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La alhambra; leyendas árabes

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II

Pero en 1325, época de la muerte del rey Abul-Walid, era distinto el estado y el destino de esta torre.

Entonces la puerta, que correspondia á un pequeño y bello jardin, era de graciosa herradura, ornamentada, embaldosado de mármol blanco el ingreso, cerrada por dos hojas de alerce labrado con labores y cintas caprichosamente entrelazadas; aquel patio de paredes blancas y brillantes tenia mas luz; aquella cámara, en fin, con su preciosa puerta estucada, con sus tres alhamies con ajimeces al fondo, con sus paredes resplandecientes y matizadas como el mas bello brocado, con su cúpula de estalácticas, estrellada como un cielo, con su lámpara de ágata pendiente de la cúpula, con su alizar ó faja de mosáicos, con su pavimento de mosáico tambien, semejante á una rica alfombra, y en el centro del cual corria clara y murmurante el agua de una fuente; aquella cámara, repetimos, era un apartamento delicioso, donde solo podía pensarse en el amor.

Debajo de esta cámara habia otra mas pequeña, menos alumbrada, pero con una luz mas vaga, mas misteriosa; habia en entrambas la misma riqueza; en entrambas orlaban las paredes blandos divanes, en entrambas los braserillos de plata consumian continuamente los perfumes mas preciados: aquella torre tan severa por la parte esterior, tan desnuda como un guerrero revestido de su coraza, en su parte interna, era un nido de amor.

Era en fin el retiro donde el rey Abul-Walid habia encerrado á María, y por esta razon la torre se llama, desde entonces, torre de la Cautiva.

III

Aun estaban calientes los restos de Abul-Walid, aun llevaba por él luto la corte, cuando dos sombras cuidadosamente encubiertas salian del alcázar, atravesaban pegados á los adarves la parte alta de la Alhambra, llegaban á la torre de la Cautiva, y una de ellas abria su puerta, entraban las dos sombras y la puerta tornaba á cerrarse.

Entonces á la luz de una lámpara que iluminaba el patio de la torre se veia que estas dos personas, que se habian despojado ya, seguras de no ser vistas, la una de su velo, la otra del capuz de su almaizar, eran la sultana Ketirah y el wazir Masud-Almoharaví.

Los dos infames cómplices.

Ella bajo su ancho haike iba deslumbrantemente engalanada.

El mostraba brocados bajo su ancho almaizar.

El wazir bajaba con la sultana por las escaleras á la habitacion inferior de la torre.

Luego subia otra vez las escaleras, llegaba á la puerta de la habitacion superior, la abria y entraba.

La sultana cuando se quedaba sola, abria una ventana que daba sobre el pendiente barranco que rodea la espalda de la Alhambra.

Y allí, ya fuese la noche serena, oscura, solo alumbrada de una manera vaga é infinita por el débil resplandor de los luceros, ya la pálida luna inundase la torre, la ventana, y la frente, tan maldita como hermosa de Ketirah; ya la tormenta bramase en los aires, y el relámpago rasgase las tinieblas, y la lluvia azotase su frente, y el huracan desordenase sus cabellos, la sultana permanecia inmóvil, anhelante, con el corazon estremecido, con la mirada candente y fija en lo profundo del oscuro barranco.

Y pasaban algunas veces horas perezosas, largas, apenadoras, sin que la sultana oyese mas que el zumbar del viento, ó el suspirar de las auras entre las frondas del cercano Generalife, ó el retumbar del trueno ó el dulce canto de los ruiseñores enamorados.

Y Ketirah no tenia oidos ni ojos mas que para el infante Ebn-Ismail, y parecíale estar escuchando su voz enamorada, y estar viendo siempre su hermoso semblante, pálido de amor, y sus negros ojos fijos en los suyos.

Solo habia un ruido que la sultana percibia desde muy lejos aunque silvase el viento y gotease la lluvia y rebramase el trueno; y este ruido era el de los pasos de un hombre que, invariablemente, tardando mas ó menos, subia por el barranco, adelantaba, se detenia al pie de la torre y lanzaba un ténue silvido.

Y entonces la sultana trémula de impaciencia, y estremecida de amor, enloquecida, trasportada, arrojaba una larga escala fuera de la torre, afianzaba cuidadosamente sus garfios en el alfeizar de la ventana, y avanzaba el cuerpo hácia afuera solícita y cuidadosa.

Poco despues la escala se atirantaba, balanceaba, y un hombre subia, llegaba al alfeizar y saltaba dentro de la habitacion entre los brazos de la sultana.

La lámpara que ardia lánguidamente en la cámara, alumbraba la frente del que habia entrado.

Aquel hombre era el infante Ebn-Ismail.

El infante que aun estaba fascinado por los tentadores encantos de Ketirah.

El infante que estaba vendido á Satanás.

IV

Entre tanto el wazir Masud-Almoharaví, estaba delante de María.

De María; la amante de Gonzalo, la cautiva del malaventurado Abul-Walid, la pobre huerfana abandonada, olvidada por el infante Ebn-Ismail.

Una noche, la noche siguiente á la en que el infante la habia prometido salvarla de los amores del rey, María, replegada en el ángulo de un divan, inmóvil y silenciosa, lloraba.

Y no cesaba su llanto, y un secreto temor la oprimia el alma, y triste y apenada, no se atrevia á pensar en Gonzalo.

Porque no sabia si le perderia porque la muerte se lo arrebatára, ó porque su desdicha la arrebatára á Gonzalo.

Porque María estaba resuelta á morir antes que otro hombre la robase al amado de su alma.

Durante el dia habia oido gritos tumultuosos al otro lado de la Alhambra por la parte de mediodía: habia visto correr á los soldados hácia el oriente por los cercanos adarves, y el eunuco mudo que la servia se habia olvidado de llevarla la comida.

Del mismo modo se habia olvidado de encender la lámpara.

La cámara estaba iluminada solo por el reflejo de la luna que entraba por un ajimez, y por los trasparentes de estuco de la cúpula, en rayos plateados.

Nunca tan fantástica aquella cámara; nunca mas hermosa María que entonces, apenada, doliente, anegada en llanto, al reflejo pálido de aquella luz fantástica.

Y, como hemos dicho, á pesar de que era la estacion de los calores, María sintió un frio mortal, un terror vago, profundo, una inquietud horrible; la parecia que no estaba sola, que habia junto á ella alguien á quien no veia, y que á pesar de no verle le parecia un ser horrible, sobrenatural, maldito.

María, de tiempo en tiempo y como atraida por una fuerza invisible fijaba sus ojos en el fondo oscuro del arco de la puerta de la cámara.

De repente pareció que en aquel fondo oscuro brillaba como humo débilmente luminoso, una forma indeterminada, que aquella forma vaga se condensaba, que tomaba al fin la figura de un hombre alto y negro.

Aquel hombre, ó aquella sombra adelanta lentamente hácia María.

Y María no gritó porque hay terrores que ahogan la voz, que hielan la sangre, y que si duran mucho tiempo, matan.

Aquella sombra se detuvo en el centro de la cámara, debajo de la lámpara, y estendió el brazo hasta ella y la tocó.

Y sin saber María cómo podia ser, porque no habia visto luz en las manos de aquel hombre, al tocar aquella mano á la lámpara, la lámpara ardió.

Entonces María vió á un viejo horrible.

En una palabra, al mago Abu-Jacub-Al-Hhakem-Billah.

– Estás estremecida de espanto, dijo el sabio, y es necesario que no temas, ¿y por qué has de temer? Cuando los hombres se olvidan de tí, Dios me envia á salvarte.

Y María como si su alma obedeciese á una voluntad poderosa, perdió su temor y miró, tranquila ya, á Abu-Jacub.

– ¿Quién eres? le pregunta.

– ¿Quién soy yo? replicó el viejo, ¿y qué te importa? no era mas natural que me dijeses: ¿quién soy yo?

– Yo soy una desdichada que muere apartada de cuanto la era amado en el mundo: la muerte me arrebató a mi padre…

– ¡Tu padre! ¡hé aquí lo que son los hijos del hombre! ¡para ellos el corazon y la conciencia no es mas que la costumbre! ¡Tu padre! ¿sabes tú quién es tu padre?

– He conocido un noble anciano, que me llamaba su hija, que me amaba como á su hija, á quien yo amaba como a mi padre.

– ¿Y crees tú que era menos noble, el padre que te dió el ser?

– ¿Le conoceis vos?

– ¿Qué si le conozco? ya lo creo.

– ¿Y os envia él?

– No, ya te lo he dicho, me envia Dios. Hoy me envia á esta cámara, mañana me enviará debajo de esta cámara.

– No os comprendo.

– Ni te importa nada el no comprenderme en esta parte. Hablábamos de tu padre.

– ¡Oh! ¿si habeis conocido á mi padre, conoceriais tambien á mi madre?

– Cierto que la conocí…

– ¡Ah! ¿decidme?..

– Tu madre; doña Catalina de Cardona…

– ¡Ah! ¿era castellana?..

– Era catalana…

– ¿Pero los catalanes son cristianos?

– Sí ciertamente, y cristiana era tu madre, y noble, y pura, y hermosa; la muger mas hermosa de la córte de Aragon.

– Mi padre, el noble caballero que me ha criado y á quién no puedo menos de llamar mi padre, me dijo que me habia encontrado muy niña en mi primera infancia en una villa del reino de Granada en poder de infieles. ¿Será que acaso los moros me robaron á mis padres?

– No: dijo Abu-Jacub, me obligas á contarte una historia y voy á hacerlo.

Escúchame, pues.

Y Abu-Jacub empezó de esta manera.

V

Hace veinte años, el rey de Granada envió una ostentosa embajada al rey de Aragon.

Era embajador del rey de Granada un valiente, noble y hermoso mancebo infante de la casa real, que se llamaba Abd-el-Rahhaman-el-Ferih.

Se trataba de asentar unas treguas, y el rey de Granada escogió á su primo Abd-el-Rahhaman, porque era persuasivo, dulce, sabia ganar las voluntades de todo el mundo, y era además valiente y discreto.

Con Abd-el-Rahhaman envió el rey de Granada al de Aragon un riquísimo presente; se contaban por cientos las piedras preciosas, por docenas los caballos de arabia, y las alfombras de Persia y los perfumes y las barras de oro y plata.

 

Entre estos presentes iba una doncella de sangre real, que con un crecidísimo dote enviaba el rey moro al rey cristiano, ya para que la tomase por suya, ya para que la casase, como en honra, con el caballero de su corte que mas le viniese en agrado, ó con cualquier caballero que aunque no fuese natural de sus reinos fuese vasallo suyo.

Walidé, que así se llamaba la infanta granadina, habia salido del harem donde la habian criado sus ayas, con alegría: hasta entonces no habia visto mas gentes que las mugeres del harem, ni mas hombre que el rey su tio, y los silenciosos eunucos, ni se habia espaciado su vista mas que en el azul firmamento: que, en cuanto á la tierra, no habia podido pasar de los muros de los jardines del harem.

Ni amaba, ni sabia lo que era amor.

Tenia solo catorce años, y el amor dormia aun desconocido para ella en su alma.

Era á pesar de su juventud una muger poderosamente hermosa, blanca, gentil, modesta; pura la dulce sonrisa de sus ojos, pura la tranquila y cándida sonrisa de su boca.

Cuando Walidé se vió fuera de la Alhambra, sobre las amugas de brocado de su blanca hacanca, rodeada de guardas negros á caballo y acompañada de Abd-el-Rahhaman, que solícito no se apartaba de ella un punto, sonrió al primer hombre hermoso que veia.

Y Abd-el-Rahhaman, á pesar de haberse casado cuatro años antes y de tener un hijo, se estremeció ante aquello primera sonrisa de amor casi virgen, ante aquella dulce y tranquila mirada que decia amor sin saberlo.

Y luego, cuando Walidé salió por la puerta de Elvira de la ciudad, y vió estenderse ante ella la ancha vega con sus mil colores, con sus mil aldeas, con sus lejanas montañas azules, sonrió y miró con amor á aquel verdor riente, engalanado, magnífico con sus vapores dorados bajo el sol de la mañana, como habia sonreido y mirado con amor al hermoso y gentil infante Abd-el-Rahhaman.

Walidé empezaba á vivir.

Empezaba á abrir su alma al amor, pero de una manera tranquila, inocente, como era tranquila é inocente su alma.

En mal hora el rey su tio, necesitado de paces con el cristiano, habia fijado su mirada fria en la cándida hermosura de la infanta, para enviarla casi esclava á una tierra estraña, á ser la esposa de alguno de los zafios montañeses, vasallos del rey de Aragon.

Porque el rey de Aragon no podia como cristiano tener mas que una esposa, y siendo presentada de una manera solemne y pública en su corte Walidé, no podia hacerla su manceba sin grave escándalo.

El rey de Granada enviaba, pues, una doncella casadera, hermosa, noble y rica, para que su suerte se jugase á la suerte: para que deshojase aquella flor delicada el rudo choque con un montañés bravío.

Y la desdicha mayor fué, que el embajador del rey de Granada, su primo el infante Abd-el-Rahhaman, se enamorase ciegamente de Walidé, hasta el punto de que hizo para sí el razonamiento siguiente:

– Mi primo el señor rey de Granada, envia á la infanta al rey de Aragon para que la tenga para si ó la dé en matrimonio á uno de sus vasallos. El rey de Aragon no guardará para sí la infanta: sus costumbres cristianas se lo vedan: pues bien; antes de dar mi embajada al rey de Aragon, le rendiré pleito homenage por mis castillos de la frontera de Murcia, me declararé su vasallo… y despues… aunque sea necesario escitar su interés con algunos miles de doblas, procuraré que yo sea el vasallo que el rey de Aragon elija para esposo de la infanta.

Y fiando demasiado en sus cálculos el enamorado embajador, se dedicó á enamorar á Walidé.

Cuando llegaron á Tarazona, donde tenia su córte por aquellos dias el rey de Aragon don Alonso IV, ya Walidé y Abd-el-Rahhaman se amaban mútuamente, y lo que es mas, se lo habian concedido todo.

Porque el infante habia dilatado cuanto habia podido el viaje, haciendo jornadas muy cortas y deteniéndose á veces en un pueblo tres dias. Walidé se habia enamorado del infante desde el momento en que le habia visto, y Abd-el-Rahhaman no habia sido el mas fiel depositario.

Los primeros dias Walidé fué llevada por su hacanca, pero al poco tiempo, con la ocasion de pasar un rio cuyo puente se habia roto, por un vado, el infante, para asegurar á la infanta de un tropiezo y de una caida al agua, la puso sobre un cogin sobre el arzon delantero de su caballo, y la rodeó la redonda y esbelta cintura con un brazo tembloroso.

Walidé se estremeció y esperimentó una sensacion dulce, infinita.

Hasta entonces ella y él solo habian hablado con los ojos.

Era el principio de la noche: la numerosa embajada del infante, con sus ginetes y con sus acémilas, atravesaba una ancha sábana del Guadalquivir.

La luna reflejaba en las aguas, y se duplicaba en los dos brillantes ojos de Walidé, que se fijaban en ella con una dulce y pensativa melancolía, mientras el infante, conduciéndola en el arzon de su caballo, estrechaba enamorado su cintura, y bebia con su ardiente mirada, la mirada de la infanta fija en la suya.

Y entonces la infanta, que estaba entregada á un sueño de amor, oyó junto á sí una voz dulce, ardiente, trémula, que la decia:

– Yo te amo.

Te amo como la noche á la luna que la dá su blanca y dulce luz: te amo como el alba al sol que tiñe sus megillas de púrpura.

Te amo como á la tierra el mar que contínuamente la besa, y como el viento á la palmera que contínuamente la mece.

Amame tú, maga de mis sueños, á quien yo he amado antes de ver tu hermosura.

Amame tú, sino quieres que mi alma esté lóbrega como una noche sin luna, fria como una alborada sin sol, silenciosa como la tierra á quien el mar no besa, y triste y mustia como una palmera á quien no acaricia el viento.

– ¿Y qué es amor? dijo Walidé apartando su mirada de la luna y fijándola cándida y enamorada en el infante. ¿Es por ventura el amor ese tranquilo afan del alma, que sueña y vé en sus sueños un hombre? ¿Es por ventura un dulce fuego que llena el alma y la aduerme en una delicia sin fin, junto al hombre del sueño? ¿Es por ventura el amor el que estremece la cintura de la muger cuando el hombre que ha soñado la rodea con su brazo? ¡Oh! si ese es el amor que acaricia al alma, y la consuela, y la dilata, y la enciende en un dulce fuego; si es el amor el que dá á los ojos de la muger un alma cariñosa, y dulce por los ojos de un hombre, yo te amo, señor; yo te amo como la noche á la luna, como el alba al sol, como el mar á la tierra, como el viento á la palma. Si amar es no vivir, ni pensar, ni alentar mas que para un hombre, yo te amo, señor, yo te amo.

Y Walidé reclinó la cabeza sobre el hombro de Abd-el-Rahhaman, que la besó en la frente.

Walidé se estremeció de una manera mas poderosa, y murmuró:

– Yo te amo: mi vida es tu amor, si me falta tu amor yo moriré.

Cuando llegaron, pues, á Tarazona ella y él eran los amantes mas dichosos de la tierra.

Abd-el-Rahhaman, en cuanto anunció su embajada á Alonso IV de Aragon, le pidió permiso para verle particularmente, y el rey se apresuró á concedérselo: al atravesar el infante una galería del alcázar, cruzó por delante de él una dama cristiana, y se detuvo un momento y palideció.

El infante sintió tambien á la vista de la dama no sé qué estraño presentimiento.

La dama siguió adelante murmurando:

– ¡Oh! ¡qué moro tan gentil!

Y el infante siguió diciendo para sus adentros:

– ¡Oh! ¡qué cristiana tan hermosa!

Pero ella amaba á otro hombre, y él amaba á Walidé.

Aquella dama que habia cruzado como una tentacion la galería, era doña Catalina de Cardona, doncella noble de la reina de Aragon.

– ¡Era mi madre!

– Sí, tu madre era: respondió el mago, y despues de un momento de silencio continuó.

VI

Pero á pesar del amor que el infante sentia hácia Walidé habia quedado fija en su memoria, y en su corazon, sin poderse esplicar con qué deseo, con qué afan vago y misterioso, el recuerdo de doña Catalina de Cardona.

Era muy hermosa esta dama: blanca y pálida, con hermosos cabellos rubios como el oro, con hermosos ojos negros como el ébano y lucientes como el carbunclo, y magestuosa y gentil, y esbelta á maravilla: era muy jóven y su frente resplandecia de pureza.

Y el infante adelantaba hácia la cámara donde el rey de Aragon le esperaba, murmurando sin ser poderoso á otro pensamiento:

– ¡Oh! ¡qué cristiana tan hermosa!

Y sin embargo el amor que sentia por Walidé permanecia vivo, ardiente en su corazon.

Cuando entró á la presencia del rey, el infante dobló una rodilla.

– Poderoso sultan de Aragon, dijo: el esclarecido, el vencedor, el magnífico sultan de Granada y del Andalucía, mi señor, á tí me envia: pero antes de notificarte el objeto de mi embajada, quiero declararme vasallo tuyo, no embargante el vasallage que confieso al rey mi señor natural el noble sultan de Granada, y á rendirte pleito homenaje, por mis villas y castillos de la frontera de Murcia.

Maravilló al rey de Aragon el vasallaje de un infante moro á quien no conocia y con el cual nunca habia tenido amistad ni guerra, pero se lo agradeció, lo aceptó, mandó llamar á su canciller, solemnizóse el pleito homenaje, y el rey de Aragon le abrazó y le besó en la megilla, mandando escribir su nombre entre los de los grandes vasallos de sus reinos.

– ¿Por qué me habrá rendido vasallaje este moro? dijo para sí Alonso IV, cuando Abd-el-Rahhaman salia de la cámara.

Y Abd-el-Rahhaman murmuraba saliendo:

– Solo me falta satisfacer la codicia del consejero favorito del rey cristiano: yo averiguaré quién este consejero sea: le daré cuanto oro sea necesario, y Walidé será mia.

Y á seguida murmuraba suspirando:

– ¡Oh! ¡y cuán hermosa! ¡cuán hermosa es aquella cristiana!

VII

Dijeron al infante que el favorito del rey de Aragon, era un noble caballero muy valiente y muy bravo, llamado Men Roger de Cardona.

El infante envió á Men Roger un caballo de Arabia, un arnés de Damasco, una lanza de dos hierros con pendoncillo de brocado, un rico capellar y una túnica de púrpura.

Men Roger recibió el presente creyendo que se trataba de que influyese con el rey de Aragon para el feliz éxito de las pretensiones del rey de Granada.

Men Roger, el soberbio rico-hombre de Aragon, convidó á comer al infante moro.

Al dia siguiente al sentarse á la mesa, vió junto á sí Abd-el-Rahhaman á la hermosísima cristiana que habia encontrado en el alcázar dos dias antes, y se turbó: ella se turbó tambien y bajó los ojos.

– Es mi hermana doña Catalina, dijo Men Roger al infante.

Y durante las cuatro horas que aquella comida duró, el infante habló de las magnificencias de la córte de Granada, y ponderó sus caballeros y sus damas, pero al ponderar á estas añadió:

– Y sin embargo, no he visto en Granada ni en todo su reino ni en las Alpujarras, ni en Murcia, ni en Almería, ni en Algeciras, mi patria, una dama tan hermosa como la que ví en el alcázar del rey cristiano la primera vez que entré en él.

Y doña Catalina al oir esto miró al moro, y el moro vió amor en la mirada de doña Catalina, y Men Roger no vió nada, porque estaba gravemente ocupado en trinchar un faisan.

Y al recibir la mirada de doña Catalina, dijo para sí el infante:

– ¡Oh! ¡si yo no amase tanto á Walidé!

Y doña Catalina dijo tambien para sus adentros:

– ¡Oh! ¡sino fuera moro este mancebo!