Za darmo

La vieja verde

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Loreto habia contribuido.

Despues de bien comido y de bien bebido, y siendo ya cerca de las ocho, miré la tarjeta que me habia dado la ex-ministra Loreto.

Confieso que me interesaba.

Era expléndida.

Me habia llenado la bolsa.

Habia que esperar que ella fuese para mí un riquísimo filon.

¿Para qué habia explotado su marido la política?

¿Para qué habia ella vendido empleos y hecho negocios?

Sentia impaciencia por volverla á ver.

La tarjeta decia:

Mademoiselle Armandine: fleuriste. San Roque, 90.

Las floristas y las modistas de cierto género, son la cosa más útil y más socorrida del mundo.

El coche estaba á la puerta del hotel.

Yo me trataba á lo príncipe.

Me hice llevar á casa de la señorita Armandina.

CAPITULO XV
Una alianza utilitaria

Encontré hecha una divinidad á mi jamona, á mi Loreto, á la que no me atrevo á llamar vieja verde.

Nos consagramos el uno al otro por espacio de una hora.

Teniamos una gran necesidad de hablar de nuestros asuntos particulares.

– Chiquito, – me dijo, – eres un grande hombre: me uno á tí; juntos nos vamos á tragar la Biblia.

Dicen vulgarmente que no hay hombre sin hombre.

Esto es una tontería.

Lo que es una verdad innegable es que no hay hombre sin mujer.

Las mujeres gobernamos al mundo.

¿Hay acaso quien se consagre con más asiduidad, con más inteligencia, con más astucia y con más audacia á los negocios que la mujer?

En nosotras existe por excelencia el sentido práctico.

Abusamos de los vicios y de las debilidades de los hombres, y los dominamos.

Una mujer política vale por un ejército.

La mujer política cuando no es altamente diplomática, es doctora en gramática parda.

Para tí ha sido una fortuna tropezar conmigo.

Loreto se me iba haciendo de momento en momento más preciosa.

Me iba pareciendo verdaderamente más jóven.

– Ya verás, ya verás lo que vale una mujer como yo en esta tierra clásica de la filfa; tú serás todo lo que quieras ser.

Te advierto que yo no soy celosa.

Para que un hombre aborrezca á una mujer, basta con que ella le haga sufrir celos.

Yo sé lo que sois los hombres.

Sé también lo que somos las mujeres.

Mucho cálculo y mucho positivismo, hijo; lo demás es pringue.

Me chocó esta última palabra de mi hermosa.

Ví que en cuanto á positivismo habia llegado hasta el revés de la sarten.

– Yo estoy, – continuó, – por la libertad absoluta; porque cada cual haga aquello que quiera; por consecuencia, quedan suprimidos los celos entre nosotros.

– Convenido, – dije: – todo es cuestion de estómago.

– Bien dicho: tú prosperarás: yo te daré lo que pueda, y yo no quiero que me dés más que tu aprecio: ¿conoces tú todo el valor de esta palabra: espera?

– ¡Pues ya lo creo!

– Yo haré todo lo que pueda por complacerte, y de tal manera, que de puro complacido, viendo en mí todos los dias algo nuevo y bueno, no te fastidies y conozcas que en ninguna parte estás mejor que á mi lado: amor, y siempre amor, y no más que amor empalaga; pero en los negocios hay una gran variedad, y cuando son productivos y aumentan la posicion, encantan; se adora á la mujer que trabaja por engrandecer á su amado, y cada dia parece más hermosa.

Yo estaba encantado.

Loreto me iba pareciendo una divinidad.

Luego añadió en un verdadero arranque de pasion:

– ¡Yo te adoro, pollo mio!

Yo me sentí arrastrar de nuevo por el torbellino.

Loreto era una libre pensadora.

Una volteriana.

Una doctora.

Un non plus ultra, y con las dos columnas, y con los dos globos.

Yo me ahogaba.

Aquella mujer me absorbia.

– Vengamos á la cuestion subsidiaria, – me dijo Loreto con el acento conmovido por un afecto muy natural, puesto que me amaba, y teniendo en cuenta que nada hay más egoista ni más exclusivo que el amor: – no soy yo la sola mujer de quien estás enamorado, y esto lo comprendo.

La que cree ser única, es una inocente.

¿Ni qué diablos vale un hombre que se contenta con una sola mujer?

Si hoy te he hecho un bonito obsequio, ha sido haciendo un esfuerzo, y para abrirte el apetito.

Mi marido, aunque hizo grandes negocios cuando fué ministro y tiene una suerte loca á la Bolsa, es muy miserable.

Apenas si me da para unos mezquinos alfileres.

Yo tengo que buscármela.

Ya sabes que los negocios no andan muy bien.

La concurrencia los ha matado.

Así, pues, yo necesito una alianza.

Yo debo procurarte una posicion que te haga independiente.

Es necesario que te cases.

Tu gravísima aventura con la polluela del coronel Arrumbales, nos viene á pedir de boca.

No sabes tú qué rico es ese diablo de vejestorio de coronel.

No sabes lo enamorado que está de mí.

Juzga por lo que voy á decirte.

Aún no hace tres horas que estaba aquí, á mi lado.

Yo le habia enviado un recado.

No se debe escribir.

Vino al momento.

– Solamente por usted, – me dijo, – hubiera yo dejado los graves, los gravísimos negocios que me abruman.

He dejado encerrada á mi hija.

¿Y para qué, señora, para qué?

Mi hija ha resbalado como todas.

Es inútil.

No basta el poder humano.

El diablo llega á una mujer aunque se la meta bajo una campana neumática.

Se cuela á través del cuerpo ménos poroso.

Pero yo la caso, la caso y luego mato al miserable.

No se queda sin pagármela ese pillete.

El está escondido.

Pero yo le encontraré.

– ¿Cuánto me da usted por el hallazgo? – le pregunté.

– ¡Cómo! ¿Usted sabe dónde está?

– Sí, señor: le tengo en el bolsillo.

– Es que el bolsillo de las mujeres es generalmente el seno.

– Pues bien; en el bolsillo le tengo.

– Pues entonces, – dijo Arrumbales – le mato dos veces; primero porque ha enloquecido á mi hija, y despues, y principalmente, porque le tiene usted en lo más hermoso que Dios la ha dado.

– Usted le casará con su hija y le dejará usted vivir.

– ¿Y usted quiere que le case con mi hija?

– ¡Pues ya lo creo! Si yo le tuviera en el seno á la manera que usted dice, no querria que se casase con ninguna.

– ¡Hum! – esclamó el coronel. – Hay mujeres muy hondas.

– Pues aquí no hay más honduras sino que yo me intereso por usted y por su hija.

La chiquilla le quiere.

El está loco por la chiquilla.

Envíeme usted á Eloisita á casa.

Este será un depósito de confianza.

Yo la casaré.

Yo seré la madrina.

– ¡Hum, hum! – dijo el coronel. – Esto me escama.

– En fin, – dije tomando una expresion y un acento imperativo: – ¡lo mando yo!

Y al mismo tiempo le solté una mirada de efecto.

Le dí la puntilla.

El coronel se puso pálido.

Tembló, balbuceó, me miró con una ansiedad angustiosa.

Le arrimé otro puntillazo.

– ¡Usted se pone frente á frente de mí! – le dije: – ¡Pues bien; nos veremos! ¡No se queje usted cuando sobrevengan las consecuencias!

Se rindió á discrecion.

– Vamos, – me dijo; – está visto que usted hará de mí lo que quiera: empeño mi palabra de honor no sólo de no matarle, sino tambien de tratarle con el mismo amor que á mi hija.

– Pues bien; la niña á casa.

– No, señora, no; que vaya á verme ese tuno.

– ¿Palabra de honor de que le recibirá usted como á un hijo querido?

Te advierto que hay que creer como en lo más positivo del mundo, en la palabra de honor del coronel Arrumbales.

Es un hombre que tiene el orgullo de no haber faltado nunca á su honor.

– He empeñado ya mi palabra de perdonarle, – me dijo, – y yo no digo las cosas dos veces; pero hay que deshacer un lio, dos lios, yo no sé cuántos líos.

Yo los desharé.

Hay por medio dos viejas, una jóven y el coronel don Bruno Maturana, mi antiguo compañero.

Estamos desafiados á muerte.

– ¿Que está desafiado con don Bruno Maturana el coronel Arrumbales? – exclamé: – por aquí anda doña Emerenciana.

– En efecto; don Bruno, á lo que parece, está tan enamorado de doña Emerenciana, como Arrumbales lo está de mí.

Doña Emerenciana ha sabido tu lio con la hija de Arrumbales.

Como no has parecido por la casa de doña Emerenciana, ésta ha supuesto que Arrumbales te tiene secuestrado, ó que ha hecho contigo alguna brutalidad.

Ha azuzado á don Bruno.

Don Bruno se ha ido á morderle á Arrumbales.

Ha habido sopapos.

Se ha convenido un duelo.

Doña Emerenciana está en la cama baldada de una paliza.

¿No adivinas quién le ha dado para el pelo?

– ¡Ya lo creo! ¡Micaela!

– ¡Justamente! Una que arregla á doña Emerenciana, y que nunca la ha arreglado como ahora.

Una mujer que te ama: una complicacion del diablo: un colmo.

Yo con tantos sucesos estaba mareado.

Me habia olvidado de Micaela.

Pero Micaela no se habia olvidado de mí.

Según me explicó Loreto, Micaela habia hecho responsable de mi traicion amorosa á doña Emerenciana.

La habia dicho, que si no me hubiera llevado á casa de don F… yo no hubiese conocido á Eloisita.

Todo se habia descubierto, como se descubren las cosas que dán escándalo.

Micaela se habia enterado.

Habia averiguado.

Lo sabia todo.

Yo no parecia.

Micaela estaba terrible, y prodigaba todo género de lindezas á su señora.

Esta, que aunque vieja, era hembra brava, se habia agarrado al moño de Micaela.

Pero habia sobrevenido la Nicanora, que estaba tambien irritada porque yo no parecia.

En toda comedia hay clases.

 

Nicanora representaba la parte plebeya en la comedia de las viejas verdes que estaban enamoradas de mí.

Arrimó un golpe de mano de almirez en los riñones á doña Emerenciana, que dió un graznido de grajo, se enderezó á causa del golpe y soltó á Micaela.

Esta cayó sobre doña Emerenciana.

La desconcertó á bofetadas.

La desnudó.

Salió por una parte la peluca.

Por otra los dientes postizos.

Le dió la alferecía á doña Emerenciana.

Fué necesario buscar al tio Calostros para que la curase.

En fin, un lio más.

Un tiberio infinito.

¡Y todo por mis méritos!

Yo estaba que reventaba de orgullo.

– Ya ves, hijo, si tienes partido, – me dijo Loreto: – por tí se pierde el mundo.

Y no es esto sólo.

Don F… se empeña en que te cases con su cuñada; quiere tenerte en la familia.

Con que elige, hijo mio, elige.

– Lo que tú quieras, lo que te parezca.

– Pues me parece que la niña.

Ajustemos cuentas.

Porque, hijo mio, en este mundo todo es cuestion de suma y resta.

Tanto más cuanto, cuanto ménos tanto.

Un millon de dote la niña.

Cuando herede, otros cinco ó seis.

– Sin vacilar la niña, – exclamé fascinado, – yo te pagaré tu comision, Loreto.

– Mira, no me vendria mal, chiquillo, porque no estoy en mis aguas.

Se gasta mucho.

La moda cuesta muy cara.

¡Y luego el otro es tan tacaño!..

¡Cuidado que darle un hombre á su mujer para que vista y calce trescientos reales mensuales!..

¡Esto es horrible!

Acepto la comision de esta boda.

¡Qué vida, niño, qué vida!

¡Qué negocio para como están los negocios!

¡Ni aún queda ya el negocio de las cajas de imposiciones!

Comamos entre tanto con la polla.

– Convenido.

– Don F… te haria diputado, y puede ser que ministro.

Pero yo tengo tanta influencia como don F…

Yo enredo, yo destornillo, yo revoluciono.

Yo soy la hermosa Loreto.

La hermosa á la moda.

Pero yo no me cuento para nada.

Yo no seré jamás para nadie, sino para tí.

Basta ya de campaña.

Me retiro.

Tuya, tuya, tuya, y no más que tuya.

Te adoro, chaval.

Me has embrujado.

Pero no olvidemos lo que importa.

¿Qué se decide?

– La polla.

– Pues á Dios, hijo mio: y díme: ¿dónde te vas tú á ir ahora?

– A dar vueltas: ¿habrás concluido á las once?

– Pues ya lo creo: vamos tú quieres que nos vayamos de huelga.

– Pues, por supuesto: á casa de Santiago.

– Para eso será necesario que me disfrace: á propósito, hay baile en la Zarzuela.

– Es verdad.

– Espérame á las doce y media en la entrada del baile.

– Por supuesto que no permaneceremos.

– ¿Y qué diablos tenemos que hacer en el baile? Espero llevar conmigo á Eloisita.

– ¿A Eloisita?

– Sí.

– ¿Te la dará su padre?

– Ya lo creo: además es necesario acostumbrarla, tú no debes casarte sino con una mujer digna de tí.

– Pues convenido: hasta las doce y media.

– Cuidado, que no hagas alguna calaverada, tú no te perteneces, hijo mio: mira, llévame en tu carruaje á casa de Arrumbales.

– Sea.

Salimos.

Dejé en la puerta de Arrumbales á mi hermosa Loreto.

Faltaban dos horas y media para nuestra cita.

– A andar por las calles, – dije al cochero.

CAPITULO XVI
En que se vé hasta qué punto es un inconveniente el amor

Pero apenas se habia puesto en marcha el carruaje, cuando se detuvo.

Una mujer, una jóven se habia acercado y le habia hecho parar.

En cuanto abrió la portezuela el lacayo, aquella mujer se lanzó dentro y dijo:

– A la calle de Hortaleza, almacen de trajes.

Reconocí la voz de Micaela.

Me dió el corazon un vuelco.

Me alegré.

Estaba verdaderamente enamorado de Micaela.

– No tengo á nadie más que á tí en el mundo, – me dijo.

Me he emancipado.

Le he dado una tunda á esa maldita vieja por tí, y no tengo casa ni hogar.

Por lo pronto nos vamos al baile de la Zarzuela.

– Al diablo, – dije yo para mí: – esto se enreda.

– Ahora bien, – dijo Micaela; – hablemos algo de lo que importa: tú estás enfermo, hijo mio; si sigues con esa vida turbia estás expuesto á que yo te la de.

– ¿Y qué me vas tú á dar?

– Una puñaladita que te deje seco: ¡pues no faltaba más, pimpollo! yo tengo un claro y perfecto derecho de propiedad sobre tí.

– ¡Me gusta el desenfado!

– ¡Pues claro está! Por lo que ha dicho doña Emerenciana, que está furiosa, tú has cargado con todas las viejas verdes de Madrid y con las que no son viejas. Si yo no lo hubiera sabido todo, no te hubiera esperado á la puerta de la casa del coronel Arrumbales.

¡Vaya un apellido!

¿Y vas á tener tú la pésima ocurrencia de casarte con una jovenzuela que se llama la señorita de Arrumbales?

– Esto es camama, niña, esto es camama; esa polla es millonaria.

– ¡Vaya una camama! ¡cómo si fuera una camama el dinero!

– No señor: la camama es cogerla la dote antes de casarme con ella: ¡un millon!

– Mira, no me vengas á mí con infundios; tú me tienes miedo y quieres dármela.

– ¡Pues si ya te he dado el alma, vida mia!

– Usted es muy poco chulo para mí; usted ha cogido veinticuatro horas de buena fortuna, y está usted lililó.

Vamos, lleveme usted á casa de Casacon.

Quiero comerme un besugo y tragarme un cañaveral.

Estoy celosa, reventando.

Yo no le dejo á usted ya.

Es usted muy poco de fiar, caballero.

Me coso á usted.

Vamos á sacar los papeles y á casarnos por lo civil, y luego por lo religioso, y si fuera necesario por lo militar y por lo criminal.

¿Pues qué no hay más que haber yo echado al agua mi honor, y haberme decidido por usted y haber sido su esclava, para que usted me deje plantada?

– ¿Pero y el millon, niña?

– Eso es aparte: ya se estudiará lo del millon.

Y se quedó pensativa.

– No puedo exponerme á que otra te me quite, – dijo al fin: – con millon ó sin millon es necesario que yo sea tu mujer.

Y no te chancées conmigo.

¿Seria yo la primera mujer que matase al canalla que la ha engañado?

Eso va en génios, en madera.

Y yo no soy de madera de chopo, que ni para carbon sirve.

Con que no te agarres á lo del millon para darme la cambiada, chaval; eres tú muy niño todavía, y no me engatusas, cariño.

Cuando nos casemos, yo te dejaré que le estruges el bolsillo á todas esas viejas y á todas las pluminas del mundo; pero antes, te lo repito, casaca aunque sea raida, que luego la bordaremos de oro.

A Segura lo llevan preso.

¡Para que yo vuelva á fiarme de tí!

Micaela se hacia peligrosa.

Era necesario prescindir de ella.

A lo ménos por el momento.

– Yo ya estoy casado, – la dije: – yo tengo conciencia.

– Como los caballos del coche.

En fin, bien, eso ya se verá.

Manda que nos lleven á casa de Casacon.

Yo tiré del cordon y dí la órden.

Poco despues el carruaje se detenia en los andaluces de Casacon.

Esto era in illo tempore.

Casacon ha pasado.

Donde estaba el nunca bien ponderado restaurant andaluz, calle de Barcelona, esquina á la de la Cruz, hay un sastre en este año de 1883.

El local no ha cambiado de objeto en una de sus partes.

Antes se forraba allí el estómago.

Ahora se forra la persona.

CAPITULO XVII
En que se ve que una culebra me libra de una serpiente

– Señor, – me dijo el lacayo al cerrar, – desde que la señorita se ha metido en el carruaje, otra mujer ha venido corriendo detrás.

– Bueno es saberlo, – dije para mí: – ¿quién será? En fin ello dirá.

Mi vanidad crecia.

Era sin duda un nuevo amor que me perseguia.

La fortuna me sonreia más y más.

Al entrar en el gabinete donde se habia metido ya Micaela, sentí que me tiraban con una gran fuerza del brazo.

Me volví y vi á la Nicanora.

– Oiga usted una palabrita, – me dijo, – salga usted.

Una vez en la calle me dijo:

– Eche usted á andar, y de prisa, antes de que la Micaela le eche á usted de ménos y salga.

Y se metió en el carruaje tirando de mí.

– De prisa, – dije al lacayo.

Me convenia escaparme de Micaela.

– ¿A dónde? – me dijo el lacayo.

– A cualquier parte.

Me habia sorprendido la Nicanora.

Tenia sin duda algo muy grave que decirme.

– Usted es un niño, – me dijo.

– ¿Y á qué viene eso? – la pregunté.

– Si no tuviera usted quien le quisiera bien, le echaban á usted los polvos de matar las ratas.

Se me despegó la carne de los huesos.

– ¿Qué dice usted, Nicanora? – exclamé.

– Que usted merece que se le avise; la Micaela lo sabe todo, y ha jurado que le ha de matar á usted.

No se me ocurrió que aquello podia ser una mentira intencionada.

Sentí un vivísimo agradecimiento hácia Nicanora.

¡Luego, tenia una garganta de tal manera mórbida!

Me habia cogido la locura.

El vértigo zumbaba en torno mio.

Estaba nervioso de una manera terrible.

Como un hombre dominado por una pesadilla.

La Nicanora respiraba de una manera fatigosa.

Se sentian los latidos de su corazon.

– Ya se vé, – dijo, – yo soy una pobre, pero muy honrada, y no soy tan despreciable.

Y se echó á llorar.

– Yo no quiero que usted me quiera, señorito, no se ha hecho la miel para la boca del asno; pero quiero guardarle á usted y que no le pase á usted ninguna desgracia: usted es muy jóven y aunque usted se crea muy tunante se le escapan á usted las mejores. La Micaela está metida con un sargento de cazadores que se aprieta mucho el corbatin para estar siempre encarnado. Parece una manzanita.

Aquella era otra calumnia.

Yo no podia dudar de la Micaela.

Habria sido un imbécil.

La Nicanora empezaba á darme miedo.

Tenia algo de salvaje.

Por otra parte me incitaba su misma rudeza.

Su fresca robustez.

La dureza de su desarrollada musculatura.

Me apretaba las manos que me lastimaba.

– Usted, – añadió, – se va á venir conmigo donde yo le lleve á usted, y estará usted seguro.

– No creo estar en peligro, – contesté.

– Usted no sabe de la misa la mitad, no tiene usted más que enemigos alrededor.

– Cuénteme usted…

– No hablemos más hasta que estemos con seguridad en esa casa.

– ¿Y dónde está esa casa?

– Ahí cerca, en la calle de la Flor Baja, junto al teatro del Recreo.

Hice parar.

Nicanora dió las señas.

Llegamos.

Entramos en un portal lóbrego.

La Nicanora me tomó de la mano.

– El carruaje puede irse á esperar á la plazuela de Santo Domingo, – me dijo.

Dí la órden, y el carruaje se fué.

Entonces la Nicanora cerró de golpe la puerta de la calle.

Me asió una mano y tiró de mí vigorosamente.

Las escaleras no se acababan nunca.

Llegamos al fin á lo alto.

La Nicanora llamó á la puerta de una boardilla.

Respondió una voz hombruna.

Una voz de vieja.

O de bruja.

O de demonio.

Se abrió la puerta y entramos.

Apenas estuvimos dentro, la Nicanora echó á la vieja, dándola algun dinero.

La bruja nos dió las buenas noches y bajó chancleteando las escaleras.

La Nicanora cerró la puerta y se guardó la llave en la faltriquera.

El espacio en que nos encontrábamos era una cocina.

Sobre el fogon habia en una palmatoria de cristal una bujía encendida.

El fogon no daba muestras de haber tenido fuego en mucho tiempo.

No habia allí un solo mueble, ni un solo utensilio en el reducido vasar.

– Estamos solos, – dijo la Nicanora; – yo he tomado hoy esta boardilla, porque me he salido de la casa de aquella maldita vieja; no he comprado más que unos mueblecillos para la alcoba.

Entra y verás.

Nicanora habia tomado la palmatoria.

Lo que Nicanora llamaba alcoba era un espacio aboardillado.

En él habia una cama de hierro ancha y cómoda, una mesa de noche, un velador de pino pintado y cuatro sillas.

Al fondo se veia una lucana.

La Nicanora puso la palmatoria en la mesa de noche.

– Hijo mio, – me dijo, – tú no me trataras á mí como á la Micaelita: tú no saldrás de aquí sino cuando yo quiera: cuando á todas las otras se las vaya llevando el demonio.

Quise protestar.

 

Pero me encontré con que tenia delante á una fiera.

Sus ojos relucientes y encarnizados me devoraban.

– Eres muy bonito, – añadió, – muy buen mozo.

Muy hombre.

Muy tunante.

Estoy muerta por tí.

Me has quitado el sueño.

Me has puesto triste.

Si no me quieres te mato.

Y sacó una navaja guifera.

Yo me sonreí.

Me iba gustando la Nicanora.

Iba descubriendo en ella cosas verdaderamente adorables.

Sobre todo una voluptuosidad infernal.

– En toda mi vida, – dijo, – no he querido á un hombre hasta que te he visto.

¡Y cómo te quiero!

¡Si no puedo vivir!

¡Y esto tan pronto!

¡Estaba de Dios!

¡Y pensar que yo siendo tan buena hembra he venido á caer con un pilluelo!

Y seguia encarnizando en mí sus grandes ojos terribles.

Sus ojos de leona.

De momento en momento me parecia mejor.

Al fin llegó á parecerme hermosa.

Estaba en su poder.

Era más fuerte que yo.

Era una india brava, y una india brava es capaz de todo cuando se cuadra.

Toda lucha con ella hubiera sido una temeridad.

Era necesario engañarla.

Se acercaba la hora de mi cita con Loreto en la Zarzuela.

Así, pues, yo comprendí la difícil tarea de domesticar aquella fiera.

A aquella vieja verde de la clase burda.

A una mujer toda bravura.

Toda voluntariedad.

Con las pasiones vírgenes.

Irritada, celosa, encendida en un amor de otoño.

El más violento de los amores.

El del veranillo de los membrillos, en el cual hay dias caniculares, momentos volcánicos.

Se veia claro en su manera y en ese no sé qué indefinible que todo sér humano tiene para el filósofo que es observador, que la Nicanora, á pesar de que en su juventud debia de haber sido una soberbia moza, á pesar de que á sus cuarenta ó cuarenta y cinco años conservaba grandes y sólidos restos de hermosura, de esos que llenan el ojo y se suben á la cabeza, aunque estas bellezas fuesen acentuadas y rudas, no habia amado nunca.

El amor es una cosa, y el materialismo otra.

Cansada de vida fácil y tormentosa, estaba, sin embargo, vírgen de amor.

La más seductora é irresistible de las virginidades.

Estaba reservada para mí la felicidad de hacer amar á aquella tremenda gitana.

A aquella vaca brava, por no decir á aquella tora.

Era de Colmenar Viejo, y se habia criado en la calle de la Arganzuela de Madrid.

En plena tripicallería ó casquería, como mejor queramos.

A dos pasos del Rastro y de las Américas viejas.

Cerca del matadero.

Pegada á la Fuentecilla.

Es decir, en el centro, en la crema de la tauromaquia, de la chalanería, de lo manolo y de lo chulo.

Vamos, una hembra completa, que no le faltaba á la mujer ningun sacramento.

Ni siquiera sus primeros amores, primiciados cuando todavía era muy muchacha, por un fraile de San Francisco el Grande.

Si en los tiempos de aquellas primicias el fraile no estaba exclaustrado, la Nicanora debia tener mucho más de cincuenta años.

Pero era el caso que no representaba ni aún cuarenta.

¡Buena madera!

Tal era el amor voluntarioso y vírgen, formidable é impaciente que me habia cogido.

Ya lo habeis visto, lectoras mias.

La Nicanora estaba al corriente de todo.

Me habia expiado.

He habia echado mano.

Yo la habia seguido, huyendo de Micaela, que era otra india brava.

Aquello habia sido ir de Perico á Pendanga, de mal á peor.

Habia causado una nueva ofensa á Micaela, dándola esquinazo en los propios andaluces de Casacon, y Nicanora me habia secuestrado.

Pero yo estaba en la embriaguez de mi buena fortuna, y aquellas aventuras tan movidas me encantaban.

Sabia demasiado Nicanora que tenia tremendas rivales.

A falta de instruccion, de civilizacion, tenia una gramática parda que metia miedo.

Si yo no hubiera tenido empeñada una cita con Loreto, hubiera dado por muy bien empleada aquella noche con mi vieja verde de tela burda.

Yo me habia propuesto, como ya he dicho, contentarla, engañarla, confiarla y escapar.

Puse todos los medios para ello.

Apuré todos los recursos.

La Nicanora se embriagaba.

Se volvia loca.

Pero no me soltaba.

Y se acercaba la hora.

Yo me daba á los diablos.

Eran las doce.

A las doce y media me esperaba Loreto en el baile de la Zarzuela.

Y tal vez con Eloisita.

Habia necesidad de escapar, aunque para esto fuese necesario una brutal energía.

Separarme de aquella furiosa, que estaba agarrada á mí como un cangrejo á un pedazo de carne cruda.

¡Ah, los amores berroqueños!

¡Los que pudieran llamarse los callos y los caracoles del festin de la vida!

¡Tan sabrosos de cuando en cuando, tan picantes y tan crasos; pero tambien tan indigestos!

Hay muchos, muchísimos, infinitos, que no saben lo que son estos amores de salsa picante.

Es decir, que no saben lo que es chuparse los dedos de gusto.

Que no han conocido una cosa semejante á Eva.

Porque Eva debia ser una hembra cruda.

Un amor salvaje.

Pero rico de un perfume embriagador, y de una fuerza incontrastable.

O no ha habido nunca salvajes en el mundo, lo que es, á mi juicio, lo más cierto.

La humanidad ha sido siempre una misma cosa.

O demasiado desnuda (¡qué felicidad!)

O demasiado vestida (¡qué fatiga!)

Pero en el fondo…

Las mujeres siempre han sido amigas del demonio.

Cuando cansado ya de emplear todo género de persuasiones con Nicanora, acabé de convencerme de que no habia contra su tiranía otro derecho que el sagrado de la insurreccion, esto es, el de la bofetada y la vuelta de coces, y pretendí ponerlo en práctica, me encontré conque la Nicanora lo habia previsto, y estaba dispuesta á sostener su tiranía por las vías de hecho.

– ¡Quiá! ¡no señor! – me dijo: – no te quiero yo tanto, para que te burles de mí como te has burlado de tantas otras.

Yo te tengo cogido, y bien cogido: tú eres mi esposo, y no te me vas.

Figúrate que estás en la cárcel, y que yo soy el juez.

Tú no saldrás de la cárcel sino atado á mi por lo cevil y por la vicaría.

Si piensas valerte de los puños, te engañas, porque yo tengo más puños que tú, y en diciendo que tú me levantes la mano, te doy una paliza que te pongo verde.

Y te quiero, y te requiero, ¿lo entiendes tú?

Y conmigo vas á tener tú la gloria de Dios.

Y mira si te querré, que para poder mantenerte como yo quiero mantenerte y regalarte, porque la que quiere tener á su marido gordito, que le dé un traguito, y para que no te falte nunca una onza en el bolsillo, he robado á doña Emerenciana.

Y eso que yo no he robado nunca.

¿Pero qué quieres, hijo?

Me has vuelto loca.

¡Y tan pronto, señor, tan pronto!

A la Nicanora se la saltaban los ojos de amor.

Se la agitaba el seno que era una atrocidad.

Tenia hinchadas y le palpitaban las arterias de la garganta.

Aquello era un temblor de tierra.

Una tempestad, con truenos y relámpagos.

Un cataclismo.

– ¿Qué has robado tú á doña Emerenciana? – exclamé asustado.

– Sí, – me respondió con un grande aplomo: – la he quitado las alhajas que tenia sobre el tocador; mira.

Y se fué á su baul, que estaba en un rincon, y sacó de él un pañuelo de seda que envolvia algo.

Lo desenvolvió, y aparecieron:

Un rico brazalete de oro macizo y pedrería.

Un collar de gruesas perlas, con medallon de diamantes, esmeraldas y rubíes.

Dos broquelillos, y en ellos dos gruesos solitarios.

Un imperdible, cuajado de ricas piedras.

Un broche admirable.

Y media docena de sortíjas de gran valor.

– Si no hay aquí diez mil duros, no hay nada, – dijo la Nicanora: – en eso lo ha tasado un platero que yo conozco, y que me ha dicho que le dará salida.

Con este dinero me meto yo al trato, y le hago crecer como la espuma.

Ya verás, dentro de poco con palacio y coche.

Conque yo te tengo mucha cuenta, chaval: déjate de señoritingas, que no son ni chicha ni limoná, y de viejas que apestan, y apégate á mí, que ya sabes si valgo más que otras que se dán tono de hermosas.

¡Digo: porque sí!

Y volvió á envolver en el pañuelo las joyas que dejó sobre la mesa de noche.

Como podeis suponerlo, mis adorables lectoras, me sentó muy mal aquel acto de mi terrible amante.

Podia muy bien creérseme cómplice del robo, si me encontraban encerrado con ella.

Habia una razon más, y poderosa, para escapar.

Cuando ya desesperado, y con miedo á la cárcel y al presidio, me decidia á usar á todo trance de la fuerza, sonaron pasos presurosos y fuertes de muchos hombres en las escaleras.

La Nicanora se puso pálida, y se aturdió.

Pero instantáneamente dominó el aturdimiento, y cogiendo el pañuelo donde estaban las alhajas, le arrebujó, se lo metió entre el seno, y exclamando:

– Á obra que no á mí, – se fue á la lucana, la abrió, y escapó por el tejado.

Yo respiré.

Salí á la cocina.

Apagué la luz.

Me fuí á la puerta, y escuché.

El ruido de los pasos que habian espantado y ahuyentado á la Nicanora, se sentían ya al pié de las escaleras.

Al mismo tiempo se oian vocea de tres ó cuatro mujeres que gritaban:

– ¡A esos pillos! ¡ladrones!

Era, en fin, una culebra, que por fortuna mia, habia engañado á la Nicanora.

No me fué difícil correr con mi navaja el fiador de la vieja cerradura.

Salí al pasillo.

Las melisendras no gritaban ya.

Las escaleras estaban silenciosas.

Me lancé por ellas.

Las bajé con la misma rapidez que si hubieran estado iluminadas.

Llegué á la puerta de la calle.

Los de la zalagarda la habian dejado abierta.

Ciego, desatentado, temiendo siempre sentir las manos de la Nicanora que me agarraban, corrí, llegué á la plazuela de Santo Domingo, donde me esperaba mi carruaje, me zambullí en él, y dije al lacayo:

– A escape: á la Zarzuela.