Za darmo

La vieja verde

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

CAPITULO XI
De cómo pude asistir á mi segunda cita

¿Qué sucedia en tanto en la casa del hombre político don F…?

Ya sabemos que se habia convenido con su lacayo respecto á Emilia.

Este habia sido un arreglo como tantos otros de los que vé todo el mundo en la casa de su vecino.

Pero quedaba el garrotazo de Aurora.

Don F… se fué á ver á su cuñada.

Tenia ésta entrapajada la cabeza, y no se podian sufrir sus gipidos ni sus impertinencias.

Estaba en estado de delirio.

No por el arrotazo, que no habia sido gran cosa, á causa de lo duro que tenia el testuz, sino á causa de su amor.

Habia contraido por mí una pasion trágica, súbita, trascendental, terrible, de primer órden.

Apostrofaba á su cuñado.

Decia que él habia preparado todo lo que habia sucedido.

Que habia armado una trampa infernal para coger al único hombre que habia conmovido su corazon, hasta entonces sin amor.

Juraba y perjuraba que sino se la probaba que á mí no me habia sucedido mal alguno, daria un escándalo que llegaria á las nubes, y haria que las gentes se tapasen los oidos, al ver el estado de sensibilidad en que ella se encontraba.

Amenazaba con que ella probaria que su cuñado habia sido un buitre voraz sobre la cosa pública.

Fué necesario buscar noticias acerca de mí para calmarla.

Gaspar tuvo una inspiracion.

En la cochera se habia encontrado un sombrero flamante.

La etiqueta era de Beiras, calle del Desengaño.

La compra debia haber sido reciente.

El furor amoroso de Aurora no conocia límites.

Aurora conocia más de un secreto trascendental de su cuñado.

Secretos de familia.

Secretos de Estado.

Secretos de toda especie.

Estaba desesperada, y furiosa, y anhelante.

Era la una y media de la madrugada.

¿Pero qué importaba?

Gaspar se fué con el sombrero casa de Beiras.

Apeló al sereno para que le abriesen la puerta.

Abrieron, preguntó, mintió.

Manifestó que se trataba de un asunto de la mayor importancia.

Examinaron el sombrero y declararon que el dia anterior habia sido vendido á un joven que habia ido con una señora ya de cierta edad; pero muy bien conservada.

Por las señas que habian quedado para que se remitiesen otros sombreros de distintas formas, se supo que aquella señora era doña Emerenciana, y yo, por consecuencia, el dueño del sombrero.

Entre tanto, otros criados habian reconocido la casa para descubrir por donde yo habia podido escapar.

Al fin se dió con la bohardilla que salia al tejado, y en éste con las tejas arrolladas.

No se tuvo duda de que yo estaba en la casa del coronel Arrumbales.

O á lo ménos de que yo habia escapado por ella.

No se atrevieron á penetrar en la casa por el terrado.

Esto hubiera sido exponerse á ser tratados como ladrones.

Pero llamaron á la puerta de la calle.

Aurora estaba terrible.

Habia necesidad de satisfacerla.

Nadie contestó al llamamiento.

Al fin, para no ser molestados por más tiempo por aquellos desaforados llamamientos, un vecino del cuarto bajo abrió una reja.

El vecino, que era amable, les dijo que el vecino del tercer piso al cual llamaban, tenia el sueño muy pesado, ó se hacia el sordo, y se prestó á ir él mismo á llamar á la puerta de su cuarto.

Yo obtenia más y más pruebas de la inocencia de mi mujer, cuando nos sorprendieron grandes campanillazos á la puerta del cuarto.

Se sucedian sin interrupcion.

Eloisa y yo nos perdiamos en suposiciones.

No podia ser el papá.

Pero si no estaba en casa el papá, no podiamos responder: estábamos encerrados.

Los campanillazos se repetian.

Se sentian gentes en la calle.

Tampoco podiamos decir nada por el balcon.

Ya he dicho que las maderas de los cristales tenian cerraduras.

¿Qué hacia entonces el coronel Arrumbales?

Estaba encerrado como un hombre en la prevencion del distrito.

¿Y por qué?

En el momento en que considerándome esposo de su hija me encerró con ella, se enganchó en la cintura un par de pistolas, se puso la capa y el sombrero y se fué á la parroquia.

Para él era cosa indispensable, imprescindible, que, sin reparar en formalidades y como in articulo mortis, se me casase con su hija en el momento.

Su honor no podia estar en suspenso ni un solo minuto más de lo necesario desde el momento en que él habia conocido, ó creido conocer aportillado su honor.

Despues todo era cuestion de matarme.

Llamó de tal manera á la casa del cura, dijo que para un asunto de tal urgencia necesitaba hablar al párroco, que al fin uno de los tenientes le recibió.

Se asombró cuando le dijo su pretension.

Respondió que era imposible.

Pretendió persuadirle á que esperase que se llenasen las formalidades.

El coronel se irritó, amenazó, se asustó el teniente.

Acudió el sacristan.

No siendo esto suficiente, sobrevinieron los sepultureros.

Se armó una zalagarda del diablo.

Acudió un inspector con algunos agentes, y el coronel fué cogido, desarmado y conducido, á pesar de sus reclamaciones de fuero militar, á la prevencion del distrito.

Nada de esto hubiera sucedido si yo no hubiera conocido á doña Emerenciana.

Fatalidades.

O mejor dicho, consecuencias de consecuencias.

Como el coronel no contestaba, porque no podia contestar, y nosotros no acudiamos, porque no podiamos acudir, ni nos atreviamos á responder á voces desde nuestro cuarto, los que llamaban temieron hubiese sucedido una desgracia.

El sereno llamó á los agentes.

Los agentes al inspector.

El inspector avisó al juez de guardia.

Sobrevino el juzgado.

Se forzó la puerta, se registró.

Llamaron á nuestro cuarto.

Manifestamos que no podiamos abrir porque estábamos encerrados.

El mismo cerrajero que habia abierto la puerta del cuarto, abrió la del aposento de Eloisita.

Me encontraron allí.

Se nos tomó declaracion.

Yo dije que amaba á Eloisa, que estaba resuelto á casarme con ella, que habia encontrado medio para introducirme en su aposento.

Que su padre nos habia sorprendido.

Que nos habia encerrado.

No habia más que decir.

El juez me mandó que le siguiese.

Entonces saltó don F… y dijo quién era, lo cual puso en respeto al juez.

Se convino en que se echaria tierra al negocio.

El juez se fué.

Se fueron todos.

Nos quedamos solos don F… Eloisita y yo.

– Es necesario, – dijo don F… – que los dos se vengan ustedes á mi casa; no sabemos las intenciones que puede tener el papá: yo tomo á ustedes bajo mi proteccion.

Eloisita tenia un miedo que no le cabia en el cuerpo.

Estaba además loca de amor.

Se me dió un sombrero del hombre público, que me venia que ni pintado.

Salimos.

Cuando yo me ví en la calle, tuve una feliz ocurrencia.

La de emanciparme.

Yo no sabia por donde podia salir todo aquello.

Lo mejor era poner piés en polvorosa y tomar distancia.

La sombra del coronel Arrumbales me perseguia, me acosaba.

Me dí, pues, á correr como un gamo.

El hombre público quiso seguirme; pero yo volaba.

El sereno habia querido detenerme.

Pero yo habia saltado por encima de él.

Una vez perdido de vista, templé mi carrera, que era demasiado violenta.

Me encontré en la de San Gerónimo, frente á la calle de Sevilla, antes Ancha de Peligros.

Tenia hambre: las aventuras de aquella noche no habian sido para menos.

Me entré en un establecimiento que ya no existe, porque se lo ha llevado el ensanche de la calle, en que se servia muy bien y que era muy concurrido.

La Cervecería alemana.

Allí me encontré con un señorito que habia bebido demasiado, y que se metió conmigo.

Yo no estaba de humor.

Me puse en franquia.

Me fuí al Brillante, buen café, que se cerraba muy tarde.

Le encontré cerrado.

Debian ser más de las tres.

Miré el reló.

En efecto, eran las tres y media.

En fin, encontré abierta la chocolatería de doña Mariquita.

Pero mi estómago no estaba entonces para chocolate.

Necesitaba algo más sólido.

Me acogió al café de las Antillas.

Cené bien; luego recordé mi cita con la ex-ministra morena, con Loreto: otra vieja verde.

Mi cita al amanecer en la entrada de la calle de Jesús y María en un landó.

Ya era cerca del amanecer.

Me fuí hácia la plazuela del Progreso.

Cuando iba por la calle de Relatores, pasó junto á mí un hombre alto.

– ¡Juro á Dios, – decia, – que á ese miserable le he de hacer pedazos ¡Yo reconocí la voz de Arrumbales!

Me guardé muy bien de llamarle la atencion.

Arrumbales se perdió á lo lejos.

Empezaba á amanecer.

Yo habia templado mi paso desde que habia conocido á Arrumbales.

Temia que se volviese por acaso sobre su camino y se encontrase conmigo y me reconociese.

Llegué sin novedad á la entrada de la calle de Jesús y María.

Allí estaba el landó.

Yo me precipité hácia él.

Me perseguia la sombra de Arrumbales.

Temia verle aparecer otra vez.

Le habían soltado con fianza, según supe despues, de la prevencion.

CAPITULO XII
En que empiezo á tener una posicion hasta cierto punto independiente

En el momento en que me acerqué al landó el lacayo bajó del pescante, y sombrero en mano abrió la portezuela.

Entré.

Me dio al momento en la nariz un olor de mil perfumes.

Sentí un calor delicioso.

Se cerró la portezuela.

El carruaje partió y continuó despacio.

– ¡Ay, amor mio! – exclamó una temblorosa voz de mujer. – ¡Ay, niño de mi vida, que al fin te puedo hablar! ¡Cuánto he sufrido! ¡Cuánto he amado! ¡Estoy aquí desde antes del amanecer!

 

Afortunadamente yo tengo enfermos en el hospital general.

Voy á cuidar de ellos.

¡Cuánto he sufrido!

¡Cuánto he ansiado!

Nada tiene que decir mi señor.

Su esclava está cuidando enfermos.

¿Y qué más enferma que yo?

Agonizo.

Te adoro.

Tu eres muy guapo.

Muy jóven, y muy elegante, y muy diablejo.

Te se conoce.

¡Cómo me has quemado la sangre anoche!

¡Estabas entre aquellas dos mómias!

¡Oh, y qué mujeres tan horribles!

¿Por qué te sonreías con aquellas brujas?

Y Loreto lo decia todo esto con una gran volubilidad.

Con una gran vehemencia.

Aquella mujer me enconfilaba.

Yo sabia de antiguo lo que muchos prójimos ignoran.

Singularmente los que son feos, sin gracia y pobres.

Esto es; que cuando una mujer toma la iniciativa, y esta mujer es una vieja verde, es mucho más vehemente, mucho más atrevida, mucho más inconsiderada que el hombre más libertino.

Aquella mujer no me dejaba hablar.

Me devoraba.

Y era muy bella, bellísima.

Un poco madura.

Pero esto aumentaba sus atractivos.

Era además una beldad á la moda.

Todo el mundo la conocia.

Todo el mundo la codiciaba.

Yo habia ido á su cita, dada la situacion en que me encontraba; más que por otra cosa, por tener una proteccion.

Cuando llegó un momento de calma (era ya de dia muy claro), la hice una confesion general.

– ¡Ah! Pues te ayudaré, – me dijo ardorosamente; – estás metido en un atolladero, en una mar de lios: yo conozco á Arrumbales; le conozco mucho: es una tempestad; pero no hay tempestad temible si se tiene para-rayos: yo soy una persona respetable para don Silvestre: es amigo de mi marido.

Alguna vez nos ve; siempre con su niña.

No la deja sola por nada del mundo.

Pero frecuentemente me la deja en casa convidada.

Tiene una gran confianza en mí.

En mi reconocida virtud.

Yo me encargo de tu negocio.

Yo no tengo inconveniente en que te cases con Eloisita.

Por el contrario, me alegraria mucho de ello.

De todos modos, tú habias de tener otras sin que yo lo supiese.

¿Qué más da que yo sepa que tienes una?

Yo no soy estúpida.

A un chico tan guapo, tan interesante como tú se le brindan las mujeres, y es una necedad suponer en tí una virtud ridícula.

Las virtudes ridículas, más que virtudes, son un gran defecto.

¡Santa libertad, hijo mio!

Dios nos ha dado la libertad para ejercitarla.

Si no la ejercitamos, ¿de qué nos sirve la libertad?

De tormento.

Debemos evitarnos cuantos tormentos podamos por una razon de conservacion.

Esta moral era tan buena como otra cualquiera.

Loreto estuvo conmigo ejercitando libremente su voluntad hasta las diez de la mañana.

En aquel momento se encontraba el carruaje frente al lugar donde estuvo la puerta de Atocha.

Allí se detuvo.

Loreto miró á través de una cortinilla.

¡Ah! ¡El Hospital general! – dijo: – voy á ver mis enfermos.

Hoy es dia de lavado de piés y cortadura de uñas.

Vamos á separarnos.

Pero esta noche nos veremos.

Toma esta tarjeta.

Ahí están las señas.

Yo te llevaré noticias de tu negocio.

Toma tambien.

Es necesario que seas un hombre independiente.

Y me dió un papel arrugado.

Hecho un gurruño.

– Ahora, vete, – me dijo, – y hasta la noche á las ocho.

Me despidió cariñosamente, y yo bajé del landó.

El lacayo me saludó como si hubiera sido su amo.

Adelanté hácia el Jardín Botánico.

Cuando hube perdido de vista el landó, me detuve y miré el papel arrugado que me habia dado Loreto.

Dentro venia una sortija con un grueso diamante, que valia por lo ménos diez mil reales.

El papel era un billete de banco de mil pesetas.

¿De dónde salian estas misas?

Se trataba de una ex-ministra.

Milagros de la política y milagros del ejercicio de la voluntad de una jamona… verde.

Porque digámoslo de una vez: aquella renombrada beldad; aquella diosa codiciada por todos; aquel prodigio bien conservado, era un principio de viaje.

Olia un poco á manido.

No todo puede componerse.

Hay cosas que no se contrahacen.

Cosas que son adherentes á la vejez.

Cosas repugnantes.

Por allí, por donde han pasado los años, queda siempre una profunda huella.

Estas mujeres, que se defienden de los amores de éste, del otro y del de más allá, cuando se enamoran, pagan á peso de oro el amor, como para sustituir alicientes que ya no tienen.

Yo me encontraba con un punto más de apoyo, y sea dicho en verdad, Loreto era aún muy agradable.

Yo no llevaba más dinero suelto que un doblón de cien reales.

Pero el billete, y la sortija, y el reló, y la botonadura eran una buena prevencion para lo que pudiese sobrevenir.

Me fuí á un cambiador, y reduje á oro el billete, llenando el portamonedas, que no era muy grande, de dorados doblones.

En aquellos momentos era yo un gran señor.

Esperaba ser mucho más gran señor dentro de poco.

Sobre todo, no se me olvidaba mi esposa.

Mi Eloisita.

Rabiaba por verla.

Pero era necesario dejar hacer á Loreto.

Ser prudente.

Necesitaba además descansar.

Me fuí al hotel de París.

Pedí un cuarto.

Mandé que me llamasen á la una; y que me tuviesen preparado un carruaje de lujo.

Entonces me eché en la cama vestido, para dormir dos horas.

CAPITULO XIII
Mi abordamiento á mi tercera cita

Pero no pude dormir.

Estaba terriblemente nervioso.

Con uno de esos cansancios que no dejan descansar.

Sentia además una debilidad extrema.

Me levanté, llamé.

Pedí un ponche de té, bien cargado, y fiambres.

Mientras me lo servian, oí que en el cuarto inmediato disputaban dos que parecian, por su acento y su manera, personas notables.

El uno de ellos estaba irritado.

– Esto es monstruoso, – decia: – aquí, en este miserable artículo, se falta á todo cuanto puede faltarse; se apuntan secretos graves; se prepara una campaña encarnizada; se comprometen grandes intereses del partido: don F… se impacienta, nos abandona.

El nombre de don F… me llamó la atencion.

¿Era tal vez mi artículo el que producia la cólera del que hablaba, que debia ser un hombre político?

Seguí escuchando.

A poco no pude tener duda: era mi artículo el que causaba toda aquella polvareda.

Esto me alentó.

Mi porvenir se hacia más y más halagüeño.

Yo era un hombre á propósito.

La política, que tiene todas las asquerosidades y todas las mañas de las viejas verdes, me abria los brazos, con mucho más entusiasmo y mucho más arranque que la hermosa Loreto.

Yo veia ya la diputacion á Cortes.

Un escándalo parlamentario.

Por consecuencia, una cartera.

¡Poder de Dios!

Yo empezaba un camino muy trillado.

Pero con mucha más fuerza que otros.

¡El mando, los honores, los títulos, los millones!

¡Ser un hombre importante!

Y todo empezando por una vieja verde.

Me animé.

Se me quitó el cansancio.

Me sentí con fuerzas para resistir á todas las viejas verdes del mundo.

Me estiré.

Me desentumecí.

Pedí dos ó tres platos crasos, y me los embaulé.

Pero cuidé de beber poco.

A la una y media ya estaba listo.

Compuse los ajamientos de mi traje.

El carruaje, que era un hermoso coche, me esperaba ya.

– Al Buen Suceso, – dije al entrar en él.

Diez minutos despues, y cuando empezaban á entrar las elegantes damas de la última misa, estaba yo á la puerta de la iglesia.

A poco paró un carruaje, y llamando la atencion por su extraordinario lujo, entró en el templo una dama larga y avellanada.

Era Guadalupe, la señora del excelentísimo señor don F…

CAPITULO XIV
En que continúa el maravilloso relato de mis aventuras

Ella me vió, y no se contuvo.

Me miró airada.

Como si yo la hubiese hecho una injuria.

Una gravísima injuria, de la que hubiera tenido necesidad de tomar venganza.

La ardian los ojos.

Estaba pálida como una muerta.

Su boca tenia una contraccion siniestra.

Parecia que tenia ánsia de devorar.

Temblaba toda.

Estaba horrible de fea.

Antipática hasta lo repugnante.

A pesar de todo esto se reprimió.

Sin embargo, apagó su ira en una sonrisa, y me dijo:

– ¿Es de usted aquel carruaje?

– Sí señora, la respondí.

Llamó ella á su lacayo.

– Que se vuelva el carruaje, – le dijo: – que me espere á las cinco casa de doña Eleuteria.

El lacayo se fué.

El carruaje de don F… se marchó.

Su señora se fué derecha á mi coche, y se metió en él.

Como si hubiera sido suyo.

Descaradamente.

Con la frente alta.

Como si no hubiera cometido una accion indigna.

Como si no se hubiera colocado en una cínica situacion de adulterio.

¿Pero qué es el adulterio para este género de mujeres, sobre mal educadas, embrutecidas, pervertidas, caidas en todas las abyecciones, en todas las infamias?

Está visto, que no puedo curarme de la manía de moralizar.

Habia además en la situacion en que se colocaba Guadalupe algo de sacrilegio.

Se tomaba á la religion por medio y por pretexto.

Su marido debia creerla en misa.

Ella aprovechaba los minutos.

Oir la misa hubiera sido perder tiempo.

Yo la seguí.

– Por la Ronda, – dijo Guadalupe, ni más ni ménos que si el carruaje hubiese sido suyo.

Despues me dijo:

– Eche usted las cortinillas.

Yo lo hice.

– Necesito explicaciones, y explicaciones ámplias, – me dijo: – de otro modo, yo veré lo que tengo que hacer para vengarme.

– Yo no sé de qué explicaciones se trata, señora mia, – la dije.

– ¡Mi hermana!..

– ¡Ah! ¡Su hermana de usted!..

– Sí, mi hermana: usted tenia anoche con ella una cita.

– Permítame usted, – respondí: – yo no tengo acerca de eso conocimiento alguno.

– Voy á dar á usted una prueba.

– ¿Cuál?

– El sombrero que tiene usted puesto, tiene todo el aire de la cabeza de mi marido: yo le conozco muy bien: los sombreros de mi marido toman una forma especial con sólo una vez que se los ponga. El tener usted puesto un sombrero de mi marido, consiste en que anoche perdió usted el suyo en las cocheras de casa, habiendo entrado en ellas para tener una entrevista con Aurora.

Ese sombrero es la prueba.

Por el sombrero de usted, se ha sabido quien usted era.

Se le ha seguido á usted la pista, y se le ha encontrado en la casa del coronel Arrumbales, encerrado, y en situacion ambígua con esa descaminada chicuela, que se ha atrevido á decirme que aunque no le conocia á usted sino desde hacia dos horas, ya le amaba á usted más que á su vida.

– ¿Eso ha dicho Eloisa?

– Sí, señor, eso ha dicho esa desvergonzada.

En fin, usted confesa.

Esto es ya una ventaja.

Conste que usted es un miserable.

Que usted ha convenido en una cita con mi hermana, estando citado conmigo.

Que por las consecuencias de su primer desaguisado, cuando acudia usted á la cita con mi hermana, ha ido usted á parar al cuarto de esa polluela insípida y la ha seducido usted de tal modo, que dice que le quiere á usted más que á sus entrañas.

Todo esto es horrible, inícuo.

Atentatorio al amor que en mal hora por usted he concebido.

Ofensivo á mi dignidad, á mi… á todo cuanto hay en mí de delicado, de irascible, de explosivo.

Estoy resuelta á castigar la audacia de usted.

A probarle que no se juega con el corazon de Guadalupe de Aguas-vivas.

Que mi amor es terrible.

Que el que le irrita y le desprecia es un insensato.

Y puesto que yo, tan solicitada, tan buscada, tan admirada por mis sobresalientes prendas, he venido á ser injuriada por un perdido, por un pillete, por un tunante, por un ménos que cualquier cosa, recogido por el vicio, por la torpeza de doña Emerenciana, declaro á usted que esto es más de lo que puede sufrirse, y que no lo sufriré.

Me valdré de mis medios.

Se pondrá á usted donde usted merece estar.

En presidio.

Sí, sí señor, en presidio.

Aquella mujer era una furia.

 

Habia tenido la fortuna de enamorarla de una manera monstruosa.

Me miraba, que me comia, con sus pequeños ojos hundidos.

Me enseñaba más de lo que habia creido.

Yo soy muy limpio.

A mí no me ha criado Dios para sufrir viejas verdes.

A Guadalupe, la dignísima esposa de su excelencia, la sundelaba un poco el aliento.

Me hablaba con tanta vehemencia, que se metia mis narices en la boca.

Yo me veia obligado á prestarla atencion.

– ¡Pero señora! – exclamé yo: – ¡usted se olvida de que soy un chico bien educado!

– ¡Ah! ¡La educacion! ¡Y puedes tú tener educacion!

– ¡Ah! ¡Ya! ¡Usted cree que un hombre pobre no puede llamarse bien educado!

– No, señor: un miserable que, como tú, necesita de una horrible vieja para que le mantenga, no puede llamarse bien educado.

– Pues bien, señora; yo no diré que soy bien educado, pero diré, y digo, que soy muy atento.

– ¡Es verdad! Muy atento á las picardías: hijo, tú has dicho: de lo de Dios, cuanto más mejor.

– ¿Y qué es eso que usted llama lo de Dios, señora?

– El dinero.

– Verdaderamente, – dije: – el dinero es lo mejor que Dios ha hecho: ¡oh! ¡Dinero, dinero, dinero! ¡El dinero es Dios!

– Pues; y tú te has dicho: he vuelto loca á una vieja; me produce tanto; volvamos loca á otra vieja y tendremos otro tanto más: ¡ah, qué bien merecido ha estado el garrotazo que se ha mamado mi hermana! ¡La lástima es que á tí no te han despampanado!

– ¡Ah, señora, que tengo este hombro casi deshecho! ¡otro feroz garrotazo!

– ¿Sí? ¿Es verdad? ¡Pues me alegro!

– ¡Ingrata!

Pronuncié yo la anterior palabra de una manera tiernísima.

Adurmiendo los ojos.

Soltando de ellos un fluido ponzoñoso, embriagante, alterante.

Con la boca entreabierta.

Asomando á ella la punta de la lengua.

A la alta escuela, en fin.

De una manera perfecta.

Con una práctica firme.

Capaz de hacer caer no digo á una vieja verde sino á la mujer más jóven, más fresca, más rozagante y más pretendida del mundo.

Guadalupe se emocionó de una manera formidable.

– ¿Qué dices? – exclamó.

– ¡Cruel!

– ¡Cállate, hombre, cállate! ¡No me mires de ese modo! ¡Acabarás por hacerme creer que eres un ángel!

– ¿Pues quién lo duda, señora, quién lo duda? Yo soy el mejor hombre del mundo.

– Sí, que lo diga mi hermana.

– Repito que mi educacion…

– ¡Y vuelta con la educacion! ¿Qué tiene que ver la educacion con todo esto?

– ¡Ah, señora! Yo no podia dejar de aceptar una cita dada por una respetabilísima persona.

– Mi hermana no es respetable: si mi hermana no se ha casado, ha sido por falta de respetabilidad: ¡si desde que tenia diez años se ha estado metiendo por los ojos de los hombres! ¡Si en mirándola cualquier quidam medio sí medio no, se accidenta! ¡Si ha rodado hasta por debajo de las mesas de los cafés! Fortuna que el otro, el mio, se industrió y se hizo diputado, y senador, y gran cruz, y académico de ciencias morales y políticas, y qué sé yo qué más, y jefe de partido, y ministro, y no ha querido que ande de ceca en meca, deshonrándonos; porque cuando la revolucion, no habia en el café Imperial, ni en el de Madrid, ni luego más tarde en las buñolerías, nada más que ella.

– Y eso, ¿qué tiene?

– Es verdad que á mí me han visto también entre dos capitanes de la vanguardia republicana en el café de la Nacion Española; pero yo iba allí para servir á mi marido, para observar de cerca cómo se juzgaba la política de actualidad entre el pueblo: nosotros estábamos haciéndonos en aquel tiempo nuestro camino: la mujer debe ayudar al marido, y era necesario trabajar.

Yo extrañé esta confesion.

Me pareció un exabrupto.

Era aquello inverosímil.

Ninguna mujer confiesa ciertas cosas.

Tanto ménos cuanto está en más alta posicion.

Yo no sabia á qué atribuir aquella enormidad.

¡La esposa de un jefe de partido!

Una ex-ministra.

¡Una gran dama!

¡Y dando en una tal confesion cicatera!

Esto era incomprensible.

Fenomenal.

Piramidal.

Parecia que Guadalupe se ponia la venda antes de que la diesen el palo.

Se esclarecieron mis recuerdos.

Entonces reconocí en Guadalupe á una antigua buscona de café.

Esto era, como se dice, á la raíz de la revolucion.

Don F… peroraba en el club de la calle de la Yedra con una elocuencia de cañon de veinticinco centímetros.

Su gran mérito era la potencia de su voz.

Y como halagaba las pasiones del público que le escuchaba, y como usaba de todas las monsergas de que se valen los políticos para engañar á los tontos y para escitar á los pícaros, sus éxitos eran formidables.

Se le llamaba el tribuno.

Se decia que con solo aquel hombre bastaba para salvar la pátria.

Para garantizar la libertad.

Para hacer verdaderamente soberano al pueblo.

Para que la division de la propiedad, fuese una verdad, un hecho.

En fin, para que todos los desheredados, todos los padecidos, todos los patriotas de buena fé fueran felices.

¡No más cadenas!

¡No más ignominias!

Con don F… se arreglaba todo.

El mundo iba á ser redimido.

Los entusiasmaba de tal manera, que á veces lo cogian y le llevaban en brazos á su casa, con hachones de viento encendidos.

Luego don F… salia al balcon y peroraba.

Acrecia y acrecia el entusiasmo.

Habia tempestades de vivas y de aplausos.

Le daban una serenata de guitarrones, guitarras y bandurrias.

Le tocaban la marsellesa, el himno de Espartero, el de Riego, el de Garibaldi.

El les enviaba salchichón por largo.

Pellejos de vino.

Del cuero salian las correas.

Le habian hecho concejal.

Pero esto no bastaba.

El necesitaba ser diputado.

Fué diputado.

Tampoco esto era bastante.

Necesitaba ser ministro.

Fué ministro.

Despues cambió treinta veces la casaca.

Y con este teje maneje, y con estos trasiegos llegó á ser millonario.

Los que, engañados y creyendo que con él harian negocio, le habian subido á los cuernos de la luna, se quedaron como se estaban.

Doblegados por el trabajo.

Sacrificados por su fortuna.

Don F… era en fin, como todos los hombres políticos importantes.

Un cómico.

Yo no le conocia.

No habia caido nunca por mi lado.

Pero me habian hablado de él á propósito de su mujer, á la que tampoco habia tratado.

Para busconeo me bastaba yo, que entonces era un plumin, pero que se sabia buscar la vida.

Pasó aquello, vino lo otro y perdí de vista á la Guadalupe.

Yo me habia olvidado de ella.

Pero por las precauciones que acababa de tomar por si yo acababa al fin por reconocerla, se comprendia que ella no me habia olvidado á mí.

Tal vez estaba enamorada de mí desde hacia algunos años.

Las viejas verdes se desviven por los pollos.

Cuanto más tiernos, mejor.

Ellas los educan.

Así es que los niños de hoy en dia, salen muy finos.

Tienen todo lo característico de sus maestras de filosofía práctica.

Son unos prodigios.

Ellos se han hecho los apóstoles de la escuela positivista.

Tienen, como las viejas verdes, atrofiado el corazon.

Yo soy un fenómeno.

Yo conservo todas las aspiraciones dulces y candentes del corazon, sin embargo de lo cual me voy á lo tangible, á lo necesario, á lo práctico, por todos los medios posibles, sin retroceder ante ninguno.

Pero cuando pasan rábanos, los compro.

¡Y cuando esos rábanos se llaman Micaela, Eloisa y áun Loreto!..

En todos los tiempos ha sido necesario, y áun indispensable, irse con la corriente.

Nadar contra ella es perecer.

Predicar lo que nadie entiende ni quiere entender, es dar voces en desierto.

Pero cuando en el fatigoso camino de la actividad industrial de nuestro tiempo se encuentra un pequeño oasis, fresco y sombroso en el que brota una fuente cristálica, se reposa un momento, se bebe hasta saciarse del agua límpida de la fuente encontrada por casualidad y se pasa suspirando: es necesario seguir el camino sobre el fango.

Es necesario vivir.

Y para vivir, ser.

La política.

El imperio.

La arbitrariedad legalizada.

La explotacion de los embrollos.

Y el combate de lobo á lobo.

El excelentísimo señor don F… su mujer y su cuñada habian sido los tres vicios más escandalosos que han rodado por los cafés, por las timbas, por las cuquerias, por los bodegones y por los bailes públicos.

¿Qué quereis?

Estamos en los tiempos de las grandes trasformaciones.

Las viejas se falsifican.

De la misma manera los bohemios, los desvergonzados, los escandalosos, los cínicos, se adoban, se trasforman, se pintan, se esmaltan hasta el punto de que los desconozcan los que tanto los conocieron, y falsifican la verdad representando un aplomo y una gravedad que los hace pasar por hombres sérios, importantes, como don F…

Si los que los conocieron los desconocen, ellos, al trasformarse, desconocen á todos los que los han conocido.

Corte de cuentas.

Se han trasegado un millon de veces.

Yo me admiraba de no haber conocido á su mujer ni á su cuñada.

Y era que se habian disfrazado con una posicion ilógica, absurda, inverosímil.

Pero estas son las gentes que valen.

Las gentes que sirven.

Los temibles.

Los hombres y las mujeres de mundo.

Los revolucionarios.

Los representantes de todas las conquistas del progreso humano.

¿Pero quién me mete á mí á moralista?

La moralidad es una cosa ridícula.

Y yo nunca he sido moral.

Ni áun mora ni moro.

Y aún no estoy muy seguro de si soy cristiano.

Pero hago lo que otros muchos perdidos.

Moralizar, moralizar y más moralizar.

Porque sin la moralidad…

¡Y hay quien todavía cree en palabras!

En fin, y volviendo á Guadalupe; una vez dados á conocer, nos entendimos perfectamente.

Ella hizo como que olvidaba sus celos, y yo como si no hubiese sentido su resuello.

Los buenos amigos acaban por entenderse.

En fin, nos duró la misa del Buen Suceso hasta las seis de la tarde, es decir, despues de bien oscurecido.

Ella se fué á la casa de la amiga donde la esperaba su carruaje.

Yo me volví al hotel de París, donde en mi propio cuarto me sirvieron una excelente comida de la cual tenia buena necesidad.

Examiné mis valores.

Yo estaba ya riquillo.

Las dos viejas verdes me habian puesto en zancos, sin contar con doña Emerenciana, que era la base.