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Los hermanos Plantagenet

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– Es imposible, señor Saul, dijo la joven interponiéndose; la señora se está ataviando para el festín de Whitehall, y es imposible verla. Luego añadió, arrojando una mirada á la sala y viendo á Dik que observaba esta escena.

– ¡Eh! caballero, el que habéis venido con Ketti la costurera: mi señora lady Ester desea que paséis á su cámara.

La maliciosa muchacha miró á Saul ó Agiab con un mohín picaresco, y después de haber dejado pasar á Dik, que se adelantó, cerró la puerta dejando plantado al otro, y corrió los dobles cerrojos dando salida á una insolente carcajada.

Dik alzó un tapiz separado de la puerta por el grueso del muro, y se halló en un pequeño retrete alhajado con todo el gusto de aquella época.

V
LADY ESTER

ANTES de adelantar, Dik abarcó en una mirada el cuadro que procuraremos presentar á nuestros lectores. Era un saloncito octógono, de techumbre baja y ensamblada, de paredes cubiertas de cuero pintado y dorado, en que reflejaba la luz de dos lámparas de plata; la una estaba suspendida de la asambladura; la otra, colocada sobre una mesa de roble, recargada de grotescas y pesadas molduras; una caja de hierro abierta ostentando ricas joyas, brillaba sobre la mesa; algunos sillones, también de roble, de alto respaldo coronado por un blasón entre follajes dorados, circuían el retrete, y multitud de pieles de oso hacían el oficio de alfombra. Aquella estancia sólo tenía dos puertas; una era aquella por donde penetró Dik, otra pequeña también estaba colocada frente á ésta, y entre las dos figuraba una alta ventana ojival, perfectamente cerrada por tableros de roble, también blasonados.

Sentada en uno de los dos sillones junto á la mesa había una mujer joven, como de veinticinco años; una esclava negra, sentada sobre las rodillas frente á ella, estaba casi oculta por una placa de acero bruñido en el que se reflejaba como en un espejo la joven del sillón; dos jóvenes casi niñas, alegres y risueñas, estaban apoderadas de su profusa cabellera negra; otra, la misma que introdujo á Dik, sentada sobre la alfombra se ocupaba en calzarla una especie de coturno, y últimamente Ketti, de pie, pálida y sombría, estaba tras el sillón con un traje terciado en el brazo.

Dik había sido introducido en lo que ahora llamaríamos el tocador de una dama; en el sagrado recinto donde sólo penetraban en aquella época los amantes favorecidos y los bufones.

Dik pasó alternativamente su mirada de Ketti á lady Ester, hermosuras brillantes que fijaban á un tiempo sobre él su mirada de una manera particular. En la de Ketti había amor y celos, en la de lady Ester una viva expresión de admiración, semejante á la que causa la vista de una persona conocida tras una larga ausencia.

Dik miraba del mismo modo á lady Ester, pero con una expresión de alegría que lastimaba de una manera profunda á Ketti.

– ¿Con que sois vos, amigo mío? dijo al fin lady Ester dirigiéndose al joven, que no había adelantado un paso; acerca un sillón Ketti; ponlo aquí, más cerca aún; sentaos, Ricardo, sentaos; me alegro de haberos hallado, olvidadizo caballero; tengo mucho que deciros, mucho de qué quejarme. Dejadnos solos, añadió dirigiéndose á su servidumbre.

La esclava y las doncellas salieron, arrojando á hurtadillas una maliciosa mirada á Dik. Ketti, muda y silenciosa, parecía clavada junto al sillón que el joven había ocupado. Fué necesario para que saliese, que lady Ester repitiese su orden.

Ketti salió; los dos jóvenes quedaron solos.

Ester miraba á Dik de una manera avara; Dik devoraba la vigorosa hermosura de la joven, abandonada en el sillón con su largo cabello formando un marco negrísimo alrededor de su semblante encantador, y perdiéndose destrenzado sobre un cuello admirable y unos hombros de la más mórbida redondez; una sonrisa fascinadora entreabría su boca voluptuosa, que callaba, dejando hablar á dos ojos negros, lánguidos, enloquecedores.

Lady Ester era entonces la personificación del espíritu tentador.

– Y bien, caballero: ¿dónde habéis estado cuatro años? ¿Sabéis que tengo mucho que quejarme de vos? Casi casi os había creído muerto.

– Y bien, Ester, has recurrido á los vivos y has hecho bien, ¡por la cruz roja! Un Obispo que da festines y un judío que se arruina, son más raros, más preciosos que un matamoros que se ennegrece al sol y al aire de la Siria.

– Y añadid á eso, que vuelve y se enamora… porque creo que tenéis amores con una de mis criadas.

– Es verdad; necesitaba curarme del amor de una mujer hermosa, y recurrí á otra mujer hermosa.

– ¡Curarte, Ricardo! ¿y por qué?

– Veamos, Ester, contestó Dik colocándose, ó mejor dicho, abandonándose en la posición más cómoda; recordemos nuestro pasado; pero ante todo, haz que me traigan algo; no he comido en tres días.

Lady Ester saltó de su sillón al oir esta demanda, que demostraba existía la más lata confianza entre ella y Dik. Cruzó sobre su pecho un ancho ropón forrado de armiño, y corrió á la puerta por donde había desaparecido su servidumbre.

– ¡Ola! dijo.

La negra que hemos visto sosteniendo el espejo se presentó; lady Ester la dijo algunas palabras en voz baja, y fué á sentarse junto á Dik.

– ¡Tres días! murmuró fijando en él una extraña mirada. ¿De dónde venís, caballero? Contadme eso, me tenéis impaciente.

– Sepamos antes en la posición respectiva en que nos hallamos colocados, contestó Dik; hace cuatro años, cuando yo partí para la Tierra Santa era un joven caballero de tez blanca, cuerpo gallardo y cabellos blondos; me hallaba sobre el puente de una galera real, al lado de un rey que departía conmigo como con un hijo, á la vista del pueblo de Londres, que cubría ambas riberas del Támesis; me había despedido de una mujer joven y hermosa que me amaba, y aquella mujer, asomada á las almenas de White-Tower, se despedía de mí la postrera vez agitando un lenzuelo al lado de una reina que saludaba también al rey, y tal vez á mí; era yo entonces lo que se llama un favorito halagado por la fortuna, un hermoso joven, un bizarro caballero, que podía escoger para su amor la más noble, la más hermosa de las mujeres de los Tres Reinos, sin temor de ser desdeñado, á pesar de que su origen era dudoso, y la nobleza de su raza empezaba en él mismo.

En este momento las dos jóvenes que hemos visto peinando á lady Ester entraron precedidas de la esclava, conduciendo una pequeña mesa en que traían un pedazo de jabalí, un jarro de oro lleno de vino y una copa riquísima. Las jóvenes salieron; la esclava permaneció, y escanció el vino. Dik comió.

– Si queréis que prosiga, dijo un momento después Dik, haced que quedemos solos.

– Es sorda y muda, contestó lady Ester refiriéndose á la esclava.

– En ese caso, prosigo. La galera partió, la torre desapareció; desapareció, en fin, Inglaterra. El joven caballero fué cruzado; se batió como un león, porque amaba como un loco. Era pobre y sin nombre, y llegó á ser marqués de Tiro.

– ¡Cómo! exclamó lady Ester; ¿pues qué se ha hecho de Conrado?

– Murió en Jerusalén, asesinado por el Viejo de la montaña. Es una historia de guerra que nada nos interesa.

– ¿Y Ricardo?

– ¡Pues! Ricardo me hizo donación del marquesado; un marquesado que no era más que un nombre; pero un nombre era mucho para lord Salisbury.

Lady Ester nubló el rostro al oir este nombre.

– Me olvidaba, Ester; ese nombre debe entristecerte. Ignoraba que tu padre había…

Dik se detuvo.

– ¿Muerto?.. exclamó lady Ester, fijando en Dik una mirada indagadora.

– O desaparecido, contestó Dik sin vacilar, de la manera más natural.

Lady Ester siguió escuchando pensativa.

– Decía que el joven tenía un título sin estados, y quiso tenerlos. Estaba empeñado en una guerra de conquista, y no creyó imposible encontrar un tesoro en Siria para comprar un condado en Inglaterra. Pero la suerte le fué fatal. Firmáronse las treguas de Tolemaida, y después de fiestas y torneos inútiles, se embarcó el cruzado con el rey en San Juan de Acre, casi lo mismo que había desembarcado los años antes; es decir, pobre y enamorado, con un título de marqués de Tiro, un nombre de guerra, un arnés de combate y algunos florines en la escarcela. Es decir, el nuevo marqués era un aventurero, sin más bienes que su espada y el favor de un rey tan pobre como él.

Dik había dejado de comer; lady Ester hizo una seña á la esclava, y los dos jóvenes quedaron solos.

– Ahora bien; el rey y el favorito pasaban horas enteras, el uno hablando de su Berenguela y de su Inglaterra, el otro de su Ester. Ambos temían haber sido olvidados y vendidos, y ambos tenían razón. La Inglaterra ha renegado de Ricardo Plantagenet; Ester no llama ya su amante, su hermano, á Ricardo Espada-larga.

– ¡Ricardo!

– Antes me llamabas Dik; me decías: yo te amo. Ahora me dices Ricardo; me tratas como un extraño…

– Y te recibo en mi retrete, Dik…

– Es que al entrar en ese retrete, pude ver á alguno que pretendía entrar también, contestó Dik con voz profunda.

– ¡Saul! ¡Bah! ¿y cómo quieres que pase las horas de fastidio que me acosan hace cuatro años? ¿No puede una mujer tener un juguete sin que se lo arrojen á la cara? Eres injusto, Dik.

– Y no bastándote un judío por juguete, eliges otro en un Obispo; es cosa extraña.

– ¿Y si no fuese un juguete? observó con acento sombrío lady Ester.

– ¿Luego no me han engañado?

– ¿Crees que puede decirse á una mujer: «tu padre ha desaparecido, no se sabe si vive ó si ha muerto,» cuando esta mujer es la hija del conde de Salisbury, primer justiciero de Inglaterra, vasallo leal que sostenía los derechos del rey contra el Obispo y Juan-sin-tierra, sin que esta mujer piense en vengarse, sin que acoja llena de placer el amor del que cree asesino de su padre?

– ¡Ester!

– ¿Sin que, oyéndose llamar hermosa, traiga sobre la cabeza del asesino una venganza cualquiera; aunque sea por medio de un loco celoso?

 

– Es decir…

– Que te amo, Dik; que no te he olvidado un solo día; que he rogado á Dios por tu vida, si vivías; por tu descanso, si habías muerto; que no amo á nadie más que á tí, ni pertenezco á otro que á tí, por más que las apariencias me condenen.

Y Ester fijó en el joven la mirada de sus hermosos ojos negros, intensa, fija, en que estaban pintadas la esperanza y la duda; mirada suplicante, apasionada, fascinadora, que hizo estremecerse de amor á Dik. El hombre desesperado empezaba de nuevo á amar la vida; con su amor renació su ambición; vió pasar delante de su mente cien fantasmas tentadores; la riqueza con sus alcázares opulentos, la nobleza con su orgullo, la voluptuosidad velada por nubes de perfumes; pasaron junto á él brillantes cabalgatas, pendones blasonados por cuarteles de oro, hombres de armas, esclavos servidores; junto á él estaba la mujer que le enloquecía, hermosa como la Venus púdica, incitadora como la Venus del Ticiano; estaba allí, con la cabellera destrenzada, sus ojos mirando á sus ojos, la hermosa boca entreabierta y los hombros desnudos; pero á veces, detrás de aquella mujer pasaban dos sombras de aspecto sombrío, dos sombras que fijaban en ella una mirada de amor, que despertaba los celos y la cólera en el alma de Dik.

– Y bien, dijo dominado por sus sospechas; ¿si me amas, á qué alentar el amor de esos hombres?

– Oye, Dik, le dijo Ester acercando aún más su sillón, y abandonándose en una posición descuidada sobre uno de los brazos del de Dik; yo había escuchado á esos hombres, porque los necesitaba; yo había creído deber hacerlo, porque era mujer, y mis armas eran sólo el amor; pero ahora que te tengo á tí, tan valiente, tan generoso; tú, á quien amo y á quien he elegido para hacerte dueño de todo el amor de mi alma, tú me vengarás, ¿no es verdad?

Dik fijó una mirada recelosa en la mirada de Ester; sólo vió en ella amor, súplica, esperanza.

Dik acabó de enloquecer.

– Sí, te vengaré, la dijo; pero es necesario que nos separemos; yo sufriré mucho junto á tí.

– Separarnos, ¿y por qué? ¿Cuando tras una larga ausencia vuelvo á encontrarte; cuando te he ofrecido mi amor; cuando te ofrezco mi nombre, mi fortuna, mi alma, separarnos? No, Dik, no quiero estar sola; no quiero tener el corazón seco entre esa turba de miserables cortesanos que me rodea, y me acosa y me fastidia; quiero tener á mi lado un hombre que me ame, que me defienda. ¡Somos tan débiles las mujeres!

– ¡Oh! ¡Ester! exclamó Dik; ¡me estás volviendo loco!

– Mira, Ricardo mío, contestó la joven asiendo una mano de Dik: yo conozco á un monje de San Bridge que es un santo: era el confesor de mi padre. Yo soy libre, rica, y te amo. ¿Por qué no unirnos?

Aquella manifestación inesperada sobrecogió á Dik; la desgracia le había hecho formar un concepto poco favorable de las mujeres. Creía que cuando éstas llegan á cierta edad no obran más que por cálculo. Ester era hermosísima, noble, como parienta cercana de la reina Berenguela, rica como un judío usurero. El, según han podido entrever nuestros lectores, era un hombre de origen desconocido, pobre, reducido á vivir á costa de su espada ó de su ballesta. Por más que cuatro años antes Ester le hubiese amado con la misma pasión que á su vuelta había demostrado, temió ser un instrumento, una víctima destinada á cubrir algunos amores vergonzosos ó alguna miserable intriga de corte. Recordó las frases poco respetuosas que respecto á lady Ester se habían permitido los hermanos de la niebla, y dudó, pero por sólo un momento; volvieron á pasar por su mente sus esperanzas y sus locos deseos, y aunque, como antes, se levantaron tras aquella ilusión óptica las sombras de Saul y del Obispo, dijo para sí:

– ¡Qué diablo! yo he amado á esta mujer con locura, y nunca la he olvidado de una manera absoluta; la he encontrado más hermosa, más resplandeciente en encantos, y conozco que ha vuelto mi amor con todo su frenesí; es verdad que su reputación es ambigua, pero yo soy á propósito para hacerla marchar por un camino. Con ella tengo un nombre, riquezas, poder; sin ella… sin ella me veré precisado á ahorcarme un día cualquiera, ó á exponerme á que me ahorquen. Mis temores no pasan de ser sospechas; nada sé, y por consiguiente, ya que Dios ó el diablo me presentan la ocasión, asirémosla por los cabellos. En todo caso, lugar me queda para ahorcarme.

En tanto que Dik formulaba este filósofo razonamiento, pretendiendo engañarse á sí mismo, Ester decía para sí:

– Es hermoso, valiente y joven. Me ama; es pobre, y todo me lo deberá; el Obispo y Saul son unos miserables á quienes nunca podría amar; cualquiera de esos rancios barones ó lores me pedirían sin vacilar mi mano, si yo les lanzase una mirada de amor; pero me sepultarían después en uno de sus horribles castillejos, colocados como un nido en la punta de una roca. Por otra parte, ninguno de ellos se atrevería á medirse con el Obispo. Saul… en verdad es hermoso, rico, respetado por su riqueza, me ama con locura… pero es un hebreo á quien no puedo unirme, y luego, le aborrezco, es muy bajo, muy miserable. Ricardo, Ricardo; ¡á él sí que le amo!

Dik y Ester filosofaban casi del mismo modo; cuando hubieron acabado de reflexionar, se miraron casi al mismo tiempo. Ella esperaba una respuesta, él formulaba el medio de dar su consentimiento, cubriendo lo mejor posible las apariencias.

– Ester, dijo él estrechando entre las suyas la hermosa mano que la joven le tenía abandonada; tu amor me enloquece, me llena de orgullo; pero soy harto desgraciado para atreverme á aceptarte por esposa.

– ¡Cómo!

– Sí; acaso no sabes mi historia. Yo no tengo nombre, ni padres, ni pasado, ni porvenir; un día al amanecer expusieron dos niños gemelos en el átrio de la abadía de Westminster. El rey era entonces príncipe, y volvía de una ronda amorosa. Pasó por el átrio y oyó nuestros gemidos, porque éramos mi hermano y yo los niños expuestos. Ricardo Corazón-de-León, aunque siempre feroz, guarda instintos generosos tras el aspecto terrible que le distingue; nos tomó bajo la capa y nos llevó á White-Tower, residencia real de su padre Enrique II. Mientras vivió, Enrique el joven, su hijo primogénito, Ricardo y Juan eran unos hijos respetuosos que amaban á su padre: Ricardo llamó á sus hermanos y les presentó su hallazgo; los tres príncipes fueron á la cámara real, y el buen Enrique II adoptó á los pobres huérfanos y les señaló una corta pensión. Nos trataron como hijos de caballero y nos dieron patentes de nobleza como hijos adoptivos de rey. Crecimos sin salir de la morada real; tú, Ester, eras dama de la princesa Berenguela; las galerías de Whitehall oyeron nuestra primera declaración de amor y nuestro juramento de pertenecernos exclusivamente. Después Ricardo fué rey y Berenguela su esposa. Un año adelante acompañaba yo al rey y me cruzaba en Mesina el mismo día que Ricardo, Felipe Augusto, Godofredo de Bullón y Guido de Lusiñán. Cuatro años más, y nos vió volver el mismo mar que nos vió ir. Todos volvíamos con honra; pero todos también, reyes y vasallos volvíamos pobres. Hasta ahora, Ester, mi suerte no había empeorado; pero estaba escrito que yo no debía volver á Londres como salí. Una tormenta nos arrojó sobre las costas de Venecia; nuestra nave quedó rota en los escollos, y yo me salvé á nado; no sé lo que fué de Ricardo, de Godofredo ni de Lusiñán. Atravesé mendigando el Estado veneciano, la Suiza, parte de la Alemania, y volví á Londres hace dos años en una miserable barca de pescadores. Creí que mi casa era aún la casa de mis reyes, y pasé las puertas de Whitehall. Juan-sin-tierra me desconoció, y el Obispo, apoderado del trono, me llamó loco y me mandó dar de palos; creí que tal vez me habría desfigurado, y busqué uno por uno mis amigos, que me reconocieron para insultarme…

– ¿Y no viniste á mí…?

– ¡Oh! ¡no! preferí la duda; quise creer que tú me amabas aún, y no me atreví á ser tal vez desconocido por tí.

– ¡Ricardo!

– Eso hubiera sido para mí la última desgracia, y la evité.

– ¿Y has venido esta noche después de cuatro años?

Ricardo se sonrió de una manera sombría.

– ¡Ester! la dijo, cuando hace dos años entré en Londres, mi traje era un miserable traje de montañés, y mis armas un puñal. Ahora tengo una noble y buena espada y un traje de brocado. Este traje podrá ayudar mejor tus recuerdos.

– ¡Oh! ¡qué injusto eres, Dik!

– Y sin embargo, te he pedido un pedazo de pan para mi hambre.

– Pues bien; yo no quiero que sufras, quiero partir contigo mi amor y mi porvenir; ¿te atreverás á rehusarlos cuando yo te los ofrezco?

– No; pero medita, Ester, que estos dos años he sido un bandido.

– Te habían insultado.

– Que mi cabeza está puesta en precio á son de clarín.

Ester palideció; en aquel momento, como si la casualidad hubiese querido unirse á esta escena, oyéronse muy cerca pisadas de caballos que cesaron debajo de la ventana del retrete; sonaron tres veces trompetas y una voz robusta gritó:

– Habitantes de la muy ilustre y leal ciudad de Londres: el muy alto y poderoso señor obispo de Eli, canciller del reino, en nombre de su gracia el rey, os hace saber: que el nombrado Dik, montero contra los edictos en los cotos reales de Dindem-Wood, acusado de desacato á su gracia el rey, ha burlado la persecución de los archeros, y se ha ocultado en Londres. En nombre del muy alto y poderoso señor obispo de Eli, cincuenta marcos de plata al inglés noble ó pechero que presente su cabeza. ¡Salud al rey!»

Ester abrió la ventana; no era ya un corto número de curiosos el que seguía el pregón; era una muchedumbre sombría y silenciosa, que precedía y seguía, llenando la calle en toda su extensión, á los archeros y al heraldo.

– ¡Ah! ¡Dik, Dik mío! dijo Ester cerrando la ventana; ¡oh! es necesario hacer pedazos á ese miserable. ¡Es un asesino!

Entonces Dik recordó una circunstancia que tenía casi olvidada, su hermano le había dicho al entregarle la espada, que aquella arma era un despojo del patíbulo. Entre sus gabilanes había un blasón; aquel blasón estaba reproducido en la placa de la cadena que Adam Wast había entregado al verdugo. Aquella cadena había pertenecido un tiempo á Dik, y Adam Wast no podía poseerla por otro medio que por Ketti, á quien el joven la había confiado. Un embrión de ideas surgió en la mente del joven, y tras ellas presintió una historia terrible que tal vez era la suya.

– Ester, dijo Dik á impulsos de estos pensamientos, ¿conoces esta espada?

Ester miró la espada que le presentaba, dió un grito y exclamó aterrada:

– La espada de combate de Enrique II.

– ¡Oh! gritó Dik; ¡era del rey Enrique II esta espada!

– Sí, la entregó á mi padre con un terrible secreto; secreto que jamás reveló á nadie y cuya existencia sólo sé porque algunas veces me decía:

– Ester, esta espada es la reliquia de un mártir; esta espada guarda un secreto, y la desnudará sólo quien deba vengar al rey. Ruega á Dios, Ester, que nos devuelva á alguna persona á quien amamos.

Dik se estremeció, después se levantó con energía y dijo:

– Es necesario que nos separemos, Ester; la Providencia ha puesto esta espada entre mis manos, y debo saber si son ellas esas manos vengadoras.

– ¡Oh! ¡tal vez! ¡tal vez! Ahora recuerdo sí, que mi padre te nombraba algunas veces… ¡oh! no te detengo, vé… pero vé también al festín de Whitehall; te espero, quiero que me acompañes.

Dik fué á la puerta por donde había entrado Ketti, y la llamó; la joven apareció en el umbral pálida y agitada. Lady Ester, que había olvidado los amores de Ketti y Dik, desde el momento que vió á la joven se inmutó.

– Esta mujer, dijo Dik á Ester notando su palidez y leyendo en ella un pensamiento, es un medio que nos puede servir de mucho, y es necesario que nada sospeche; y luego añadió alto: Vamos, Ketti, he hablado á tu señora, y me ha ofrecido su protección.

El semblante de Ketti se animó, arrojóse á los pies de lady Ester y besó la orla de su vestido. Ester tuvo lástima de tanto amor.

– Vamos, dijo Dik á Ketti, es necesario que salgamos de aquí.

Dik y Ketti atravesaron el umbral de la puerta por donde habían entrado, y al pasar por la sala de armas vieron esperando aún en ella al hebreo Saul.