Za darmo

Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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Mientras el día siguiente navegaban viento en popa, se levantó una espesa niebla, y cubiertos de ella se acercaron tres navíos holandeses, los cuales con grande estrépito y ruido de batalla los arrestaron, disparándoles un tiro de artillería y estuvo á pique de haber un combate sangriento de ambas partes, defendiendo los unos sus haberes y las grandes esperanzas con que se habían embarcado, y los otros, esperando hacerse ricos con un cuantioso despojo; mas como los españoles al cargar sus navíos de registro, no observen la común medida del peso que á proporción del buque se debe cargar, sino que meten más géneros de los que caben, añadiéndose á esto la gruesa cantidad de provisiones para seis ó siete meses, de ahí nace ir tan hundidos en el agua, que sólo llevan fuera lo que es preciso para que se mantengan en ella, quedando inútil la más de la artillería para pelear, por ir las andanas dentro del agua.

Por esta causa, juzgando cuerdamente los capitanes que era menos mal rendirse que pelear, pues rindiéndose tenían esperanza, que por la protección de la reina de Inglaterra, de quien tenían pasaporte, se les volvería la mayor parte de sus haciendas, echaron banderas; y aunque lo contradijeron los marineros y los pasajeros gritasen protestando que se ponían á manifiesto peligro sus personas y caudales, se rindieron totalmente.

No es fácil de decir con qué algazara y furor entraron los vencedores en los navíos, que despojando á los oficiales y pasajeros los trataron con un modo muy extraño y cruel, registrando los pechos aun á los mismos capitanes con instrumentos sútiles de hierro para ver si por ventura habían escondido en el seno algunos pedazos de oro ú otra cosa preciosa. Lo que pareció tan mal, aun á los senadores y magistrados de Holanda, que llamando á los capitanes holandeses á Amsterdam á dar razón de sí, les privaron y depusieron de sus oficios.

Los nuestros, pues, á quienes la sotana de la Compañía hacía dignos de peor tratamiento en el juicio de los herejes, fueron de ellos muy maltratados, quitándoles á todos su ropa y lo demás, y echándolos en el lugar peor y más desacomodado de las naves, con sólo el mantenimiento preciso para no morir.

Entre tanto los vencedores banqueteaban y se regalaban muy festivos con la provisión que habían hallado en los navíos, mas á costa de los vencidos todo; porque tomados del vino y brevajes que hacían, salían tan fuera de sí, que á manadas andaban discurriendo por todas partes, de popa á proa, tomando por entretenimiento y placer escarnecerlos á todos con mofas injuriosas, con visajes ridículos, y tratándolos tan infamemente, como si fuesen una vil canalla de turcos.

También los nuestros mantenían á su costa gran parte ó la mayor de esta fiesta; porque como echando mano de ellos les registrasen aun los más secretos senos, y hallasen en el lugar de joyas cilicios, cadenillas y disciplinas, montando en cólera por verse burlados, les sacudían reciamente con ellas; otras veces, como queriendo usar con ellos de misericordia por verlos pálidos y consumidos de tantos trabajos, les ofrecían unos grandes vasos llenos de licores suyos propios; y si por modestia ó por otra causa rehusaban llegarlos á los labios, les obligaban á ello con la pistola en la mano.

En tantas y tan duras aflicciones, que les duraron desde 26 de Marzo hasta 6 de Abril era el P. Blende el consuelo y alivio de todos, y con su afabilidad y cortesía se ganó la voluntad del capitán holandés, con que pudo alcanzar algún alivio para sus hermanos, hasta que dieron fondo en Lisboa el domingo de Lázaro en la tarde.

En aquella ciudad, á donde había llegado la fama de lo sucedido habían ya prevenido el insigne colegio de San Antonio y el Noviciado algunas lanchas en que salieron á recibir á los nuestros, y con el mayor cariño y amor que es imaginable, les procuraron reparar de los trabajos pasados, y por todo el tiempo que allí se detuvieron usaron con ellos de todas aquellas finezas de caridad que son tan propias y antiguas en aquella observantísima provincia de Portugal.

No pudo el P. Bartolomé de Blende gozar de estas caritativas demostraciones, porque á las repetidas instancias del ilustrísimo señor D. Pedro Levanto, arzobispo de Lima, á quien en Lisboa no quisieron dejar los holandeses por ser persona de tanta distinción, fué preciso le ordenasen los Superiores fuese acompañando á su ilustrísima hasta Holanda; para lo cual, disfrazado en traje de secular porque vestido de Jesuita no le permitieron ir los holandeses, pasó á Amsterdam, no sin conocido provecho de muchos de los mismos holandeses, ocultos católicos á quienes en secreto confesó y exhortó á mantenerse constantes y firmes en la fé.

Puesto, finamente, en libertad aquel prelado volvió con él á Sevilla, donde á 15 de Agosto de 1711 hizo la profesión de cuatro votos.

De aquí se partió otra vez á Cádiz sin querer recibir ninguno de los riquísimos presentes que el ilustrísimo señor Levanto le ofrecía, en agradecimiento de lo mucho que había cooperado con los ministros de la república de Holanda para que su ilustrísima fuese restituído á su libertad.

Sólo admitió unos libritos de devoción, útiles para introducir, aun en gentes de poca ó ninguna conciencia, sentimientos de piedad cristiana, y para aumentar la estima y reverencia de la reina de los Ángeles, de quien era devotísimo.

Hízose á la vela á 27 de Diciembre del año mismo de 711. Y aun en esta segunda navegación fué con sus compañeros apresado de los ingleses, que disparando una bala de artillería para pedir bandera, dió el golpe muy cerca del lugar donde venía el P. Blende, que con los demás se prevenía para la muerte, caso que se llegase á rompimiento, para que á toda priesa se prevenían las armas; y aun en este caso, en que turbados todos con el peligro de muerte, andaban en continuo susto y sobresalto, él, con una serenidad de rostro angelical, después de haber echado á todos los Jesuitas y otras personas de su posición, hombres y mujeres, que se habían refugiado á la Cámara de Santa Bárbara, la absolución general, se puso muy despacio á oir las confesiones de algunos que se pudieron confesar.

A este tiempo se reconoció ya que los agresores eran ingleses, con que viniendo ellos á nuestra capitana, se les hizo demostración del pasaporte de la reina Ana que traía, y dejaron pasar libres las naves.

Caminóse después con varia fortuna, y al P. Bartolomé le encargó el P. Procurador general, Francisco Burgués, el cuidado de los novicios, como lo había hecho el tiempo que estuvieron detenidos en Cádiz, y mostró siempre con ellos entrañas y ternura de verdadera madre, no sólo en su aprovechamiento espiritual, sino aun en el alivio corporal; de suerte que para estar más pronto á socorrerlos en sus necesidades, renunció la comodidad de venir en la cámara de popa, y quiso vivir con ellos en la de Santa Bárbara, lugar incomodísimo y de que rarísimas veces salió para repararse con el viento fresco en la plaza de Armas, contento sólo con las delicias y conortes del cielo, que jamás le faltaban, gastando lo más del tiempo en contínua y estrecha unión con Dios.

Llegado á Buenos Aires á 8 de Abril del año siguiente de 712 y esperando allí algunos pocos meses las embarcaciones de las doctrinas, pasó en ellas, con otros cuatro de sus conmisioneros, por orden del P. Visitador, Antonio Garriga, á las Misiones de los Guaranís, no sin dolor y sentimiento de sus novicios, que deseaban gozarle por más largo tiempo y tener á la vista un ejemplar perfecto de Jesuita indiano, para copiar en sí aquellas tan grandes y tan excelentes virtudes que son necesarias á quien en país tan extraño y entre gente tan bárbara, por naturaleza y por los vicios, debe ejercitar el oficio de la predicación Apostólica.

Lo que obró después en servicio de Dios y de las almas en aquellas Reducciones no se puede decir fácilmente; pero se puede conjeturar bastantemente, de que entre tantos, por otra parte dignísimos, fué escogido por compañero del Apostólico P. Arce para ir al descubrimiento del puerto de los Itatines, por donde se hiciese escala para la comunicación con las Misiones de los Chiquitos, y para observar la voluntad de las naciones cincunvecinas á la ley de Cristo, en cuya empresa felizmente murió.

Hombre verdaderamente de virtudes y talentos, de que se esperaba mucho para la exaltación de la fe, si Dios, que desde el cielo ordena las cosas de la tierra, muy al revés de lo que alcanzan nuestros cortos juicios, no hubiera privado de él al Paraguay, poco después que se le dió y llamádole á recibir el descanso eterno cuando estaba con fuerzas y vigor para trabajar por muchos años.

Murió el año de 715; no se sabe el día, pero se cree fué su muerte á los últimos de Noviembre, en edad de 40 años y 21 de religión, en que había entrado á 1.º de Octubre de 1694.

CAPÍTULO XVIII

Fúndase una Reducción nueva y el P. Juan Bautista de Zea emprende la Misión de los Zamucos

Ya es tiempo de que volvamos á atar el hilo de la historia, interrumpida con esta larga, bien que útil digresión, y en primer lugar á dar una vista á la Reducción de San Juan Bautista, para pasar después á hablar por extenso de las trabajosísimas Misiones que en estos años emprendió á gloria de Dios y bien de las almas, el Apostólico P. Juan Bautista de Zea.

Ya dijimos en el capítulo XVI cómo para suplir la falta de sujetos se habían extinguido dos pueblos, y el uno de la advocación de San Juan Bautista; mas por este tiempo se volvió á fundar otro con la misma advocación.

Habíanse, pues, agregado á San Joseph buen número de Morotocos y Quíes, y para mantener tanta gente era el terruño algo estéril, y cortas las cosechas; por lo cual era necesario dividir aquel pueblo y buscar en otra parte lugar para fundar en él otro nuevo.

Trece leguas de San Joseph, hacia Levante, había una campaña llamada el Naranjal, estéril, no tanto por infelicidad de la tierra, cuanto por no haber quien la cultivase.

 

De común consentimiento escogieron, entre los otros, este paraje los neófitos, y tomó luego habitación en él la gente de cuatro naciones y de otros tantos idiomas, Boros, Penotos, Taus y Morotocos, poniendo por nombre á aquel pueblo San Juan Bautista; y para esto se atendió tanto á que tuviesen cómodamente con qué pasar la vida, cuanto á que en bárbaros nuevos en la fe, viniendo muchos en número y envejecidos en los vicios, es cosa de increíble trabajo quitarles las malas costumbres, hacerlos olvidar las antiguas supersticiones y reducirlos á la estrechez de la ley y vida cristiana; y como decía graciosamente un Misionero, son ellos tan niños, sin uso de razón que para criarlos con vida de hombres racionales, es necesario estar en continuo ejercicio de todas las virtudes, en especial de la paciencia, del celo, agrado y de aquella que todo lo obra, la caridad, sufriéndoles infinitas impertinencias y necedades, acomodándose á su modo y transformándose en cada uno de ellos para ganarlos y conducirlos todos á Dios.

Encargóse este nuevo pueblo al P. Juan Bautista Xandra, sardo de nación, el cual procuró, con todo el fervor de su espíritu, que la gente fabricase sus Ranchos y labrase la tierra, de suerte que volviendo de allí á poco el Padre Zea de los Zamucos, con no tan buen suceso como esperaba, se consoló no poco con lo que vió en el nuevo pueblo de San Juan, y tomó ánimo para arriesgar de nuevo la vida en la empresa de los Zamucos.

Esta conversión de Zamucos es aquella obra que emprendo ahora escribir, en que por haber sido la última de este obrero evangélico; así como el sol en su horizonte, cuanto más precipitado corre al ocaso, tanto se muestra más luminoso y bello, así este sol apostólico echó el resto de su incomparable caridad cuando más cercano á su muerte; y aunque consumido, no menos de los años que de los trabajos, tuvo tantas fuerzas y aliento, que pudo llegar á plantar triunfante la bandera de Cristo en país inaccesible, no tanto por la barbaridad de sus moradores, cuanto por su sitio natural; bien que después, por los inescrutables juicios de Dios, cometida á otros aquella grande obra, se frustraron por algún tiempo tantas fatigas, y las esperanzas concebidas de penetrar por aquí á las vastísimas provincias del Chaco.

Fortalecido, pues, su espíritu con largas oraciones y súplicas á Dios Nuestro Señor para la feliz conducta de aquel negocio, se puso en camino para los Zamucos por Julio de 1716, acompañado de cien neófitos, y á pocas leguas se le opuso el infierno con horribles tempestades en el aire, torbellinos de agua y viento, crecientes de ríos y otras mil incomodidades; de manera que en andar cosa de catorce leguas, gastó diecinueve días, mas no sin algún fruto; porque dando una ligera corrida á registrar algunas Rancherías de los Tapuyquias, ya asoladas, halló allí treinta almas que perseveraban aún en las tinieblas del gentilismo; y ganadas para Cristo, las despachó al pueblo de San Joseph.

Alegre con esta ganancia impensada, pasó adelante, y á pocas leguas encontró con un bosque de diez leguas de largo, horrible á la vista, y tan difícil de penetrar por él, que nunca le había visto semejante en todas sus correrías.

Lo que aquí hizo y padeció, con ningunas palabras lo podré mejor referir que con las que el mismo P. Zea se lo escribió al P. Vice-Provincial Luis de la Roca:

«Los indios (dice) no obstante que desconfiaban llegar al cabo, comenzaron á trabajar y á desmontar la espesura; mas á la mitad de ella desmayaron totalmente y se resolvieron á dejarla, y tuve por milagro el poder detenerlos; y para animarlos á llevar al cabo lo comenzado, me puse yo á la frente con una hacha en la mano, á veces con el azadón y otras llevándoles agua para refrigerarlos de los incendios del ardientísimo sol que hacía, y de esta manera, con el favor de Dios, en diecinueve días de trabajo, se acabó de romper el bosque.

»Mas lo que se hacía insufrible era el no tener de día ni de noche treguas de las sangrientas molestias de infinitos mosquitos y tábanos de varias especies, molestísimos, cuyos aguijones nos desfiguraron sobremanera y nos duraron por mucho tiempo las señales.

»Puse por nombre á este bosque el Purgatorio, para que quien los años siguientes viniere á este país en busca de almas, sepa cuánto le han de costar.»

Hasta aquí el P. Zea.

Abierto finalmente el camino salieron á campaña rasa, donde no hallaron cosa de comer el Padre ni sus compañeros para repararse de los trabajos pasados, porque no había en aquel lugar ninguna caza ni laguna de pescado, ó alguna colmena, como hay por otras partes.

Sólo había gran copia de agua estantía en las lagunas, y algunas raíces duras y tan amargas como la hiel, y de éstas no en mucha abundancia; por esta causa perdió las esperanzas de llegar al término de su viaje, porque fuera de lo dicho, habían también con los trabajos caído enfermos no pocos de los neófitos, y los demás apenas se podían tener por la falta de alimento.

Con todo eso pasó adelante, á dos jornadas distante de la última Ranchería de los Cucarates, le suplicaron algunos Orerobates y Morotocos torciese algún tanto el camino y fuese á tres Rancherías de su nación á reducir á aquellos sus paisanos al conocimiento del Dios verdadero.

Condescendió con ellos de buena gana el santo varón, y dando orden al resto de su comitiva que le esperasen junto á los Cucarates con solos algunos pocos dió la vuelta hacia las dichas Rancherías, y en menos de dos días entró en aquellas tierras donde no halló ni aun una sola alma, porque la carestía había obligado á los paisanos á esparcirse por los bosques en busca de comidas; por tanto, fueron tras ellos los cristianos sin perder tiempo; mas los infieles, juzgándolos, ó enemigos ó indios Chiquitos, de quien se temen en gran manera, huyeron, hasta que desengañados, por haberse dado á conocer los nuestros, se pararon.

Pero fué en vano hablarlos de que se hiciesen cristianos, porque no venían bien en abandonar su nativo suelo y tomar casa en otro paraje, y de otra manera no podían ser doctrinados en las cosas de la fe y admitidos al santo bautismo; por cuya razón, viendo el P. Zea que no era aún llegado el tiempo para su conversión, dió la vuelta en busca de sus compañeros; mas no le salieron en vano sus fatigas, porque corriendo por algunas Rancherías ya desiertas, halló allí poco más de setenta almas que redujo con facilidad á la fe, y dejándolas al cuidado de algunos de sus neófitos que las guiasen y condujesen hasta San Joseph, alegrísimo el siervo de Dios de haber en tres días sacado de las garras del demonio tantos infieles, llegó junto á la última Ranchería de los Cucarates, donde le esperaban sus compañeros, á los cuales el espíritu maligno había puesto en el corazón tal desesperación del éxito feliz de aquella empresa, que por más que los animó no pudo jamás conseguir con ellos que pasasen adelante; y ¿qué podría hacer él solo si faltaba por romper otro bosque semejante al pasado?

Detenerse aquí, y con el ayuda de otros infieles penetrar á los Zamucos era imposible, porque todos, al ver á los Chiquitos, se habían retirado muy adentro.

Por tanto, con increíble sentimiento y dolor de su corazón, se vió obligado á volver atrás y diferir la empresa hasta el año siguiente:

Mas el celo de las almas y de la mayor gloria de Dios, que estimulaban al Apostólico Padre á proseguir lo comenzado, no le dejaron esperar á que abriese el tiempo, y aunque de las continuas lluvias que caían estaban anegadas las campañas, resolvió exponerse segunda vez á los riesgos y peligros pasados.

Cuáles y cuántos fuesen, no lo refiere el Padre por extenso, pero sí explica lo bastante para comprender el valor y aliento que tenía en los negocios del servicio de Dios.

«Lo mismo (dice) era tratar de esta Misión que tocar al arma el infierno para deshacerla, romper el aire con furiosas tempestades y mover en la tierra persecución aún más terrible; porque unos me persuadían á que era temerario atrevimiento esta empresa y que no había de salirme bien con los esfuerzos humanos. Otros, con más errado juicio, decían que se perdía inútilmente el tiempo y el trabajo en la conversión de pocos cuando había cerca tantos países donde á menos costa se ganaría para Dios muy grande multitud de almas.»

Así nos pinta, como en bosquejo, los esfuerzos de los hombres y de los demonios para apartarle de sus intentos; mas todo se desvaneció, porque cuando Dios le llamaba, ni persuasión de razones, ni terror de peligros, ni embarazos que se le atravesasen, eran poderosos para apartarle de sus intentos.

Llamó, pues, un día á doce de los más fervorosos cristianos, y de igual ánimo en los peligros, y con gran copia de razones les exhortó á que quisiesen ser sus compañeros en aquella empresa, diciéndoles que en el cielo les daría Dios el galardón de lo que por su amor padeciesen; que debían procurar el bien de los otros y moverse á compasión de tantas almas oprimidas de la tiranía del demonio, de quien ellos, por la misericordia divina, habían sacudido el yugo; que no se espantasen de los trabajos y riesgos que se les ofrecían porque corría por cuenta del cielo el librarlos de ellos; fuera de que él sería el primero en exponerse á los peligros y ellos en su seguimiento vendrían pisando sus huellas; él tantearía primero los vados de los ríos, se arrojaría por los pantanos, echaría mano del hacha, y si osasen acometerlos los bárbaros, él se ofrecería á servirles de escudo.

Esto y más les dijo este generosísimo propagador de la ley de Dios, con grande energía de espíritu, porque de suyo era elocuentísimo. Y á la verdad era necesaria tal eficacia en sus palabras para que sus indios perseverasen y pudiesen sufrir tantos trabajos.

Persuadióles lo que quería, y con estos pocos compañeros, en el mayor rigor del tiempo, por Febrero del año siguiente, pasó á reconocer el bosque que faltaba por abrir para entrar en los Zamucos; y pareciéndole cobardía el no poner luego manos á la obra para allanar aquella dificultad, cogiendo una hacha y otras á su imitación los neófitos, comenzó á hacer el camino.

«Por espacio de quince días (dice él mismo en una carta) desde el amanecer hasta puesto el sol, trabajé en desmontar parte de aquella selva, las más de las veces con el agua hasta la cintura, á pie descalzo por entre aquellos espinares, perdiendo á cada paso el camino, porque la violencia del agua nos llevaba de una parte á otra.»

Trabajando con este tesón llegaron hasta la mitad del bosque, donde conoció el santo varón que de aquella manera no tanto se habían de sufrir trabajos y vencer dificultades, cuando contrastar poco menos que un imposible; pues fuera del riesgo que había, de que creciendo un poco más el agua quedasen todos anegados, no tenían un palmo de tierra donde reposar de noche, y la molestia y enfado de los mosquitos era más insufrible que estar debajo del agua; por esto se vió precisado á volver atrás hasta que se serenase el tiempo y tomasen nuevo vigor y aliento sus compañeros, aunque el Venerable Padre, á quien los consuelos del cielo infundían tanto ánimo y valor en tantas angustias, que el celo de las almas le hacía casi insensibles todos los trabajos.

Llegaron todos sanos y salvos el Sábado Santo á la Reducción de San Juan Bautista, habiendo gastado más de cuarenta días en el viaje.

Al siguiente día de Pascua de Resurrección trató el P. Zea de ajustar las paces y reducir al conocimiento de Dios los Carerás, para limpiar de esta manera el camino de peligros y encuentros con aquellos caribes, que causaban no poco terror á los pasajeros y servían de embarazo á la dilatación de la santa fe.

Son estos Carerás de la misma lengua y nación que los Morotocos, con los cuales poco antes habían roto la paz por litigios y contiendas que tenían entre sí, y se habían seguido, de ambas partes, muchas muertes y ruinas, hasta que cansados de pelear y hacer guerra los Carerás enviaron mensajeros á los Morotocos para volver á su antigua amistad; pero contra todo el derecho de las gentes, dieron éstos inhumanamente la muerte á dichos mensajeros.

Irritó tanto esta alevosía á los Carerás, que se conjuraron para destruir á los Morotocos, sin dar cuartel á ninguno de ellos; antes bien, haciendo pedazos á cualquiera que caía en sus manos, y celebrando con sus carnes banquetes de cruelísima alegría.

A domesticar, pues, estas fieras y reducirlas al rebaño de Cristo se partieron ciento y sesenta indios cristianos del pueblo de San Joseph, y entrando en su Ranchería, procuraron introducir tratados de paz; mas los Carerás, sin querer dar oídos á estas pláticas, se pusieron luego en arma, y del primer golpe mataron un indio cristiano é hirieron á otros dos.

 

Los neófitos, entonces, ofendidos, dieron sobre ellos, disparándoles una tempestad de flechas, de que muchos quedaron muertos: irritados, los que pudieron, escaparon, y sólo se recogieron dieciséis de la chusma, que traídos á San Joseph, se redujeron á nuestra santa fe.

Los fugitivos, en varias ocasiones, quisieron matar al P. Zea; mas Dios, que le guardaba, le libró siempre, de varias maneras, de su furor y crueldad.

Mientras sucedía lo referido con los Carerás, se estaba disponiendo el infatigable Misionero para llevar al cabo y conseguir el fin glorioso de tan trabajosa empresa; para la cual, escogiendo segunda vez algunos cristianos de más valor y fuerzas, partió á fines de Mayo de 717, y llegando al lugar de sus sudores, se puso luego con mayor brío á cortar árboles y á allanar la tierra, facilitando este trabajo y fatiga la esperanza de feliz suceso.

Parecía casi imposible quitar aquel embarazo; pero nada le es inaccesible, nada duro de vencer, á quien ha ofrecido su espíritu á Dios, y á los prójimos su vida en obsequio de la caridad.

Al cabo de veinte días se llegó á abrir del todo aquel impenetrable bosque, y á los 12 de Julio llegó á la primera Ranchería de los Zamucos.

Estos, á quienes había llegado antes la fama de su venida, le festejaron con demostraciones de extraordinaria alegría; cercáronle todos en rueda, y los varones todos, uno por uno, le fueron besando la mano; querían hacer lo mismo las mujeres; mas el santo varón que se deshacía todo en lágrimas de consuelo, les dió á besar la imagen de la Virgen santísima, que traía en la mano.

Cumplimentaron después á los neófitos, abrazándoles en señal de paz y de amor, y les alojaron en sus casas, dándoles parte de la pobreza y escasez del país.

El día siguiente juntó el pueblo en la plaza, les dió razón y juntamente una breve noticia de Dios, de su santa ley, y los preguntó si querían que los Misioneros viniesen á predicarles allí la fe de Jesucristo, y enseñarles el camino del cielo.

Respondieron ellos que había mucho tiempo que lo deseaban, y el no ser ya cristianos era porque no tenían quién les explicase los misterios de la fe que habían de creer, ni los mandamientos que debían observar.

– Pues si es así – añadió el Padre, bañado en alegría – es necesario levantar primero iglesia á vuestro criador y señor, y que os juntéis todos en un pueblo.

A esta propuesta se levantaron dos caciques principales, diciendo que lo harían de buena voluntad, mas no allí, sino en mejor sitio, y que juntarían luego al punto toda la gente del contorno para fundar una reducción numerosa.

Entre tanto hizo el P. Zea enarbolar una cruz en un alto, y puestos todos de rodillas delante de ella, la adoraron; y entonadas las letanías de la Virgen, puso aquel pueblo debajo del patrocinio y tutela de nuestro Padre San Ignacio, cuya advocación le dió.

Hubiérase quedado allí de buena gana para dar calor á la buena voluntad de los Zamucos si hubiera llevado consigo los ornamentos sagrados y el altar portátil, aunque le fuese forzoso sufrir muchas incomodidades, y no tener otra cosa para comer que agua y algunas raíces de yerbas silvestres; por esta causa se hubo de despedir de ellos y volverse por entonces con igual sentimiento y dolor del que se partía y de los que se quedaban.

A la vuelta tuvo ocasión oportuna de ganar para Cristo á cien indios de varias naciones Zinotecas, Japorotecas y Cucarates que se trajo consigo á la Reducción de San Juan Bautista, en donde mientras se estaba disponiendo de nuevo para volver á sus Zamucos, recibió orden de nuestro Padre General Miguel Ángel Tamburini, de que tomase á su cargo el gobierno de provincia; á que obedeció prontamente, no sin incomparable dolor de su corazón.

Y porque con esta ocasión murió al bien público de estas misiones, dejando después de dos años poco menos, la vida en el empleo de Provincial, haremos aquí una breve relación de los méritos que partiéndose de aquí llevó consigo al Paraguay, para ejemplo de los súbditos, y después al cielo, para recibir la corona debida á los operarios apostólicos.

Fué el P. Juan Bautista de Zea, natural de Goaze, lugar de Castilla la Vieja, en donde nació á 18 de Marzo de 1654.

Aquí aprendió los primeros rudimentos de la gramática, aunque por la calidad del lugar y de los maestros, aprovechó más en la devoción que en las letras, creciendo no menos en la virtud que en los años.

Para estudiar las ciencias mayores pasó á la Universidad de Valladolid, donde dió buenas muestras de ingenio en las ciencias especulativas, pero mucho más en la de los santos.

Sobresalía en él una modestia virginal, una inocencia de costumbres tan cristianas como amables, un desprecio grande de las cosas del mundo, y un no gustar de otra cosa que de Dios y de su alma.

Poco era menester para que quien estaba tan despegado de los afectos de la carne y sangre se rindiese á la voluntad divina que le llamaba á la Compañía, en que á 13 de Agosto de 1671 le recibió el doctísimo P. Diego de la Fuente Hurtado, el cual descubriendo con luz soberana, y anteviendo los fines á que Dios tenía destinado al nuevo Jesuita, pronosticó de él cosas grandes en el servicio de Dios y aumento de la santa Iglesia, y de allí adelante le amó siempre y le veneró como á santo.

Apenas el hermano Zea se vistió la sotana de la Compañía, cuando haciéndose cargo de las nuevas obligaciones que con ella había contraído, procuró dar á ellas entero cumplimiento; y como si empezara de nuevo el camino de la virtud, se miraba en las virtudes de sus connovicios, observando cuanto en ellos era digno de ser imitado para copiar en sí mismo la perfección de todos.

Dándosele para leer y considerar nuestras reglas, se las puso delante como modelo, á que se arregló perfectamente en lo interior y exterior.

Tuvo muy poco en qué vencerse para entregar del todo su corazón á Dios, no queriendo ni amando, ni pensando en otro bien que en Su Majestad; y testifica sujeto que le conoció estudiando la filosofía, que habiéndole dado los Superiores el cuidado del reloj de casa, se estaba sólo en un aposento bien incómodo sin salir de él sino obligado de las funciones escolásticas ó domésticas.

Aquí todo el tiempo que le sobraba de las tareas del estudio lo daba á Dios, y rarísima vez á los hombres, porque usaba muy poco de su conversación, y esto solamente cuando lo pedía la obligación.

Pasó después á estudiar la teología á Salamanca, y á este tiempo corrió la noticia por las provincias de España de haber llegado á Cádiz los PP. Cristóbal de Grijalva y Tomás Dombidas, procuradores del Paraguay, y poniéndose á considerar sobre la conversión de los idólatras y el extremo desamparo en que están innumerables pueblos del Occidente, dilatado campo en que ofrece copiosísima mies á muchos operarios Evangélicos, si hubiese muchos que despreciando las comodidades propias atendiesen á la eterna salvación de las almas; se le encendió el corazón en deseos de ser uno de los escogidos á quien tocase la suerte de ser señalado para la Misión de la dilatadísima provincia del Paraguay; por tanto puso luego todo empeño en alcanzar licencia de sus Superiores, los cuales sintieron mucho su petición, porque por una parte no querían privarse de él, y por otra no querían oponerse á la voluntad de Dios, conocida claramente en su vocación, prevaleció finalmente la América, y la abandonada gentilidad del Paraguay: por lo cual, nuestro Zea, contento y alegrísimo se partió de su provincia de Castilla, á quien como hijo profesó siempre tiernísimo afecto; y sus condiscípulos le siguieron con el corazón, conservando su dulcísima memoria; singularmente se esmeró en esto su maestro en la filosofía el P. Baltasar Rubio, confesor que fué de la serenísima reina de España doña María Luisa de Saboya; éste le siguió con el afecto; con sus oraciones y con sus cartas pues cuando se ofrecía ocasión siempre le escribía, por tener del P. Zea subido concepto, como en ellas lo manifestaba.