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Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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Andaba á caza por un bosque cierto cristiano llamado Diego, digno de ser nombrado por la santa vida que observaba, cuando de improviso vió venir hacia sí una tigre que andaba también por allí á caza, y no se podía escapar el indio sin que ella le despedazase; antes le acometió con tan gran furia para despedazarlo, que no le dió lugar más que á invocar los poderosos nombres de Jesús y de María, á cuya invocación la fiera, que ya le tenía entre sus garras, le soltó y se volvió hacia atrás sin hacerle otro daño que unos rasguños bien ligeros en la cara y en los brazos para memoria del milagro y del beneficio de haber recibido segunda vez la vida de mano de la Santísima Virgen; porque habiendo enfermado poco antes y no podido sanar por más medicinas que, según la posibilidad, se le habían aplicado, sólo se afligía por no poder ayudar á la fábrica de la Iglesia; volvióse, por tanto, á la Madre de misericordia, pidiéndola con instancia la salud, y al día siguiente, libre de toda enfermedad, se fué á trabajar á la obra, predicando con las palabras y mucho más con el ejemplo, la devoción con la reina del cielo.

Esta merced fué en provecho de uno solo; pero otra fué hecha á un pueblo entero en señal de agradecimiento. Retirábanse una noche, acabado de rezar el rosario, á sus casas, cuando de repente descendió del cielo un globo de luz que esparció por el contorno sus rayos y llenó á un mismo tiempo sus corazones de júbilo y reverencia; y que esto fuese cosa más que natural lo demostraron los efectos causados en aquella santa cristiandad.

Verdad es que, como siempre sucede, entre tantos buenos no faltaban algunos malos y perversos que hacían más aprecio del cuerpo que del alma; pero Dios Nuestro Señor usó con ellos del poder de su brazo omnipotente, ya ablandando durísimos pecadores con modos extraordinarios y singulares, ya castigando tal vez con los azotes de su justicia á los obstinados que á buenas no se rendían, haciendo con eso que otros que lo veían abrazasen la ley de Dios.

Referiré aquí algunos pocos sucesos de estos más dignos de memoria. Y sea el primero un cierto indio llamado Santiago Quiara, el cual, llevando mal el apartamiento de una concubina suya que había dejado en el bautismo, volvió á admitirla en su casa. Pero luego le fué Dios á la mano con una enfermedad que, privándole de la luz del cuerpo, desterró de su alma las tinieblas del pecado. Hiciéronsele, pues, dos nubes en los ojos que creciendo poco á poco le privaron totalmente del uso de ellos; y por más que la caridad de los Padres se fatigó en aplicarle remedio, no pudo aprovecharle de nada. Con esto entró dentro de sí el doliente, y adivinando que la causa de esta desventura no era otra cosa que sus pecados, se volvió con mejor consejo al médico divino, suplicándole vivamente le diese remedio, no tanto á él, que no lo merecía, cuanto á su familia, que alrededor de él lloraba sin tener un bocado de pan que llevar á la boca. Estando una noche en su casa examinando sus pecados y pensando en las miserias de su vida, prorrumpió en esta fervorosísima súplica á Cristo, Señor Nuestro, y á su beatísima Madre.

«Oh, Jesús mío, tened misericordia de mí (así puntualmente lo refirió él á todo el pueblo, á quien por orden de los Padres manifestó su milagrosa curación). Oh, Jesús mío: aunque no lo merezco, perdonadme mis pecados, y restituidme el uso de mis ojos; reconozco, Señor, y confieso que este trabajo es justísimo castigo de mis culpas; pésame en el alma de haberlas cometido, y propongo de nunca jamás volver á caer en ellas. Virgen María Madre de Dios y mía, aplacad la indignación de vuestro Santísimo Hijo y alcanzad á mi alma el perdón de mis pecados y á mi cuerpo la vista perdida. ¡Oh, Dios y Padre mío! movéos á misericordia y pues podéis tan fácilmente, concededme la gracia que os pido, que yo prometo de jamás ofenderos en adelante, y de observar perfectamente, con la diligencia que me fuere posible, vuestra ley santa.»

Mientras así estaba llorando delante de Dios, oyó una voz, como de quien estaba enojado, que hablaba con él y le decía:

«Por tu amancebamiento y por las confesiones mal hechas, te ha sobrevenido esta desgracia.»

Al oir estas palabras, que le penetraron hasta el alma, salió como fuera de sí, y en aquel punto se vió cercado de una luz tan bella, que la del sol, en su comparación, era muy tenue y despedía una fragancia tan suave é incomparable con ninguna cosa odorífera de la tierra, que manifiestamente se conocía que era don del cielo; sus carnes se le pusieron tan delicadas como de un niño recién nacido, y se movía con tanta agilidad como si estuviera despojado de la pesada carga del cuerpo.

Respondió entonces el hombre, deshaciéndose en lágrimas de consuelo y juntamente de dolor:

«Confieso, Padre y Señor mío, mis pecados, que dejé mi legítima mujer y me volví á mi antigua amistad, de que fuertemente me pesa. Así es (oyó que le replicaban) confiésate y haz penitencia de tus culpas.»

Desapareció la visión; y vuelto en sus sentidos, se halló perfectamente sano.

Pero mirando la fealdad de su cuerpo y la vileza de este mundo comparada con lo que había visto y gozado, deseaba haberse verdaderamente muerto, y no sólo en apariencia, sino en realidad para continuar en el gozo de tanto bien, y se ponía las manos sobre los ojos, que bellos y claros había recobrado, para que no fijasen la vista en las miserias de acá abajo; y hasta hoy día, cuando se pone á pensar en este su éxtasis ú otro alguno se le trae á la memoria, no puede contener las lágrimas y sollozos.

Fué notable el fruto que causó este milagroso suceso; apenas quedó hombre de conciencia que no ajustase de nuevo todas las partidas con Dios con una confesión general; pero quien experimentó mayores los efectos fueron los dos pueblos de San Joseph y de San Francisco Xavier, que muchas veces le habían consolado y servido en aquella enfermedad.

La mudanza de vida que hizo este afortunadísimo neófito, fué la que se podía esperar de la gracia del Espíritu Santo, que le había tan abundantemente entrado en su corazón.

No fué menor el efecto (aunque sí diverso el modo) de convertir á un hechicero y gran familiar del demonio. Este, pues, sacado del monte donde vivía como bruto por el infatigable celo del P. Lucas Caballero, apenas había puesto el pie en la reducción de San Joseph, cuando cayó enfermo; é imaginando que aquellos dolores eran otros lamentos y súplicas de su alma, hambrienta de los placeres y deleites pasados, se condenó á sí mismo de demasiado ligero, y poco á poco se volvió á sus pensamientos antiguos, y en sus deseos se volvió infiel en su corazón, ó por mejor decir, bestia.

Una noche, pues, ardiendo más en tales deseos, que con la fiebre que interiormente le abrasaba, sintió que se acercaba una como multitud de gente que hacía gran estruendo y ruido, y era una cuadrilla de demonios que huía de la iglesia maldiciendo aquel santo lugar y á los neófitos que en él se estaban disciplinando, y llegándose á su choza le dijeron:

«Mira, mira cómo se azotan los indios; ¿no ves con cuánta razón te predicamos que no te dejes engañar de las patrañas de estos malvados? (decíanlo por los Padres); líbrate tú de esto volviéndote á tu bosque, porque sino descargaremos sobre tus espaldas los mismos azotes.»

El indio enfermo no vió á los demonios, sino sólo una sombra espantosa de donde salía tan perversa admonición. Pero erraron esta vez, como otras muchas veces, sus tiros los demonios porque en lugar de salir con sus intentos, perdieron la presa; llenóse el miserable todo de pavor, y miedo, porque el corazón le decía que esta era cosa del infierno, y no sabía cómo echarlos de sí; había oído decir que los dulcísimos nombres de Jesús y de María tenían poder contra esta canalla, pero no se ofrecían á la memoria, hasta que después de mucho trabajo se le ofrecieron y los pronunció: entonces los demonios, como si se viniese abajo toda la casa, huyeron con gran furia, y él, curado en el alma de sus liviandades, entró por el camino de la salvación, con más firmes propósitos y más seso que antes; y con tal mudanza y arrepentimiento de sus yerros, que estando aún con la fiebre se levantó de la cama y fué corriendo á echarse á los piés del P. Caballero, y con más lágrimas que palabras le pidió el santo bautismo.

Estos dos casos que he referido no fueron más que visiones, una de consuelo y otra de terror, para mejorar el alma á los dos á quienes se mostraron. Más caro les costó á los dos siguientes el obstinarse contra las saludables admoniciones de los Misioneros:

El primero, cristiano recién bautizado, enfadado de vivir como hombre y en la ley de Cristo, en el pueblo de San Rafael, se huyó entre los infieles, y como es tan violento el vivir sin ningún gusto, no gustando él ya más de Dios, le fué fácil al demonio inducirle á tomar otro deleite, y le ofreció al punto ocasión cómoda y oportuna en una mujer de mala vida, con quien había estado mal amistado en su gentilidad.

El Misionero de aquella Reducción, que con sus sudores había ganado aquella alma para Dios, envió al punto tras él á algunos fervorosos cristianos, que habiéndole alcanzado en una Ranchería de infieles, le reconvinieron con la promesa que había hecho á Dios en el bautismo y con la palabra que había dado á los Padres de quedarse en el pueblo de San Rafael. Él, disimulado, los recibió con una falsa alegría en el semblante y con palabras fingidas, que ya tenía premeditadas; y, ó porque esperase apartarlos de la fe y hacerles renegar ó porque pensó por entonces contemporizar con ellos, les quiso prevenir un expléndido banquete; para eso se fué á caza, y habiendo muerto un animal, mientras alegre y contento pensaba cómo llevar al cabo su designio, oyó hacer gran ruido detrás de sí, como de quien quería embestir á otro; helósele la sangre con el susto al miserable, y tenía razón, porque era una víbora de desmedida grandeza que venía á dar sobre él y matarle; vuelto en sí y cobrando aliento, levantó la macana y la detuvo con un golpe. Irritada de esto la víbora, procuró con más furia agarrarle por el pescuezo; retiróse él hacia atrás queriendo evadir el salto con otro golpe; mas por su desgracia se le cayó de la mano la macana y con ella aquel poco de ánimo que en tan peligroso lance le alentaba; pero como el amor de la vida es muy ingenioso en hallar trazas y valerse de todo para mantenerla, echando mano al arco y al carcax de las flechas que traía atados á la cintura, se reparaba lo mejor que podía de la furia de la bestia; sudaba mucho entretanto, daba altísimos gritos y pedía socorro, pero en vano, porque no había nadie que pudiese ayudarle; por lo cual desesperado de poder escapar con la vida de tan obstinada contienda, no teniendo más fuerzas para resistir, quería ya rendirse á discreción del enemigo, á no haber sucedido con gran ventura del miserable, que tirando la víbora á cogerle por la garganta, dió con la suya sobre la punta de una saeta y se hirió malamente, con que acobardada y cansada se paró algún tanto y dió tiempo al apóstata para salvarse huyendo; el cual, casi fuera de sí, llegó á la Ranchería, y referido el suceso, los infieles le interpretaron como les hacía más al caso; pero los cristianos, más advertidos, adivinaron sabiamente que esto le había sucedido, no tanto para peligro del cuerpo, cuanto para aviso del alma, según su necesidad; porque llamado y admitido de Dios á ser su hijo por el santo bautismo le había después feamente dejado, volviéndose á vivir entre gentiles.

 

Cuadró á todos la interpretación, pero singularmente al apóstata, á quien el remordimiento de la conciencia le decía lo mismo á su corazón con más eficacia; por lo cual, sin detenerse, fué con todos los infieles que allí había derechamente á San Rafael; éstos para alistarse en el número de los Cathecúmenos y aquél para enmendar y satisfacer con la penitencia su pecado, como lo hizo, viviendo de allí en adelante en temor de Dios y con honestidad ejemplar.

Más terrible aún fué el modo con que otro entró en juicio y cobró aprecio de las cosas de su alma: Habíase reducido á nuestra Santa fe en el pueblo de San Joseph un gentil, y en el bautismo había dejado una amiga, con quien antes había vivido en el cieno de muchas deshonestidades; pero duróle poco tiempo este buen propósito y este retiro y resistencia á los placeres y gustos de la carne, porque habiéndose encontrado con la amiga antigua, su vista le abrasó otra vez el corazón y le encendió los deseos primeros; después, para que ninguno le fuese á la mano en sus deshonestidades, tramó secretamente la fuga con otras tres mujeres de sus mismos intentos y se escondió en un bosque; de suerte que por mucho que otros indios de mejor conciencia los buscaron, por orden de los Padres, jamás le pudieron encontrar.

Entonces uno de los Padres Misioneros echó de ver que aquel no era mal que se había de curar sino con el remedio de algún extraordinario auxilio de la Divina Misericordia. Por esto empezó á llorar amargamente por aquel ciego miserable, y tantas súplicas hizo á la beatísima Trinidad, y á la Reina del cielo y á las santas almas del purgatorio, que se le cumplió su deseo con modo bien singular, porque mientras él festejaba sus brutales deshonestidades, estando el cielo serenísimo, sin la menor señal de tempestad, estalló un terrible trueno en medio del aire, y tras él se despidió un rayo que vino á dar á sus piés; y el indio, ó por furia del rayo ó por el miedo que tenía, cayó en tierra como muerto. De aquí vuelto en sí, después de gran rato y abriendo los oídos á aquel llamamiento de Dios, lleno de susto y pavor de que no le sucediese cosa peor, se dió á llorar amargamente su pecado; tomó en las manos el rosario que traía al cuello, empezó á pedir piedad y misericordia á Dios prometiendo ser totalmente otro en adelante, constante y leal en su servicio, y al punto puso en ejecución su propósito, retirándose al pueblo de San Francisco Xavier, porque no tuvo ánimo de volver á San Joseph y porque la vista de su amiga no le despertase el apetito. Dios se la quitó de delante con una enfermedad, en que arrepentida de sus culpas y deshaciéndose en lágrimas de contricción y arrepentimiento, sin permitir que jamás entrase su galán en su Rancho, pasó con grande esperanza de su salvación á la otra vida; con que ella difunta, volvió él á su Reducción, donde comenzó nuevas obras y entabló nueva vida, que prosiguió con tanto contento y gozo de su espíritu, que jamás en adelante volvió á los torpes y brutales gustos de la carne.

Pasemos ahora á referir otros, á quien Dios Nuestro Señor, con doblado é irremisible castigo, puso por ejemplo y terror de los demás, quitándoles la vida temporal y la comodidad de conseguir la eterna.

Tocó en primer lugar esta infeliz suerte á un mancebo, de nación Peta, que estaba de mala gana en el pueblo de San Juan Bautista, en quien, por más que la caridad de los nuestros y sus saludables amonestaciones y consejos procuraron ablandar la dureza de su corazón, no aprovecharon nada para que se quedase allí; antes, por no ser detenido, se huyó secretamente cuando el pueblo asistía en la iglesia á los divinos oficios. Mas no tardó mucho en venir sobre él la divina justicia que le esperaba en un desierto solo, sin que hubiese á quien volver los ojos; allí, pues, se le hinchó disformemente una rodilla y se le empezó á podrir, criando materia y gusanos y echando una hediondez intolerable, con que rabiando de dolor murió sin tener quien le diese aun la sepultura de las bestias, ya que había ido como una de ellas; y claramente conocieron todos que esto le había sucedido en pena á su obstinación, porque por más á prisa que fueron algunos neófitos á socorrerle, no llegaron á tiempo y sirvió su desgraciada muerte para que ninguno en adelante sacase el pie de la Reducción sin haber ajustado antes con Dios las partidas de su conciencia y pedido la bendición á la Santísima Virgen.

Aún peor le sucedió á un hechicero, gran ministro del demonio, en el pueblo de San Francisco Xavier, pues los mismos cristianos le mataron á palos porque con sus mentiras y patrañas no dejaba de molestar al sencillo pueblo, y desacreditar y vituperar la santa é inocente vida de los Misioneros; ni le valió la autoridad de los Padres, que le sufrían con paciencia y le habían librado dos veces de la furia del pueblo, porque mientras un día, montado en cólera, vendía por misterios las fantasías y por verdades los sueños de su mala cabeza á ciertos nuevos cristianos, y desfogaba su cólera contra los Padres con palabras injuriosas y de escarnio, decía cosas tan indignas, que á un cacique principal, cristiano de muchos años, no le pareció que se podían ya sufrir; por lo cual, poniéndose delante de él, le quitó la gana de predicar más y de vivir, quebrándole los dientes en la boca y los sesos en la cabeza con un palo.

Acabaré esta funesta narración con un espantoso suceso que por mucho tiempo quedó en la memoria para terror y ejemplo de toda aquella nueva cristiandad.

Felipe Motoré, Tabica de nación, vencido en las contínuas sugestiones del demonio y de la carne, volvió públicamente en casa de una amiga dejando á su mujer, sin reparar ni hacer escrúpulo de tenerla públicamente como si fuese su propia mujer.

Desagradó esto indeciblemente á todos, singularmente á los Padres, que veían con tal ejemplo abierta la puerta para que otros hiciesen lo mismo, y que por más que hubiesen trabajado y sudado en desarraigar tal abuso y establecer el nudo indisoluble del matrimonio, se destruiría en breve; y como sucede entre bárbaros que el pueblo indómito se va en pos de quien tiene entre ellos alguna soberanía y preeminencia, le seguirían todos.

Pero Dios Nuestro Señor tomó por su cuenta el remediar este escándalo, y no tardó mucho en darle su merecido, quitándole de allí á poco la vida y arrojándole al abismo, reparando juntamente los daños que pudiera haber causado y causaría en adelante.

Mientras que alegre y contento saltaba de placer y hacía fiesta por este su perniciosísimo escándalo, le empezó á correr por las venas un humor pestilente y se le encendió una fiebre ardientísima, que en pocos días le condujo á las puertas de la muerte.

Acudieron los nuestros á visitarle, persuadidos á que también á éste como á otros la tribulación le habría abierto los ojos para arrepentirse de su pecado; pero sorprendido de un accidente y sintiendo que se le acababa la vida, llamó á sus parientes y amigos y les dijo:

«Verdaderamente, hermanos míos, que soy desgraciado é infeliz, pues por mis delitos pasados estoy condenado á arder para siempre en las penas eternas del infierno. Mirad á los demonios que vienen á llevarme arrastrando, para que sea su compañero en las penas, como lo fuí en los pecados. El no haber dado crédito á los sabios consejos de los Misioneros y el admitir de nuevo públicamente la amiga, son la causa de esta mi sempiterna desventura, oid vosotros de buena gana la santa doctrina y poned en ejecución cuanto en bien de vuestras almas se os enseña, para que no vengais conmigo á llorar inconsolablemente en el infierno aquellas culpas y yerros que para borrarlos no me será bastante una eternidad de suplicios.»

Afligidísimos quedaron los circunstantes; y aquellos á quienes la deshonestidad y la disolución les decían en el corazón que eran dignos de semejante fin, se helaron de pavor y susto. Otros creyeron que con la enfermedad maligna que tenía había delirado de aquella suerte, y por esto le llevaron á la iglesia, en donde, celebradas las exequias, le enterraron. Pero Dios Nuestro Señor dió bien presto á conocer que aquellas palabras no habían sido delirios de una cabeza desvanecida, sino una sincera confesión de la justa venganza del cielo. Porque á pocos días vieron salir de la iglesia en grandes nublados un humo negro y denso, que parecía se abrasaba toda ella. Acudió luego toda la gente á apagar aquel que creían incendio; y registrando de dónde salía aquel humo, vieron que le arrojaba la tierra que estaba sobre el cuerpo de aquel desdichado; por lo cual echaron sobre él agua en grande abundancia, pero ¿qué sucedería? Comenzó á bullir la tierra y á levantarse, arrojando fuera una espesa y espantosa niebla que parecía se abrasaba todo el lugar y que allí estaba escondido y oculto un gran volcán de llamas.

Por tanto, abierta la sepultura, se halló el cuerpo sin la menor corrupción, como si aquella tierra bendita rehusase mezclarse con aquellos miembros, cuya alma era un tizón del infierno; pero exhalaba el cuerpo un espantoso y hediondo humo, con que se veía bien claro que era cosa más que natural. Por lo cual, sacado fuera el cadáver le arrojaron en una laguna, la cual también comenzó luego á moverse y bullir, como si allí se abrasase algún hierro ardiendo.

Aterróse no poco el pueblo con tan funestos accidentes, y por mucho tiempo no se habló sino del infeliz Felipe Motoré, ni les fué necesario á los Padres cansarse mucho en predicar la honestidad y perseverancia en los matrimonios.

Curiosos después los indios de saber á dónde había ido á parar el cuerpo, le buscaron dentro del agua; pero por más que registraron toda la laguna, nunca jamás le pudieron encontrar, dando con esto motivo para conjeturar prudentemente que fué sepultado en los abismos para hacer compañía en las penas al alma, ya que la había incitado y hecho participante de las brutales torpezas de la carne.

Pasemos ya de materia tan funesta y describamos por último una visión que tuvo un neófito, por la cual mejoraron increíblemente las cosas de esta cristiandad y fué más gustosa que todo cuanto he dicho hasta ahora. Para lo cual me será preciso interrumpir á ratos brevemente la narración para inteligencia de las cosas que en ella se insinúan, y la referiré por extenso, como puntualmente la escribieron á su Provincial los PP. Lucas Caballero y Felipe Suárez.

Un cristiano llamado Lucas Xarupá, asaltado de una fiebre maligna, le redujo en pocos días á los últimos períodos de la vida; á este tiempo le sobrevino un fortísimo parasismo que le privó totalmente del uso de los sentidos, sino es ya que (como él afirmó) murió verdaderamente.

Salida el alma del cuerpo, le salieron al encuentro dos, con semblantes de hombre, que le convidaban á que fuese con ellos á otro país.

Paróse un poco temiendo no fuesen demonios; pero observando las facciones de sus rostros, la belleza de los vestidos y de las cruces que traían en las manos, y la afabilidad de sus palabras, creyó que era cosa del cielo; por lo cual, perdido el miedo, se fué tras ellos por una cuesta empinada, por la cual se montaba á unas altas cumbres; la senda era estrecha, difícil y sembrada toda de abrojos y espinas tejidas entre sí á manera de cruces; por lo cual era menester caminar con tiento paso á paso para no maltratarse; y hubiera desfallecido por la pena y dolor que sentía en pisar las espinas si sus guías no le hubiesen alentado y confortado con la amabilidad de su vista y con la luz que echaban de sí; llegó entre tanto á donde por la mano izquierda había un camino real, ancho y llano y bellísimo á la vista por su verdor, hermosamente esmaltado de todo género de flores. Quiso seguir este camino, mas sus conductores le advirtieron que mirase dónde iba á parar aquella hermosura, y vió que iba á rematar en ciertas profundidades y altísimos precipicios, de donde salían disonantísimos gritos y vocinglería, de suerte que se persuadió estaban celebrando allí sus paisanos algún solemne banquete; pero bien presto le sacó del engaño una cuadrilla de demonios feísimos con terribles semblantes y descompasados movimientos del cuerpo; unos con cara de tigres, otros de dragones y cocodrilos y algunos con apariencias de tan monstruosas y terribles formas, que no sufría el ánimo mirarlos; echaban todos por la boca y por las otras partes del cuerpo llamas de color negro y espantoso, y gritando y discurriendo de una parte á otra remedaban las danzas y bailes de los indios, hasta que agarrándose del pobre neófito, que estaba todo temblando creyendo que aquella fiesta era por él, hicieron gran fiesta gritando:

 

«El, él es, Xarupá nuestro amigo, que antiguamente era nuestro devoto y usaba de los hechizos maléficos que enseñamos á sus abuelos.»

A tales cortesías, se le recrecía el susto de que no le asiesen y echasen mano de él, para llevárselo al infierno. Pero los ángeles le aseguraron, de que no osarían moverse ni menearse contra él. Entonces saltó fuera de enmedio de aquella canalla un cruelísimo verdugo, arrastrando un condenado como á un vilísimo jumento, atadas las manos y los piés con cadenas de acero ardiendo; traía á la garganta un collar ancho de hierro que le forzaba, mal de su grado, á tener derecha la cabeza para su mayor confusión y vergüenza: daba en tierra á cada paso por la violencia con que el inhumano verdugo le tiraba; pero los demonios que venían detrás, con una tempestad de azotes que llovían sobre su cuerpo y con otras cruelísimas befas, le obligaban á caminar. Daba entratanto el miserable horrendos gemidos y suspiros maldiciendo su desventura y lamentándose desesperadamente. Ardía todo en vivas llamas como también el demonio que le tiraba, el cual traía á la cintura, en señal del oficio, un grande haz de víboras, que le despedazasen; y vuelto á Lucas, con fiereza propia del infierno, le dijo:

«También tú alguna vez te entendías conmigo y eras de mi servicio, siento mucho que me hayas dejado, vinieras ahora á cortejarme si estos Padres no hubieran venido á tu Ranchería á predicar la ley de Cristo: no lo puedo sufrir; no hacen otra cosa, más que hablar mal de mí y de mis cosas. Pero no, no todos los paisanos han de ir al cielo; muchos aún duran en mal estado, y obstinados en sus costumbres gentílicas. Me atraviesa el corazón verme forzado á venir aquí, para que tú veas nuestras miserias, y de qué suerte es el galardón que damos á los que siguen nuestro partido, y tú vayas después á contarlo, porque en adelante perderemos el crédito, y los tuyos dejando los vicios y supersticiones abrazarán la nueva fe; y si tú á esta hora no hubieras tomado esta resolución, fueras ahora compañero de este que tengo aquí en mi poder. Mírale, mírale, ¿le conoces?»

Tenía tan demudado el semblante, feo y hecho un tizón de fuego, que mal le podía conocer; pero, finalmente, después de fijar muchas veces en él la vista, reconoció quién era. Este es (le dijeron los ángeles) Antonio Tapochí, que ni aun en la hora de su muerte se quiso arrepentir, y por más que los suyos le exhortaron á que mirase por su alma y se dispusiese á bien morir, nunca quiso darles oídos y echaba de sí con enojo y despecho á quien le animaba á que pidiese perdón á Dios y llorase y confesase sus culpas. Entonces el desgraciado Antonio, dando un profundo suspiro y volviéndose á Lucas, le habló de esta manera.

«¡Ay, desdichado de mí, que no quise creer á los Padres! ¡Qué penas, qué dolores, qué grandes é insufribles tormentos padezco por haber ofendido á Dios, sin hacer caso de su doctrina y de sus ministros que la predicaban! ¿Estos suplicios no han de tener jamás fin? ¡He de padecer y llorar eternamente, sin esperanza de alivio! ¡Felices mil veces vosotros que podéis esperar la eterna bienaventuranza, y libraros de este infinito piélago de amarguras y de las manos de los verdugos, peores que las mismas penas!»

Esto que ves del desventurado fin de este desdichado (le dijeron los ángeles) refiérelo á tus paisanos, y diles que también está en el infierno el cacique Miguel Matoquí (era éste de nación Piñoca y de los primeros que sujetaron la cerviz al yugo de Cristo; pero enfadado de vivir con las reglas y leyes del cristiano, se huyó entre los gentiles, llevando consigo sus hijos y su mujer; la cual, no pudiendo hacer por entonces otra cosa, le siguió, volvióle de nuevo á San Francisco Xavier el P. Caballero, pero siempre perseveró él en sus primeros pensamientos, y en el corazón era gentil, aunque en la apariencia se mostraba hombre cristiano.) En la última enfermedad recibió los Santos Sacramentos por no dar qué decir; pero en la agonía mostró que, así como había vivido como bestia, también como tal quería morir; también se condenó el malvado hechicero Poó, el cual está en lo más profundo del infierno, atormentado horriblemente por dos demonios, que fueron sus inseparables compañeros mientras vivió, y por instigación suya pretendió desacreditar la buena fama de los Padres y vituperar la santa ley de Dios, incitando á los más neófitos que podía á apostatar y volver á sus antiguos vicios.

Da también noticia á los tuyos (prosiguieron los ángeles) de aquéllos que se han salvado y gozan ahora de la eterna bienaventuranza en el Paraíso. Salvóse Andrés Zurubi, que después de tres días de Purgatorio voló al cielo (vivió este neófito una vida ejemplarísima; en las privadas disciplinas de los viernes y en las públicas, que en ciertos días del año en las principales solemnidades se hacen por las calles, era el primero en la frecuencia de los Sacramentos, en las oraciones, en la iglesia y al pie de las cruces contínuo; lloraba tan amargamente sus pecados, que no pocas veces sacaba lágrimas á los ojos de los misioneros; llevó la última enfermedad con grandísima paciencia, mostrando en ella grandes y encendidos deseos de morir para ver á Cristo Nuestro Señor, sabiendo el buen trueque que muriendo hacía cambiando esta breve y miserable vida por la eterna y bienaventurada. Estando á los últimos, le envió un Padre la imagen de San Francisco Xavier para que le pidiese la salud; pero él, en lugar de pedirle la vida, le suplicó que si aún no se le había llegado su hora, le alcanzase luego de Dios se le llegase; y en efecto, fué al punto oído, porque mientras explicaba al glorioso apóstol sus deseos, plácidamente espiró; y preguntando al niño que le había llevado la santa imagen cómo estaba el enfermo, respondió llorando que ya había muerto; y con un modillo, á manera de quien estaba enojado, añadió: «¿Y cómo no había de morir, si pidió él ir á ver á Jesucristo y Su Madre Santísima?»

Vive también (le añadieron sus guías) en la celestial Jerusalén con nosotros Agustín Zurubi y su buena mujer, por medio de los grandes y ardientes deseos que tuvo siempre de ver á Dios (era el Agustín cristiano de buen corazón, devoto, humilde, obediente y de conciencia delicada; asaltado de la última enfermedad, gastaba el tiempo solemnemente en rezar el rosario, y en tiernos coloquios con Dios y con la Reina del cielo; y en la hora de su muerte vió algunos espíritus bienaventurados que le convidaban al Paraíso, de lo cual dió aviso él á un compañero suyo, y con los nombres de Jesús y María en la boca entregó el alma á su criador. La mujer, desde que recibió el santo bautismo, vivió como un ángel, y el confesor no hallaba en ella materia de qué absolverla).