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La alhambra; leyendas árabes

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Al dia siguiente, mientras los cuatro caballeros, vueltos de la Azubia á donde habian ido á tomar sus armas y sus caballos, curaban en secreto sus heridas en sus tiendas, en el Real de Santa Fé, un escudero del infante Muza-Ebn-Abil-Gazan, en nombre de la sultana Zoraida, les entregó como presentes magníficas joyas, y los caballos y armas con que habian vencido á los zegríes.

Al mismo tiempo, uno de los mas nobles caballeros de Granada, yendo de paz, entregó á los reyes Católicos un pergamino rodado y sellado con el sello de oro de la sultana, en que esta les relataba la grande hazaña de sus cuatro defensores.

XVII
LOS PRONÓSTICOS

A medida que trascurria el tiempo, se iba haciendo mas angustiosa la situacion de Granada.

Los cristianos la cercaban por la parte de la vega y de las montañas á la parte de Almería, y sus campeadores corrian hasta sus puertas, llegando el caso de no atreverse á salir fuera de ellas los habitantes, por temor de ser muertos ó cautivos.

Solamente por la parte de las Alpujarras, lugar montañoso y habitado por gentes incontratables y bravías, estaban libres del cerco de los cristianos.

Por allí podia venir un refuerzo del Africa.

Pero Boabdil era débil, y los reyes de Castilla demasiado temidos, y los musulmanes de Africa abandonaron á sí misma aquella hermosa ciudad en donde estaban acorralados los últimos restos del imperio de los agarenos en España.

Cada dia acontecia una nueva hazaña de los cristianos, tal y tan grande, que ponia pavor en el ánimo de los sitiados.

Una noche, los habitantes de Granada de la parte del Zacatin, de la Al-Kaissería, y de los alrededores de la mezquita, despertaron asustados á las voces de ¡al arma! de los guardas nocturnos.

Dormia entonces Boabdil en el mirador de Lindaraja.

Frente á sí tenia la sala de las Dos Hermanas.

Mas allá el patio de los Leones.

Luego la terrible cámara de los Abencerrages.

Parecia que allí le habia llevado el remordimiento.

Boabdil no sabia separarse de aquel patio y de sus habitaciones.

Parecia que le llamaban á sí las sangrientas sombras de Aben-Ahmed y de los treinta y seis caballeros abencerrages degollados.

El rey soñaba bajo el fresco halago de las auras que entraban saturadas de las fragancias de los cármenes por las celosías del mirador.

La noche era plácida y tranquila.

Los luceros brillaban allá perdidos en la inmensidad.

Cantaban los ruiseñores solitarios entre las alamedas del rio.

Y sin embargo, el sueño del rey era terrible.

Una horrorosa pesadilla de sangre.

Parecíale que por la puerta de la sala de los Abencerrages salia Aben-Ahmed, y tras él sus treinta y seis compañeros con las cabezas en las manos.

Cada una de aquellas cabezas dejaba caer sobre el pavimento un chorro de sangre.

Y los fantasmas adelantaban en procesion lúgubre y silenciosa.

Y llegaban al rey y suspendian sucesivamente sobre su cabeza sus cabezas cercenadas y la bañaban en caliente sangre.

El rey luchaba por apartar de sí aquella vision terrible y no podia.

Pero de repente le despertaron descompasadas voces, y estruendo de gentes que corrian y de armas que se chocaban.

Y las voces decian en recio alarido:

– ¡A las armas! ¡á las armas! ¡los cristianos están en la ciudad!

Despertó el rey y salió de su lecho.

Apenas se habia levantado cuando vió delante de sí á su hermano bastardo el infante Muza.

– ¿Qué significa esto, hermano mio? dijo el rey.

– Esto significa, que tanta infamia, tanto crímen, tanta inocente sangre vertida, trae sobre nosotros la cólera de Dios.

– ¡Tú tambien, hermano! ¡tú tambien! esclamó con angustia el rey.

– Los cristianos se atreven ya á entrar en nuestra ciudad y á poner el nombre de sus ídolos en la puerta de la mezquita.

– ¡No te entiendo!

– ¡Plaza! ¡plaza! gritó una voz al mismo tiempo en el patio de los Leones. ¡Quiero ver al poderoso sultan!

– Hé ahí al arrayaz Abd-Allah-ebn-Tarfe que llega dijo Muza. El te dirá el atrevimiento de los cristianos.

Entró á la sazon un moro atlético, armado de todas armas:

Llevaba en la mano un carton dorado, en el centro del cual, se veia escrito en grandes letras azules castellanas, el mote: Ave Maria.

La advocacion mas dulce de la santa Vírgen Madre de Dios.

El moro estaba pálido y convulso, y sus ojos despedian llamas sacudiendo con furor el carton entre sus manos.

– ¿Qué es eso? dijo Boabdil.

– Esto es, contestó Tarfe, que ese infiel á quien Dios maldiga, ese cristiano Hernan Perez del Pulgar, á quien llaman entre los suyos el de las fazañas, ha clavado sobre la puerta de alambre de la mezquita mayor este cartel con el nombre de María.

– ¿Pero habrá encontrado el infiel la muerte? esclamó colérico el rey.

– El maldito ha escapado matando á alguno de los guardas.

– ¿Pero si ha escapado, cómo le habeis conocido?

– Conocióle á la luz de las antorchas con que acudieron algunos vecinos un guarda que ha sido durante algun tiempo cautivo de los cristianos.

¿Y quién otro que el bravo Hernando del Pulgar pudiera atreverse á tanto?

¿No sabes que él con algunos pocos de los suyos tomó la fortaleza del Salar á escala franca, por lo cual sus reyes le hicieron alcaide de aquella fortaleza?

¿No sabes que desde ella nos ha corrido la tierra, nos ha incendiado las mieses y nos ha cogido cautivos y rebaños?

¿Acaso ignoras, ni lo ignora nadie, quién es Hernan Perez del Pulgar?

¿No sabes que el mote jactancioso que tiene en su escudo ese caballero es: El pulgar quebrar y no doblar?

– Dios permite que seamos humillados, esclamó con una vergonzosa desesperacion el rey.

– Pero quien nos humilla tiene cabeza, esclamó con energía Tarfe: dame licencia, señor, y yo iré á los Reales de Isabel y de Fernando por la cabeza de Pulgar.

– Vé, vé, mi valiente arrayaz, que siendo tú quien vas, no dudo que lavarás la afrenta que nos han hecho los cristianos.

Vé, mi valiente Tarfe, vé, y que Allah vaya en tu ayuda.

Tarfe y Muza salieron, salieron los que le acompañaban, y el rey quedó solo.

Volvióse á reclinar en el lecho, volvieron á entorpecerse sus sentidos, y volvió á su vision de sangre.

En efecto, el bravo alcaide del Salar Hernan Perez del Pulgar, el de las hazañas, habia entrado en Granada.

Aquella tarde habia llamado á su tienda en el Real de Santa fé á sus escuderos.

Eran estos quince, apreciados en gran manera por su valor.

Sentáronse y se descubrieron respetuosamente ante su capitan, que les dijo con voz grave:

– Bien conozco, hidalgos, vuestra lealtad y vuestro esfuerzo, de que me habeis dado grandes pruebas, y yo á mi vez os pago prefiriéndoos para confiaros un gran intento, que llevado á cabo, pondrá nuestros nombres en el templo de la fama.

Miraron con anhelo sus escuderos á Pulgar, que continuó de la misma manera reposada y tranquila.

– Esta noche voy á entrar en Granada con la ayuda de Dios; pero como me tocaria al alma el que interponiéndose algunos infieles, malograsen mi propósito, quiero que vengais conmigo, no como en recompensa de la estimacion en que os tengo, ni como mandato, mas os lo habré en gran merced si consentís.

Levantóse uno de los escuderos llamado Francisco de Bedmar, y dijo:

– Donde vayas tú, capitan, iremos nosotros sin dudar, y si algun temor podemos tener, no será otro sino el de la pérdida de tan noble y valiente caudillo.

Miróle de hito en hito Pulgar.

– Tú, Bedmar, dijo, escalaste los muros de Alhama; tambien os he visto á vosotros tomar á escala franca el castillo del Salar, combatir en Velez y en Baza en los mismos llanos de la vega. Y ahora que estais á mi lado, ¿por qué poneis en Dios tan poca confianza y me contais con los muertos?148.

– Mal cumpliríamos con lo que le debemos, Hernando, observó otro de ellos, sino te aconsejáramos, cuando pretendes correr á una perdicion cierta.

– No es consejo lo que os pido, dijo gravemente Hernan Perez; lo que quiero es que me acompañeis hasta las puertas de Granada. Dios nos libertará, y si nos acorralan ¿qué importa? ya aprendimos en el Zenete la manera de hacernos paso149.

Tendió, dicho esto, la mano á Bedmar y á los otros escuderos, y diciéndoles el lugar de la vega donde debian reunirse, despidiólos.

Era cerca del amanecer.

En la confluencia del Darro y del Genil, aparecieron viniendo de la parte de la vega algunos ginetes á caballo.

Solo podian apreciarse sus bultos porque la noche era lóbrega.

Detúvose al llegar á aquel punto el que cabalgaba delante de los ginetes, y al hablarles dejó conocer en su acento que era Hernando del Pulgar.

Los ginetes que le seguian eran sus escuderos.

– Ahora bien, amigos mios, y ya que hemos llegado, dijo Pulgar, ved de recoger entre esas alamedas algun ramage y procuradle seco en tal manera que arda á maravilla.

– Cómo, ¿pretendes poner fuego á Granada? dijo uno de los escuderos llamado Aguilera.

 

– Si tal, contestó Pulgar; y en Dios confio que hemos de volver al Real alumbrados por las llamas que devoren sus ponderadas casas y sus ricos alcázares.

Quedaron atónitos los hidalgos, pero conociendo la tenacidad de Pulgar, obedecieron y cargando de ramage seco la grupa de sus caballos, siguieron á su capitan, marchando por el cauce del Darro, para que con el ruido de la corriente no se notase el de las pisadas de los caballos.

Merced á esta precaucion y á lo oscurísimo de la noche, pasaron sin ser sentidos de los atalayas moros, por delante del castillo de Bib-Ataubin, y llegaron al puente de la puerta Real ó Bib-Al-Malekí, bajo el que se agruparon los quince escuderos en rededor de Pulgar.

Aguardadme aquí, les dijo, y tú, Pedro, que conoces mejor que nosotros la ciudad en que te criaste, carga en tu caballo ese ramage y sígueme.

Trabóse gran altercado entre los hidalgos.

Ninguno queria menos que acompañar á su capitan; vinieron á disputa, alteráronse, y á tal punto llegó la porfia, que Pulgar se vió obligado á consentir en que, echándolo á la suerte, le acompañasen algunos.

Al fin, guiado por Pedro, y acompañado de Bedmar y de otros cuatro, el alcaide del Salar siguió bajo el largo y lóbrego puente con el agua á la rodilla, penetró en la ciudad y siguió á oscuras á lo largo de la Ribera de los curtidores hasta llegar frente por frente de su edificio magnífico150.

Treparon uno tras otro el poco elevado muro que encajonaba el rio, y por una estrechísima calleja, que apenas daba lugar á un arroyo de desagüe151, penetraron en una plaza de poca estension, donde se alzaban uno frente á otro dos altísimos edificios.

Era el uno la universidad152 granadina, emporio de ciencia, santuario del saber, á donde habian refluido los sabios de Córdoba y Sevilla, y cuantos habian sido arrojados por las armas castellanas hasta aquel último recinto donde flotaba en España la enseña del Islam; el otro la gran mezquita de Granada153, con su puerta de alambre dorado, sus ricos agimeces de mármol y sus aleros labrados, si bien entonces no podia verse tanta maravilla á causa de la gran oscuridad de la noche.

– ¿Hemos llegado? dijo el alcaide del Salar al morisco Pedro del Pulgar154.

– Si señor, dijo el cristiano nuevo: escucha cómo zumba el viento en el altísimo almiznar de la mezquita; esta pared que nos guarda es de la universidad, y esa gran casa oscura que ves en la sombra, la del fakí de los fakíes.

Acrecentóse la impaciencia de Pulgar, y pidiendo á Pedro menesteres de encender, prendió fuego al hachon que consigo traia, y sacó de debajo de su sobrevesta un carton dorado, en que se veia un nombre escrito en letras azules góticas.

– ¡El Ave María! esclamaron con asombro los escuderos,

Pulgar llegó á la puerta de la mezquita y se arrodilló: los escuderos se arrodillaron tambien.

– Sed vosotros testigos, dijo á los cinco, que estaban entusiasmados y conmovidos con el tiernísimo interés de Pulgar, de como tomo posesion de esta mezquita en nombre de los reyes de Castilla, consagrándola desde ahora á la Reina del cielo, cuyo nombre dejo en poder de los infieles hasta que llegue la hora del rescate155.

Y atando en el pomo de su puñal las cintas de que pendia el cartel, le clavó de una sola puñalada entre las mallas de alambre de la puerta.

Luego se levantó, y se levantaron los escuderos, y Pulgar dijo á Pedro:

– ¿Dónde está la Al-Kaissería?

Pedro le señaló una estrecha calleja que comunicaba con el Zacatin, y le dijo:

– Por allí, señor.

– Alumbra y guia.

Cuando llegaron á la puerta de la Al-Kaissería, Pulgar le dijo:

– Echa ahí ese ramaje.

Y cuando Pedro le hubo echado, Pulgar arrojó sobre él el hacha encendida.

Pero á punto sintieron pasos de muchos hombres con faroles encendidos que rondaban guardando aquel riquísimo barrio.

Verlos y acometerlos espada en mano fué una misma cosa.

Gritaron los moros, alborotóse por aquella parte la ciudad, y Pulgar, temiendo que le venciese la muchedumbre, gritó á sus escuderos:

– ¡Por el mismo camino! ¡corazon sereno, y espada pronta!

Y rompiendo por medio de los moros, escapó156.

Y las llamas amenazaban á la Al-Kaissería, y los moros, acudiendo de todas partes, gritaban:

– ¡Al arma! ¡los cristianos!

Aquellas eran las voces que habian llegado hasta el rey.

El cartel aquel, el que Tarfe habia llevado á la Alhambra.

XVIII
SIGUEN LOS PRONÓSTICOS

Granada, tan venturosa antes, tan afortunada, habia llegado al punto de que todo para ella se convirtiese en desdicha y mala ventura.

Sus caudillos emigraban á Africa ó morian en la Vega.

Sus sabios y sus fakíes estaban siempre pronosticando desdichas.

Todos tenian, no la fé de la salvacion, sino la certeza del acabamiento de la patria.

Todos miraban con terror al porvenir, y á un porvenir cercano.

Y Boabdil entretanto se adormia.

Boabdil no procuraba acabar con los bandos uniéndolos bajo su mano, y dándoles de este modo fuerza.

Por otra parte, la unión de Aragon y de Castilla, de España, en fin, bajo un mismo cetro, hacia imposible la lucha.

Maldecian, sin embargo, á Boabdil.

Como si él, á quien historiadores benévolos han llamado el Desdichadillo, hubiera podido oponerse á los decretos del destino:

Es verdad que su inercia, su molicie, habian llegado al último punto.

No se le veia salir de los departamentos del patio de los Leones, donde tenia su harem, donde estaba el panteon en que reposaban sus antepasados, donde existia la fatal sala que encerraba sus remordimientos.

En aquel patio le tenian aprisionado los recuerdos de su dinastía, esto es, el pasado; sus placeres, esto es, el presente; y su conciencia, que venia a ser el decreto de su porvenir.

Y allí recibia las noticias, funestas todas, que le traian sus caballeros.

Allí escuchaba con la cabeza inclinada á sus sabios que le aconsejaban.

A sus valientes que pretendian sacarle de su inercia.

Allí, en la noche del mismo dia en que Tarfe le pidió licencia para ir á retar al audaz cristiano que se habia atrevido á penetrar en Granada, recibió la noticia de un nuevo desastre, que venia á ser un nuevo pronóstico de desgracias.

XIX
EL TRIUNFO DEL AVE MARIA

Apenas el sol habia desvanecido las nieblas de la noche anterior, y sus rayos tibios aun se tendian sobre Santa Fé, cuando un confuso rumor de pasos acelerados de armas que se chocaban y de gentes que subian á toda prisa las escaleras que conducian á los adarves, se dejó oir por la parte que mira á Granada.

Los reyes don Fernando y doña Isabel, el príncipe, don Juan, las infantas doña Juana y doña Isabel, fray Hernando de Talavera, Pulgar, Córdoba, Tendilla, Aguilar y cien nobles caballeros, rodeados de lanzas y ceñudos los semblantes, miraban al campo donde un moro ante ellos se mostraba acompañado de diez africanos á caballo y un trompeta armados.

Montaba en un poderoso caballo negro encubertado de guerra, y afianzaba una lanza, en cuyo hierro se veia pendiente el cartel de Ave Maria que Pulgar habia fijado aquella noche en la puerta de la mezquita mayor de Granada.

Era el arrayaz Abd-Allah-ebn-Tarfe.

Llamas arrojaban los ojos del valiente moro.

Su roja sobrevesta parecia pedir sangre.

Sus megillas pálidas eran la clara muestra de la cólera que agitaba su alma.

El ronco son de su trompeta, habia llamado al adarve á los reyes, á los príncipes y á los caudillos cristianos.

Y todos se maravillaron de que aquel infiel se atreviese á presentarse con tamaño atrevimiento ante ellos.

 

Y Tarfe los miraba como mira el toro á la muchedumbre que le provoca desde la valla, y su cólera era cada vez mas convulsiva y su mano agitaba el cartel del Ave Maria, blandiendo hasta hacerla crugir en el aire su fuerte lanza de dos hierros.

Mas cuando vió cubiertos de cristianos los adarves paseó la sombría mirada sobre ellos, reconociendo á cada uno de los capitanes á quienes habia visto el semblante entre el polvo de la batalla, y cuando vio competidores dignos hizo una seña al trompetero.

Por tres veces el son de la sonora trompeta rasgó el espacio y retumbando en la cercana Geb-el-Beira, fué repetido á lo lejos y en redondo por los ecos de las montañas.

Aquel sonido de atencion fué repetido de igual modo por las trompetas del Real.

El rey, la reina, el príncipe, los infantes, los caudillos y los soldados de Castilla y Aragon, España, en fin, escuchaban á un solo hombre.

Tarfe se alzó en los estribos, miró al adarve con fiereza y su voz poderosa se estendió en el espacio.

– ¡Perros traidores! dijo: ¡vosotros los que entrais como el buho en nuestra ciudad amparados de las tinieblas para dejar en ella el nombre de vuestros ídolos! ¡yo soy Tarfe! ¡yo el que ha arrancado de la mezquita el nombre de Maria, y le arrastra delante de vosotros, sobre el polvo de vuestros Reales!

¡Salid, canes ladradores!

¡Salid uno a uno, dos á dos, ciento á ciento!

¡Salid! ¡Tarfe os espera!

Mi lanza os conoce, villanos, y mi espada aun tiene en su filo la señal de vuestra sangre.

Calló el moro esperando la respuesta; pero ni una voz, ni un movimiento salieron de entre los cristianos, que parecian estatuas de hierro.

Irritóse Tarfe, hizo botar su corcel, le lanzó hasta salvar la mitad de la distancia que le separaba del muro, y gritó con doble furor:

– Y si no bastan las afrentas que habeis oido para que salgáis al campo, mirad, castellanos, donde pongo el nombre de Maria; y si algun peon ó caballero, infante ó rey, de ello ha enojo, á esperarle voy en la Vega hasta que el sol trasponga las montañas de Loja.

Y esto diciendo, puso el cartel del Ave Maria en la cinta que enrollaba la cola de su caballo, revolvió el freno, y seguido de los suyos, se alejó lentamente de los Reales hasta llegar á la espesura donde Zaruhyemal habia dado la carta de la sultana á don Juan Chacon, descendió del caballo, despidió á los esclavos y al trompetero, y se reclinó sobre el césped en la sombra, tendida á mano la pica y ceñido el talabarte de la adarga.

En tanto, en silencio se hundieron como sombras tras las almenas del Real de Santa Fe, reyes é infantes, damas y caballeros.

Ni una sola palabra acerca del suceso se cruzó entre aquel ejército de valientes.

El reto habia sido lanzado con sobrada insolencia para que se departiese sobre él.

Todos los semblantes estaban ceñudos; todos los corazones ardiendo.

Cada una de aquellas espadas estaba mal contenida en su vaina.

Pero lo que faltaba en palabras, sobraba en actividad.

De las almenas se pasó á las tiendas, y de la vestidura de paz al arnés de guerra.

Y entre aquellos viejos soldados endurecidos con la fatiga de los combates, un mancebo imberbe, hermoso como una dama, pero de mirada severa, y centelleante como la de un leon, atravesó en paso apresurado el Real, y al otro estremo entró en una tienda aislada.

– Pronto, Nuño, dijo á un soldado viejo que esperaba impaciente á la puerta; mi arnés, mi lanza y mi caballo: pronto, porque los capitanes del Real se arman á porfía, y no tardarán mucho cien buenas espadas en demandar licencia á sus altezas para rescatar la santa Ave Maria de las manos de ese perro infiel.

Y así era,

Apenas don Fernando y doña Isabel habian entrado en sus tiendas, visiblemente alterados por el reto de Tarfe, cuando un tropel de capitanes, de caballeros, y aun de simples hidalgos, alféreces y demas cabos de los tercios, entraron armados hasta los dientes, pasando casi por cima de los continuos y demandaron licencia para ir á rescatar con la muerte del moro el nombre de Maria.

Cada cual alegó su derecho, y con tan buenas razones, y siendo todos pares en valor y merecimientos, don Fernando y doña Isabel reunieron su consejo para elegir el campeon que debia llevar á cabo tan importante empresa.

Mientras esto acaecia, el hermoso mancebo que habia corrido á su tienda en vez de correr como los otros á la de los reyes, se habia cubierto de un arnés de finísimo temple; habia embrazado una adarga de Fez, ganada por sus ascendientes á los moros en aquella misma Vega, y ginete en un fogoso potro cordobés, blandiendo una pesada y larga lanza de fresno, se lanzó á la carrera á través de una puerta cercana, sorprendiendo á la guardia de ella, dió la vuelta al Real y se lanzó en la Vega al escape de su caballo de batalla.

Pronto, muy pronto, desapareció entre una nube de polvo, á pesar de los gritos de la guarda del Real, y llegó á la arboleda donde esperaba Tarfe.

El mancebo caló su visera y llegó á un llano del bosque donde Tarfe con el descuido de los valientes, á los pies de su caballo, dormia sobre el blando césped.

Latió con doble impaciencia el corazon del mozo, y fijó una intensa mirada de cólera en el moro.

– ¡Levántate! gritó poniendo los cascos de su caballo junto á Tarfe. ¡Levántate, jactancioso, y ven conmigo á batalla!

Tarfe despertó al sonido de la pujante voz del mancebo castellano.

Levantóse lentamente, púsose de pie y midió con una larga y profunda mirada á su adversario.

– ¿Quién eres tú, le dijo con desprecio, caballero sin mote y sin empresa? ¿Acaso no hay en los Reales de Castilla valientes capitanes que vengan á medirse conmigo que soy el caudillo de cien combates?

– Es verdad, contestó el mozo: soy caballero novel, pero vengo por tu cabeza para hacer empresa con ella: y como cristiano, vengo á arrancarte el corazon y el cartel que te has atrevido á poner en la cola de tu caballo, cuando tiene escrito el nombre de la que sobre ángeles se asienta.

– Ea, vete, cristiano, dijo Tarfe con desden, que yo no he de probar mis armas con quien trae las suyas blancas y oculta su semblante.

El mozo se levantó con corage la visera, y mostró su hermosa y juvenil faz al moro.

Tarfe miró con asombro al mancebo.

La espresion de desprecio que antes aparecia en su semblante, se borró.

Solo quedó en ella una sonrisa de afecto.

– Valiente eres, rapaz, dijo: gran fama alcanzarás en el mundo si una lanza traidora no corta en flor tu vida, pero vete: que no soy asesino ni me mido con niños: vete y di á ese terrible Gonzalo Fernandez de Córdoba, que Tarfe le espera durmiendo.

Y fué á reclinarse de nuevo en el césped.

Pero el jóven caló su visera, levantó el cuento de su lanza, y la tendió con ira sobre la espalda del moro.

Al sentir este ultrage, Tarfe saltó como una pantera herida, embrazó su adarga, requirió su espada, cabalgó, tomó campo, y partió con la lanza baja contra el cristiano, gritando ronco de furor:

– Por Satanás, el mentiroso, villano, que has de pagar con tu sangre tan ruin y cobarde ultrage.

Y á este punto embistió contra el mozo que le acortó el trecho saliéndole al encuentro.

El aire gimió con el estruendo del choque.

La lanza de Tarfe, saltó hecha menudas astillas contra la adarga del castellano.

Este no se movió de los arzones.

Su pica falseó la adarga y la jacerina del moro, y le hirió levemente, rompiéndose tambien como hubiera podido romperse una caña.

Tarfe rugió de cólera, y su ancha y larga espada damasquina, lució como un rayo fuera de la vaina.

Desnudó á su vez el cristiano la suya, tornaron á tomar campo y se acometieron de nuevo con doble coraje, é ímpetu furioso.

Martillaban los aceros sobre el duro hierro de los arneses: los airones, los penachos, las sobrevestas y las galas eran despojos del combate: empezaban á desclavarse coseletes y grevas y la sangre corria de mas de una herida.

Rugia Tarfe como un hambriento leon del desierto:

Coloraba su frente la vergüenza de no haber esterminado á la primera embestida á aquel cristiano casi niño, que se habia atrevido á insultarle, y redoblaba sus golpes y sus embestidas, ligero como un halcon, incansable, feroz, irritado.

Y siempre encontraba apercibida la adarga del cristiano.

Siempre su caballo, caracoleando en su lomo, le divertia en una defensa fatigosa.

Y redoblábanse los tajos sobre el templado acero de su jaco.

Jadeaban ya los caballos.

El cristiano, á quien sin duda importaba la brevedad, hacia girar el suyo como un torbellino en derredor del moro.

Al fin, entrambos corceles fatigados, cubiertos de sudor, ensangrentados los ijares, obedecieron mal al freno, y el de Tarfe tropezó en el tronco de un árbol al tomar una vuelta y cayó arrastrando a su ginete.

El castellano contuvo generosamente al suyo para no atropellar al moro, echó pie á tierra, y adelantó cubierto con la adarga y la espada en alto contra su enemigo que se habia levantado cubierto de polvo y trémulo de furor.

Empeñóse de nuevo el combate á pie firme.

Silbaba el acero contra el acero.

El dios de las batallas, posado en una nube roja, miraba con asombro á los caballeros.

Y Tarfe apretó los puños y los dientes.

Describió un ancho círculo al rededor de su cabeza con su espada, y la dejó caer como un rayo sobre el cristiano.

La hoja damasquina saltó en pedazos al chocar la templadísima adarga del mancebo.

Tarfe estaba desarmado: solo le quedaba el puñal, arma débil é inútil.

Arrojó lejos de sí la adarga, y se fué con los brazos abiertos al castellano, que le imitó.

El combate pasaba á ser lucha.

Una sombría y sardónica carcajada salió por entre las barras del yelmo de Tarfe.

Membrudo, ajigantado, gran luchador, pensaba sofocar entre sus robustos brazos al castellano.

Y así hubiera sin duda acontecido.

Pero cuando el moro estrechaba al mancebo, cuando su coselete rechinaba entre aquel brazo de hierro, su mano buscó el falso de la armadura de su enemigo, y su daga buida penetró en su pecho.

Tarfe abrió los brazos, lanzó un grito terrible, y cayó de espaldas.

El Ave Maria habia sido rescatada.

El mancebo alzó su visera.

Su rostro juvenil y hermoso, cubierto de sangriento sudor, se elevó al cielo, y sus elocuentes ojos negros dejaron brillar una lágrima de gratitud.

Oracion suave, dulce, perdida como un perfume en la inmensidad del abismo, y elevada hasta el trono de Dios: y luego fué al caballo del moro, quitó de su cola el cartel del Ave Maria, le besó de hinojos y le suspendió de su cuello sobre su pecho, á manera del vasallo que ostenta el blason de su señor.

Y llegó á Tarfe; le desenlazó el yelmo, y al ver su frio semblante, afeado por la lividez de la muerte, esclamó con un orgullo disculpable en sus pocos años:

– Soberbio moro: el novel caballero tiene ya empresa para sus armas, y el Ave Maria será un cuartel de gloria en el blason de los Garci-Lasos de Castilla.

Y cortó la cabeza á Tarfe, la colgó del arzon de su caballo, cabalgó, salió de la espesura y se encaminó al Real.

Allá á lo lejos se levantaba una nube de polvo bajo los pies de los caballos de un pequeño escuadron, que avanzó hasta dejar conocer á los que cabalgaban.

Era el capitan Gonzalo Fernandez de Córdoba con sus escuderos, que habia sido elegido por el consejo de guerra para responder al reto de Tarfe, y venia armado de todas armas y cubierto de lazos y penachos.

Pronto llegó junto al jóven y pudo ver en su pecho el Ave Maria y en su arzon la sangrienta cabeza del moro.

Detúvose el capitan y con él sus escuderos.

– ¡Pardiez, Garcilaso, dijo Gonzalo Fernandez al jóven, qué temprano empezais á ser hazañoso! vais apurando todas las grandes empresas; Chacon y don Diego de Córdoba, Ponce de Leon y Aguilar, entran en palenque en Bib-Arrambla y vencen delante de la córte de Granada; Pulgar pone el nombre de Maria en la mezquita mayor en prenda de posesion; y vos, niño aun, rescatais esa sagrada Ave Maria de un guerrero tan formidable como Abd-Allah-Ebn-Tarfe. ¿Qué dejais, pues, que hacer á Gonzalo Fernandez de Córdoba?

Y esto dijo sonriendo afablemente, como quien tiene harta gloria propia para no envidiar la agena, el hombre que debia ser la primera y mas clara gloria de las glorias guerreras de las Españas.

El que debia ser el último cercador de Granada.

El conquistador de Nápoles.

El terror de los franceses.

¡El Gran Capitan!

Tendiéronse las manos Gonzalo Fernandez y Garcilaso, y tomaron juntos la vuelta de Santa Fé.

Desde aquel dia, los Lasos son Lasos de la Vega, y en su blason campea el Ave Maria; desde aquel dia tambien, las armas de la ciudad de Santa Fé son una pica, clavado el cuento en la cabeza de un moro, y pendiente de ella el cartel del Ave Maria.

148Histórico á la letra: crónica de Hernan Perez del Pulgar.
149Histórico á la letra: crónica de Hernan Perez del Pulgar.
150Llámase el edificio que citamos Casa del Carbón, porque hace años se depositaba en él este combustible por sus dueños hasta que obtenian licencia para venderle. A juzgar por sus restos, este edificio debió ser, en los dias de su esplendor, suntuosísimo: el arco de su fachada, guarnecido de greca con enjutas de labor persa es de herradura y de una riqueza admirable; corre sobre él una inscripcion casi borrada por el tiempo, y sobre ella se ven tres agimeces, tapiado el del centro y los laterales con restos de trasparentes, formados de ramage y hojas á semejanza de los del patio de los Leones. Tras este arco hay un pequeño vestíbulo, cubierto por una bóveda de estalacticas, y en los lados hay dos puertas labradas y tapiadas, levantándose delante de ellas y hasta el arranque del gran arco esterior, dos especies de cajones de tablas blanqueadas, que sirven de tienda á dos adobadores de pieles de gato, y que dan al viejo edificio todo el romántico colorido de un monumento profanado.
151Segun todas las probabilidades, Pulgar y los cinco escuderos entraron por la calle de la Gallinería, que corre paralela al rio hasta el puente del Carbon, y por el Zacatin y calleja del Tinte, al lugar donde ahora está la iglesia del Sagrario y donde antes estaba la mezquita mayor.
152Hoy casas capitulares.
153Hoy templo del Sagrario.
154Este era un moro cautivado por Pulgar, que al bautizarse tomó el nombre de Pedro del Pulgar.
155Crónica de Hernan Perez del Pulgar.
156Si no existiese un indudable documento histórico que testimonia esta gran hazaña de Hernan Perez del Pulgar, se creería arrancada de una novela caballeresca. En el archivo del marquesado del Salar, libro I, leg 2.ª, tomo VIII, se encuentra una real cédula, original de los Reyes Católicos, á favor de los quince escuderos que entraron en Granada con Hernando Perez del Pulgar, y que copiada á la letra es como sigue: «El rey é la reina: – Por la presente damos nuestra palabra real de facer merced á vos Gerónimo de Aguilera, é Francisco Bedmar, é Diego de Jaen, é Alvaro de Peñalver, é Diego Ximenez, é Pedro de Pulgar, Adalides, e Montesino de Avila, é Ramiro de Guzman, é Cristobal de Castro, é Tristan de Montemayor, é Diego de Baena é Torre, é Alfon de Almería, é Luis de Quero, é Rodrigo Velazquez, que todos sois quince escuderos, é á cada uno, de tierras é facienda en la ciudad de Granada, de que pluga á nuestro Señor, que esté rendida á nuestro dominio; la cual dicha merced os facemos porque entrasteis con Fernando del Pulgar, nuestro alcaide del Salar, á pegar fuego en la ciudad de Granada en la mezquita mayor, por el peligro á que os pusisteis. – Fecho en 30 de diciembre de 1491 años. – Yo el Rey. – Yo la Reina. – Por mandato del Rey é la Reina, Fernan Dálvarez.» Además los Reyes Católicos hicieron merced á Hernan Perez del Pulgar de añadir á los cuarteles de su escudo el Ave María y el privilegio para sí de ser enterrado en el mismo sitio donde llevó á cabo aquella grande empresa. Archivo del Salar.