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Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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CAPÍTULO XXI

Breve descripción de la provincia del Chaco; costumbres y cualidades naturales de sus moradores, y fundación de una nueva Reducción en ella

La provincia del Chaco es un vastísimo espacio de tierra de trescientas leguas de largo y ciento de ancho, situado entre las provincias del Tucumán, de los Charcas, del Río de la Plata, del Paraguay y de Santa Cruz de la Sierra, cercado por todas partes de una larguísima cadena de montes, que empezando á levantarse desde la ciudad de Córdoba del Tucumán, llegan hasta las opulentísimas minas de Lipes y Potosí; luego tirando á Santa Cruz de la Sierra, rematan en la gran laguna Mamoré.

Es el terruño en partes maravillosamente abundante y fértil, por causa de muchos arroyos ó riachuelos y dos grandes ríos que la bañan, los cuales, naciendo de las montañas, atraviesan y riegan el país: y después de muchas vueltas y rodeos desembocan en el gran río de la Plata y forman en gran parte su desmedida grandeza.

Sus moradores, en tiempos pasados, eran muchísimos en número, de suerte que en sólo el contorno de la ciudad de Guadalcazar, que hoy está destruída, se contaban más de cuatrocientas Rancherías de diferentes naciones y lenguas.

Las naciones más célebres son los Colchaquies, Tonocotes, Belelas, Mocobies, Tobas, Malbalaes, Mataguayos, Aguilotes, Chumipies, Amulalaes, Callagaes, Abipones, Payaguás, Guaycurús, Churamates, Ayoyas y Lules.

Es el temperamento de estas naciones ígneo y vivaz, la estatura más que mediana, las facciones del rostro algo desemejantes de las nuestras, de donde fácilmente se distinguen de los españoles y demás europeos; y cuando se tiñen de colores, que es muy de ordinario, están sobre manera feos, que parecen unos demonios; y sucedió, no mucho ha, en la ciudad de Santa Fe, que saliendo á pelear con unos Abipones un capitán que había militado en Europa, al verlos tan horribles, se quedó desmayado y sin fuerzas.

Cuanto al vestir, los hombres se ciñen por la cintura una faja de que cuelgan muchas plumas pendientes alrededor y en el resto desnudos: otros se ponen sobre todo eso una corona de plumas en la cabeza; y algunas naciones traen una como capa larga de cueros de venado, que llaman Queyapi, para defenderse de las inclemencias, y desde el cuello hasta abajo cuelgan una cinta emplumada sobre dicha capa.

Las mujeres se cubren algún tanto, lo que basta para no estar del todo desnudas.

No tienen gobierno ni guardan vida política.

Sólo en cada tierra hay un cacique á quien ordinariamente tienen algún respeto y reverencia.

Viven pocos juntos, porque como carecen de gobierno, y no tienen cabezas, por cualquiera ligero disgusto se separan.

Sus casas no son más que un Rancho de paja dentro de los bosques, unos en una parte y otros en otra, sin orden ni distinción; y ni aun eso tienen los Payaguás, los cuales nunca están fijos en un lugar, y cada noche hacen alto en diverso paraje; por lo cual no usan de otra casa que una pequeña estera, para repararse del viento, y en lo demás duermen al descubierto.

La mayor parte del tiempo gastan en buscar miel por las selvas, para hacer su vino con que se embriagan muy frecuentemente. Y luego que se les calienta la cabeza, y pierden aquel poco juicio que antes tenían, á lo mejor de la embriaguez paran todas sus fiestas en peleas, heridas y muertes; porque los rencores y los odios sepultados largo tiempo en sus pechos alevosos, por cobardía y temor, salen á fuera en tales ocasiones y se procuran vengar con furor increíble; y lo que causa más admiración es que los parientes de los muertos no se sienten nada de la injuria recibida, cuando vuelven en sí, por más estrecho que sea el parentesco.

En reducir estas naciones á vida racional y á la ley de Cristo emplearon desde los primeros años del siglo pasado todo el fervor de su espíritu, los Padres Juan Darío, italiano, y Gaspar Osorio Valderrábano, español, por orden del P. Nicolás Mastrilli Durán, Provincial de esta provincia, y tío del santo mártir Marcelo Mastrilli, pero no correspondiendo á la labor la dureza de estos pueblos, con fruto digno de sus fatigas y sudores emplearon en otra parte su celo.

La obstinación de estas naciones fué en gran parte originada de los españoles, cosa que no se puede traer á la memoria sin dolor y lágrimas, y por eso más quiero callarlo que escribirlo; y quien tuviere ánimo para leerlo, lo podrá ver en otros historiadores.

Sólo diré que apenas se introdujo allí el conocimiento de la ley cristiana, cuando en breve tiempo se hizo maravilloso fruto; y en tanto que hubo allí hombres de virtud, fué en aumento la piedad y religión; pero después que la codicia de los españoles oprimió con exceso á los pobres inocentes indios, se dieron á la desesperación para librarse de aquel cautiverio en que los tenían los españoles que los gobernaban, á que se oponían los Jesuitas con todo esfuerzo, por ser contra lo que repetidas veces tienen ordenado nuestros católicos monarcas.

Llevados, digo, los indios de la desesperación, procuraron buscar un cruel remedio para redimir la opresión, y fué disponer secretamente una conjuración y matar á los gobernadores como lo hicieron; y ha quedado en ellos tal horror á todos los españoles, debajo del cual nombre entienden á todos los demás europeos, que el común vocablo con que los llaman es enemigos.

No obstante, el santo mártir P. Pedro Romero, español, y el infatigable Misionero P. Joseph Orighi, hermano del eminentísimo señor Agustín Orighi, y tío del eminentísimo Orighi, que vive al presente, quisieron volver á promulgar el Evangelio entre los Guaycurús, y sin tener cuenta de sus propias vidas, intentaron, con increíbles trabajos y fatigas, domesticar su innata fiereza; pero sin hacer más fruto que bautizar algunos párvulos, se vieron obligados á retirarse.

El año de 637 entraron por el Tucumán á convertir algunas naciones el P. Gaspar Osorio, de quien poco ha hice mención, y el P. Antonio Ripario, italiano, los cuales, el mayor fruto que sacaron de su empresa, fué perder la vida por Cristo con glorioso martirio, de que tuvo antes bien clara noticia el P. Osorio como lo declara en carta escrita á Roma á su antiguo confesor nuestro cardenal Juan de Lugo.

Ambos, después de su muerte, se aparecieron vestidos de los ornamentos sagrados y cercados de mucha luz á sus bárbaros matadores reprendiéndolos su maldad y exhortándoles á que trajesen á su tierra nuevos Jesuitas que los instruyesen en la fe de Cristo.

Lo que ellos, obstinados en sus vicios y errores no ejecutaron, emprendieron los PP. Ignacio de Medina y Andrés de Luján el año de 1653 entrando á reducir á la fe aquellas naciones; pero aunque aplicaron su fervor más intenso, no lograron sino las almas de algunos niños y adultos moribundos, y armándose contra ellos secreta conjuración de los bárbaros, hubieron de retirarse.

El año de 1673 entraron con el gobernador D. Ángelo de Peredo los PP. Diego Francisco de Altamirano y Bartolomé Díaz, y pudieron fundar una reducción de Mocovíes, con nombre de San Francisco Xavier, cuatro leguas de la ciudad de Esteco, en que llegó á haber mil y ochocientas almas; pero por juzgar el gobernador y sus consejeros convenir se encomendasen á los españoles dichos indios repartidos en Encomiendas se deshizo aquel pueblo; bien que en aquella entrada lograron los Padres bautizar más de mil almas entre adultos y párvulos.

Prosiguióse esta empresa el año 1683 en el gobierno de D. Fernando de Mendoza Mate de Luna, para la cual fueron señalados los Padres Juan Antonio Solinas, natural de Olinis, en Cerdeña, y Diego Ruiz, valenciano; habían ya agregado algunos indios Ojotades y Taños á una nueva Reducción, con nombre de San Rafael; pero envidioso el común enemigo, y temiendo de aquellos principios nuevos progresos, incitó por medio de sus hechiceros á ciento cincuenta Tobas y á cinco tropas de Mocovíes que quitasen la vida á los Misioneros: vinieron al lugar donde estaban, y hallando sólo al Padre Solinas, por haber ido á Salta por bastimentos el P. Ruiz, le dieron la muerte, y también á otro venerable sacerdote llamado don Pedro Ortiz de Zárate, á 27 de Octubre de aquel mismo año.

Con esta novedad se retiraron los Ojotades y Taños, catecúmenos, y ni con la muerte de estos dos mártires, ni de los PP. Osorio y Ripario quedaron esperanzas de que su sangre fuese semilla de cristianos en aquella provincia, por la proterva obstinación de las más de sus naciones, que con las repetidas hostilidades que hicieron á la provincia del Tucumán, por su innato odio á la nación española, cerraron las puertas á la esperanza de su conversión, hasta que siendo gobernador de la provincia de Tucumán el piadoso caballero don Esteban de Urizar y Arizpacochaga, brigadier de los reales ejércitos de S. M., reprimido primero el orgullo de los Tobas y Mocovíes, quiso se sentase de nuevo la empresa y se predicase la ley divina á la nación de los Lules; por lo cual el P. Antonio Garriga, que á la sazón era Visitador de esta provincia, señaló para esta conversión el año de 1710 al P. Antonio Machoni, natural de la villa de Iglesias, en Cerdeña, el cual, habiendo pasado de aquella provincia á ésta el año de 1698 y leído Filosofía en esta Real Universidad de Córdoba, alcanzó emplearse en la conversión de estos bárbaros.

Dió éste principio á la nueva cristiandad fundando una Reducción, á quien puso debajo del patrocinio de San Esteban, compuesta de gente de cuatro naciones, Lules, Toquistinés, Ixistinés y Oristinés, cuyos ascendientes fueron antiguamente cristianos.

Son éstos de color de aceituna, de estatura ordinariamente grande, de genio despierto y alegre, ni se entristecen fácilmente, sino es acaso en sus desgracias domésticas; son prontos de entendimiento y aprenden maravillosamente los oficios mecánicos: pero torpes y duros en creer lo que no alcanzan los sentidos materiales.

 

Conservan por largo tiempo en su pecho la memoria de las injurias recibidas, y aunque sientan partírseles el corazón de dolor y rabia, lo esconden y encubren disimuladamente con un semblante enteramente alegre, esperando coger al enemigo desprevenido para hacer con más seguridad el tiro.

En lo que toca á religión, son finísimos ateistas, no dando culto ni veneración á deidad alguna, si no es que digamos que su Dios es su vientre, porque no entienden de otra cosa, procurando gozar en esta vida todo el buen tiempo que pueden, viviendo como animales.

Parece, empero, esto menos tolerable, á causa de no reconocer ni aun las leyes naturales, que cualquier hombre, por bárbaro y salvaje que sea, con sólo ser hombre, venera y aprecia.

Los hijos, por la mayor parte, no tienen ningún respeto á sus padres; antes tienen sobre ellos dominio, haciéndose obedecer de ellos con grande descaro; y si les da gusto, osan poner en los padres las manos.

En sus enfermedades no se mueven á compasión, antes los abandonan con increíble ingratitud y los dejan en manos de la hambre y enfermedad; cosa que ni aun con las bestias usan; y fuera muchas veces entre ellos mejor ser perro que hombre, porque de ellos se compadecen y quitan la comida de la boca para sustentar una tropa de galgos.

Encontróse acaso el P. Machoni en una ocasión con algunos de estos bárbaros que llevaban á enterrar á la madre de uno de ellos difunta, que poco antes se había convertido á nuestra santa fe, y con ella querían enterrar á un hijito suyo de pocos meses, porque ninguna india, aun sus parientas, quería tomar el trabajo de criarle: quitósele luego de las manos el Padre y por más que con la paga por delante se lo pidió y suplicó, ninguna se movió á compasión; por lo cual se vió obligado mientras vivió el niño á mantenerle con leche de cabra ú oveja, no sin increíble dolor, viendo entre tanto á muchas madres tener pendientes de sus pechos gran número de perritos para que no se muriesen de hambre.

Sus casamientos los celebran de mucha edad (si es que entre ellos merecen el nombre de casamientos, pues cansada la mujer del marido, y éste de ella, tienen franqueza y libertad de tomar otra ú otro á su antojo) no casándose sino cuando ya están cansados de torpezas, no experimentando ellos en sí ni el temor ni la vergüenza que la naturaleza mezcló sabiamente en los placeres vedados para contener en la raya de lo debido el genio de la concupiscencia desenfrenada.

No es fácil de explicar cuanto trabajase el buen P. Misionero con otro compañero Jesuita, en instruir en los principios de la ley divina á gente que parecía no tener ni aun el primer instinto de la naturaleza, ni de qué medios de caridad y de celo se valieron para hacerlos, de bestias, racionales, y de racionales, cristianos.

Eran los primeros con el azadón en la mano á romper la tierra, á manejar los arados y á hacer todo lo demás que es necesario en la labor de los campos para adiestrarlos á hacer lo mismo.

Después visitaban los enfermos y hacían con ellos todos los oficios de caridad que haría una amorosa madre, quitándose de la boca la comida y el sustento que les tenía señalado la piedad de los españoles por remediar sus necesidades.

Sufrían con increíble paciencia sus contínuas impertinencias y necedades, con la esperanza del bien que podían sacar de ellos. Pero esto era lo menos respecto de lo que trabajaban en provecho de sus almas; porque la deshonestidad, la venganza, la embriaguez la barbaridad y otros mil vicios heredados con la sangre, crecidos con los años, y con la costumbre convertidos en naturaleza, era poco menos que imposible desarraigarlos de sus corazones; mas pudo tanto la incontrastable virtud del Altísimo y la fineza de un celo apostólico, que poco á poco se empezó á ablandar la dureza de corazones tan obstinados y á domesticarse la barbaridad de ánimos tan salvajes.

El primer fruto que se sazonó con los sudores y fatigas de estos fervorosísimos operarios, fueron muchas almas de niños que apenas lavadas en las aguas saludables del santo bautismo, volaron con la cándida estola de la inocencia á la eterna bienaventuranza, á tomar posesión de aquella gloria, que en adelante gozarían los fieles de su nación; después lograron las almas de muchos adultos que asaltados de una peste que se encendió entre ellos, cambiaron gustosos la vida con la esperanza del eterno descanso en el cielo, por medio del santo bautismo.

Uno, entre los demás, joven de pocos años, que no menos en las llagas de su cuerpo, que en la paciencia del ánimo, parecía otro Job, se alistó en el número de los hijos de Dios con suma alegría y júbilo de su espíritu, y haciendo fervorosísimos actos de fe, esperanza y caridad, pasó de esta peregrinación á la patria celestial.

Llevaba muy mal el común enemigo los progresos de la fe en nación tan bárbara é inculta; por eso aplicó luego todo su esfuerzo para atajarlos y sofocar la semilla del Evangelio, antes que se arraigase en los corazones de los bárbaros.

El primer medio de que se valió fué procurar la muerte de los Misioneros que le hacían tan cruda guerra, incitando á los infieles á que se la diesen.

Intentáronlo ellos muchas veces; y una, entre otras, estuvieron ya conjurados á matar al P. Machoni.

Habían estado algo lejos del pueblo haciendo un baile con grande bulla y algazara, y poniendo en medio de la rueda un calabazo, que por arte del demonio danzaba también con ellos, se convinieron todos en darle aquella noche la muerte, para verse libres de una vez de su celo y reprensiones.

Oyóles acaso el Padre, y saliendo de su Rancho á saber la causa de aquella novedad intempestiva, encontróse con una india que venía del baile, bien que no tan fuera de sí como ellos, que estaban totalmente embriagados; preguntóla el Padre por qué sus parientes metían tanto ruido y daban tantas voces.

Ella, que sabía muy bien lo que trataban, procuró encubrirlo con una falsa risa, respondiendo no sabía la causa.

Temióse el Misionero no fuese alguna borrachera; y para certificarse y atajarla, instó á la india descubriese la verdad.

Ella, recelando por esta instancia que ya el P. lo supiese, le descubrió toda la conjuración que contra su vida tenían tramada.

Recogióse en su Rancho ofreciendo á Dios su vida en sacrificio por el bien de aquellas almas, y estuvo toda aquella noche esperando le viniesen á matar; mas Nuestro Señor le libró para otras cosas de su servicio, porque avisados los infieles por la dicha india de que el Padre Misionero sabía ya sus intentos, no se atrevieron á darle la muerte, recelando también no viniesen luego los españoles á vengarla.

Viendo el demonio que se le había desvanecido esta traza, se valió de otra, y fué introducir en el pueblo el pernicioso error de que lo mismo era echarles á los niños el agua del bautismo en la cabeza que despedirse del cuerpo sus almas; y se imprimió tan altamente este engaño en sus fantasías, que convirtiéndose el amor á los Padres en odio y aversión, los miraban con mal corazón y huían de ellos como enemigos jurados de su bien.

Y daba á eso calor el creerse ellos neciamente eternos; y aunque veían todos los días quedárseles muertos en sus brazos sus amigos y parientes, con todo eso, á la evidencia de los ojos prevalecía el error del entendimiento.

Procuraban los nuestros con todas las fuerzas de su celo desvanecer aquel engaño y errada persuasión, fomentada del demonio para daño de aquella reciente cristiandad, y Dios Nuestro Señor, que suele mirar á los nuevos fieles con ojos de mayor piedad, quiso remediar bien presto este daño y consolar y animar juntamente la virtud de sus siervos.

Pasó el caso de esta manera:

Iba un día el P. Machoni llevando de Rancho en Rancho una holla de comida para darla á los enfermos; encontróse con una india que traía al pecho un niño que estaba ya para espirar; no pudo ella huir y esconder tan presto su criatura de suerte que el Padre no la viese.

Procuró éste con dulcísimas palabras y mucha afabilidad mitigar el odio de la madre y ganarla el ánimo, á fin de poder bautizar al niño; mas todo fué en vano, porque el demonio hablando por boca de una mujer en todo suya, no menos por la infidelidad que por la lascivia, y vomitando contra el Misionero y contra aquel Santo Sacramento tantas injurias y blasfemias cuantas diría un dementado en lo más ardiente de sus furias, exhortaba á la madre no permitiese lavar á su hijo en las santas aguas del bautismo; porque le sucedería lo que á otra madre mal aconsejada, que ofreciendo su hijo para ser bautizado, lo mismo fué caer sobre el niño el agua santa, que salir de esta vida.

Era la india de buen natural y no se dejaba fácilmente trabucar el juicio con las necedades locas de los suyos, y mucho menos de la falsa aprensión de que el santo bautismo era tósigo para quitar la vida, conociendo á tantos españoles viejos, con canas, que habían sido bautizados; por eso de buena gana ofreció el niño al Padre; el cual, lleno de una generosa y humilde confianza en Dios, rogó á Su Majestad y le suplicó quitase aquel embarazo á la santa fé, pues no le costaría más que una insinuación de su voluntad; luego se volvió á San Francisco Xavier, pidiéndole que mirase con ojos de misericordia á aquella ciega gentilidad; y pues tanto procuraba la honra de Dios alcanzase de Su Majestad que aquel santo Sacramento no sólo sirviese para librar el alma de aquel inocente de la esclavitud del demonio, sino también para librarle de la enfermedad corporal; y ofreció en agradecimiento de aquel beneficio, que esperaba recibir, le llamaría Francisco Xavier.

Oyó el cielo los fervorosos ruegos de su siervo, pues luego que fué el niño bautizado, quedó sano de su enfermedad.

Lo mismo sucedió á una muchacha, ya casadera, á quien por estar toda helada y yerta, la lloraban sus parientes por muerta; mas luego que fué bautizada, por las grandes instancias con que lo había pedido, como si volviese de un profundo sueño, volvió en sí y á la vida. Con lo cual, poco á poco cesó en el pueblo aquel falso temor, y las madres á porfía daban sus hijos para que fuesen lavados en las santas y saludables aguas del bautismo.

Bramaba de rabia el demonio viendo desvanecidos sus enredos; por eso puso todo su esfuerzo en empañar el terso esplendor de los procederes de uno de los Misioneros, infamándole con mil calumnias por medio de unos apóstatas que estaban muy sentidos de que les impedía poder saciar el apetito de la carne, con todos los más torpes y sucios placeres del sentido; mas, á pesar suyo, salió triunfante la inocencia de costumbres y fervor de vida apostólica de aquel buen Padre y fué obligado el demonio por entonces á dejar franco el paso al Santo Evangelio en las provincias amplísimas del Chaco, donde no sólo procuran los Jesuitas la conversión de los infieles, sino la reforma de los españoles é indios, acudiendo á confesar y á predicar los fuertes de españoles que por allí hay como San Joseph y Valbuena; y acompañando á los soldados cuando van de las ciudades á sujetar á los bárbaros que continuamente invaden aquella provincia, los sirven de capellanes, exponiéndose á los mayores riesgos y peligros de perder la vida, sin tener cuenta con las suyas; y al mismo tiempo procuran reducir á los que apresan los españoles y bautizar á los párvulos.

En estas empresas había trabajado gloriosamente nueve años el P. Machoni, cuando en el nuevo gobierno de 1719 vino señalado por secretario del P. Provincial Joseph de Aguirre, por cuya causa fué preciso encargar el cuidado de aquella Reducción al P. Joaquín de Yegros, con otros dos compañeros Jesuitas.

El nuevo Provincial y Secretario procuraron fomentar con todo esfuerzo la conversión de nuevos infieles, á que cooperó como siempre el señor gobernador de la provincia D. Esteban de Urizar.

El año, pues, de 1719, en una entrada que á los infieles hicieron los vecinos de la ciudad de San Miguel de Tucumán, descubrieron un nuevo río que se juzgó entonces ser el Pilcomayo; á la ribera de este río supieron vivía mucha gente blanca, que tuvieron por españoles.

Con esta noticia determinó el señor gobernador que el año siguiente fuesen á descubrir totalmente este río los tercios de la provincia de Tucumán, pidiendo para capellán á uno de los Padres que estaban en la Reducción de San Esteban.

Concediólo luego el P. Provincial, y esperanzado de que de este descubrimiento se seguiría á Dios mucha gloria, determinó que por la parte del río Paraguay entrasen por el Pilcomayo, que desemboca en aquel río, algunos Misioneros de los Guaranís, con orden preciso de que sin detenerse á reducir nación ninguna y sólo ganando la voluntad de los naturales, penetrasen hasta encontrar con los soldados españoles que entraban por la provincia de Tucumán, ó llegasen al paraje de los Chiriguanás.

 

Todo esto era prevención para dos fines: el primero, que descubierta la tierra y el río, se pudiese entrar por el Tucumán, Paraguay y Frontera de Santa Fé, dándose la mano toda la gente de estas provincias, para conquistar todo el Chaco, en que se lograría la conversión de muchas almas.

El segundo, abrir por aquí camino más breve para las Misiones de los Chiquitos, cosa que siempre sumamente se ha deseado, por evitar la suma distancia que hay por el camino de Tarija, porque se presumía que los Zamucos se acercaban mucho al Chaco y al Pilcomayo, y por allí también entró en esta ocasión un Jesuita para venirse á encontrar con los demás.

Señaló, pues, el P. Provincial para entrar por lo boca del río Pilcomayo á los PP. Gabriel Patiño y Lucas Rodríguez, ambos nacidos en la ciudad de la Asunción, y á la sazón Misioneros de los Guaranís; y del colegio del Paraguay despachó al hermano Bartolomé de Niebla, andaluz, y á un donado portugués llamado Faustino Correa, con algunos indios Guaranís, para que si fuese necesario defendiesen á los Padres de las invasiones de los infieles.

Por los Zamucos entraron con algunos indios Chiquitos los PP. Felipe Suárez y Agustín Castañares.

Los de la provincia de Tucumán no pudieron encontrar con Pilcomayo y hallaron por fin que el descubierto por los Tucumaneses el año de 1719 no podía ser aquel río por ser éste pequeño y el Pilcomayo muy grande.

Los Chiquitos, habiendo caminado por los Zamucos, hacia donde se juzga caer este río, nunca pudieron dar con él.

Los que entraron por la boca del Pilcomayo iban en un barco y algunos botes: caminaron por dicho río, siempre á diversos rumbos, por las repetidas vueltas con que corre: al principio hallaron algunos rastros de indios, pero no los vieron.

Caminaron así cosa de ochenta leguas, parte por el río, parte por lagunas, porque hay muchas á la orilla de este río, las cuales, cuando baja el río, quedan divididas de él y hechas lagunas; mas cuando crece, queda toda la campaña hecha un mar de agua, porque se incorporan con él.

A estas ochenta leguas reconocieron que la madre del río no era tan honda que pudiese navegar por él el barco sin peligro manifiesto de encallar; por lo cual determinó el P. Patiño pasar en los botes con el hermano Niebla tres españoles y treinta y cuatro indios á registrar lo restante hasta conseguir el fin de su empresa, dejando en el ínterin en el barco al Padre Lucas Rodríguez, al donado y á la demás gente para que aguardasen.

Fueron, pues, navegando los dos botes y caminaron otras trescientas leguas, en que en diversas partes vieron indios de varias naciones, que ya confinaban con los Chiriguanás.

Llegaron por fin á una nación no conocida, cuyos indios parecían de buenos naturales, y eran de hermosos rostros y de buena estatura; las indias tan blancas, que parecían españolas; tenían crías de yeguas y muchas ovejas, de cuya lana hacen muy buenos tejidos; los caballos eran sin número. La tierra fertilísima, en que tienen labranzas de los frutos del país.

Saltaron en tierra y dieron á los naturales muchos donecillos que ellos aprecian y por esto les mostraron mucho afecto, en que concibieron esperanzas de reducirlos después fácilmente.

Mas algunos Tobas y Mocovíes que había entre ellos malograron estas esperanzas, porque hablando á aquellos indios, les incitaron contra los nuestros, maquinando una alevosa traición contra sus vidas.

Estaban allí de paz unos y otros, tratándose con muchas caricias todo el tiempo que fué preciso para descansar, cuando habiendo ido tres de nuestros indios á cortar leña, les acometieron los alevosos Tobas y Mocovíes con los indios de aquella nación; mataron á los dos á flechazos y al otro hirieron malamente, de suerte que murió de allí á algunos días.

Los demás se retiraron á los botes que mandó el Padre cubrir de algunos cueros de vaca para resistir.

Vinieron siguiendo á los nuestros más de 600 infieles, hasta los bateles disparándoles una tempestad tan espesa de saetas, que parecía una manga de langostas, pero ninguna les hizo daño, porque hallaban resistencia en los cueros, que despedían las flechas; y aun siendo preciso que el P. Patiño estuviese por dos veces en la proa descubierto á los tiros, aunque por todas partes le caían las flechas, ninguna le tocó. Visto esto procuraron retirarse de las furias de aquellos bárbaros, que con su traición deshicieron por ahora y frustraron las esperanzas de poder penetrar el Chaco, donde se esperaba, como dije, reducir muchas naciones.

Volviéronse, pues, sin otro fruto, desandando con mucho trabajo el camino de cuatrocientas leguas que hasta allí habían navegado.

Mas volviendo á la Reducción de San Esteban, este mismo año de 1721, se contaban en ella muchas familias.

Encendióse por este tiempo una pestecilla de viruelas, de que murieron luego dos.

Los demás cobraron tanto miedo á la muerte, que les amenazaban las viruelas, que el mismo día que aquellos dos murieron, dejaron descuidar á los nuestros y todos se huyeron menos dieciocho adultos y veinte muchachos.

Luego que lo advirtieron los PP. Joaquín de Yegros y Lorenzo Fanlo montaron á caballo en su seguimiento, y fueron á alcanzarlos por unos cerros hacia Salta; mas siendo mucha la espesura de los bosques, y fragosidad de las sierras, se desmontaron, y á pie los siguieron, con increíble fatiga, porque no huían por vía recta, sino oblícua siempre, porque decían que así no les podría seguir la peste, cansada de los matorrales y revueltas. Tanta es su barbaridad.

Quedaron los Padres sin fuerzas antes de poderles dar alcance; y volviéndose á su pueblo á cuidar de los que habían quedado enfermos, despacharon tras los fugitivos á dos indios que llevaban consigo para detenerlos, porque de los dieciocho adultos se les murieron los catorce, á quienes asistieron con grande caridad, sin recelo del contagio, y todos los demás enfermaron.

Los dos indios encontraron de allí á algunas leguas á los huídos, y por más que hicieron, sólo les pudieron reducir á que bajasen donde estaban los Padres.

Procuraron éstos que volviesen á la Reducción; mas sólo consiguieron por entonces esperanzas de que se volverían acabada la peste. Por tanto, dejándolos allí se volvieron los Padres al pueblo á cuidar de los que habían quedado, enfermos los más, de los cuales murieron presto catorce adultos, á quienes asistieron con grande celo y caridad, hasta darles sepultura por sus propias manos.

Los fugitivos volvieron después de algún tiempo á su pueblo, por las diligencias de los nuestros, que siempre tienen que trabajar aquí gloriosamente, por la innata barbarie de todas estas naciones, como se conocerá por lo referido.

Al presente se halla este pueblo en sumo peligro de su destrucción, porque los Mocovíes y Tovas, que hasta ahora han estado enfrenados por el valor del gobernador de la provincia de Tucumán, principal promotor de esta Reducción, ahora vuelven á alzar cabeza; y habiendo muerto á los soldados del fuerte de San Joseph y tenido atrevimiento para sitiar el de Valbuena, se teme que den en este pueblo de San Esteban y le destruyan por estar indefenso; bien que no por esto pierden los Jesuitas las esperanzas de hacer mucho fruto en el Chaco, cumpliéndose la profecía de su primer apóstol San Francisco Solano, que predicó el Evangelio á los Lules, y de quien hay tradición en aquella tierra, que habiendo profetizado la ruina de la ciudad de Eteco, que ha más de treinta años que sucedió, predijo también que se convertirían estos indios del Chaco.