer que Dios me envia á un tiempo… porque no pudiéndoos amar, os amaré en él. Pero al mismo tiempo me ha dado Dios con él el remordimiento… de un adulterio, que he cometido al dejar que vuestro hijo herede el nombre y la hacienda de quien no es su padre. Yo he debido decir á voces para que todos me oyeran: ese hijo no es hijo de quien creeis; os engañais… es hijo de otro: Miguel Lopez solo ha tocado mi mano derecha para desposarse conmigo… pero no he tenido valor de decir al mundo: he renegado de mi virtud, he sido adúltera, porque el mundo juzga por las apariencias, he manchado la casta memoria de mi buena madre… no, no he tenido valor para envilecerme delante del mundo, y sobre todo, para envilecer á nuestro hijo, que es inocente. Yo tambien lo soy; bien lo sabeis. Yo soy tan pura ahora como antes de conoceros. Pero nadie me creeria si lo dijese. Vos solo podeis creerme, y me creeis, porque no podeis dudar de mí. Sin embargo, yo no os escribiria, si al dar el primer beso á mi hijo no me hubiese asaltado un terror supersticioso… me ha parecido ver en su frente pura una mancha de sangre; he creido adivinar que esa sangre era vuestra; que un dia vuestro hijo levantaria su mano armada de muerte sobre vos… ¡Oh! me he estremecido; mi corazon se ha helado y en el primer momento ni aun he tenido fuerzas para rogar á Dios. ¡Oh! ¡si un dia vos, emir de los monfíes, os vierais frente á frente con un hijo de los Válor, con un hombre que puede creerse con derecho á la corona de Granada! Quemad, quemad esta carta, señor, despues de que la hayais leido. Comprended los motivos que tengo para advertiros de que Diego Lopez Aben-Aboo es vuestro hijo… por lo demás, yo no os maldigo… yo os amo… os amo con toda mi alma… pero, entendedlo bien… jamás seré vuestra… jamás; aunque enviudárais, aunque desfalleciéseis de amor y de deseo á mis piés, nunca consentiria en ser vuestra. Dios y nuestro deber nos separan. Vos sois casado; yo he muerto ya para todo, para todo, menos para nuestro hijo. Vos sois poderoso, señor; protegedle, protegedle y evitad con cuantas fuerzas podais, los nuevos crímenes que pudieran resultar del crímen que cometísteis contra mi. – Mesina de Bombaron á 31 de marzo de 1547. – Doña Isabel de Córdoba y de Válor.

Yaye sintió que su corazon se rompia al leer esta carta: conoció que su amor, su alma entera pertenecian á Isabel; al saber que doña Elvira de Céspedes habia dado á luz un hijo, se habia irritado, habia acusado de injusto al cielo, habia blasfemado. Pero al saber que doña Isabel era madre, su corazon se quemó de una manera horriblemente dolorosa en un nuevo amor, en un amor que llenaba su ser, pero que le llenaba torturándole: en un amor que era al mismo tiempo para él un remordimiento agudo y cortante como la hoja de una espada. Comprendió cuánto decia para él la acusadora carta de doña Isabel, en la frase de aquella carta en que doña Isabel juraba que aunque muriera de amor á sus piés no seria suya, comprendió que doña Isabel estaba segura de su amor, que creia en él como creia en Dios, que sabia que ella era su paraiso perdido, que estaba escrito que un dia Yaye romperia por todo é iria á mostrarla el volcan de aquel amor. Y esta certeza de ser amado, de ser comprendido, era para Yaye un abismo lleno del fuego del infierno colocado entre él y doña Isabel.

Y entonces volvió con desesperacion la vista á su pasado de un año: vió en aquel pasado la felicidad que habia arrojado de sí con desprecio; recordó con el alma llena de amargas lágrimas, aquella noche que tan duramente rechazó por fanatismo, por ambicion el amor de Isabel: miró á su presente y vió junto á sí una víctima: doña Estrella de Cárdenas, duquesa de la Jarilla, su esposa, que le amaba con toda su alma, y con quien se habia casado sin amarla, por ambicion.

Yaye cerró los ojos á tanta desgracia, hizo un violento esfuerzo sobre sí mismo, lanzó una carcajada de loco y exclamó:

– La felicidad ha muerto para mí; pero me queda la embriaguez de la grandeza; lucharé, venceré, conquistaré un imperio, y ahogaré mis dolores, en el mar de mi gloria.

Luego con los ojos escandencidos y el corazon inerte, guardó la carta de doña Isabel, junto á la que le habia escrito doña Elvira de Céspedes, manifestándole que don Fernando de Válor era su hijo.

Acaso Yaye hubiera hecho bien en quemar aquellas dos cartas como se lo encargaban doña Isabel y doña Elvira.

CAPITULO XXVII
De cómo fué el casamiento de Yaye

Hemos dicho al final del capitulo anterior que Yaye se habia casado con doña Estrella de Cárdenas, duquesa de la Jarilla.

Para demostrar la causa de la nueva situacion en que se encontraban estos dos importantes personajes de nuestra historia, nos vemos obligados, muy á pesar nuestro, á meternos de nuevo en el árido terreno de las investigaciones judiciales.

De buena gana saldriamos del paso diciendo que mediante pruebas bastantes, don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla, habia reconocido por su nieta á Estrella… pero no nos atrevemos á ello, temerosos de que algun lector nos acuse de haberle defraudado de las minuciosidades del reconocimiento. Abordamos, pues, el fárrago á que nos condena en esta ocasion nuestro oficio y empezamos.

Estaba en su casa don Gabriel Coloma, marqués de la Guardia, acabando de dejarse enhevillar su coselete por su escudero, el mismo dia en que entró en Granada el duque de la Jarilla, y se preparaba á montar á caballo para ponerse á las órdenes del capitan general como buen vasallo de su magestad, cuando entró por las puertas de la cámara un hombre lloroso, pálido, asustado, en quien reconoció al escudero de uno de sus mejores amigos.

– ¿Qué os sucede, señor Gabriel Saez? le dijo el marqués.

– ¿Qué me ha de suceder, triste de mí, contestó el preguntado, sino que mi amo está entre la vida y la muerte?

– ¡Diablo! exclamó el marqués, poniéndose serio, ¿que el duque está en peligro de muerte? ¿y donde?

– Aquí, en el Albaicin, en una casa junto á San Gregorio el Alto.

– Pues perdonen el capitan general y su magestad, y suceda lo que quiera, dijo el marqués deshevillándose por si mismo el coselete y arrojándole; vamos á ver á vuestro amo. ¿Habeis venido á caballo, señor Gabriel Saez?

– Si señor.

– Pues adelante.

Y sin decir mas palabra, salió, seguido de Saez, bajó al patio, montó en un caballo que le tenian preparado, montó en su mula Saez, y saliendo de la casa, llegaron en muy poco espacio á la en que, después de su accidente, habia sido recogido el duque de la Jarilla, y delante de su lecho.

Habia vuelto en sí el duque; pero se encontraba en un estado deplorable, y hasta tal punto, que los médicos habian prohibido que se le hablase, ni se le excitase.

Pero no sabian los médicos que tenian que luchar con un carácter de hierro, hasta que, para no excitarle mas, se vieron obligados á permitir que el enfermo hiciese lo que quisiese.

Por resultado de esto, Saez fué á llamar al marqués de la Guardia, y este se encontró delante de su viejo amigo.

– ¡He encontrado á mi hija! exclamó con precipitacion el duque, en cuanto vió al marqués y antes de que este pudiese hablar una palabra.

– ¡A vuestra hija! ¿á la que os robaron hace tantos años los indios mejicanos?

– ¡Sí, sí! ¡la he encontrado! exclamó creciendo en su anhelo el duque.

– ¡Pues me alegro, vive Dios! ¡me alegro! exclamó el marqués.

– ¡Pero la he encontrado muerta! ¡muerta!

Y el anciano rompió á llorar.

El marqués se mordió la lengua.

– ¡Ira de Dios! dijo, ¡y yo que me habia alegrado!

– ¡Muerta! repitió con desesperacion el duque. ¿Comprendeis, lo que es para un padre encontrarse muerta una hija á quien he llorado por espacio de veinte y dos años: ¡muerta y miserable!

– ¿Pero cómo ha sido eso señor? exclamó el marqués que estaba atortolado é incómodo por aquel duelo que se le habia venido encima, á él, que era el hombre mas alegre del mundo y que mas aborrecia los llantos y los gemidos.

– Cuéntaselo tú, Gabriel, dijo el duque, tú que no eres su padre y recordarás mejor.

 

El escudero contó al marqués circunstanciadamente su encuentro imprevisto con el cadáver de doña Inés, la conversacion con el alguacil Picote, y el accidente de su señor.

– Con que resulta, dijo el marqués, que teneis una nieta, don Juan.

– Sí; sí señor; que tengo una nieta, y que esa nieta se ha perdido.

– ¿Pero no está preso el hombre que mató al capitan Sedeño?

– Si, si por cierto.

– Pues bien, dijo el marqués, por el hilo se saca el ovillo, y ya que la muerte de vuestra hija no tiene remedio, procurad vivir para vuestra nieta.

– Es necesario que mi nieta parezca, dijo el duque.

– Si, es preciso, repitió maquinalmente el marqués.

– Y os he llamado para que la busqueis, don Gabriel.

– ¿Para que yo busque á vuestra nieta?

– Si por cierto. ¿No veis que yo estoy sujeto en este lecho de maldicion?

El marqués de la Guardia meditó que tenia un pretexto para escapar de aquella situacion que le fastidiaba y se apresuró á decir:

– Habeis hecho bien en acordaros de mí, don Juan, y en el momento voy á hacer las primeras diligencias. ¿No decís que ese alguacil con quien hablásteis, vive en la Caldereria y que se llama Picote?

– Si señor, contestó Saez.

– Pues bien, voy al momento á ver al alguacil. Reposad vos entre tanto y sed dócil á lo que os ordenen los médicos. El alguacil Picote… en la Caldereria… adios, don Juan, hasta la vista.

Y escapó, montó á caballo y se alejó á buen paso, burlando á Saez que queria darle algunas instrucciones.

– ¡Ira de Dios! exclamó el marqués: ¡pues échese vuesamerced á buscar niñas perdidas! ¡encárguese de un negocio en que habrá pleito y ruido! porque los parientes del duque no se han de dejar arrancar la herencia! ¡Bah! que se componga allá como pueda mi viejo amigo: por hoy tengo pretexto con la jarana que se prepara; despues… despues… don Juan se muere dentro de veinticuatro horas, sino le queman antes los moriscos, y asunto concluido.

De repente, un pensamiento como suyo vino á hacer variar de resolucion al marqués.

– ¡Diablo! dijo: ¿y si la niña perdida fuera una buena moza?

Este pensamiento bastó para que el marqués hiciese variar de direccion á su caballo y se pusiese en demanda de la Calderería y del alguacil Picote.

Llegó, y como todo el mundo conocia en la vecindad al tal ministro, el marqués se encontró en un zaquizami, delante de una robusta moza como de veinte y seis años, á quien por todo saludo tomó la cara. Esto demostraba que la esposa de Picote estaba sola, y que era mujer de buen empaque.

A las pocas palabras el marqués se entabló en la casa y obtuvo una doble cita; una para el marido y otra para la mujer.

Al salir el marqués se atusó el vigote, montó á caballo y se alejó murmurando.

– Pues señor, los principios de mi aventura no son malos: yo no conocia á la mujer de ese alguacil, y es una moza completa la mujer del tal Picote.

En seguida el marqués fué á presentarse al capitan general.

Al dia siguiente Granada estaba tranquila, y el marqués pudo dar algunas esperanzas á su amigo y seguir en sus investigaciones.

Entre tanto la justicia, á instancias del duque de la Jarilla, habia careado á Calpuc con el cadáver de su esposa; se habian comprobado el rizo negro y el pedazo de sábana; el mejicano habia declarado que aquel cadáver era el de su esposa; que tenia una hija llamada doña Estrella; que era cristiano, como eran cristianas su esposa y su hija; refirió, en fin, su historia entera: presentó como comprobantes su partida de desposorio, y la partida de bautismo de su hija, y citó el acto de su retractacion de la idolatría, que se habia encontrado en el subterráneo de las Alpujarras, autorizados los tres documentos por las venerables firmas de los dos religiosos dominicos, fray Luis de Saavedra y fray Diego de Rojas: declaró asimismo que al venir á Europa y á España, habia dado libertad á los dos religiosos: que uno estaba en la casa de su órden de Salamanca, y el otro en la de Avila.

Llamaron á los dos religiosos, que por fortuna vivian, y estos decidieron la cuestion declararon unánimemente, que Calpuc era rey del desierto mejícano, que en sus mismos dominios habia profesado, aunque secretamente, la religion católica; que se habia casado con la dama cuyo retrato despues de muerta se les presentaba; que siempre habian oido decir á aquella dama, que era hija del adelantado de la frontera del desierto, duque de la Jarilla; que tenian los esposos una hija llamada doña Estrella, muy semejante á su madre, y por último, que el capitan de infanteria Alvaro de Sedeño, cuyo retrato, aunque de su cadáver, reconocian, las habia arrebatado á Calpuc diez años antes.

Hemos hablado de los retratos de los dos cadáveres: estos se habian mandado hacer por la Chancilleria, por no encontrarse medio para conservar los cadáveres durante una tan larga probanza. Aquellos dos retratos, pues, eran dos testimonios pintados, legalizados en forma.

Los herederos del duque habian interpuesto su accion pretendiendo probar que aquel cadáver no era el de doña Inés de Cárdenas; pero tales fueron las pruebas y los doblones del duque y de Calpuc, que la verdad resplandeció á despecho de los herederos que temian, no por doña Inés, que no podia heredar, sino por aquella hija de doña Inés, que podia parecer de un momento á otro.

En cuanto á Calpuc, libre de la acusacion del asesinato de Miguel Lopez, no resultando contra él ninguna prueba de traicion al rey, y teniendo en su abono su conversion y sus desgracias, la Chancilleria opinó que la muerte que habia dado al capitan Sedeño, merecia en gran parte disculpa, y, mediando el indulto del emperador por ciertos extremos que necesitaba indulto, fué puesto en libertad, como asimismo el platero Franz, contra el cual no resultaba mas cargo que haber acogido á Calpuc.

Además de esto, el duque de la Jarilla se habia restablecido un tanto, aunque envejeciendo diez años, y todo iba bien, menos el asunto de que se habia encargado el marqués de la Guardia: esto es, el encuentro de Estrella.

En vano el alguacil Picote, de cuya casa con lo mejor que contenia, esto es, su mujer, se habia apoderado el marqués, revolvió, y fué y vino por sí mismo y por medio de sus compañeros. Eran pasados dos meses desde la muerte de doña Inés, y su hija Estrella no parecia.

La jóven, que habia venido á ser la cuarta estrella de la casa en que vivia, y la mas hermosa (nosotros tenemos los retratos de las otras tres estrellas en nuestra carpeta), doña Estrella decimos, vivia triste y creyéndose abandonada por Yaye, aunque asistida como una reina por Harum.

Desde la noche en que Yaye se habia separado de ella, no le habia vuelto á ver ni recibido noticias suyas. Esto consistia en que Yaye, por razon de la muerte de su padre, habia entrado de lleno en la posesion de su alta dignidad de emir, y en que necesitaba, no solo darse á conocer como valiente á sus monfíes, sino tambien vengar en los cristianos de las Alpujarras la muerte de Yuzuf.

Durante aquellos dos meses, incendió, saqueó y ensangrentó algunas villas con gran contento y aplauso de los monfíes, que vieron que Yuzuf habia sido dignamente reemplazado por su hijo, y en todo este tiempo Yaye no se cuidó de otra cosa, ni envió noticias suyas á Harum, ni se las pidió de Estrella.

Esta, por orgullo, no preguntaba por Yaye: Harum, que miraba con un profundo respeto á la jóven, como á todo lo que provenia del emir, tampoco la hablaba sino cuando ella le dirigia la palabra, obedeciendola, de una manera ciega.

Durante algunos dias, la enamorada jóven lo esperó todo de Yaye; pero pasó una semana y otra y un mes, y Yaye no parecia. Entonces Estrella se decidió á obrar por si misma; á provocar un conocimiento extraño, por medio del cual pudiese ponerse en contacto con su abuelo el duque de la Jarilla.