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Los monfíes de las Alpujarras

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– Por fortuna, don Diego, dijo Yuzuf, el capitan Sedeño ha descubierto que mi hijo vive.

– ¡Ah! por la mina… lo comprendo perfectamente. ¿Y le habeis hablado, capitan?

– No por cierto: sabia que allí estaba en seguridad, conocia ó adivinaba las razones del misterio acerca del paradero de Yaye, y he venido á avisar al emir. He tenido una doble satisfaccion; porque en vuestra casa se tiene una gran ansiedad por vos.

– Pues esa ansiedad durará muy poco, dijo Yuzuf; aprecio en lo que valen las razones que has tenido, don Diego, tanto para castigar á Miguel Lopez, como para ocultarme la existencia de mi hijo en tu casa. Pero ya han desaparecido mis temores y el motivo de tu prision, don Diego. Ahora mismo vais á partir á Granada, tú, tu hermano y el capitan Sedeño. Es preciso que esta noche mi hijo esté en poder de Abd-el-Gewar.

– Un momento aun: me queda algo importante que decirte Yuzuf, dijo el estropeado.

– ¡Importante!

– Sí; el capitan general y la chancillería de Granada estan con gran cuidado.

– ¿Pues qué sucede?

– Hay poca gente de guerra en la ciudad, los moriscos se muestran cada dia mas y mas amenazadores, y representan de una manera rebelde contra el edicto del emperador. Anoche casa del Homaidí, en el Albaicin, se reunieron los xeques de la ciudad y los de las aldeas de la vega, y resolvieron enviarte algunos de ellos para poderte ayudar; se trata de una rebelion.

– ¿De una rebelion? exclamó con alegría Yuzuf; ¿se han decidido al fin á romper las cadenas que tan vergonzosamente han llevado tanto tiempo los moriscos de Granada?

– Sí, y la ocasion es propicia, dijo don Fernando: el emperador se halla empeñado en guerra con Francia; el sultan de Constantinopla ansía un campo de batalla en las tierras de Occidente contra el cristiano, ¿y qué campo mejor que las Alpujarras? Puesto que en Granada hay pocos soldados, á las armas, y ¡sus! lancemos el grito de guerra. Demos el primer golpe, y si nos apoderamos de Granada, despues no nos han de faltar ni naves, ni soldados turcos.

En aquel momento se abrió la puerta del fondo y un monfí dijo inclinándose profundamente.

– Magnífico, señor, cuatro xeques de Granada desean hablarte.

– Que entren, que entren al momento.

Poco despues se celebró un consejo, en que abundaron el entusiasmo, el valor, la energía de las razas dominadas que aun no se han degradado, se alimentaron magníficas esperanzas y se decidió dar el grito en Granada en la noche del dia siguiente.

Yuzuf estaba frenético de alegría; habia encontrado á su hijo, y se le presentaba la ocasion que tanto tiempo habia deseado de desplegar su bandera real ante el estandarte imperial de Carlos de Austria, el valiente rey de España, el poderoso emperador de los germanos.

CAPITULO XV.
De cómo el capitan Sedeño hizo traicion á todo el mundo

A las doce de aquel mismo dia galopaban en direccion á Granada, por el camino de las Alpujarras, don Diego de Válor, su hermano don Fernando, y el capitan Sedeño.

Al mismo tiempo por todas las veredas y barrancos de la montana, marchaban monfíes que llevaban á las diferentes tahas, órdenes de Yuzuf, para que reuniesen las taifas y marchasen hacia Granada, á la que debian llegar por los atajos de la sierra la noche siguiente. En cuanto á los tres ginetes, fuese por prudencia ó por otra causa, no hablaron una sola palabra durante el camino acerca de la rebelion, ni trataron mas que de cosas indiferentes.

En cuanto á don Diego de Válor, ni una palabra dijo que pudiese indicar que hubiese sorprendido la revelacion que habia hecho Sedeño á Yuzuf acerca de los amores de su mujer con Yaye. Pero Sedeño, que era sobre manera perspicaz, por el aspecto sombrío de don Diego, por la impaciencia con que aguijaba á su caballo, y sobre todo, por su tenaz reserva acerca de todo lo que tuviese relacion con Yaye, y con la manera de haber descubierto en su casa el capitan la existencia del jóven, comprendió que habia escuchado don Diego perfectamente las palabras que habia pronunciado poco antes de entrar aquel en la cámara de Yuzuf.

En efecto, el autor puede decirlo porque lo sabe, don Diego, que, como dijo Yuzuf, andaba libremente por aquella parte del alcázar subterráneo, habia llegado poco antes de aquella revelacion y habia escuchado y sabia á ciencia cierta, que doña Elvira su esposa habia manchado su honor.

Esto ennegrecia su alma, meditaba una cruda venganza y espoleaba á su caballo ansioso de realizarla.

Por su parte el capitan estropeado comprendió, que se habia hecho un enemigo formidable de don Diego de Córdoba, y resolvió deshacerse de él cuanto antes. Sedeño, como saben nuestros lectores, era el depositario de la carta por la que, Miguel Lopez habia obligado á don Diego que le entregase su hermana. Calpuc, poseedor de la sortija por medio de la cual debia Sedeño entregar aquella carta á quien se la pidiese, no habia tenido tiempo de encontrar una persona de confianza, á quien encargar de que recogiese aquella carta, puesto que él no podia presentarse ante Sedeño, sino para matarle, y esto le estaba prohibido por el juramento que habia hecho al emir Yuzuf, cuando este se lo exigió en la cárcel de Andarax, á trueque de conseguir su libertad.

Aquella carta, pues, estaba en poder de Sedeño.

Por lo que se vé todos aquellos personajes excepto Calpuc y Yuzuf, se trataban con una fe digna de bandidos.

Miguel Lopez, don Diego de Válor y el capitan estropeado eran tres infames.

Como picaban mucho y mudaban de caballos, llegaron aquella misma noche antes de que se cerraran las puertas á Granada. Poco tiempo antes de llegar, y porque les importaba, se separaron, y el estropeado tomó adelante y entró antes que los dos hermanos en la ciudad.

Eran las ánimas. Sedeño tomó por la plaza de Bibarrambla, el Zacatin y la Plaza Nueva, subió por la cuesta de los Gomeres, luego por otra pendientísima cuesta, y llegó á la puerta del Juicio de la Alhambra: una vez allí pidió una audiencia urgentísima al capitan general marqués de Mondejar.

Sedeño fue conducido al alcázar y á la presencia del capitan general, digno vástago de la familia de los Mendozas, en la que estuvo vinculada, durante muchos años, la capitanía general del reino y costa de Granada.

Lo que llevaba allí á Sedeño era una nueva traicion aconsejada por su recelo; hombre de poca fe, confiaba poco en la fe de los demás. Se habia visto obligado á imponer condiciones á Yuzuf, y recelaba la venganza de este: era rico, estaba cansado de servir y le importaba deshacerse de sus enemigos.

Asi es, que se presentó á don Luis Hurtado de Mendoza resuelto á consumar sus infamias con dos nuevas infamias.

El capitan general le recibió con ese altivo desprecio con que un caballero recibe á cierta clase de gente.

Para justificar el desprecio con que el marqués de Mondejar miraba á Sedeño, basta saber, que al mismo tiempo que era espia de Yuzuf contra los cristianos, lo era del capitan general contra los monfíes.

Esto es, era espia doble.

El marqués le dejó permanecer de pié, y despues de mirarle de piés á cabeza le dijo:

– ¿Por lo que veo, acabais de venir de un viaje?

– Si, excelentísimo señor, contestó servilmente Sedeño: vengo de las Alpujarras, del alcázar del emir de los monfíes.

– ¡Del alcazar del emir! ¿Pero donde está ese alcázar?

– Ya he dicho á vuecelencia que ese alcázar es subterráneo, y que está situado como á media legua de la villa de Cadiar. No he podido dar á vuecelencia noticias mas seguras, porque siempre al llegar á los pinares, me han salido al encuentro los monfíes y me han vendado los ojos.

– Señor Alvaro de Sedeño, dijo el marqués con fijeza, desde el dia en que me ofrecísteis vuestros servicios en defensa del rey, de la religion y de la patria, contra esos descreidos, os di cuantos medios podíais necesitar para exterminar á esos bandidos: vuestra compañía de arcabuceros es de la gente mas braba y aguerrida de los ejércitos de su magestad; se os ha dado oro, se os ha ofrecido mas gente y mas dinero, y sin embargo…

– ¿Cree vuecelencia que en un año que llevo últimamente sirviendo al rey nuestro señor en las Alpujarras, se puede hacer mas de lo que he hecho?

– Es que no habeis hecho nada, dijo con doble fijeza el marqués; es que, á pesar de vuestros avisos, la gente de guerra que ha atravesado la montaña ha sido acometida y desbandada, quedando muertos entre las breñas los mejores capitanes de los tercios: es que nadie ve á esos monfíes; que solo se conoce su paso, por la destruccion, el saqueo y el incendio que dejan tras sí, y vos sin embargo les conoceis y tratais con ellos. Esto me habia hecho pensar en pediros serias explicaciones, y aun á obrar con rigor respecto á vuestra persona.

– ¿Desconfía vuecelencia de mí? dijo con gran aplomo Sedeño.

– No es que desconfio, sino que la lealtad que debo al rey me prescribe el obrar con entereza. Ninguno de los capitanes que he enviado á las Alpujarras han podido dar con esa gente: los que los han encontrado han muerto: vos que pareceis valiente y teneis gente braba, no me habeis presentado ni uno solo, y por otro concepto, vos tratais con los rebeldes y los conoceis. Al mismo tiempo afirmais que os son desconocidos los lugares en que se ocultan ¿qué debo pensar de esto?

– Que el año que llevo últimamente en tratos con los monfíes en servicio del rey, es el plazo que se ha necesitado para que vuecelencia les puede dar un golpe decisivo. En cuanto á lo de ignorar yo el lugar donde se albergan, nada mas natural. Ya he dicho á vuecelencia que jamás entré en el alcázar subterráneo, sino con los ojos vendados.

– Se han reconocido todas las cavernas inmediatas á Cadiar, y solo se han encontrado minas de en tiempo de los romanos y de los moros; pero reconocidas esas minas no se ha hallado el mas leve vestigio de los ponderados alcázares subterráneos de que me habeis hablado tantas veces.

 

– Esta misma mañana he estado en ese alcázar hablando con el emir de los monfíes.

– ¿Y me traeis algun aviso importante? dijo el marqués moviéndose con impaciencia en su ancho sillon coronado con las armas reales.

– Traigo á vuecelencia noticias decisivas.

– Veamos.

– Mañana á la noche debe levantarse el Albaicin.

– ¡Ah! ¡ah! ¡tenemos á la rebelion llamando á las puertas de nuestra casa!

– Si señor.

– ¿Y quienes son las cabezas de esa rebelion?

– Primeramente don Diego de Córdoba y de Válor.

– Ved lo que decís; don Diego de Válor aunque morisco, es uno de los mas leales vasallos de su magestad: ha dado repetidas pruebas de ello.

– Don Diego de Válor es un traidor que se encubre bajo la máscara de la lealtad para obrar con mas seguridad su traicion; en prueba de ello, ved, señor, esta carta escrita de su mano, dirigida al emir de los monfíes Yuzuf-Al-Hhamar.

Y Sedeño sacó una cartera y de ella la carta que le habia entregado Miguel Lopez y con la cual habia este último impuesto condiciones á don Diego.

Aunque la carta estaba escrita en algarabia aljamiada, lenguaje y escritura que se usaba entre moros y cristianos aun antes de la conquista de Granada, el marqués que era docto la comprendió perfectamente.

Era una prueba indudable de la traicion de don Fernando de Válor.

Sin embargo, el capitan general, que no guardaba ningun género de consideracion á Sedeño, le dijo profundamente, reteniendo la carta:

– ¿Y quien me asegura de que este escrito no es una falsificacion con que acaso quereis sorprenderme?

– Llame vuecelencia á don Diego de Válor, hágale escribir con cualquiera pretexto en arábigo aljamiado, y vuecelencia se convencerá de que esa carta es suya, contestó con gran aplomo Sedeño.

– He llegado á entender, dijo el marqués, que don Diego y su hermano faltan estos dias de Granada.

– Como que han estado en las Alpujarras en el palacio del emir preparando el levantamiento; pero han venido desde allí conmigo, y se les encontrara en su casa.

Meditó un momento el marqués, despues de lo cual tomó un papel, escribió sobre él algunas palabras, despues llamó con una campanilla de plata, á cuyo sonido se presentó á la puerta de la cámara un escudero.

– Ginés, le dijo don Luis; dad esta órden al capitan de caballos Pero de Baena, y que la cumplimente al momento.

El escudero tomó la órden y salió.

– ¿Y quienes mas son las cabezas de esta rebelion? añadió el marqués, encarándose de nuevo con Sedeño.

– El cuñado de don Diego, Miguel Lopez, y tanto es esto asi, como que en el mismo dia de sus bodas partió de Granada con sus dos cuñados, de que hay muchos testigos.

El marqués anotó en un papel el nombre de Miguel Lopez.

– ¿Y donde está ese hombre? ¿ha vuelto con sus cuñados? preguntó á Sedeño.

– Sus cuñados y yo hemos venido solos. Nada sé de Miguel Lopez; pero es natural de Orgiva y es muy posible que haya quedado con los monfíes.

– Continuad.

– Otra cabeza de la rebelion, es el Homaidi xeque de los moriscos que vive en el barrio del Zenete.

Don Luis escribió este nuevo nombre.

– Continuad, repitió.

– Hay ademas, dijo Sedeño, un hombre que está en Granada hace quince dias que es poderosísimo por sus riquezas, y que es doblemente traidor al rey.

– ¿Y quien es ese hombre?

– Ese hombre se llama Calpuc: es rey de los rebeldes de Méjico; ha venido á España ignoro por qué causa, y ayuda con sus tesoros á los monfíes.

– ¿Le conoceis?

– Le conozco, porque Yuzuf me lo ha dado á conocer. Ese hombre vive en la plaza de Bibarrambla casa del aleman Franz Maitller y sale de ella todas las mañanas disfrazado de mendigo, y todas las noches vestido de caballero; se le puede conocer ademas por su color moreno dorado y por sus cabellos ensortijados: es un hombre como de treinta y cinco á cuarenta años, alto cenceño, de mirada fija y profunda.

Don Luis, escribió de nuevo, despues de lo cual repitió la palabra:

– Continuad.

– Estas son las cabezas de la rebelion; ademas, tengo grandes esperanzas de entregar al rey al emir de los monfíes.

– ¿Al terrible Yuzuf Al-Hhamar? exclamó con alegría el marqués.

– No, no señor, sino su hijo Muley Yaye-ebn-Al-Hhamar, en quien el viejo emir ha renunciado su autoridad.

– Os cojo la palabra, Sedeño, y si me presentais á ese emir, os ofrezco en nombre del rey una encomienda.

– Solo me impulsa mi lealtad al rey nuestro señor, dijo Sedeño.

– Por lo mismo debeis ser recompensado. Pero seguid: conocidos los capitanes de la rebelion, veamos cómo piensan llevarla á cabo los moriscos.

– El edicto del emperador los ha acabado de desesperar y les ha puesto las armas en las manos.

– Ya he dicho á sus xeques, que representaré á su magestad, á fin de que les otorgue un plazo durante el cual puedan consumir las ropas que se les prohiben; vestir sus esclavos fuera de estos reinos y hacer de manera que sus haciendas no padezcan con el cumplimiento del edicto.

– Ellos han dicho, que no quieren dejar su habla, ni sus usos, ni sus fiestas y ceremonias moriscas, ni dejar de ser juzgados por sus cadies, en sus desavenencias; que antes de permitir que sus casas estén abiertas, que sus mujeres salgan á la calle con los rostros descubiertos y privarse de sus baños, se dejaran matar, hacer pedazos.

– Se les trata con demasiado rigor, murmuró el marqués de una manera involuntaria é ininteligible para Sedeño que continuó:

– Así, pues, han recurrido á las armas: aprovechan la ocasion de haber poca gente de guerra en la ciudad…

– ¡Vive Dios! exclamó el marqués: los cortesanos piensan que ser capitan general de Granada, es lo mismo que llevar el ferreruelo y la espada dorada en las antecámaras de las secretarias de Estado. Piensan que todo se gobierna aquí con papeles, y aquí se necesitan muchas lanzas, muchos arcabuces y muchos brazos robustos para sostenerlos: dicen que cuesta mucho dinero el entretenimiento de tantas gentes de guerra en el reino y costa de Granada; que España está exhausta con las pasadas turbulencias, y que aquí nos basta para reprimir á los moriscos, con los alguaciles de la Chancilleria, y con dos ó trescientos arcabuceros viejos del presidio de la Alhambra: si mañana los moriscos de la vega y de la ciudad, los monfíes de las Alpujarras y los berberiscos, que pueden venir en un dia de Africa y desembarcar á mansalva en las costas desamparadas, se apoderasen de Granada, se llamaría torpe y descuidado al capitan general, cuando no se adelantasen á llamarle cobarde ó traidor. Pero en Dios confio que con la ayuda de los buenos caballeros de la ciudad y reino de Granada, con la gente de guerra de la Alhambra, y con los escuderos de mi casa, podremos sofocar esta primera llamarada. ¿Donde teneis vuestros cien buenos arcabuceros, capitan?

– En Andarax, señor.

– ¿Quién los manda en vuestra ausencia?

– El alférez Pero Villasante.

Escribió el marqués.

– Bien, muy bien, dijo: ahora relatadme cuándo y de qué manera piensan levantarse los moriscos.

– ¿Cuando? mañana á la noche. ¿Cómo? barreando las calles del Albaicin y viniendo al mismo tiempo sobre la ciudad por los atajos de la sierra, los monfíes.

– ¡En los atajos, en los atajos de la sierra está nuestra salvacion! dijo el marqués con el rápido golpe de vista de un buen capitan. ¿Sabeis el punto por donde se han de acercar á Granada los monfíes?

– Si señor. Por los desfiladeros de Dilar.

– Bien, bien, capitan, dijo don Luis: os confieso que habia llegado hasta desconfiar de vos; pero el servicio que acabais de hacer á su magestad, os vuelve toda mi confianza. ¿Dónde vivís?

Sedeño dió al marqués las señas de su casa.

– Id, pues, con Dios; es tarde y necesitareis descansar.

Sedeño saludó profundamente al marqués, que se levantó y le dijo:

– Venid, venid conmigo: ahora pienso, que habiendo yo llamado á don Diego de Válor podria suceder que si volvíais por donde habeis venido podriais encontrarle y darle que sospechar. Venid.

– ¿Y mi caballo? pudiera verle tambien al entrar y reconocerle.

– ¡Ah! ¡vuestro caballo! ¡es verdad! ¡hola! dijo el marqués, y al presentarse un criado añadió: id á la puerta del Juicio, tomad un caballo que encontrareis allí y llevadle al momento á la puerta de Hierro.

Despues de esto el marqués salió precediendo á Sedeño, bajó unas escaleras, atravesó el hermoso patio de Lindaraja, pasó junto la sala de los secretos, entró por una mina, llegó á su fin, llamó á una puerta y despues del llamamiento se oyó la voz de un soldado que llamaba al alférez de la guardia. Poco despues se oyó otra voz que dijo:

– ¡Quien va!

– Abrid al capitan general.

Rechinó precipitadamente una llave en una cerradura, descorrióse un cerrojo y la puerta se abrió.

– Alférez, dijo el marqués á uno que habia aparecido tras la puerta con una linterna en la mano. Cuando llegue uno de mis criados con un caballo, le entregareis á este capitan, abrireis la puerta de Hierro, y le dejareis salir libremente.

Despues de esto el marqués se volvió y el alférez cerró la puerta. A poco rato Sedeño á caballo, bajaba lentamente la pendientísima y tortuosa cuesta, que ciñe los muros de la Alhambra, desde Peña-Partida hasta los molinos del río Darro.

Habia quedado fuera del recinto de la ciudad; pero cuando despues de pasar el puente del Diablo, y de subir la cuesta del Chapin llegó á la puerta de Guadix, vió que por fortuna esta aun no se habia cerrado, y entró en el Albaicin, por cuyas oscuras y tortuosas calles se perdió.

CAPITULO XVI.
La venganza de don Diego de Córdoba y de Válor

En una cámara del palacio de don Diego en el Albaicin, velaban una hora antes de los últimos sucesos que hemos referido, dos damas.

La una leia con suma distraccion, en un libro en folio feamente impreso. Decimos con suma distraccion, porque hacia gran tiempo que tenia fija la vista en el libro como si leyese, y sin embargo, no habia vuelto la hoja, á pesar de haber trascurrido espacio sobrado para que el mas torpe lector hubiese recorrido diez veces las líneas de las dos paginas por donde estaba abierto el libro. A poco que se leyese en aquellas páginas podia comprenderse que aquel libro era la historia del famoso caballero Amadis de Gaula.

Aquella dama era doña Isabel de Válor.

A pesar de que Calpuc la habia dado aquella mañana noticias exactas acerca de la existencia de Miguel Lopez, ni doña Isabel habia comunicado á nadie aquellas noticias, ni habia dejado su luto.

El negro color de sus ropas contrastaba enérgicamente con la palidez mate que hacia mas diáfana la blancura de su semblante.

La otra dama, sentada junto á la misma mesa apoyada un brazo en ella y en la mano el semblante, estaba, si cabe, mas pálida, que doña Isabel, y en sus negros ojos destellaba una chispa sombría y colérica.

Aquella otra dama era doña Elvira de Céspedes, esposa de don Diego.

Ni una sola palabra se cruzaba entre las dos cuñadas; la una fijaba la vista abstraida en el libro; la otra parecia fijar su intensa mirada en la inmensidad.

Dieron las animas en la cercana iglesia de San Gregorio, y doña Isabel se agitó con un ligero estremecimiento nervioso. Aquella campana que tañía lúgubremente á la oracion por el eterno descanso de los que habian dejado de existir, recordó á doña Isabel su cita en el huerto con el extraño hombre de aquella mañana. Doña Elvira pareció salir de su distraccion y rezó en voz baja, á cuyo rezo contestó doña Isabel.

Cuando se terminó la oracion, doña Elvira dirigió algunas secas palabras á doña Isabel.

– Ya es hora que nos recojamos, hermana, la dijo tomando una lamparilla de plata que estaba sobre la mesa, y encendiéndola en el velon.

– Recojámonos, pues, dijo doña Isabel cerrando el libro, y tomando una bugía y encendiéndola á su vez. Buenas noches, hermana.

– Buenas noches.

Como se ve no mediaba la mejor inteligencia entre doña Isabel y doña Elvira. Las dos cuñadas salieron de la cámara cada cual por distinta puerta.

Pero ninguna de las dos se encaminó á su dormitorio. Doña Isabel apenas salió á los corredores apagó la bugía y por una escalera de servicio, bajó al huerto buscando en su limosnera, la llave del postigo que se habia procurado durante el dia, y cerciorándose de si llevaba consigo la sortija, que por órden de Miguel Lopez, su esposo, debia entregar á Calpuc. Doña Elvira apenas salió de la cámara apagó tambien su luz, atravesó á tientas una habitacion, salió á otros corredores y abrió una puerta tras la cual se perdió. Aquella puerta era de los aposentos de don Diego, donde estaba la entrada secreta del subterraneo donde habia estado preso, por decirlo así, Yaye.

 

Una vez en la cámara de su esposo, doña Elvira encendió de nuevo su luz en una lámpara que ardia delante de un Cristo de talla sobre un reclinatorio, fué á la puerta secreta, la abrió, bajó las escaleras y se puso á escuchar.

– Nadie, no hay nadie, dijo: sin duda se han ido aquellos hombres que hoy al bajar me detuvieron: pero ¿por donde han entrado esos hombres? ¿quién los ha traido? Ellos son sin duda los que me han robado á Yaye.

Doña Elvira al pronunciar el nombre del jóven, exhaló un gemido, se llevó una mano sobre el corazon, y se apoyó en la pared un momento, como si hubiera necesitado de aquel apoyo para no vacilar y caer: luego rehaciéndose, merced á su indomable voluntad, acabó de bajar los escalones, y entró resueltamente en la mina y la recorrió, llegando á la otra escalera que comunicaba con la casa del capitan Sedeño.

A causa de la oscuridad y de su sobreexcitacion, doña Elvira habia pasado sin reparar en ella junto á la abertura practicada en uno de los costados de la mina por Harum el monfí.

Se detuvo un momento al pié de la escalera de la casa del capitan, y luego pintóse una decidida expresion en su semblante y trepo por ella.

No tardó en llegar á la puerta secreta: por acaso aquella puerta habia quedado abierta, y doña Elvira se encontró en la cámara del capitan.

Por un momento tuvo miedo de pasar adelante: se hallaba en una casa extraña; pero doña Elvira se hallaba en un estado terrible: tenia fiebre: esa fiebre que producen en las organizaciones vigorosas, la rabia y la desesperacion.

Doña Elvira siguió adelante, y recorrió la casa del capitan, hasta llegar á la puerta exterior; como si Dios no hubiese querido doblar el terror de doña Elvira, habia pasado algunas veces junto á la puerta de la cámara mortuoria, donde yacía doña Inés de Cárdenas, sin que se le hubiese ocurrido que allí habia una habitacion en la cual no habia entrado.

Maravillóla, sí, el encontrar encendidas las luces del zaguan en una casa donde no se encontraba á nadie.

Doña Elvira para cerciorarse de si aquella gran puerta daba á la calle ó á un patio interior, lo que podria muy bien suceder, corrió los cerrojos y abrió uno de los grandes postigos de aquella puerta.

En aquel momento un ginete arremetió por ella, y á poco no atropella á doña Elvira que se hizo un paso atrás, dejó caer la lámpara y exaló un grito de espanto al reconocer al ginete.

Aquel ginete era don Diego de Córdoba y de Válor.

– ¡Ah! ¡ah! dijo don Diego; ¿sois vos señora? En verdad, en verdad, que yo esperaba encontraros en otra parte; pero no ciertamente aquí.

La situacion en que se hallaba doña Elvira era tan extraña que solo contestó fijando en su marido una mirada de terror.

– Haceis bien en aterraros, dijo don Diego, porque en verdad que sé algunas cosas de vos, que mas os valiera no haber nacido para no haberlas ejecutado.

Doña Elvira, que como la mayor parte de las mujeres, tenia suma facilidad para dominarse, se repuso y contestó á don Diego:

– No comprendo lo que me quereis decir, esposo y señor.

– ¿Que haceis aquí, señora? dijo don Diego atando á una argolla del portal su caballo, del que habia descabalgado.

– En verdad que no lo sé, dijo doña Elvira recogiendo del suelo con gran serenidad la lámpara; al veros de repente ante mí me he sorprendido, porque no esperaba veros en esta casa, en la que á mí misma me causa gran extrañeza el encontrarme. Encended mi lámpara en uno de esos faroles y seguidme; tengo grandes cosas que comunicaros.

Sorprendido don Diego del aplomo con que doña Elvira le hablaba, ni mas ni menos que si nunca le hubiese ofendido, tomó maquinalmente la lámpara, la encendió y la entregó á su esposa.

– Vamos de aquí, dijo ella, trasladémonos á nuestra casa; tengo que revelaros sucesos importantes.

– ¡Ah! ¿teneis que revelarme… sucesos importantes? dijo conteniendo mal su cólera don Diego.

– Si por cierto; pero ante todo decidme: ¿por qué razon habiendo estado un mes ausente, venís á esta casa antes que á la vuestra?

– Tenia mis razones para pretender llegar á cierto punto de mi casa sin ser sentido.

– ¡Ah! ¿y á qué punto de vuestra casa queriais llegar sin ser sentido, caballero? en verdad que no comprendo la razon de tanto misterio, á no ser que pensáseis darme el placer de una sorpresa.

– Si por cierto, queria sorprenderos doña Elvira.

– Y efectivamente me habeis sorprendido presentándoos ante mí en un lugar y en una ocasion en que ciertamente no hubiera esperado encontraros.

– Perdonad si no os digo en qué lugar queria sorprenderos; porque estamos en una casa extraña y podria escucharnos alguno de los criados del capitan Alvaro de Sedeño.

– ¡Ah! ¡esta es la casa de vuestro amigo el capitan Sedeño! En verdad que yo ignoraba que viviese tan cerca; que pudiese comunicarse con nosotros, y habeis hecho mal en no advertírmelo, porque…

– Seguid, seguid adelante, señora, y callad: basta con que hayais dado el escándalo de que os vean en esta casa, en la que no comprendo por qué razon estais; no hay necesidad de que nadie se entere de nuestros asuntos.

– Podeis estar tranquilo, dijo doña Elvira; nadie nos escuchará porque esta casa está deshabitada.

– ¡Deshabitada!

– Si por cierto, seguidme y os convencereis.

Doña Elvira tomó por la escalera principal, y don Diego la siguió, dominado por lo extraño de lo que le acontecia.

Preocupados entrambos esposos con la situacion en que se encontraban, se olvidaron de cerrar la puerta de la calle, y siguieron en silencio el uno tras la otra por las escaleras arriba.

Doña Elvira entró en los corredores, y de ellos pasó á una antecámara, en la que antes no habia entrado.

En aquella antecámara habia un fuerte olor á cera quemada: era la antecámara mas allá de la cual habia muerto doña Inés.

Doña Elvira siguió fatalmente adelante y se encontró en el aposento mortuorio. Habia sobre la mesa dos bugías encendidas que proyectaban una luz opaca sobre el lecho.

– Aquí hay una mujer que duerme, dijo don Diego.

Doña Elvira miró el lecho, y mas perspicaz que su marido lanzó un grito de horror.

– ¡Esa mujer está muerta! exclamó.

– ¡Muerta! exclamó don Diego arrebatando la lámpara á doña Elvira que habia quedado yerta de espanto, y acercándose al lecho: ¡muerta! ¡sí muerta! pero… ¿quién es esta mujer?.. ¡ah! ¡la muerte se cruza en mi camino cuando vengo á buscar una prueba de mi deshonra!

– ¡De vuestra deshonra! exclamó en un acento indefinible doña Elvira.

– Sí, sí, seguidme, señora, seguidme y concluyamos de una vez.

Y asió brutalmente de un brazo á doña Elvira y la arrastró consigo fuera de la cámara; atravesó la antecámara, salió á los corredores y luego, como quien conocia bien aquella casa, torció por una puertecilla, atravesó un pasadizo, entró en el aposento del capitan Sedeño, y se encaminó á la puerta secreta.

Aquella puerta estaba abierta.

– ¿Habeis entrado por aquí, señora? la dijo.

– Por aquí he entrado, contestó con acento severo y duro doña Elvira, como si con la entonacion de su voz hubiera querido protestar de la manera brutal con que la arrastraba consigo don Diego.

– ¿Y quién os ha dicho que existia esta comunicacion secreta con nuestra casa? preguntó con un acento no menos duro y severo don Diego.

– Nadie me lo ha dicho, yo he descubierto esta comunicacion.

– ¡Que la habeis descubierto! ¿y cómo? hay alguna distancia desde el aposento subterráneo aquí y no parece natural…

– Yo no hubiera descubierto esta comunicacion, sino hubiera desaparecido Sidy Yaye.

– ¡Que ha desaparecido Sidy Yaye! exclamó con un acento indescribible don Diego: ¡es decir que se os ha escapado!

– Solo sé deciros que esta noche cuando bajaba á traerle la cena, encontré la habitacion abandonada. Yo habia dejado bien cerrada la puerta; nadie conoce la entrada del subterráneo por nuestra casa mas que vos y yo: Yaye debia haberse escapado por otra parte: nos importaba demasiado ese mancebo para que yo no procurase indagar cómo podia haber huido, y recorrí la mina: al fin de ella dí con una escalera, al fin de la escalera con esta puerta que encontré franca; recorrí la casa, menos esa habitacion donde hemos visto ese cadáver, y no encontré persona alguna: llegué al zaguan, y… abrí maquinalmente la puerta…