Za darmo

La alhambra; leyendas árabes

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IX

Y entre tanto el infante Ebn-Ismail y María se dirigen al bosque.

Ella vá enteramente cubierta con el velo, y bajo él corren las lágrimas y se oyen sollozos ahogados.

– No llores, hermana mia, dice Ebn-Ismail: tu llanto me despedaza el corazon: no sé por qué te amo como amaba á mi madre: no llores, el hombre á quien amas acaso no ha muerto, acaso yo pueda volvértele; y tu padre, sus nobles restos, serán respetados y honrados.

María continúa sollozando.

– Escucha, la dice el infante: muy pronto ese bosque nos habrá ocultado del rey que podria cegar ante tu hermosura: ¡ay del rey si pretendiera hacerte su esclava! pero no temas; tú y yo y algunos de los mios esperaremos aquí ocultos, y cuando el rey haya partido yo te pondré en salvo.

Y María continúa callando.

– Mira, repite el infante; yo tengo en una aldea cerca de Granada, en la Azubia, un hermoso y retirado palacio: allí hay hermosos jardines, frescas fuentes, apartamentos misteriosos que te ocultarán á las miradas de todos, y ni el sol te verá, si no quieres que el sol te vea. ¿Por qué lloras, pues, hermana mia? ¿pretendo yo ser tu tirano?

– ¡Mi padre! ¡mi esposo! esclama la infeliz María, acreciendo en sus lágrimas.

– Tu padre está en el lugar que el Altísimo concede á los honrados y á los valientes: tu esposo… ¿sabes tú si algun dia le encontrarás?

– ¡Oh! ¡pluguiera á Dios, para que se secáran mis lágrimas! dice María.

De repente el infante se detiene y pone mano á su espada.

Un hombre ha aparecido de improviso en una revuelta de la espesura, y adelanta como un tigre hambriento hácia el infante y hácia María.

– ¿Por qué te detienes? dice esta al infante.

– ¡El rey! murmura el infante con voz estremecida por la cólera.

– ¡El rey! repite María, y sin saber por qué se estremece y tiembla.

X

– ¡Guárdete Allah, mi valiente primo! dice el rey acercándose. ¿A dónde llevas á esa cristiana?

– Es mi esclava, dice Ebn-Ismail: el apoderarme de ella me ha costado mucha sangre de mis escuadrones, y la pérdida de mi amigo Aben-Osmin, que se cuenta entre los mártires de la victoria. ¿Acaso pretendes, señor, que yo no tenga potestad sobre esta esclava?

María calla y tiembla.

– ¡Mio es el quinto de las presas! esclamó con voz temblorosa el rey: ¡mia la potestad de elegir entre la presa lo que mejor quiera! ¡Yo soy el señor y tú eres el esclavo! ¿Te atreverás á oponerte á mi voluntad?

– Tu siervo soy y lo confieso, dice Ebn-Ismail conteniéndose á duras penas, porque por el lado por donde habia venido el rey empezaban á asomar esclavos de su guardia africana: tu siervo soy; ¿pero no merecen mí valor y la sangre que por Dios y por tí he vertido en una y otra batalla, que me concedas esta esclava?

El rey entonces adelanta hácia María y la levanta de sobre el rostro el velo; y al verla tan hermosa, con el semblante cubierto de rubor, inclinado á la tierra, y temblando de espanto, la reconoce; su corazon se abrasa en un fuego impuro, y grita fuera de sí:

– ¡Esta es mia!

– ¡Tuya! esclama el infante en el colmo de su furor.

Pero los esclavos africanos llegan; el infante está solo; medita que una resistencia inútil solo servirá para privar á María de un defensor generoso, y contesta:

– Tuyo es, señor, cuanto es de tu siervo: llévate á la cristiana, y si en ello crees que hay un sacrificio por mi parte, sirva para aumentar en uno los sacrificios que por tí he hecho.

Y sin decir mas palabra se vuelve desesperado, se aleja dejando en poder del rey á María, llega á sus abencerrages, y,

– ¡A caballo! les grita; ¡á caballo y á Granada!

Y el valiente escuadron de los abencerrages, plega las tiendas, cabalga y parte en silencio y á la carrera tras de su caudillo, que lleva un infierno en el alma.

XI

Han pasado tres dias.

Es la noche del tercero.

En el real Generalife hay una alegre zambra.

Las damas cubiertas de pedrería, y de galas y de brocados, mas hermosa la mas fea que el rubí mas precioso, bailan con gentiles mancebos, que tres dias antes estaban cubiertos de sangre desde el acicate hasta el creston del capacete.

Las dulzainas, y las leilas, y las bandolinas, y las guzlas llenan la noche de armonías.

Dentro de las cámaras se estiende el blanco y aromático humo de los pebeteros que agitan las brisas nocturnas, que penetran por los ajimeces y por las galerías, y llevan consigo la fragancia que han robado á las flores de los jardines.

Algunos enamorados discurren fuera de las cámaras, entre las sombrosas enramadas, diciendo su amor á la hermosa de su alma, entre el misterio del silencio y de la noche.

La luna brilla tranquila en los estanques, y todo es paz, todo es melancolía, todo es amor.

Solo hay dos caballeros en el Generalife que no participan de la alegría de los otros; que vagan tristes, y solos, y silenciosos.

Son el rey Abul-Walid, y el infante Ebn-Ismail.

El infante sigue al rey como una sombra, y el rey está tan abismado en sus pensamientos, que no vé al infante que le sigue.

El rey piensa en María, y el infante siguiéndole, piensa tambien en ella.

María es para el rey un arcángel de fuego.

Su recuerdo le quema el alma.

La memoria de su desden le desespera.

La Alhambra, tan hermosa, tan alegre, tan resplandeciente, se ha tornado en una tumba para el rey.

Porque María es su vida, y María le desprecia.

Porque el rey la adora, y María cuando le dice su amor calla, fria y muda como una estátua.

Y el rey ha puesto á sus pies su corona, y la ha ofrecido la mitad de su tálamo y el nombre de sultana.

Pero María tiene allá su corazon en el humeante Martos: y entre sus ruinas ensangrentadas, vé contínuamente el cadáver de su padre, y el de su amado Gonzalo.

Y María llora inconsolable, y cuando el rey la habla de amores le vuelve la espalda.

Por eso el rey está triste.

Por eso cuando piensa en María, (y está siempre pensando en ella) su corazon se abrasa en un fuego volcánico, y se revuelven en su cabeza sombríos pensamientos.

Por eso el rey no danza, ni sonrie á las damas, ni se acompaña de nadie.

Por eso el fresco, riente y perfumado Generalife, no tiene para él ni mugeres hermosas, ni armonías, ni sombrosos jardines, ni los tersos espejos de sus estanques, ni la luz de la luna, ni el cielo azul, ni los trémulos luceros que en los estanques reflejan.

Por eso, Generalife el hermoso, Generalife el engalanado, Generalife el de las zambras, es para el rey una tumba, como lo es tambien su magnífico y resplandeciente alcázar.

Porque María es para el rey un terrible arcángel de fuego.

Y el infante Ebn-Ismail, piensa de otro modo en María.

María es para él la fresca fuentecilla, que brota á la sombra de las palmeras del desierto, con su raudal trasparente y puro, á cuyo lado, sobre la verde yerba, se reclina el viagero cansado, y se aduerme el fuerte camello.

Ebn-Ismail, vé á través de la pura y candorosa mirada de María su alma, como pudiera ver el fondo tranquilo de la fuentecilla del desierto, á través de su límpida superficie.

Y Ebn-Ismail no ha pensado siquiera en enturbiar ni aun con su hálito aquella pura fuente, pero vé al leon sediento que vaga en torno de ella y ruge, y centellea miradas de fuego, y á quien solo la voluntad de Dios contiene para que no enturbie la fuente purísima, con su espumosa y ardiente boca.

Por eso, silencioso, sombrío, escondida la mano bajo su jaqueta, y manoseando impaciente el pomo de su puñal, sigue al rey.

Al rey que abandona triste, solo y mudo el sarao, y se pierde en los jardines.

El infante se pierde tambien bajo su sombra tras el rey.

Y el rey vá tan absorto pensando en María, que no siente que el infante le sigue.

Y avanza.

Avanza su paso precipitado como el que se impacienta por la distancia que le separa del objeto de su deseo.

El rey baja por una escalinata oscura, al estremo de uno de los jardines, y entra en una ancha arcada oscurísima82.

Pero sigue por ella su paso seguro y rápido á pesar de la oscuridad, como quien conoce bien el lugar por donde camina.

Sirven de guia al infante los pasos del rey, y la oscuridad le inspira proyectos horribles.

Pero el rey adelanta con tal rapidez, que el infante, cuyo paso es inseguro, no logra alcanzarle.

Dios no quiere que se cometa un regicidio entre las tinieblas.

Quiere que todos vean el rostro del asesino.

Y el rey, protegido por Dios, se salva aquella noche.

El infante sigue aun sirviéndole de guia los pasos del rey; se le acerca: ya es pequeña la distancia, y el infante desnuda su puñal.

Pero de improviso suena una llave en una cerradura, se abre y se cierra instantáneamente una puerta, resuena otra vez la llave cerrando por dentro, y el infante queda perdido en la oscuridad.

Piensa volverse, y adelanta palpando con las manos estendidas.

Al fin una dulce claridad brilla á un estremo de la mina, apresura su paso el infante, llega á una escalinata, la sube y se encuentra á la luz de la luna en un pequeño espacio, al lado de un foso, entre altos muros, y al pie de una torre orlada de puntiagudas almenas.

 

El infante quiere en vano reconocer aquella torre: se parece á otras muchas de la Alhambra, y nunca ha estado en aquellos sitios.

En la parte media de la torre hay un mirador, al que dá paso un ajimez calado, por entre cuyo doble arco se vé el interior de una magnífica cámara iluminada por una lámpara que luce colgada en el centro de ella como una luna opaca.

El infante, sin saber por qué, fija los ojos en el mirador, y escucha con toda su alma.

Pero nada turba el silencio mas que á lo lejos los sonidos de la zambra de Generalife, repetidos débilmente por los ecos, y cerca la voz de los guardas de los muros que de tiempo en tiempo lanzan un grito de vigilancia.

Pero de repente se oyen fuertes pasos, pasos de muger en la cámara á que corresponde el mirador, y aparece en este una forma blanca, que se ase á la balaustrada y vuelve con fiereza su rostro al interior.

Tras aquella forma blanca, gentil, hechicera, que inundan los rayos de la luna, aparece una sombra oscura, en la que el infante cree reconocer al rey.

Al acercarse aquella forma sombría á la forma blanca, esta se avanza á la balaustrada y esclama con un acento desesperado, que llega entero á los oidos del infante.

– Si dás un solo paso mas hácia á mí, me arrojo al pie del muro.

Y el infante oye una horrible maldicion que parece salir de la boca del rey, y luego vé que la sombra oscura se retira.

La sombra blanca permanece en el mirador asida á la balaustrada.

Pasa algun tiempo y el infante avanza, llega al pie del muro y permanece por un breve espacio silencioso, oculto en la penumbra.

– ¡María! dice al fin: ¡María!

Y la blanca sombra al escuchar aquel nombre dos veces repetido, se inclina sobre la balaustrada y busca con la vista en el lugar de donde ha salido la voz á la persona que ha pronunciado aquel nombre.

– ¿Quién eres? dice con la voz alterada aun por el terror la muger.

– Soy… tu hermano el infante Ismail.

– ¡Oh! ¡pues si verdaderamente eres mi hermano, sálvame, sálvame de este hombre! ¡lo temo todo!.. ¡esta noche ha podido defenderme la muerte!.. ¡pero mañana!.. ¿quién sabe?

– ¡Mañana! ¡mañana la muerte te habrá defendido! dice con voz ronca el infante.

– ¡La muerte! ¡no te comprendo!

– ¡Mañana el rey no te amará!

– ¡Ah! esclama María comprendiendo al infante: ¡siempre la muerte en torno mio!

– Pero Gonzalo vive.

– ¡Que vive Gonzalo! esclama con un acento de inmensa alegría la jóven.

– Sí; y cuida de él mi sabio médico allá en mi castillo de Hins-haleux, en la frontera.

– ¡Que Dios te bendiga! esclama llorando de gozo María.

– Y á Dios, dice el infante: nada temas; mañana el rey no te amará.

– ¡Dios te bendiga! repite María y desaparece.

– ¿Y cómo piensas valerte para que mañana el rey no ame á esa doncella? dice una voz áspera, bronca, cavernosa, al mismo tiempo que una mano descansa en su hombro.

El infante Ebn-Ismail se vuelve y vé delante de sí un viejo horrible, envuelto en una túnica estraña, alto, seco, espantoso.

Aquel viejo es Abu-Jacub-al-Hakem-Billah.

– ¿Quién eres tú? dice el infante que no le conoce.

– Yo soy quien puedo ayudarte, contesta el mago.

– ¡Ayudarme! ¿y para qué necesito yo tu ayuda?

– Pretendes matar al rey.

– Y le mataré mañana mismo.

– Ciertamente; para matar á un hombre basta otro hombre: pero cuando se trata de matar á un rey, si el hombre que le mate no quiere morir, necesita parciales que le ayuden.

– ¿Y qué se me dá de morir ó no despues de vengarme?

– Recuerda que en tu castillo de Hins-haleux, hay un pobre herido que necesita de tu proteccion.

– ¡Es verdad! dice el infante.

– Recuerda aun que en esa torre está tu hermana.

Y el mago pronuncia esta última palabra de una manera singular, hasta el punto de que repara en ello el infante.

Y como si el mago adivinara su pensamiento, añade:

– Muestra las joyas que tu hermana llevaba el dia en que la encontraste en Martos, y muéstralas á tu padre el walí de Algeciras.

– ¿Esplícame?..

– Tu padre te lo esplicará. Por ahora lo que mas importa es proteger á María: si tú mueres por haber matado al rey, María quedará sola y abandonada, y no habrá dejado de ser cautiva de Abul-Walid, sino para serlo de su hijo. María es hermosa…

– ¡Es verdad!

– Comprende, pues, por qué debes procurar que la muerte del rey no cause la tuya.

El infante inclina la cabeza y permanece pensativo.

– ¿Y qué hacer? dice al fin.

– El wazir del rey Masud-Almoharaví tiene muchos enemigos.

– Es soberbio, iracundo y rapaz; ofende contínuamente á los mas poderosos, apartándolos del rey, y trata como á sus esclavos á los vasallos del rey.

– Por lo mismo esta noche están congregados algunos caballeros tratando de su muerte; pero no se atreven á ella, porque les falta una cabeza poderosa, un infante de Granada, como tú por ejemplo.

– ¿Y dónde se reunen esos caballeros?

– En las cuevas de Dinadamar: si tú los buscas, ellos te acogerán con alegría; y ayudado por ellos podrás matar al rey impunemente.

– ¿Será necesario sublevar á Granada contra el wazir?

– Busca el medio mas seguro: eso es de cuenta tuya. Ya te he dicho bastante. Quédate en paz.

Y el mago, sin que el infante pudiera esplicarse cómo, desaparece de sus ojos.

– Ebn-Ismail permanece algun tiempo inmóvil, despues levanta la cabeza, fija la vista en el mirador, y esclama:

– ¡Mañana el rey no te amará, hermana mia! ¡A las cuevas de Dinadamar!

XII

Fuera de sí el infante, busca de nuevo las escaleras y la mina; llega á Generalife, y para que no puedan sospechar de su ausencia anterior ni de la que deba seguirla, se deja ver en la zambra.

Y no solo se deja ver, sino que se dirige á la sultana Ketirah, y como infante de Granada la dice:

– ¿Primavera de flores que no se marchitan, alegría del mundo, alma del alma del magnífico y vencedor sultan de Andalucía, querrás honrar á tu esclavo, con la honra mayor de la tierra, y hacerle dichoso con la felicidad mayor de la vida, bailando con él esta zambra?

La sultana le mira, y su semblante antes frio, severo, que parece empañado por una nube funesta, se dilata, sonrie y tiende su mano al infante.

– ¿Y no palidecerá de celos, le dice de modo que nadie pueda oirlo, al verme danzar contigo la amada de tu alma?

– La amada de mi alma vive en mi corazon, responde el infante con voz insegura y temblorosa, y no puede tener celos de tí, sultana.

Y el infante al pronunciar estas palabras, recuerda dolorosamente á su perdida sultana Aleidah, envenenada por Masud-Almoharaví, para poner en el trono á Ketirah.

Aleidah, el arcángel de paz que amaba á Ebn-Ismail en el misterio de su alma, como Ebn-Ismail la amaba á ella, que jamás le confesó su amor ni con un relámpago de sus negros ojos, ni con un suspiro de su alto seno, ni con una sonrisa de su purpúrea boca.

Aleidah, la honesta, la cándida y la pura, que bajó á la tumba llevando con ella el secreto de su amor.

– ¿Y sabe la amada de tu corazon que vive en él? dice Ketirah con voz desfallecida, abandonándose lánguidamente á la zambra entre los brazos del infante, que se sorprende á aquellas palabras porque no las espera.

Pero en aquel momento comprende que Ketirah le ama, que puede herir el alma de Abul-Walid en su honra antes que herir su cuerpo, y se propone engañar el amor de la sultana, que espera su respuesta, fijando en sus ojos la ardiente y lánguida mirada de sus ojos garzos.

El rey, que ha vuelto á la zambra, y que vaga sombrío y ceñudo por los salones, vé de improviso la mirada que se cruza entre la sultana y el infante; nota su conversacion en voz baja, cree adivinar sus palabras, y su honra ofendida, sino su amor; porque el que siente por María le impide amar á otra muger; rugen en violenta lucha en su corazon, y abarca en una mirada de ódio salvage á los dos imprudentes que osan mancillar su nombre.

Y Ketirah no nota aquella mirada, porque hace mucho tiempo que ama en secreto á Ebn-Ismail, desesperada, y la primera palabra de amor del infante la ha enloquecido.

Nada vé, nada oye, nada siente mas que la traidora mirada de Ebn-Ismail, y el brazo con que este estrecha fuertemente su cintura.

Ketirah lo ha olvidado todo, no vive mas que para el infante.

Pero el infante observa al rey, y le vé trémulo, terrible, dudando.

– No te atreverás á deshonrarte delante de tu córte, dice para sí el infante: procurarás vengarte, porque comprendes que porque me has robado á la cautiva cristiana, te robo yo tu esposa. Yo no sabia que tu esposa me amaba, pero ya que me ama, mi venganza será completa: primero tu honra, despues tu vida. Cuando quieras vengarte será tarde.

Y sigue danzando con la sultana, con la sultana que le sonríe amorosa, mostrándole por sus entreabiertos labios, que dan salida á ardientes suspiros, perlas mas blancas, mas puras, mas frescas que la del rico collar que al compás de la danza se agita en su cuello de nacar sobre su alto y palpitante seno.

Ketirah es muy hermosa.

Sus negros cabellos flotan perfumados como una nube negra y densa en medio de la cual, pálida de amores, brilla la luna llena en toda su hermosura; una luna en que hay dos soles que despiden rayos.

Su cintura es redonda y mórvida y cimbradora, y la falda de la túnica dejaba ver, al flotar, un pie por el que envidiarian ser pisadas las flores.

Y no se balancea con mas gracia una palmera al impulso de las auras que la gallarda sultana en la danza, entre los brazos de Ebn-Ismail.

Y hay un momento en que el infante á pesar de su eterno amor á su per dida Aleidah, se siente embriagado como el que ha bebido con esceso el nectar prohibido á los creyentes.

Todo lo que hay en torno suyo vaga, gira confuso, y no vé nada; nada mas que los ojos y la boca de Ketirah.

¡Ketirah! ¡el demonio tentador! ¡el tósigo libado en copa de oro! ¡la maga maldita de la tentacion!

¡Ketirah! ¡á quien para ser comparada á una hurí solo la faltan los ojos negros, y que hace suspirar al creyente, porque sabe que en el paraiso no encontrará una hurí que tenga los ojos garzos como Ketirah!

¡Ketirah! ¡que atrae á sí los corazones y los abrasa con un leve relámpago de sus ojos!

¡Ketirah la envenenadora! ¡Ketirah la adúltera!

¡La adúltera!

Vedlos: se pierden en los jardines.

Ved al rey que los sigue.

Ved despues que ellos tornan, y sus miradas son mas amantes y guardan un destello de felicidad.

– ¿Y por qué no? dice el infante vacilando de su virtud: muger mas hermosa no he conocido, y me ama como las flores al sol. ¿Por qué no amarla? ¿No he sido bastante tiempo fiel, á mi malogrado, á mi ignorado amor por Aleidah? ¿me amaba ella acaso? ¿era acaso mas hermosa, mas enamorada que Ketirah?

Satanás se ha apoderado del infante, solo á Ketirah vé, solo á Ketirah ama, solo por Ketirah vive.

Ha olvidado á su hermana, á la pobre María.

– ¡Oh! ¡si el rey muriese y tú fueras rey! dice en un momento de pasion Ketirah.

– ¿Y no aborrecerias tú á quien matase á Abul-Walid? dice el infante.

– Yo le daria mis joyas, porque con la muerte del rey me habria dado la joya de mi corazon que eres tú, amado mio, luz de mi alma, sueño de mi sueño. ¡Oh! ¿cuánto he sufrido amándote sin que tú comprendieras mi amor? Creía que Dios me castigaba dándome un infierno. Y esta noche, esta noche cuando me has pedido la honra de bailar contigo, cuando me has llamado respetuosamente sultana, he llorado dentro de mi corazon, porque no me creias tu esclava, como lo crees ahora. Porque tú sabes que soy tu esclava, que mi voluntad es tu voluntad, mi alegría tu alegría y un suspiro de amor de tu boca el suspiro de mis suspiros. Mata á Abul-Walid, mátale. Yo no le amo: me uní á él por ambicion, y le aborrecí y aborrecí su grandeza cuando fuí suya. Mátale, y sino te atreves á matarle, le mataré yo.

Ebn-Ismail recordó entonces la conjuracion de los enemigos de Masud-Almoharaví en las cuevas de Dinadamar, y recordó á María.

– Mañana morirá el rey, dice con voz segura á Ketirah.

– ¡Mañana!

– Sí; pero para que mañana muera, es necesario que me separe de tí esta noche.

– ¡Oh! pues si nuestra separacion ahora, ha de procurarnos una union eterna, vé, amado mio, vé, mañana te espero.

El infante se separa de la sultana y pasa sereno y tranquilo delante del rey.

– ¡Oh! dice Abul-Walid: no diré á nadie mí deshonra, pero me vengaré: primero tú infante de Granada, para que el corazon de esa infame que te ama se rompa, y luego ella para que te acompañe… en la muerte.

 

Y el rey disimulando su rabia se acerca á la sultana, la saluda y la sonrie.

82En aquellos tiempos una mina, revestida de estuco y mármoles, servia de magnífica comunicacion á la Alhambra con Generalife, por la parte de la puerta de Hierro entre las torres de los Picos y de la Cautiva. Aun quedan en la subida de Generalife algunos vestigios de esta mina.