Za darmo

La alhambra; leyendas árabes

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Pero esto tenia sus inconvenientes: no siempre los de Granada alcanzaban la victoria: habíanselas con los fronteros cristianos, que de padres á hijos estaban avezados á la guerra: entre estos desastres fué uno la batalla de Hins-Ailai, por otro nombre de Fortuna, donde los fronteros de Martos hicieron un horrible destrozo en los moros de Granada, y poco despues los castellanos tomaron con horrible estrago la fortaleza de Tiscar, obligando á rendirse con mil y quinientos hombres al valiente alcaide Muhamad-Hamdum.

Con tales reveses, con los partidos cada dia mas enconados dentro de su reino, Abul-Walid empezó á recelar de su fortuna y á sentir remordimientos.

Parecióle que lo que le acontecia no era otra cosa que un castigo de Dios por la traicion que habia obrado con el otro rey Abul-Giux Nazar, que le estaba reservada igual suerte, y que solo venciendo á los enemigos de Dios podria alcanzar el perdon de sus pecados.

Por eso el rey estaba triste: por eso de una manera tan sombría, en medio de la pompa de su magestad, salia por la Puerta del Juicio de su alcázar de la Alhambra contra los cristianos.

III

Tenia además el rey Abul-Walid otra razon para estar triste y apenado.

Esta razon era un sueño.

Un sueño tenaz de amores.

Durante siete noches consecutivas, y despues de un letargo profundo, habia visto brillar un punto rojo en medio de las tinieblas de su letargo, ensancharse aquel punto, estenderse como un velo de sangre, y luego aquel velo ir cambiando de color hasta volverse de color de rosa, y trocarse al fin en un espacio diáfano circundado de una luz blanca, radiante y dulce.

En medio de aquel espacio habia visto cada una de las siete noches aparecer una figura muy pequeñita, y apenas perceptible, acercarse, crecer, mostrar al fin las formas de una doncella jóven y hermosa que se acercaba con la túnica flotante como una nube impelida por el viento, al divan donde reposaba el rey.

A medida que la doncella se acercaba, el rey sentia ir creciendo un delicado y fresco perfume que parecia emanado de ella, y luego veia claramente sus ojos negros amorosamente fijos en los suyos y sus flotantes cabellos que semejaban ebras de oro, y su frente blanca como el marfil, y cándida y pura como la mirada de la jóven tortolilla que aun no ha amado: veia sus hombros y su garganta desnudos, nacarados, palpitantes, sus manos y sus brazos cruzados en una actitud de pudor sobre su seno, y sus pequeños pies que cubria y descubria caprichosamente la flotante halda de la túnica.

Luego el semblante de la doncella, con los ojos nublados de amor y la fresca y fragante boca entreabierta en un leve suspiro, se acercaba al semblante del rey; pero cuando el rey iba á besarla, la virgen desaparecia y solo quedaba ante el rey, brillando entre las mas densas tinieblas, una cruz de sangre y fuego.

IV

A la primera noche que el rey vió esta vision, despertó encendido de amor y transido de terror.

Túvolo al fin por delirio de su pensamiento, y volvió á reclinarse en los almohadones de su divan.

Pero no logró dormirse.

Veia fijos en él los ojos de la doncella soñada; aquellos ojos que le brindaban amor, y su boca, aquella boca que le prometia delicias.

Al alba se levantó, y ansioso de olvidar aquel sueño que le atormentaba, salió de caza: pero en el monte y en el valle, en la selva y en el altozano, en las márgenes del rio y en el arenoso fondo de los barrancos, en el fondo melancólico de las espesuras, y en el oscuro antro de las grutas, allí, en todas partes veía á la hermosa doncella flotando delante de él; y cuando irritado por la vision tendia hácia ella su arco en el furor de su delirio, la vision de amores desaparecia y quedaba en su lugar una cruz de sangre y fuego.

Durante siete noches el rey vió en sueños á la doncella misteriosa cada vez mas pura, cada vez mas enamorada, cada vez mas resplandeciente.

Durante siete dias que salió á caza pretendiendo borrar la impresion de su sueño en medio de la luz y del aire de los campos y de las montañas, vió en la luz á la doncella enamorada, en la sombra la cruz de fuego, y el aire le trajo el perfume suavísimo, que como emanacion de la doncella misteriosa, respiraba en sus sueños.

V

Vivia en la torre de las Siete bóvedas, en una habitacion alta que le habia concedido el rey, un astrólogo viejísimo; y tanto, que nadie se atrevia á calcular los años de su vida.

Era calvo; tenia el semblante arrugado como un pergamino viejo, sobre el cual ha secado el sol la lluvia: sus ojos pequeños y redondos apenas se veian cubiertos por las largas cerdas de sus cejas, que de una manera estraña caian delante de ellos como un velo; su nariz larga y afilada sobresalia duramente de unas megillas salientes, cubiertas de una piel árida y de color verdoso; su barba era larguísima, cana, de color impuro, y su túnica caia hasta cubrir sus pies en una larga plegadura, como podia haber caido sobre un armazon de caña.

Aquel viejo no habia venido de ninguna parte, ó á lo menos no se sabia de dónde habia venido.

Una noche los guardas de la torre de las Siete bóvedas vieron en los ajimeces de la parte mas alta de la torre un resplandor sanguíneo, y vieron á la luz de la luna salir un humo espeso y luminoso por las ventanas de la cúpula.

El alcaide de la torre avisó de ello al alcaide de palacio, el alcaide de palacio al wazir del rey, el wazir á Abul-Walid.

El rey mandó á su wazir Masud-Almoharaví que fuese á ver lo que era aquello, y fué el wazir; y cuando llegó á la parte alta de la torre encontró al viejísimo astrólogo, que meditaba sobre un cuadrante tendido en una estera.

Maravillóse el wazir de ver aquel espectáculo, y de la misma manera se maravilló el alcaide de la torre.

Aquel viejo imponia espanto.

Además las alfombras, los pebeteros, los divanes, las labores de aquella rica habitacion donde el rey solia pasar algunos momentos, habian desaparecido: quedaban en su lugar unas paredes negras y lustrosas, cubiertas de pinturas de estraños animales y de caracteres desconocidos, rojos los unos; blancos, verdes ó azules los otros: en tablas á lo largo de los muros se veian redomas, cráneos y hosamentas de hombres y animales, arrugadas pieles de serpiente, y enormes libros amarillos apilados en los ángulos y arrojados por el suelo.

A un lado habia un hornillo, y sobre los carbones apagados se veía una enorme ampolla de vidrio, que contenia un licor negro y viscoso.

– ¿Qué hombre es ese? preguntó el wazir que era muy soberbio al alcaide desdeñándose de dirigir la palabra al viejo: ¿cómo ha entrado aquí? ¿por qué has permitido que haga tal trasformacion en este aposento que era una alegría?

– ¿Sabes tú cómo ha venido tu alma á tu cuerpo ó cómo se separará de ella? dijo el viejo con voz ronca sin levantar los ojos de su cuadrante, y mientras el alcaide guardaba un silencio de asombro.

– ¿Es decir, dijo Masud-Almoharaví, que tú has venido á ser el alma de la torre?

– ¡Tú lo has dicho! esclamó el viejo.

– ¿Pero cómo le habeis dejado entrar tú y los tuyos? dijo con irritacion el wazir al alcaide.

– Nosotros, escelente señor, no hemos visto á este hombre ni yo ni mis soldados. Como has visto, las escaleras y las puertas que hasta aquí conducen estaban cerradas: las llaves las tiene el rey, y tú has traido esas llaves: ese hombre solo ha podido entrar aquí por el aire, y aun así invisible; porque ni yo ni los mios le hemos visto entrar.

– ¿Quién eres? dijo con desabrimiento el wazir al viejo.

– Quiero contestarte, dijo el viejo levantándose y dirigiéndose al wazir, aunque tu soberbia merecia que no te diese contestacion: yo soy Abu-Jacub-Al-Hakem-Bilah78.

– ¿De dónde has venido?

– ¡De la eternidad! contestó huecamente el sabio.

Irritóse el wazir porque no era hombre á quien se dominaba con facilidad, y acostumbrado á la adulacion de los mas grandes señores, le sentaba muy mal la audaz manera de aquel viejo decrépito.

– ¿Será que quieras que yo te envie á la eternidad haciéndote morir azotado por los frenos de los caballos de la torre?

– De la eternidad vengo y á la eternidad voy; dijo el viejo sin dar muestras del mas leve temor: y no serás tú ciertamente el que á la eternidad me envie. He venido aquí, porque esta es la única parte del mundo que me quedaba que visitar, y deseaba ver este alcázar maravilloso y esta ciudad de delicias: me he aposentado donde me ha convenido, y me he hecho huesped del rey de Granada, sin meterme á averiguar si le placeria ó no: como estoy acostumbrado á vivir á mi gusto y me desagradaban los adornos afeminados y las inscripciones de amor que se veian en esta cámara, la he preparado para mi uso como mejor me ha convenido. Además, como me gusta conocer las personas en cuya casa vivo, me ocupaba en levantar el horóscopo del rey de Granada, y en averiguar cuánto tiempo estará levantado este alcázar sobre la tierra. Por lo demás, todo lo que pretendas contra mí es inútil; quédate ó vete, como mejor te plazca, y si quieres puedes decir al rey que si viene á visitarme le recibiré, y que si no quiere venir iré á buscarle. Te he dicho cuanto te tenia que decir.

Y el viejo se reclinó de nuevo en la estera, y volvió á consultar su cuadrante.

– ¿Qué haces? dijo con irritacion el wazir; ¿así crees que puedes burlarme?

– Estoy leyendo una parte oscura de tu pasado; dijo el viejo sin levantar los ojos del cuadrante. Por ejemplo, estoy leyendo el nombre de Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, tu predecesor en el empleo de wazir del rey.

 

Púsose pálido Masud-Almoharaví, y mandando al alcaide que se retirase, se quedó solo con Al-Hakem-Bilah.

– Sí, continuó este: veo el nombre del pasado wazir, sobre una tumba, acompañado de pomposos elogios; la enemistad no pasa del sepulcro, y la hora de la muerte de un hombre es tambien la hora en que le elogie su enemigo. Veo dentro de esa tumba un cadáver corroido por un tósigo voraz; averiguando de donde ha salido ese tósigo, veo un cerbatillo humeante, sobre una fuente de plata; esta fuente está puesta sobre una mesa, en que hay pan candeal y frutas y confituras, y licores malditos por Dios y prohibidos á sus creyentes. A ambos lados de la mesa veo dos hombres; el uno es el muerto del sepulcro, pero vivo y lleno de salud y robustez; es Abul-Fath-Nazir-el-Ferih: el otro es un hombre pálido, soberbio, que se domina mal, que encubre mal el ódio que siente hácia el que está sentado frente á él: ese hombre eres tú, tú mismo; pero diez años mas jóven. La habitacion donde estos dos hombres están, forma parte de un hermoso cármen situado en las angosturas del Darro; por último, un hermoso sol de primavera hace pasar sus rayos por los cristales de colores de las ventanas de la cúpula, bajo la cual estais sentados, teniendo en medio una mesa, tú y el anterior wazir.

La altivez de Masud-Almoharaví se habia desplomado, y pálido y convulso escuchaba, sin ser poderoso á pronunciar una sola palabra, al sábio Jacub.

– Es mucho, es mucho lo que veo, añadió el viejo sin mover los ojos del cuadrante; en un bellísimo retrete del mismo cármen hay reclinada en un divan, y sencillamente vestida, una niña de quince años.

¡Y qué hermosa es!

¡Pero tambien cuán terrible!

El espíritu del mal ha llenado su corazon, y en su boca, que todavía no han marchitado los años, es ya fingida la sonrisa.

El hombre que habla con el wazir Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, tú, es un envenenador que se finge amigo de su víctima: la niña que allá en su retiro revuelve pensamientos ambiciosos, es una envenenadora, una parricida, un arcángel condenado, que ha servido tranquila á su padre el plato funesto y se ha retirado despues.

El temblor de Masud-Almoharaví crecia; su palidez se habia hecho lívida.

– De los dos amigos, el uno comió del manjar envenenado; el otro se disculpó con haber satisfecho con los otros manjares anteriores su apetito y no comió.

Al dia siguiente apareció muerto en su lecho el wazir Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, y sus asesinos, afectando gran sentimiento, se presentaron vestidos de luto al rey Abul-Walid.

Tú llevabas á Ketirah, á la parricida, asida de la mano; tú fuiste quien levantaste de su frente de vírgen maldita el velo tras el cual debia ver el rey Abul-Walid la condenacion de su alma; porque el rey se enamoró de Ketirah.

Pero Ketirah era ambiciosa, y exigió el puesto de la sultana.

Tú á quien el rey habia hecho su wazir, tú que eras el tercero en los amores del rey con la hija del difunto wazir, hiciste que aquel obstáculo desapareciese: la sultana Aleidah, murió por haber aspirado demasiado la fuerte fragancia de un ramillete de flores.

Ketirah fué sultana; pero no sé que señales vieron los parientes de la sultana Aleidah en su semblante, que sospecharon y sospecharon de tí… porque tú eras quien habias presentado al rey la hermosa Ketirah, la tentadora hija del wazir difunto, y Ketirah por muerte de Aleidah habia llegado á ser sultana.

Los bandos de Granada se han aumentado con un bando mas: con los parciales de Mohammet-ebn-Ismail, hijo del walí de Algeciras, primo del rey Abul-Walid, y primo tambien de la difunta sultana Aleidah.

Para desdicha tuya, y digo desdicha, porque tus enemigos son temibles, el jóven Mohammet es ambicioso; hace mucho tiempo que tiene puestos los ojos en la corona de Granada, y amaba además de una manera desesperada á la difunta sultana Aleidah; tú eres un obstáculo á su ambicion, y sabe ó cree que tú eres el asesino de Aleidah.

De modo que es muy posible que en vez de morir yo al rigor de los azotes con que querias castigar en mi un pretendido delito, caigas tú bajo el puñal de los que ven en tí al causador de dos infames y cobardes asesinatos.

¡Es mucho! ¡es mucho lo que he visto al consultar tu horóscopo!

– ¿Y me matará el hijo del walí de Algeciras? dijo con acento trémulo el wazir.

– No; morirás como has matado.

– ¡Ah! ¿y cuándo?

– Tendrás tiempo para poner en el trono al hijo primogénito de tu señor.

– ¿Pues qué, va á morir el buen rey Abul-Walid?

– ¿Acaso pretendes que el rey sea eterno?

– Pero es jóven.

– La muerte no cuenta los años.

– ¿Y cómo morirá el rey?

– Mas te importa saber cómo morirás tú.

– ¿Y yo?..

– Ya lo sabrás.

– ¿Nada mas me dirás?

– Nada.

– ¿Qué quieres que diga al poderoso Abul-Walid?

– Dile que en su alcázar está quien es mas poderoso que él.

– ¿Quieres esclavos que te sirvan, muchachas de ojos negros que te deleiten, perfumes que te embriaguen, manjares que te regalen?

– A lo que vengo vengo, y Dios no me ha enviado á encenagarme en torpezas; ¿crees tú que si yo deseára la muger mas hermosa de la tierra, no la tendria con solo pronunciar una palabra? ¿Y qué son para mí las mugeres de la tierra, ni los arcángeles del cielo, ni las huríes del paraiso?

– ¿Con que nada puedo darte?

– ¿Has visto que alguna vez dé el esclavo al señor, el pobre al rico, el débil al fuerte? yo soy un águila, tú eres un vencejo. Vete.

El wazir salió sin saber lo que le acontecia y transido de terror.

Dominóse sin embargo, durante su tránsito hasta palacio, y encontrando en él al rey en la magnífica sala de las dos Hermanas, le habló pomposamente del sábio Abu-Jacub, le encareció las maravillas de la transformacion que habia notado en la torre, y tanto que cuando el rey quedó solo dijo profundamente pensativo:

– Dicen los hombres de Dios, y yo lo tengo por cosa cierta, que Satanás anda siempre alrededor de los palacios de los reyes, y que algunas veces se aposenta en ellos y se hace visible.

¿Será ese astrólogo Satanás?

¿Y si es, qué quiere?

¿No soy un rey temeroso de Dios?

VI

Abul-Walid fué á visitar aquella noche al viejo astrólogo que de una manera tan estraña, y sin pedirle licencia, se habia aposentado en la mejor cámara de la torre de la puerta de su castillo real, y que tan á su gusto habia transformado el interior de aquella cámara.

Abu-Jacub-Al-Hakem habia prometido en una y otra entrevista al rey levantarle figura y descifrarle su horóscopo: pero con el pretesto de que las conjunciones planetarias no eran propicias, alegando otras veces escusas plausibles, el rey no habia logrado saber ni una sola palabra acerca de su destino por boca de Abu-Jacub.

Pero cuando se vió afligido por la ardiente vision, que tentadora y misteriosa se habia repetido para él siete noches consecutivas, el rey, no pudiendo resistir mas, se trasladó una noche á la torre de las Siete bóvedas, y se entró resueltamente en la vivienda de Abu-Jacub.

– Sé á lo que vienes, dijo este.

– Pues bien, puesto que te he honrado en mi córte, que todos te reverencian y que te llamas mi astrólogo, descíframe mi sueño.

– Ese sueño es una tentacion, rey Abul-Walid; una tentacion que pone á prueba tu nobleza y tu caridad.

– No te comprendo.

– Vas á comprenderme.

Y el sabio abrió uno de los ajimeces.

– Ven acá, dijo al rey.

El rey fué al ajimez.

– Mira hácia el poniente.

– Nada veo, es la noche muy oscura.

Abu-Jacub tocó los ojos del rey.

– Vuelve á mirar, dijo.

– Veo las fronteras de mi reino y la villa fronteriza de Martos.

– Mira aun.

– Veo una casa de solar cristiana: sobre su puerta, en un blason, hay una cruz roja.

– ¿No has visto una cruz roja en tu sueño?

– Sí.

– ¿Y no crees que esa cruz roja que se vé sobre el blason de la casa del corregidor Sancho de Arias tiene relacion con tu sueño?

– Sí; ¿pero qué quiere decir esa cruz?

– Esa cruz quiere decir que una cristiana causará tu muerte, poderoso rey Abul-Walid.

– ¿Es acaso esa cristiana la doncella que yo he visto en sueños?

– Sí.

– Quiero verla.

– Vas á verla en una ocasion solemne: mira.

El rey miró.

– Veo un ancho dormitorio: en aquel dormitorio un enorme lecho; en aquel lecho un caballero anciano, con la cabeza cubierta por un vendaje sangriento, y espirante.

A un lado del lecho hay un faqui cristiano leyendo en una Biblia; al otro lado una muger sencillamente vestida, vuelta de espaldas, que parece orar y tener asidas las manos del herido.

– No veo á la muger de mi sueño; dijo el rey.

– Si por cierto: es esa que está vuelta de espaldas; como se encuentra replegada sobre el lecho no puedes admirar su gentileza; pero tiempo tendrás de verla.

– ¿Y qué significa lo que allí sucede?

– Significa que el buen corregidor Sancho de Arias muere á consecuencia de heridas.

– ¡Heridas!

– Sí, heridas recibidas hace tres dias en las fronteras de tu reino.

– No tengo noticia de ningun encuentro con los cristianos.

– Tu alcaide de Loja, que intentó una algara sobre la frontera, ha sido vencido, y como prudente no te ha dado noticia de su desastre: ha dejado sobre la frontera cristiana la flor de sus caballeros muertos á manos de los vecinos de Martos, á quienes acaudillaba su corregidor; pero el desdichado no gozó el triunfo; recibió algunos hachazos en la cabeza de manos del tremendo Alí-Athar, tu alcaide en Loja, y hélo ahí espirante. Escucha lo que se habla en esa habitacion.

– Nada oigo; dijo el rey: la vega y las montañas están envueltas en el mas profundo silencio.

Tocó Abu-Jacub los oidos del rey y repitió:

– Escucha.

– Oigo al faqui cristiano rezar en rumy79; oigo el sobrealiento y la fatiga del herido que está dominado por un letargo.

– Escucha aun.

– La muger llora.

– Y el herido despierta y parece que cobra aliento, como si le ayudára la mano de Dios.

El rey siguió escuchando.

Hé aquí lo que el rey oyó:

– Padre, dijo el herido: sé que voy á morir, y que necesito de vuestro auxilio y de vuestra presencia: pero veo á mi lado á mi hija; siento su mano sobre mis manos, y recuerdo que antes de morir necesito confiarla un importante secreto, que solo sabe Dios… y yo; y que solo ella debe saber. Dejadnos solos, padre mio, que cuando haya concluido con este último deber que me prescribe mi conciencia, volveré á ampararme de vos.

El fraile salió.

Quedaron solos el anciano que moria, y la jóven que de verle morir lloraba.

VII

– Levántate y siéntate al lado de mi lecho, María, dijo Sancho de Arias.

Al levantarse María, al sentarse, dejó ver al rey Abul-Walid su semblante.

– ¡Es ella! ¡es ella! la hermosísima y casta vírgen de mis sueños de amores: esclamó el rey.

– Escucha, dijo secamente Abu-Jacub-Al-Hakem.

– Tienes quince años, María, dijo el moribundo.

– Pluguiera á Dios que no hubiera nacido, señor, si habia de veros en tan miserable estado.

– Muero como debe morir un cristiano y un caballero; dijo Sancho de Arias: defendiendo á mi Dios, á mi patria y á mi rey. Además que ya mis años son muchos, y confio en que Dios en su misericordia me reciba en su seno: como hombre he cumplido con arreglo á la ley de Dios; como ministro del rey, la vara de la justicia no se ha quebrado ni torcido en mis manos; respecto á mis semejantes, tú eres una prueba de que he tenido caridad hasta para con mis enemigos.

– ¡Yo, señor!..

– Sí; ha llegado el solemne momento en que lo sepas. No eres mi hija.

– ¡Pués de quien soy yo hija, señor! esclamó María.

– Eres hija de moro, de un infiel del reino de Granada.

– ¡Ah! ¡señor!

– La verdad es dura, pero es necesario que la sepas. Hace diez años era yo alcaide por el rey del castillo de Alcaudete. Tenia una buena esposa y dos hijas tan hermosas como tú, tan puras como tú, como tú tan buenas. Llamóme por entonces el adelantado de Jaen, y obedeciendo como debia, acudí á su llamamiento.

Apenas habia llegado á las puertas de Jaen, cuando la campana del castillo fronterizo de la Guardia empezó á tocar apresuradamente á rebato.

 

Poco despues, y cuando acababa de entrar en casa del adelantado, llegó un corredor cubierto de sudor, de polvo y de sangre, y mi corazon al verle se heló. Era un vecino de Alcaudete: los moros habian pasado la frontera en número formidable, habian embestido la villa y el castillo, y los habian entrado á sangre y fuego; los vecinos, sorprendidos, apenas habian tenido tiempo de huir, y los que quedaron dentro fueron degollados.

A aquella noticia, los vecinos de Jaen, los de la Guardia, los de los lugares cercanos, corrieron á las armas, juntóse un escuadron de infantería con cuatro banderas y doscientos rocines, y todos marchamos desalados en socorro de Alcaudete.

Pero llegamos tarde: los fugitivos que se nos unian nos daban noticias aterradoras: los moros habian saqueado la villa, la habian puesto fuego, habian degollado á los hombres y á las mugeres viejas, y se habian llevado cautivas á las mugeres jóvenes y á las niñas.

Cuando yo entré en el castillo, lo primero que encontré fué el cadáver de mi esposa: mas allá mis dos hijas abrazadas y muertas al pié del muro debajo de una ventana: segun las señales, las desgraciadas se habian arrojado por aquella ventana, prefiriendo la muerte de los mártires á la deshonra y al alejamiento de la ley de Jesucristo entre los infieles.

El anciano pronunciaba estas palabras con voz lenta y lúgubre, pero de una manera terrible, sin derramar una sola lágrima.

El rey Abul-Walid, desde la torre de las Siete bóvedas, avanzado al ajimez, pálido, anhelante, con los ojos inmóviles, presenciaba aquella escena que pasaba tan lejos de él, de la misma manera que si hubiera estado en el aposento donde el corregidor de Martos moribundo hacia aquella revelacion á la misteriosa virgen de sus sueños, y lo oia y lo veia todo por virtud de la ciencia de Abu-Jacub-Al-Hakem.

– Yo juré, continuó el anciano, sobre la sangre de las prendas de mi alma, vengarlas de los infieles; y desde entonces, acometí en continuas correrías las fronteras del reino de Granada; asalté aldeas, las puse á sangre y fuego, y no me hartaba, no me hartaba de sangre, porque toda me parecia poca para vengar la de mi esposa y la de mis hijas.

Una noche… una noche lóbrega y terrible, pasé la frontera y me acerqué por atajos y trochas á la villa de Yllora.

En su castillo habia fiesta: un príncipe moro habia ido á aquel pueblo á gozar de la pureza de sus aguas y de sus aires y á recobrar la salud quebrantada: le divertian con una zambra.

Los moros descuidados, sin recelar que hubiese peligro en una fortaleza en que se encerraban centenares de hombres llevados por el príncipe infiel en su guarda, no velaron como debian en las murallas: mis buenos fronteros arrimaron en silencio sus escalas á los muros, y treparon y saltaron dentro del castillo y yo delante de ellos.

Un momento despues los cantos moriscos se habian convertido en gritos de combate y ayes de agonía. Sorprendidos los moros creyendo tener sobre sí todo el ejército de Castilla, huyeron despavoridos; y yo y mis gentes nos cebamos en su alcance. Fué una buena carnicería de infieles, que llenó de luto á Granada, y la presa magnífica; porque el príncipe moro habia llevado consigo grandes riquezas en muebles, en tapices, en joyas y en dinero. Pero el principal tesoro que encontré, fuiste tú, María.

– ¡Yo! esclamó la jóven.

– Sí; cuando ya cansados de matar y de amontonar riquezas nos retirábamos, al pasar por delante de una cámara, oí el triste llanto de un niño abandonado.

Entré. En una magnífica cuna, cubierta de amuletos segun el uso moro, ví una niña que al acercarme yo me tendió sus bracitos.

Y ¿qué daño ha hecho á nadie esta infeliz criatura? me dije. No permita Dios que yo tiña mis manos en sangre inocente, ni que robe un alma al cielo.

Y te tomé en mis brazos y te llevé sobre el caparazon de mi caballo á Alcaudete; y te mande bautizar, y te llamaste María en ofrenda á la santa Vírgen, y te adopté por hija, y pensando yo en que algun dia serias muger, y amarias…

– ¡Ah, señor!

– Sí; que amarias… y has amado; amas.

– Es verdad.

– Amas á un buen hidalgo, á un valiente: á un mozo temeroso de Dios, á Gonzalo Nuñez.

– Es verdad, dijo María ruborizándose.

Al escuchar Abul-Walid que María amaba, los celos, y unos celos crueles, vengativos, llenaron su alma.

– ¡Ama! esclamó roncamente: ¡ama la hermosa vírgen de mis sueños!

– Pero tú matarás su amor; dijo con un acento singular el sombrío Abu-Jacub.

– Escuchemos, escuchemos, dijo el rey.

Sancho de Arias y María habian guardado por un breve espacio silencio: él como quien cansado reposa para tomar nuevas fuerzas; ella dominada por lo solemne de la revelacion del anciano moribundo.

– Amas, y yo apruebo tu amor: Gonzalo Nuñez es digno de tí, y tú eres digna de él. Yo he conocido vuestro amor, aunque me lo has ocultado.

– ¡Ah, señor! él es muy pobre, y esperaba á que el rey le diese un oficio para poder casarse conmigo.

– Si él es pobre, tú eres rica, María.

– ¡Rica yo!

– Sí; ya te he dicho que cuando te adopté pensé en que un dia serias muger, en que amarias, en que te casarias, y quise que tuvieses una buena dote: pensando en esto, guardé para tí un tesoro que encontré en la habitacion donde habias quedado abandonada.

– ¡Un tesoro!

– Sí; y un tesoro de inestimable valor. Busca debajo de mi almohada. Encontrarás una bolsa.

– Héla aquí: dijo María sacando de debajo de la almohada una bolsa de seda á manera de saco, cerrada por dos cordones.

– Abre la bolsa y toma una llave que encontrarás en ella.

María sacó de la bolsa una pequeña llave.

– Abre ahora aquel armario, dijo el anciano señalándola uno que habia al fondo de la alcoba.

La jóven se levantó, fué al armario y le abrió.

– Está vacío: dijo.

– No importa, tira hácia tí de la primera tabla; sácala.

María desencajó la tabla.

– Mira bien al fondo del armario, dijo Sancho de Arias. ¿Qué ves?

La jóven miró con cuidado.

– Veo un cajon muy encajado y muy disimulado, y en el centro de él un agujero.

– Mete la misma llave del armario y tira.

María tiró.

– Saca lo que encuentres dentro.

María metió la mano en el cajon, y encontró otra bolsa de seda pero mas grande que la que habia encontrado bajo la almohada y pesadísima con relacion á su volúmen.

Aquella bolsa estaba tambien cerrada con un cordon y en un papel cosido á ella estaban escritas estas palabras. «Dote de María.»

Además la bolsa estaba recamada con arabescos de oro y plata.

– Abre la bolsa, dijo el moribundo, y mira lo que contiene.

Abrió la bolsa María, metió la mano, encontró un objeto, y le sacó.

Era un largo y pesado collar de gruesas perlas, con broche de diamantes y rubíes, y en el centro pendiente de la perla mas gruesa, una cruz de oro, cubierta de diamantes.

– ¡Oh, Dios mio! dijo la jóven, ¿y habeis pasado estrecheces, señor, teniendo esta rica joya?

– Era parte de tu dote, pero aun queda mas.

La jóven metió la mano y sacó dos magníficos brazaletes, cincelados, esmaltados, cuajados de pedrería, que estaban unidos el uno al otro por una cinta de seda.

María miró sin codicia aquellas dos admirables joyas, como sin ella habia mirado el collar y las puso junto á este á los pies del lecho del moribundo.

Volvió á meter la mano y sacó dos arracadas tan ricas y tan maravillosas como el collar y los brazaletes; sucesivamente sacó veinticinco sortijas de grande precio atadas en una cinta, dos ajorcas y un ceñidor de oro, perlas, diamantes y rubíes.

El aderezo completo por último de una mora riquísima, de una sultana.

Todas aquellas joyas puestas sobre el lecho de Sancho de Arias brillaban, relucian, arrojaban destellos fúlgidos al recibir la móvil luz de la lámpara que alumbraba el dormitorio.

– Como ya te he dicho, continuó el moribundo, esas joyas las encontré en la misma habitacion en que tú estabas, en una arca en que habia ropas de muger, que no tomé por embarazosas. Su valor me maravilló; pero lo que me maravilló mas, fué el ver en la casa de un infiel la hermosa cruz del collar. ¿Qué muger podia haber llevado aquella alhaja? Sábelo Dios; pudo ser tú madre.

– ¡Mi madre!

– Dios lo sabe.

– ¿Pero no sabeis quienes fueron mis padres?

– Por la habitacion en que te encontré, por la cuna en que estabas, por los amuletos que te cubrian á la usanza mora, juzgué que debias ser hija de aquel príncipe moro, que habia escapado al verse sorprendido por mis fronteros… Pero despues nada supe. ¿Y qué te importa? vale mas que pases como hija de un hidalgo honrado y cristiano, que no que sepan que eres hija de un infiel, por mas que este infiel fuese príncipe, rico y poderoso. Este secreto debe quedarse entre nosotros. Conmigo le guardará la tumba. Guárdale tú si no es que quieres, cediendo á la soberbia humana, aparecer como hija de uno de los grandes de la tierra, por mas que ese grande, como infiel, esté desheredado del cielo.

– ¡Ah! no, no; yo no tengo vanidad, padre mio: y esas joyas…

78El padre Jacob, el sábio por Dios.
79En romano: esto es, en latin.