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Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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Ordenóse de sacerdote antes de embarcarse para esta provincia, á que pasó el año de 1681 y apenas se dieron á la vela en Cádiz, cuando se le ofreció ocasión en qué dar muestras del espíritu y virtudes, de las cuales iba abundantemente prevenido para aquel viaje.

Cayeron enfermos casi todos sus compañeros, que llegaban á sesenta, porque se marearon con extraordinaria inapetencia y fastidio de la comida; á que se siguieron otras enfermedades, de que murieron ocho de los Jesuitas, como dije en la vida del P. Caballero, que pasó también á Indias en esta ocasión.

El P. Zea era entonces todo para todos, sirviéndoles no solamente de enfermero, sino de cocinero, aunque sin experiencia en tales oficios; mas la caridad, que es maestra muy ingeniosa, le enseñó estos y otros oficios para servir á sus hermanos.

Convalecidos éstos, empleó todos sus pensamientos y celo en la chusma de los grumetes del navío, tomando á su cargo el cuidado espiritual de ellos con las pláticas, exhortaciones, confesiones y todos los otros ejercicios conducentes al aprovechamiento de las almas, no dejando, entre tanto, obra ninguna, por vil y repugnante que fuese, que no la ejecutase en servicio de ellos, por ganarlos para Dios, y de mejor gana y más alegremente hacía aquellas que eran de mayor trabajo y desprecio.

Con este porte tan santo procedió toda la navegación, que duró tres meses, con aprovechamiento maravilloso de muchos, á quien redujo á bien vivir, ya valiéndose de las verdades eternas, ya poniéndoles á la vista tantos peligros y tempestades del mar, que aun á los más perdidos suelen obligar á cuidar de la conciencia y del alma, que antes tenían en tal olvido ó parecía no tenerla.

Lo que obró después que llegó á las Indias y en qué oficios se empleó en el largo curso de su vida, no lo he podido averiguar, por la distancia de los lugares donde vivió y trabajó, y por haber muerto muchos de la Compañía que le trataron familiarmente. Pero sé que por el aprecio que desde el principio hicieron de él los Superiores, poco después que llegó de España le hicieron ministro del Colegio Máximo de Córdoba, donde se cría la religiosa juventud de toda esta provincia.

Después fué Superior de las Misiones del Uruguay, Visitador de la de los Chiquitos, Vice-Rector del Colegio de Córdoba, y estuvo también señalado Rector del Colegio de las Corrientes, á que por motivos que tuvo propuso; y últimamente fué Provincial de esta provincia, oficio en que le cogió la muerte al año y medio de su gobierno.

Ahora sólo diré brevemente alguna cosa de sus virtudes, reservando para mejor ocasión el dar por extenso relación completa de sus muchas empresas y acciones heroicas. Y en primer lugar diré de su pobreza religiosa.

Fué siempre pobrísimo en su vestido, tanto, que por los muchos remiendos que tenía, decía con gracia un Misionero, que había en él más accidentes que substancia; él mismo lo remendaba por sus manos; jamás mudó otro, hasta que el primero, por no poder ya subsistir, se le caía á pedazos.

Al entrar en Buenos Aires, siendo Provincial, le rogó su secretario el P. Juan de Alzola, que, á lo menos en aquella ciudad, se dejase ver con sotana un poco decente, pues la que llevaba estaba de muy desteñida, casi blanca, porque si no le obligaría á él á que se vistiese otra semejante.

– Yo le mando á V. R. – respondió el P. Zea – que no haga mudanza ninguna en su vestido y deje que yo me goce en esta pobreza, de que hago más aprecio que de cuantas púrpuras visten los monarcas y emperadores.

Todos los muebles de su aposento eran una red, ó como aquí llamamos, hamaca, para dormir, sin colchón ni almohada, unos cuantos libros devotos y un Santo Cristo.

Su breviario era tan viejo y hecho pedazos, que sólo ayudado de la memoria podía satisfacer á la obligación de rezar el oficio divino; su mayor tesoro eran los instrumentos de penitencia, con que maceraba su carne, cilicio, cadenas de hierro, cruces armadas de agudas puntas y otros de este jaez, con que redujo su cuerpo á perpetua esclavitud, con aquel santo temor con que se armó también contra sí mismo el Apóstol San Pablo.

En sus viajes sólo comía un poco de pan y alguna otra vianda, de que usan los pobres indios; bien que cuanto al pan ú otro de los manjares que usan los europeos, en muchos años no probó bocado; contento sólo con un puñado de maíz mal cocido y en muchas ocasiones con raíces ó frutas silvestres, pues muchas veces no tenía ni hallaba otra cosa en los bosques; y cuando comía con más esplendidez era, ó algún pececillo ó unas hierbas cocidas sin algún aderezo; y vivía tan gozoso y alegre en esta pobreza y miseria, que en su última enfermedad le eran molestas y pesadas las comodidades que usa con sus enfermos la Compañía.

No fué inferior á la pobreza su obediencia, de que dió pruebas maravillosas, las cuales, por ventura, alguno que no mira la verdadera santidad sino con los ojos del cuerpo, tendrá en poco, pero no quien mirando las cosas con los ojos limpios y claros del espíritu, mide la perfección de las virtudes, no con lo que muestran en la apariencia, sino con lo que en la realidad son en sí mismo.

Era, como después veremos, varón de celo ardientísimo y de natural sobre manera ardiente; con todo eso, á una leve insinuación de sus superiores, desde las Misiones de los Guaranís, donde trabajaba en grandes obras del servicio de Dios y provecho de las almas, se redujo, sin la menor propuesta, á las angustias de un aposento en un colegio, con el empleo de enseñar á los niños los primeros rudimentos de la gramática. A otra insinuación de su Provincial, mientras estaba reduciendo al gremio de la iglesia gran número de infieles, dejando al punto aquella grande obra, pasó á las Reducciones del Uruguay, como si dijéramos, de un cabo del mundo al otro, pues distaban éstas más de mil y doscientas leguas de las otras donde estaba; y un viaje de veinticuatro horas, volvió á desandarle, por obediencia, en veinticuatro días.

Finalmente, donde esta virtud campeó con admiración de todos, fué cuando estando en el fervor de sus conversiones y á lo mejor de la obra de reducir á la fe á los Zamucos y fundar aquella nueva cristiandad, levantó al punto las manos de la labor, sin esperanza de volver jamás á proseguirla, á un orden de nuestro Padre general de que tomase á su cargo el gobierno de esta provincia; él mismo confesó con toda ingenuidad que le costó la ejecución de este orden increíble dolor y sentimiento, y que jamás había sentido tanta repugnancia su natural como en este caso de ser Superior; y aunque fácilmente se hubiera podido excusar de aquella carga, para él tan pesada, con todo eso, por no dejar de obedecer, la aceptó prontamente, y sin dilación se vino á largas jornadas al Tucumán, sufriendo por el camino increíbles trabajos é incomodidades.

Mas en lo que sobre todo se hizo admirable entre los nuestros fué en el celo de las almas y en la conversión de los infieles. El dilatar la fe, el predicar á los cristianos, el reducir á los gentiles, no parecía en él obra de virtud, sino inclinación y apetito natural; por lo cual no sabía vivir de otra suerte ni en otra ocupación recibía gusto, sino en esta de conducir almas al conocimiento y amor de Dios, y en este ejercicio estaba toda su quietud y descanso y para aliviarle en todas enfermedades, no había mejor medio que hablarle de nuevas empresas en bien de las almas, de la santa vida de los nuevos cristianos y de nueva conversión de infieles á la santa iglesia.

Ojalá pudiera yo trasladar aquí algunas cartas suyas, que tengo en mi poder, para que vieran todos que no pudieran los enamorados del mundo y de la carne explicar con más vivas expresiones sus contentos y deseos, cuanto este obrero Evangélico manifiesta los sentimientos de su corazón en los negocios del servicio de Dios; los lamentos y quejas que hace de su mayor enemigo el demonio cuando se le atravesaba, ó hacía se le desvaneciesen sus designios. Por eso no me causa admiración que con ánimo invicto sufriese muchas persecuciones y reparase, aun con la pérdida de su reputación, los daños, bien que ligeros, de su cristiandad; antes dando cuenta de estas sus borrascas al P. Francisco Burgés, Procurador general de esta provincia, en carta de 29 de Septiembre de 1705, escrita á Madrid, le dice así:

«Para mí no puede haber mayor gloria que el que me persigan por llevar adelante aquella nueva cristiandad de los Chiquitos que tantos trabajos y sudores me ha costado desde los principios.»

Y decía la verdad; porque si se habla de solos trabajos que se padecen en desvastar é instruir á estos gentiles, que en las facciones son hombres, pero en las obras se distinguen poco de los brutos, sufría y hacía por ellos cuanto puede hacer un verdadero padre, para provecho espiritual y corporal de sus hijos, porque á él la virtud le había dado tan tiernas entrañas y amor de verdadero padre, como los padres naturales suelen tenerlas por naturaleza con los hijos; de día y de noche trabajaba, no sólo para bien de las almas, sino también de los cuerpos de sus neófitos, ya proveyendo de víveres en abundancia á los hambrientos, ya componiendo recetas y aplicando remedios á los enfermos, y aunque se revistiese la naturaleza, tratando y limpiando sus llagas con tal desembarazo, como si no sintiese la menor repugnancia y asco en sí mismo; el mismo amor le enseñó á ser juez y árbitro en sus litigios, gastando mucho tiempo en oirles contar, con paciencia y dulzura inexplicable, las diferencias que tenían entre sí, para lograr así el mantener y conservar entre ellos la paz porque antes de ser cristianos, cada uno por su propia autoridad se hacía justicia y vengaba sus agravios con las armas.

Esto y mucho más hacía y sufría por los pobres indios: y aunque otros no pudieran tolerar el contínuo peso de vida tan trabajosa y con tan poco alivio, con todo eso él duró en ella por muchos años, y cada día se hallaba con tanto vigor como si en aquel comenzase; de lo cual, como dije en otra parte, no acababa yo de maravillarme; pues cuando oídos sus trabajos en la Misión de los Zamucos le consideraba consumido de fuerzas y que apenas se podía tener en pie, le ví poco después en Córdoba, con alientos y vigor de joven, siendo así que ya contaba sesenta y cuatro años de edad.

 

A tantas fatigas por el bien de aquellos nuevos cristianos, se añadió otra trabajosísima, de aprender tantos y tan dificultosos idiomas bárbaros, para que al tiempo que ellos en las obras le experimentaban padre, no le tuviesen en la lengua por extranjero.

Cosa era esta que á un hombre de su edad le pudiera ser muy enfadosa y de mucho empacho; mas el celo de las almas le obligó á volver á la condición y simplicidad de niño para aprender uno por uno los vocablos y significados de aquellas lenguas, y para expresar las voces con los acentos propios de los bárbaros, y no rehusando hacerse discípulo de los mismos infieles, los tomaba por intérpretes para traducir en su idioma los misterios y preceptos de la ley de Dios, procurando después enseñárselos á ellos con trabajo contínuo de meses y años enteros.

Tales entrañas de caridad experimentamos también nosotros cuando le gozamos en el oficio de Provincial; era muy liberal, humano y afable con sus súbditos, guardando con ellos la gravedad precisamente necesaria para ser obedecido; y todos, no solamente le amaban por su agradable trato, por el candor de sus inocentes costumbres y por una singular é inseparable sinceridad, con que tenía el corazón en los labios, y el alma patente en el rostro, mas también le reverenciaban como á Santo; de que dieron muy claras muestras, cuando asaltado de una lenta calentura, con otras enfermedades poco á poco le condujo al término de sus días.

Avisado del peligro que corría su vida, en vez de espantarse ó temer la muerte, parecía que le salía al encuentro con generosidad y fortaleza de ánimo, confiado en la misericordia de aquel Señor que le había concedido cuarenta y ocho años para servirle en la Compañía, y treinta y ocho en las Indias.

Por muchos días hizo este Colegio de Córdoba muchas rogativas y penitencias para pedir y suplicar á Nuestro Señor no le quitase tan presto un Superior y Padre tan necesario al bien público, y tan amado de todos.

Pero al fin quiso Dios llevarle á la gloria, como de su bondad esperamos, á darle el premio debido á sus méritos; la víspera de la Santísima Trinidad recibió todos los Sacramentos, sin dar la menor señal de temer la muerte, y se entretuvo todo aquel día, parte, en dar disposiciones con mucha serenidad, acerca del gobierno de la provincia, y parte en suavísimos coloquios con su crucificado Redentor, en cuyas manos entregó su espíritu, al entrar el día de la Santísima Trinidad, de cuya vista iba á gozar en la bienaventuranza.

Fué su muerte á los sesenta y cinco años de su edad, á 4 de Junio de 1719.

El mismo día se celebró su entierro, á que asistió el Ilustrísimo Sr. Obispo de esta diócesis, gran número de religiosos de todas órdenes, el cabildo secular, lo principal de la nobleza, y mucho pueblo; los nuestros repartieron entre sí sus pobres alhajas, que se reducían á instrumentos de penitencia y algunos libritos de votos, para tenerlos por reliquias y conservar siempre fresca la memoria del incomparable varón que habían perdido, no menos venerable y digno de eterna alabanza por la santidad de su vida que por las muchas almas de que enriqueció á la iglesia toda.

CAPÍTULO XIX

Continúa el Padre Miguel de Yegros la Misión de los Zamucos, á cuyas manos muere el hermano Alberto Romero

Habiendo ordenado el nuevo Provincial Padre Juan Bautista de Zea que el P. Miguel de Yegros, en pasando las lluvias, fuese con el hermano Alberto Romero á fundar la Reducción de nuestro P. San Ignacio, se anticipó el P. Yegros algún tiempo, así por escoger con tiempo sitio á propósito, como por no exponerse á peligro de no hallar agua qué beber en el camino; por tanto, á principios de Abril empezó su viaje; mas entrando en el bosque de los Zamucos, se vió obligado á volver atrás por tener tanta falta de agua, que ni la gente ni las caballerías tenían con qué apagar la sed.

Púsose en camino segunda vez por Septiembre, y llovió tanto, que anegadas las campañas de los Cucarates, apenas pudo llegar al término de su viaje.

Lo que padeció en este viaje lo referiré con las mismas palabras con que él, habiendo vuelto de los Zamucos, se lo escribió en carta de 27 de Octubre de aquel año de 1718 al P. Visitador de los Chiquitos, Juan Patricio Fernández, desde el pueblo de San Juan.

«Por no alargarme (dice) no describo aquí cómo conseguí el llegar á este pueblo, contra el parecer y juicio de todos los prácticos de de estos caminos y contra toda disposición del tiempo; y los pocos Morotocos que llevé conmigo y se adelantaron á entrar en la montaña hubieron de perecer de sed, aunque consiguieron con gran valor el llegar al pueblo; y yo, que de ahí á algunos días los seguí, fuí nadando en agua (como dicen) por toda la montaña, que ya servía de enfado y de embarazo al que iba de posta y de ligera.

»Sólo lo atribuí al dedo de Dios, pues cuando la piedad y misericordia divina se inclina á obrar, no hay imposibles, y más cuando precedieron los sudores, trabajos, necesidades y hambres de su primer conquistador de esta nación nuestro dignísimo P. Provincial Juan Bautista de Zea.»

Despachó, pues, delante el P. Yegros algunos indios cristianos que avisasen al cacique principal de los Zamucos de su venida, y que le llevasen en su nombre un bastón, hermosamente guarnecido, y una camiseta colorada, que son las galas que ellos estiman.

Llegaron los mensajeros y fueron recibidos con grande amor y cortesía, y fueron sentados á la mesa del cacique, cuyas viandas se reducían á raíces de cardos silvestres, que era todo su mantenimiento, y por gran regalo les ofrecieron un vaso de agua, porque había allí tal carestía, que cada uno estaba esperando la suerte de poder coger tanta cuanta cabía en la palma de mano, de un pequeño manantial que salía de un peñasco.

Dos días después se partieron los cristianos, acompañados del cacique principal, con otros de los suyos, y encontrándose en el bosque con el P. Miguel, dieron la vuelta, y á 5 de Octubre llegaron á donde el P. Zea el año antecedente había levantado la cruz.

Increíble fué el júbilo y la fiesta que hizo aquella buena gente, manifestando el gusto que tenían de ver en sus países á nuestros Misioneros, diciendo en nombre de todos el cacique principal, indio, por cierto digno de estimación, que no obstante sus grandes necesidades, hambres y pobreza no se había apartado de su pueblo ni permitido que los suyos se alejasen por estar en continua esperanza de que habían de ir los nuestros, habiendo enviado varias veces, y él mismo ido en persona, á registrar los caminos para ver si parecían.

Igual fué también la alegría del P. Miguel que veía ya logrados los sudores del P. Zea, que con tantos trabajos había empezado á plantar aquella viña, y para su fecundidad le llovía del cielo copiosas bendiciones.

Trató luego con aquel cacique y con todos los demás principales, del fin de su ida á aquellos pueblos, que era el fundar Reducción en sus tierras y quedarse con ellos; á cuyo fin les pidió le diesen paso franco y guías para todos los demás pueblos, para escoger en ellos el que fuese más acomodado para la fundación, y en particular hacia los que estaban al Poniente cercanos á las salinas, donde habían informado al Padre había parajes muy buenos para pueblos, aguadas, montañas y palmeras para estancias de ganados, interesándose en esto también el irse acercando á los demás pueblos de los Chiquitos, con camino más derecho y más breve.

«Oyéndome el cacique (son palabras del Padre Miguel, en la carta para el P. Juan Patricio Fernández). Oyéndome el cacique éstas y otras conveniencias, dió un grito y suspiró, diciendo:

» – Me tuviera por ingrato y vil, después de tantas finezas y estimación que habéis hecho de mí, si en alguna cosa os mintiera y engañara, y negando lo que me pedís os desazonara; y aunque no me queráis creer, os desengaño, Padre, de que en todas nuestras tierras no hallaréis parajes, ni las comodidades que decís para fundar, pues lo mismo que véis y reconocéis en este mi pueblo, sucede en todos los demás; y aunque en tiempo de lluvias, por causa de las avenidas, corren algunas cañadas con abundancia de agua, mas pasados algunos meses no quedan más que las madres secas, y sin agua, por lo cual luego nos desparramamos con nuestras chusmas á buscar qué comer y qué beber.

»No obstante esta respuesta, le volví á instar con otras razones más eficaces que Nuestro Señor me inspiró, que me dejase pasar siquiera á visitar al cacique de los pueblos del Poniente, dándome guías y quien me abriese alguna senda para poder pasar á la ligera.

»Respondióme á esta petición el cacique:

» – Te aseguro, Padre, por el amor que te tengo, que si vas, tú y todos tus compañeros, pereceréis de sed.»

Hasta aquí el P. Miguel, que oyendo esto se retiró aparte para encomendar á Nuestro Señor aquel negocio.

Entonces el cacique juntó á todo el pueblo en la plaza y le reprendió con palabras muy sentidas el que hubiese alguno de ellos mentido y engañado al P. Misionero con decirle que había en sus tierras los parajes y comodidades ya dichas para fundación; y les añadió que quedaba muy avergonzado de que hubiesen dado ocasión para que el Padre juzgase que él le engañaba, negándole lo que ellos mismos tanto deseaban; y por fin mandó á todos que obedeciesen en todo á la voluntad del P. Miguel. Estaba éste retirado en su Rancho, rogando á Nuestro Señor que no se frustrase esta fundación y Reducción de todo el gentío cercano y encomendando á Su Majestad la resolución que tomaría en este caso.

Luego supo por medio del intérprete, que había estado oyendo de secreto al cacique, todo el razonamiento que éste había hecho á los suyos en la plaza.

«Con lo cual (prosigue el Padre en su relación) me determiné á proponerles si gustarían de fundar y juntarse para este efecto fuera de sus montañas y al remate de las campañas de las Japeras de los Cucarates, por ser tierras muy cabales para una fundación, aunque sólo de paso vistas y registradas con ánimo (si viniesen en ello) de registrarlo mejor á la vuelta, trayendo alguno de ellos conmigo para ver los parajes.

»Llamé de allí á un rato al cacique y le propuse todo esto; á que sin dejarme pasar adelante, con grande algazara respondió que era grande elección, y que ya había estado y visto todas aquellas campañas, y que le parecieron muy buenas y á propósito para el fin, y que me siguiera luego con toda su gente y todos los demás pueblos vecinos, á no tener todos sus zapallares ya en flor y muchos que ya comenzaban á dar, y que no sembrarían otra cosa, sino que en acabando los juntaría y convocaría toda aquella gente, y se vendría luego al sitio que yo dejase señalado para el pueblo, y enviaría conmigo alguno de los principales para que registrasen y viesen el puesto para dicho pueblo; y en volviendo á darles cuenta de lo visto, tomaría luego el camino para aquel paraje.

»Con esto resolví volverme después de dos días, porque no había agua que beber; y en estos dos días que estuve allí, fué forzoso beber de unos charquitos que se habían juntado en una cañada, una legua del pueblo, de un aguacero que cayó, que más era barro que agua; y de una poca que ellos tenían recogida, llovediza, en unos calabazos, nos dieron uno, por gran fineza, y vendido por un poco de maíz.

»Poco después que se sosegaron los del pueblo, cerrada ya la noche, vino el cacique, acompañado con algunos viejos, á pedirme audiencia junto á mi toldo; y dándoles asiento por señal de alegría y albricias, me dijo el cacique:

» – Padre, no te aflijas, que después del año en que se haya poblado el sitio que nos señalares, iré con la gente de este mi pueblo hacia el Sur, en tres días de camino de montaña, á traer y convidar á otra provincia de Zamucos (con quienes antiguamente estábamos amigos y quebramos con ellos) que son diez pueblos de tanto número como nosotros; y de ahí á un día de camino, en que remata la montaña y comienzan las campañas, está innumerable gentío que llega hasta á los pueblos que llamamos nosotros de los españoles. Estos guerrean siempre con esta otra provincia de Zamucos, que se llaman Ugaroñós (de los cuales hay uno en este pueblo de San Juan, que antiguamente vino con sus padres á esta otra provincia, y de ahí á los Morotocos; y cuando andaba con los Padres, llegó á ver todo ese gentío, que es el Chaco, y á un lado algunos pueblos de Guarayos.) Agradecíle sumamente las noticias al cacique, quien volvió á añadir estaban contentísimos con el paraje que les había insinuado, muy á propósito para poder desde ahí con más facilidad y brevedad penetrar hasta las naciones dichas, pues desde más lejos había venido yo á sus tierras y pueblos; y dándome otras noticias de otros gentíos por diversos rumbos, se despidió para irse á descansar.»

 

Así el P. Miguel; el cual, queriendo al otro día despedirse de ellos, se levantó una gritería y llanto de toda la gente, á quien el deseo del santo bautismo no daba aliento para ver partir al Padre Misionero; mas dándoles palabra de que cuanto antes los volvería á ver, se quietaron; y levantadas al cielo las manos, pedían á Dios les diese feliz viaje y que volviese presto.

Partióse, finalmente, echando mil bendiciones á aquel pueblo, tan deseoso de recibir la santa fe, trayéndose en su compañía aquellos Zamucos enviados de su cacique; y reconocido el país de los Cucarates, pasó á San Juan Bautista, donde los neófitos recibieron y acogieron á los dos cathecúmenos con extraordinario afecto, tratándolos con aquellas cortesías que el celo del bien de sus almas y el amor á Dios dictan á los que son nuevos en la santa fe.

Llegó, pues, de vuelta de los Zamucos al pueblo de San Juan á 26 de Octubre de aquel mismo año de 1718 y luego participó las noticias de todo lo referido en este capítulo al Padre Visitador de aquellas Misiones, Juan Patricio Fernández, quien atribuyendo á singular misericordia de Dios y á los méritos y sudores del apostólico P. Zea que aquellos bárbaros estuviesen tan deseosos del santo bautismo y tan contentos y prontos á dejar sus tierras hizo luego despachar los dos Zamucos que trajo el P. Miguel de Yegros, con aviso al cacique de que se fuese con todos sus vasallos á las tierras de los Cucarates, porque en breve se partiría allá el P. Miguel con el hermano Alberto Romero.

¡Quién creyera que una obra, encaminada con tantos trabajos y sudores y con tanta felicidad, de donde resultaría á Dios grande gloria y á la iglesia mucho número de fieles, se destruyese en un momento, y de tal manera, que hasta ahora no se les ha podido reducir, bien que siempre se intenta!

La causa de esta novedad la atribuyen todos á la natural inconstancia é inestabilidad de los indios; mas si yo á este común sentir pudiese añadir el mío particular, diría que ha tenido más alta causa este infeliz suceso; porque siendo la conversión de las almas obra principalmente de Dios, deja Su Majestad muchas veces que las industrias humanas, y la virtud de los medios que ponemos, no surtan efecto, para que desconfiados nosotros de ellos, atribuyamos á sola la virtud de su gracia aquellos sucesos que efectuándose prósperamente, sería fácil cosa nos los atribuyésemos á nosotros mismos.

Mas sea lo que fuere de esto, salieron por Agosto de 1719 el P. Miguel de Yegros y el hermano Alberto, llevando todo recado para celebrar la Misa y lo demás necesario para fundar la iglesia de la nueva Reducción de San Ignacio Nuestro padre, llegando á la campaña que los Zamucos habían escogido para fundarla, no hallaron persona alguna; y enviando algunos por todas partes para tomar noticia de esta gente, hallaron su pueblo quemado, y supieron que se había retirado algunas jornadas lejos de allí, junto á una laguna abundante de pesca, cerrando los pasos por donde se les podía seguir.

Resolvió ir en persona el hermano Alberto en su seguimiento á buscarlos, como lo hizo, y habiéndolos encontrado, los reconvino con la palabra que habían dado á Dios y á los Padres de querer ser cristianos y vivir juntos en un pueblo, en el lugar que ellos mismos habían escogido y señalado.

Hiciéronle al principio buen semblante los bárbaros y con muestras de alegría fingieron querer estar á lo prometido; y en señal de eso, se encaminaron con él hacia el sitio señalado, encubriendo entre tanto en el corazón su premeditada alevosía, y por muchos días fueron entreteniendo con buenas palabras al hermano que procuraba, con todas las finezas de su gran caridad, ganarles las voluntades con beneficios. Al fin se quitaron la máscara el día 1.º de Octubre, y muertos á traición doce cristianos, un infame cacique asió de la garganta al santo hermano y con el filo de una pesada macana le partió la cabeza, despojóle después bárbaramente, y de miedo de que no viniesen sobre ellos á vengar aquella muerte los Chiquitos, se huyeron todos juntos, sin saberse dónde.

El P. Miguel, avisado de este suceso por dos cristianos que por gran ventura se pudieron escapar del estrago, se volvió con increíble dolor de su corazón por no poder hacer más; y divulgada por todos los pueblos la nueva de la muerte del santo hermano, le lloraron inconsolablemente los indios, los cuales, en recompensa de las buenas obras que de él habían recibido, le celebraron solemnes exequias en todos sus pueblos, cuanto cupo, y fué posible en su pobreza; y yo, para acabar este capítulo, daré aquí una breve noticia de su vida y virtudes, por serle muy debida esta memoria.

Fué el hermano Alberto Romero de nación español y natural de Segovia, hijo de padres honrados y de profesión mercader, bien acomodado; mas deseoso de ver tierras y hacer mayor fortuna, pasó con otros mercaderes Perú, esperando hallar aquí fortuna igual á sus deseos.

No le salieron fallidas sus esperanzas, porque adquirió buen caudal y fué de todos muy estimado; y así la Real Audiencia como el arzobispo de Chuquisaca, le cometieron negocios de mucha monta para bien público; mas como sea tan ordinario en las cosas humanas el hacerse y deshacerse en un punto, mudando semblante á cada paso la fortuna, sin durar mucho en un estado, ya sea próspera, ya adversa, siendo sólo semejante á sí misma, en ser siempre inconstante, habiendo estado siempre para nuestro Alberto risueña y propicia, experimentó en sí estas mudanzas; porque de repente, no sé por qué causa, si ya no fuese para que levantase sus deseos á las cosas del cielo, cayó desplomada á tierra la gran máquina de su prosperidad.

En poco tiempo perdió todo lo que en muchos años, y á costa de grandes fatigas había adquirido, con que quedó reducido á mucha pobreza, mas no sin ganancia, porque con este golpe volvió en sí, y viéndose ya anciano, sin tener en la tierra riquezas ni méritos para el cielo, se dolió mucho de lo mal que había empleado su corazón en ganar y adquirir bienes caducos, sin quedarle de tanto tiempo perdido más que un perpetuo remordimiento del mal logro de sus años.

Por tanto, resolvió darse todo á Dios, al cuidado de su alma y á las cosas de la eternidad, gastando, como más próvido mercader, el resto de su vida en el tráfico de bienes no sujetos á mudanzas y reveses de la fortuna, en lo cual tuvo mejor logro que cuando en el mundo navegaba su prosperidad viento en popa.

Y Dios, que muchas veces se agrada más de los que vienen á trabajar en su viña á la última hora, que los que desde la primera hora del día echan mano á la labor, se agradó sobremanera de su determinación, y le dió luego de contado una plenitud de consuelo en su servicio, por prenda de galardón que sobre todos sus méritos le tenía preparado aquí en la tierra, y después eternamente en el cielo.

Por aquel tiempo, algunos piadosos españoles, recogiendo de los vecinos de Tarija algunas limosnas, enviaban todos los años un copioso socorro á la cristiandad de los Chiquitos y á los Misioneros lo necesario para celebrar el santo sacrificio de la misa, y hacer con toda la devoción posible las funciones sagradas.