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Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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El consuelo de ver sazonados tan presto para el cielo aquellos poco antes silvestres frutos, endulzaba los trabajos y fatigas de aquel varón apostólico y le animaba á emprender otras santas correrías; pero se frustraban sus santos intentos, mientras no mudaba su pueblo á mejor temple y á aires más saludables, porque aquellos bárbaros no querían reducirse al gremio de la santa Iglesia por temor de la peste, que mucho tiempo antes parece se había arraigado en aquel sitio, por cuya causa se mudó la Reducción á otro paraje más cómodo y menos nocivo.

Mas ya que hemos insinuado alguna cosa de los trabajos de nuestros operarios en estas Misiones, juzgo esta ocasión cómoda y oportuna para referir más por extenso el modo de vivir de los Jesuitas que cultivaron y cultivan esta viña del Señor, regándola con sus sudores y aun con su sangre, por no quitar su debida estimación á la virtud, y defraudarnos á nosotros de los ejemplos que podemos imitar. Y el primer lugar se debe dar al modo de hacer misiones, diré mejor, de salir á caza de bárbaros que habitan como fieras en las cavernas de los montes ó en las espesuras de los bosques.

Cogían, pues, y cogen al presente su breviario debajo del brazo, y con una cruz en la mano se ponían y ponen en camino sin otra prevención ó mataloje que la esperanza en la Providencia Divina, porque allí no había otra cosa; llevan en su compañía veinte y cinco ó treinta cristianos nuevos que á los Padres servían y sirven de guías é intérpretes, y con los paisanos hacían oficio de Predicadores y Apóstoles y caminan ya las treinta, ya las cuarenta leguas, siempre con una hacha en la mano para desmontar y abrir camino por la espesura de los bosques; otras veces encontraban lagunas y pantanos que pasaban á pie con el agua á la boca, y para dar ánimos á los neófitos eran los primeros en vadear los ríos ó en arrojarse por los despeñaderos más difíciles, ó en entrar en las grutas y cuevas con sobresalto y susto de estar allí escondidas las fieras ú hombres; y después de tantas fatigas y trabajos no hallaban á la noche para repararse otro regalo que algunas raíces silvestres con qué romper el ayuno, y algunos días no tenían con qué apagar la sed, sino un poco de rocío que quedaba entre las hojas de los árboles, y por cama la tierra dura, sin otro reparo contra los rigores de la noche, que la sombra de un árbol ó una estera sostenida de cuatro palos; y últimamente en continuo temor y riesgo de la vida, porque los bárbaros, asombrados con el temor, juzgaban que eran sus enemigos los Mamalucos del Brasil, vestidos de Jesuitas y por eso están siempre con la macana en la mano ó con las flechas á punto, ó si no en emboscadas para quitarles la vida sin que los defiendan los neófitos.

Y porque estos no parezcan encarnizamientos de mi pluma, insinuaré aquí lo que de los Zamucos escribió años pasados el Padre Misionero, que entendía en la conversión de aquella gente al P. Juan Patricio Fernández, al presente Rector del Colegio de Santiago del Estero, que con las veces del P. Provincial de esta provincia visitaba aquellas Misiones:

«Por no alargarme (dice) no escribo cómo llegué á este pueblo de los Zamucos, contra el parecer de los prácticos del país, y á más el caminar muchas leguas con el agua hasta la cintura; atribuí el feliz suceso al dedo de Dios, pues que fuerzas humanas no podían vencer los obstáculos insuperables que se me interpusieron, mereciéndolo los sudores y trabajos, hambre y sed de su primer apóstol el Padre Juan Bautista de Zea.»

Hasta aquí el dicho Misionero. Pero aunque caminaban por su extrema pobreza, desprevenidos de toda provisión, no por eso Dios Nuestro Señor, por cuya cuenta corría la vida de sus siervos, los abandonaba en tales trabajos, emprendidos por sólo su amor y por el provecho de las almas; antes, cuando era necesario, obraba en su favor milagros, ya librándoles de las furias y saetas de los bárbaros, como muchas veces sucedió al venerable P. Lucas Caballero, ya proveyéndoles de sustento y dándoles vigor y aliento á la naturaleza, en prueba de lo cual escribió el P. Miguel de Yegros al P. Lauro Núñez, provincial á la sazón de esta provincia, cuando él, con el P. Francisco Hervás, fueron el año 1702 á descubrir el río Paraguay.

«Partimos (dice) por el mes de Mayo acompañados de cuarenta neófitos, con sola la confianza en Dios por estar recién fundada la Reducción de San Rafael, emprendiendo el viaje los buenos cristianos puesta la esperanza en la Santísima Virgen, que nos socorrió por el camino como de milagro, viniéndosenos á las manos la caza y la pesca cuando nos hallábamos en grandes angustias, pasando gran trabajo y venciendo gravísimas dificultades en los montes y en las llanuras anegadas del agua, por dos meses enteros que tardamos en llegar á las riberas del río Paraguay, con riesgo y temor continuo de los bárbaros.»

Y este puntualmente era y es el modo que todavía observan los Misioneros en estas correrías. Pero con ser tan grandes las fatigas y tan pesadas las aflicciones que padecen, no obstante eso, es mucho mayor sin comparación el consuelo que tienen cuando vuelven con las manos llenas de cuatrocientas ó quinientas almas; y si á veces no tantas, á lo menos con la esperanza de ganarlas al año siguiente, porque los más de los bárbaros quieren antes certificarse si aquel celo que les muestran es de sus almas para darles el Paraíso ó por el interés de llevarlos para ponerlos en esclavitud, y por eso acostumbran despachar alguno de los suyos para explorar el país, la gente y los Misioneros de la nueva Reducción.

Después de esto, cuanto hayan trabajado nuestros Misioneros en criar y mantener estas tiernas plantas, no se puede explicar mejor que refiriendo sinceramente, sin añadir nada de mío, algún hecho particular y parte de carta verídica, como lo haré, donde quiera que halle coyuntura, trasladando fielmente los originales con que esta historia quedará más fidedigna y el gusto de los lectores más satisfecho.

Dice, pues, el hermano Juan de Avila, compañero que fué del P. Visitador de esta provincia, Antonio Garriga y del P. Provincial Luis de la Roca, cuando como adelante diré, visitó aquellas Doctrinas sujeto de mucho juicio y capacidad en una carta que desde allí escribió:

«Así como para fundar las Misiones del Paraguay padecieron increíbles trabajos aquellos primeros varones apostólicos, sacando á los indios de las selvas y entablando en ellos vida cristiana y política hasta ponerlos en el estado en que hoy día se mantienen, divididos en treinta Reducciones, así también no han sido menores los trabajos y sudores de estos primeros que han fundado la cristiandad de los Chiquitos. No es fácil de decir lo que al descubierto les han dado que sufrir los enemigos y ocultamente los amigos, la carestía de todo lo necesario para la vida humana, los profundos pantanos, inaccesibles montañas, bosques impenetrables, fieras, climas destemplados, sed, hambre, extrema desnudez, total abandono de todas las cosas y jurada guerra de todo el infierno. Pudiera descender á casos particulares que he visto y oído si no fueran bien sabidos y me son materia contínua de rubor y confusión. No traer sobre sí sino un vestidillo de tela baladí, hecho pedazos, y no pocas veces vestirse de pieles de animales; no traer otros zapatos que un pedazo de cuero crudo atado con otro cordel de cuero por las plantas de los piés, y en la cabeza, para reparo del sol ardientísimo que allí hace, uno como sombrero, pero también de cuero, la cama sin ningún alivio, la vianda ordinaria, un puñado de maíz, y éste tan escaso, que apenas era bastante para mantenerles las fuerzas, vivir gran tiempo sin el consuelo siquiera de ver á alguno de sus compañeros, y estando afligidos de largas y penosas enfermedades, no tener á dónde volver los ojos.»

Así el dicho hermano; y yo en prueba de todo lo que él dice, quiero apuntar algunos casos en particular.

Díjome, no ha mucho, un Padre qué fué Superior de aquellas Reducciones, que por muchos meses no tuvo otra cosa de qué sustentarse, sino raíces de yerbas, y faltándole éstas también, acosado de la hambre, se vió precisado á andar en busca de frutas silvestres.

Cuando el P. Gregorio Cabral fué en nombre del P. Simón de León, Provincial de esta provincia, á visitar aquellas Misiones, le cogió el invierno (que allí no se mide por el frío, que no hace, sino por el romper de las lluvias) le cogió debajo de una enramada, donde con siete Misioneros pasó largo tiempo sin otro sustento que una fruta silvestre á que llaman Motaquí, con alguna cosa de leche; y el día de Pascua, por gran regalo, les dieron los neófitos una mazorca ó espiga de maíz. Pero no tuvo otro tanto el mismo día el P. Zea, que presentándole por gran regalo ciertos panecillos bien pequeños, no pudo probar bocado de ellos por ser amargos como la hiel.

No me ha parecido supérfluo contar estas menudencias, para que quien en los hombres apostólicos no mira otra cosa que conversiones de infieles, adviertan también cuánto les cuestan y considere si tiene necesidad de una generosísima caridad quien se emplea en buscar la gloria de Dios y en mirar por la eterna salvación de las almas. Y ciertamente el no acobardarse con los peligros, el no volver las espaldas á tantos trabajos, el no retirarse y no dejar una vida en que á cada paso se encuentra con la muerte, pereciendo aquí de hambre, perdiéndose allí por los bosques, ahora andando entre flechas y macanas, ahora enmedio de pueblos furiosos, es virtud difícil de hallarse, y con todo eso esta virtud es necesaria siempre á quien emprende en países remotos y entre gente bárbara el oficio de la predicación Apostólica.

Pero lo que me llena de estupor y maravilla, es que en medio de tantos trabajos é incomodidades, no hayan hasta ahora muerto entre tantos operarios más que tres ó cuatro, siendo así que hay quien ha trabajado veinticinco y treinta años; pero es singular providencia del Altísimo, que quien ningún caso ha hecho de su vida por su servicio, se conserve más sano y mejor que si hubiera vivido en las comodidades de un colegio, como yo ví, con grande estupor, en el P. Juan Bautista de Zea, que en edad de sesenta y cinco años parecía joven de poco más de treinta en el aliento y valor.

 

Verdad es que hoy día se han aligerado en gran parte tantos trabajos, porque introducida en aquella gente, con la santa fe la vida civil y política, lo pasan un poco mejor los Misioneros, y la piedad de muchos caballeros les provee de algunas cosas con que ocurrir á las necesidades domésticas.

Y ahora entiendo con cuánta razón claman los Superiores de esta provincia á nuestros Padres generales, diciendo que no es esta vocación de cualquiera, sino de hombres solamente de virtud muy grande y bien probada. Y á la verdad, uno entre otros engaños en que vivía cuando en Europa ardía en deseos encendidos de venir á Indias, era persuadirme que para un Misionero Apostólico de estas partes, bastaba tener un gran celo de las almas; pero quien leyere esta relación, hallará que son más las ocasiones de ejercitar la interna abnegación del ánimo, la paciencia, la humildad y la mortificación en sí mismo, que el celo de las almas con los otros, cuando yo refiero aquí poco más que trabajos corporales, que son la menor parte de los que se ofrecen que sufrir.

Por tanto, quiero poner aquí una carta que me escribió un compañero mío, á quien lloro y reverencio á un tiempo, el cual, con otros cuarenta y tres de la Compañía que conducía á la provincia de Quito, su procurador general Padre Nicolás de la Puente, por impenetrables consejos de Dios, se ahogó en el navío Caballo Marino que se fué á pique el año de 1717. Dice, pues así:

«La circunstancia de que quizás no nos volveremos á ver más en Europa, me anima á escribir ésta á mi hermano, que espero le hallará en Cádiz, á fin de darle el último vale, y con el corazón un humilde abrazo, alegrándome, juntamente con el más vivo de mis afectos, por su ya próxima suerte de dejar este mundo engañoso de acá y de ir en busca de otro mejor, ó para mejorarlo. Conozcamos, hermano mío carísimo, nuestra fortuna, la cual estoy por decir que es la mayor de cuantas Dios puede conceder á sus escogidos. ¿Y qué? ¿Por ventura es cosa de poca monta vivir desconocido, y si tengo de decir la verdad, despreciado de todos, ó á lo menos poco estimado? ¡Oh, afortunados nosotros, si de cosa tan grande fuéramos participantes! ¡Ánimo, hermano mío muy amado! ¡aliento, vamos, vamos! mas ¿dónde? á las Indias, esto es, al Calvario. ¿A qué fin? A coronarnos, sí, pero de espinas; á descansar, sí, pero sobre una cruz. Aquí acabo, porque desde aquí deben comenzar los deseos de un Jesuita indiano. Pidamos á Dios y á su Madre Santísima que destierre de nuestro corazón todo otro afecto y no deje en él sino el ardientísimo deseo de padecer por amor de quien nos amó hasta dar por nosotros la vida.»

CAPÍTULO VII

Fervor y virtud de la nueva cristiandad, premiada de Dios Nuestro Señor con muchos sucesos milagrosos

Eran verdaderamente grandes, como hemos visto, los trabajos y fatigas de los Padres en domesticar este inculto campo de la gentilidad; pero no obstante eso, les parecía nada, aunque hubieran sido sin comparación mucho mayores, viendo cuán bien prendía y se lograba la semilla de la predicación evangélica, y cuán presto se sazonaba en frutos dignos del Paraíso; mas en esto no quiero yo poner nada de mío, sino sólo hacer hablar á los mismos sembradores de esta semilla, que se maravillan de ello y se dan el parabién con júbilos de incomparable consolación.

«En el conocimiento de Dios (dice uno de ellos) y en la observancia de la ley divina, se puede con toda verdad, sin rastro de encarecimiento, afirmar que esta selva de bestias y de vicios es ahora un retrato de la primitiva Iglesia. Bendigo infinitamente las santas llagas del Redentor (dice otro) que comparada la vida pasada y presente de esta gente, son ahora tan diferentes de sí mismos, cuando eran idólatras, que parecen en cierta manera reengendrados en la inocencia original.»

Añade el P. Sebastián de Samartín, Superior que fué de aquellas Reducciones:

«Todo se puede sufrir por ellos, por el afecto que tienen á la fe, á la devolución y á lo que es Dios ó de Dios.»

Pero más por extenso habla el Padre Misionero de la Reducción de San Joseph de la piedad de su pueblo, en la Cuaresma del año de 1705.

«No es fácil de decir el fervor que estos santos días mostraron los nuevos cristianos en las cosas de Dios; oían la paladra de Dios con gran gusto y no con menor fruto y compunción, de suerte que me parecía estar entre españoles muy piadosos. El acto de contricción que se usa al fin de los sermones, le hacían con tanto sentimiento, que lloraban muchísimo. El cual mostraron también en la disciplina larga verdaderamente no poco, pero no tanto que satisfaciese á su fervor, por lo cual costaba mucho el hacerles cesar, pidiendo á gritos misericordia á Nuestro Señor, y repitiendo fervorosísimos actos de contricción y propósitos de no ofender más á su Divina Majestad, principalmente en su innato vicio de la embriaguez, del cual, con el favor de Dios, se han olvidado totalmente, pero donde se conocía más claramente su piedad y el verdadero dolor y arrepentimiento de sus culpas, era en el acto de la confesión sacramental á que se llegaban llorando tan amargamente que me sacaban lágrimas á los ojos y me llenaban de increíble consuelo, dando gracias á la Divina Misericordia que obra en gente de suyo tan bárbara y nueva en la fe tan prodigiosos efectos.»

Así aquel Misionero que prosigue diciendo otras mil cosas de bondad y devoción de sus cristianos, que sirven de no pequeña confusión y rubor á quien ha nacido y vivido en el gremio de la Santa Iglesia.

Bien que por lo que toca á la pureza de su conciencia dan otros Misioneros relación más distinta, diciendo que hacen mucho escrúpulo de retener cosa ajena por pequeña que sea, que muchas veces apenas se les halla materia suficiente para la absolución; que luego que sienten el menor remordimiento de cualquiera culpa, por ligera que sea, y sólo en apariencia á veces, corren volando á llorarla delante de Dios y pedir remedio á sus ministros, aunque estén actualmente ocupados en las labores del campo, ó de noche reposando, y singularmente se refiere de una buena mujer que pareciéndole aún esto poca parte para mantenerse inocente, importunó tanto al cielo con sus plegarias para que la pusiese donde estuviese más segura de manchar su alma, que al fin logró feliz despacho de sus súplicas, porque el día solemne de la Ascensión, asaltada de un accidente casi repentino, recibidos todos los Sacramentos, fué por la muerte á gozar la gracia que deseaba.

Ni esta inocencia es solamente de algunos á quien Dios Nuestro Señor mira con ojos más piadosos, y cuyas almas fortalece con mayor copia de bendiciones celestiales, sino que es común en todas las Reducciones, á lo menos en lo exterior, porque algunos de los regidores del pueblo tienen por oficio sindicar las costumbres de los demás, y cuando tal vez alguno, por sugestiones de la carne se rinde al vicio sensual, vistiéndole primero de penitente, le hacen confesar su culpa y pedir perdón á Dios en medio de la iglesia, de donde llevado á la plaza, le azotan ásperamente delante de todos.

Pero no me causa tanta maravilla la penitencia que estos culpados hacen, siendo descubiertos por ajenas diligencias, cuanto la sincera confesión de un Cathecúmeno y de una india. Supo aquél que un cristiano había sido castigado con el rigor que he dicho, y parecióle tan bien esta justicia, que instantáneamente suplicó se usase con él de semejante castigo, porque yo, dijo, soy reo del mismo pecado; y la india, habiendo caído secretísimamente en una fragilidad, no paró hasta que con gran sentimiento manifestó su culpa á los Regidores, pidiéndoles con muchos ruegos y súplicas se ejecutase en ella el público castigo, afirmando que le movía á hacer esto la ofensa cometida contra Dios, y el no haber seguido los ejemplos de tantos que habían resistido al incentivo de la carne con la consideración de la presencia de Dios que en todas partes asiste, con la memoria de las penas eternas del infierno y con los otros medios que les han enseñado los Padres.

Y lo que es más en unos bárbaros hechos á vivir en su libertad sin frenos de castigos y penas, que ninguno de ellos se siente de esta severidad que se usa para corregir sus deslices. Mas lo que parece milagro es que los Chiquitos de tal suerte han depuesto las enemistades con los confinantes, mamadas con la leche, fomentadas del genio, defendidas con las armas y hechas implacables con la sangre derramada, que cuando antes no podían sufrir ni aun ver á sus enemigos en el mundo, ahora están con ellos en una misma Reducción, viven en una misma casa y comen á una mesa, convirtiendo los odios y rencores en otro tanto amor de unos con otros, como si no tuvieran otro padre que á Dios y todos fueran una familia de Jesucristo.

Esto pudiera parecer lo sumo de la virtud en unos cristianos nuevos si no hubieran pasado adelante á dejarse despedazar á gusto de los gentiles, por no faltar, como á ellos les parecía en un punto, á la santa ley de Dios. Oyeron ellos que Dios mandaba no se volviese mal por mal, y que á los ultrajes é injurias, aun en la vida, no se respondiese sino con mansedumbre y sufrimiento.

A poco tiempo fueron algunos neófitos (como adelante diremos) á buscar infieles para reducirlos al conocimiento de Dios, y encontrándose de improviso con una Ranchería, los paisanos dieron sobre ellos con sus macanas y flechas; pero los cristianos, aunque muy animosos y bien pertrechados de armas con que fácilmente se hubieran podido defender, no obstante, por no hacerles mal alguno, se dejaron quitar las vidas.

Otros, habiendo salido á otra empresa semejante, ni aun quisieron llevar armas consigo, y entrando en una tierra enarbolaron en ella la imagen de Nuestra Señora, exhortando á la gente la hiciese reverencia; pero la respuesta que tuvieron fué ver caer sobre sí una tempestad de saetas, de que muchos quedaron allí muertos. Supieron esto los Misioneros y lloraron de consuelo pareciéndoles un prodigio de la gracia en una nación tan soberbia y vengativa.

Y á la verdad, afecto tan tierno á las cosas de Dios, horror tan grande al pecado y á todo lo que huele á vicio, se debe atribuir á la santa vida que observan y á los contínuos ejercicios de piedad que todos, indiferentemente, sin distinción de sexo ni condición, practican.

Tres veces al día, al romper del alba, á medio día y á la noche, juntos los niños y las niñas cantan á coros distintos gran número de oraciones y decoran de memoria lo que el Misionero les ha explicado del Catecismo.

Todos los días de fiesta se junta el pueblo á oir algún punto de la doctrina cristiana ó sermón, después de haber cantado solemnemente la misa. Al levantarse y acostarse se encomiendan á Dios, á la Reina de los Ángeles y al Santo Ángel de la Guarda, con devotas oraciones que en bautizándose aprenden; de otras usan al entrar en la Iglesia y cuando el Sacerdote eleva la Sagrada Hostia ó el Cáliz. Antes de sentarse á comer echan en pie la bendición, y fuera de eso no comen ninguna vianda fuera de la mesa sin que primero la bendigan con la santa cruz. Cuando son admitidos á la participación de los divinos misterios, no es fácil de explicar con cuánta devoción y tiernos coloquios se llegan á comulgar y cuánto después procuran mantener su corazón puro y limpio de toda mancha de pecado.

Pudiera traer muchos ejemplos en confirmación de esto, pero por no causar fastidio á los lectores, me contentaré con referir uno sólo. Deseaban ciertos mozos recibir el Pan de los Ángeles; mas el Padre les dió á entender que no se lo concedería jamás si primero no corregían y enmendaban cierta libertad que tenía algún resabio de gentilismo; ellos, sin otra diligencia, obedecieron luego; y aunque les costaba no poco, se enmendaron totalmente de la dicha costumbre. Preguntóles después si habían vuelto á recaer y admirándose mucho, respondieron que cómo era posible ofender á su Señor después de haberle dado acogida en su corazón.

Pero cuando estas Reducciones parecen un paraíso (dice un sujeto que las ha visto), es por la noche, cuando todos cantan las cosas de nuestra Santa fe, puestas en cierto modo de música muy llano, lo cual hacen los niños y niñas en las calles públicas al pie de las cruces, y los hombres en sus casas y en lugar separado de las mujeres; después rezan el rosario y concluyen esta devota función con cánticos en alabanza de Cristo Señor Nuestro, y de su Santísima Madre Nuestra Señora la Virgen María, á quien profesan afecto tiernísimo, no llamándola con otro título que de Madre; todos los sábados y las vísperas de las festividades consagradas á su nombre, cantan la misa á son de instrumentos músicos, cuales se usan entre ellos, y jamás van á trabajar al campo ó vuelven de su labor sin que primero entren en la iglesia á hacer oración delante de su imagen.

 

Lo mejor de sus pobres haberes emplean en servicio de esta Señora, y quieren antes ser pobres que faltar un punto en su culto; y una vez que un Padre quería que vendiesen la cera de las abejas llamadas Opemús, que es blanquísima, y la mejor, le respondieron resueltamente: «No quiera Dios que se expenda en provecho nuestro lo que hemos ofrecido á su Madre Santísima, pues si nosotros nos privamos de esta cera por amor suyo, á ella le tocará socorrer nuestra pobreza.»

Finalmente, para última prueba de la devoción de estos nuevos cristianos, daré noticia de ciertas precesiones públicas suyas, las cuales, si á algunos parecieren menudencias de que no se debe hacer caso, digo que en otros pudiera parecer así pero no en gente para quien fué necesario un oráculo del Vaticano para creer que eran capaces de la ley de Dios: «Pues los primeros descubridores de las Indias juzgaron falsa y temerariamente que no eran racionales sino brutos, incapaces de razón; y fundados en este error los españoles de la isla de Santo Domingo y las demás, teniéndolos por animales, los cargaban tres y cuatro arrobas acuestas, los sacaban y llevaban muchas leguas y esta opinión se entendió después con harto daño de los naturales, de suerte que en Nueva España, juzgándoles imprudentemente por bestias con forma humana, los trataban como si lo fueran, negando, por el consiguiente, ser capaces de la Bienaventuranza y de los Santos Sacramentos, y llegó á tanto esto, que obligó á D. Fr. Juan Garcés, primer Obispo de Haxcala, Dominico, año 1636[V.] á escribir una carta llena de piedad y erudición, informando la verdad al Sumo Pontífice Paulo III, quien con Breve y Bula especial, definió y declaró á los indios por hombres racionales y capaces de la fe católica, como todas las demás naciones de la Europa y de todo el mundo: Indos ipsos utpoté veros homines, non solúm christianæ, fidei capaces existere decernimus et declaramus, etcétera.[VI.] Siendo, pues, tales los indios, que ha habido quien los haga irracionales, aun á los menos bárbaros, y siendo estos Chiquitos unos de los de la clase de los más bárbaros (P. Acosta in Proœm. ad lib. de Procur. Indor, salute, según lo que enseña el P. Joseph Acosta, D. Juan Solorzano, Lib. de Politic. Indian. capítulo 9, pág. 41, y el ilustrísimo señor Obispo de Quito D. Alonso de la Peña Montenegro, libro 2 del Itinerario in Prologo, página 141 y otros muchos autores) nadie tendrá por cosa de menos monta estas señales exteriores de devoción que ya refiero.»

La noche, pues, del Jueves Santo, después de haber oído un fervorosísimo sermón de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, se visten un hábito acomodado á la tristeza de aquel santo tiempo; y para imitar al Redentor penando, llevan algunos á cuestas cruces muy pesadas; otros se ciñen de agudas espinas la cabeza; quién atadas atrás la manos, va arrastrado por tierra; quién derecho con los brazos extendidos en forma de cruz, los más se azotan ásperamente con terribles disciplinas; cierra la procesión una tropa de niños que de dos en dos llevan los instrumentos de la Pasión del Señor.

Después, al pie de un devoto Crucifijo puesto delante del santo sepulcro, todos por su orden, con lágrimas de tiernísimos sentimientos en los ojos, le ofrecen los frutos de sus sementeras, «llenándose entre tanto (dice un Misionero) de consuelo nuestros corazones al ver postradas estas almas delante del Divino Cordero que las rescató con su sangre; las cuales poco antes andaban como fieras descarriadas y perdidas por las selvas.»

La otra procesión hacen el día del Corpus, á la cual convidan las naciones confinantes de los gentiles; componen, pues, las calles lo más ricamente que á su pobreza es posible, y en lugar de tapices recamados de oro ó de colgaduras de damasco, adornan con ingenioso artificio las fachadas de las casas de ramos de palma, hermosamente enlazados unos con otros; á las cabeceras de las calles levantan arcos triunfales que visten de cuanto hermoso y florido hay en sus huertas y bosques; lo mejor de los aderezos y bordaduras labradas hermosa y delicadísimamente de plumas, lo pone cada uno delante de su casa; y á fin de que todas las criaturas, aun irracionales, rindan homenaje y tributo de reverencia al común Señor de todas, salen días antes á caza de pájaros y de fieras, aunque sean tigres y leones, y bien atados los ponen en el camino por donde ha de pasar el Santísimo Sacramento, y juntamente arrojan por el suelo el maíz y las demás semillas de que han de hacer sus sementeras para que sea bendito de Dios y las haga multiplicar á la medida de su necesidad; pero lo mejor de esta devotísima fiesta es la tiernísima devoción y fervor con que acompañan aquel trabajo á gloria de su Criador.

Y no piense nadie que Dios Nuestro Señor se deja (á modo de decir) vencer de la piedad de estos sus nuevos fieles, antes bien parece, por decirlo así, que ha andado con ellos á competencia, de suerte que, cuanto ellos más se emplean en su servicio, tanto más les retorna y recompensa con beneficios, porque como por experiencia sabemos, suele ser sobremanera amoroso y benéfico en la primera formación de aquellos, que escoge para cimientos de alguna nueva Iglesia entre infieles y usa más largamente en provecho suyo de sus bendiciones, no sólo en las necesidades espirituales, sino también en las corporales.

Perdíanse una vez los sembrados por falta de agua, y apenas la pidieron los neófitos, cuando rompió en abundantísimas lluvias.

Hacía gran estrago en la gente del pueblo de San Rafael una pestilencia; corrió luego el pueblo á la iglesia á pedir á Dios misericordia, y al punto cesó el contagio, de suerte que ninguno de los tocados de él murió en adelante, ni de los sanos enfermó alguno.

Había también aquí gran carestía de víveres, por cuya causa algunas buenas mujeres representaron á Dios su necesidad, diciéndole la una: «Señor y Dios Nuestro Jesucristo, dadnos qué comer, porque si no nos morimos.» Y otra: «Señor ¿queréis que me muera? Mirad que me estoy cayendo de hambre», y aquel año fueron abundantísimas las cosechas.

Habían de ir al monte los cristianos del pueblo de San Juan Bautista á hacer provisión de carne, pero por no haberse concluído la fábrica de la iglesia se quedaron trabajando por acabarla de fabricar con toda perfección, fiándose de Dios que los proveería como de hecho sucedió, porque de allí á poco salieron del bosque muchos jabalíes en tropas; y para que claramente se conociese que era cosa de Dios, se pararon junto á la Reducción, para que la gente pudiese á su salvo matar los que eran suficientes para socorrer á su necesidad.

Pero sería nunca acabar si quisiésemos referir una por una las finezas que Dios Nuestro Señor ha usado con ellos. Sea solamente última prueba de ellas que estiman más estos neófitos un rosario que cualquiera otra cosa, por hermosa y preciosa que sea, y con razón, porque le sirve de un seguro reparo y escudo en las desgracias y peligros que encuentran en sus caminos; y los nombres santísimos de Jesús y de María, los han librado muchas veces de evidentes riesgos de ser hechos pedazos de las fieras. Referiré un solo caso, digno entre los otros de particular memoria.