Za darmo

Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Hasta aquí la relación de los indios.

Apenas llegó el P. Arce á San Rafael, cuando sin tomar algún descanso para recobrarse, por consejo del P. Superior, se puso en camino hacia la laguna Mamoré, cuyo camino, aunque más corto, era semejante al pasado.

Llegado allá hizo las diligencias posibles para encontrar al P. Blende y el barco; pero fué en vano; porque éste, después de haber esperado mucho tiempo, se había partido, obligado de la violencia de sus compañeros.

A este tiempo recibió una carta del P. Vice-Provincial en que le avisaba que le esperase, porque quería embarcarse.

Respondióle el P. Arce que se detuviese su Reverencia en San Rafael, que él en una canoa iría á los Payaguás, de quien por haberse ya ganado su ánimo y afecto, se prometía que le conducirían á la Asunción, de donde por Abril del año siguiente, volvería para llevarle.

No esperó la respuesta el P. Provincial, sino que se puso luego en camino hacia el Mamoré, acompañado del P. Zea, que después de cinco meses de trabajosas Misiones en aquellos desiertos, se ofreció á servirle de guía; y lo que causa más admiración es que estaba resuelto, si no estuviese pronto el barco del P. Arce, á hacer algunas canoas y conducir en ellas al P. Vice-Provincial hasta la Asunción, por medio de tantos peligros y enemigos.

Mas Dios Nuestro Señor aceptó los deseos del P. Vice-Provincial para premiarlos, pero no la ejecución, porque hubiera caído en manos de aquellos bárbaros, que á su antojo le hubieran hecho pedazos.

Apenas habían caminado treinta y tres ó treinta y cuatro leguas, cuando cargaron tantas lluvias y hallaron tan profundos pantanos, que no pudieron pasar adelante, sino con evidente peligro de quedar allí anegados, como dijeron algunos Guaranís que traían al P. Vice-Provincial.

CAPÍTULO XVII

Son muertos de los Payaguás los Padres Joseph de Arce y Bartolomé Blende y se da una sucinta relación de sus virtudes

Después que el P. Arce se apartó del Padre Blende para encontrar por tierra las Misiones de los Chiquitos, esperó éste dos meses en aquel paraje resuelto á no partir de allí hasta tener primero noticia de su compañero; pero dos españoles que estaban con el P. Blende, el uno, piloto, y el otro capitán de la gente, disgustados mucho antes con el P. Arce porque les había prohibido la compra de esclavos, comenzaron á enfadarse de tan larga detención, y con verdaderas ó aparentes razones, hicieron instancia al P. Blende para que se volviesen.

Al principio se negó resueltamente, exhortándoles á sufrir aquellas incomodidades y trabajos por amor de Dios; mas no cesando las palabras, los lamentos, las quejas y aun también las amenazas de dejarle sólo á la discreción de tantos bárbaros que habitaban á lo largo de la costa, le fué necesario condescender con ellos.

Entendida esta resolución por Quatí, cacique de los Payaguás, se fueron tras ellos, así él como sus vasallos, con intención de vivir en las Reducciones de los Guaranís, y hacerse cristianos; mas reconociendo que entre los suyos había aún algunos, cuyo caudillo era un cristiano apóstata llamado Ambrosio, que estaban obstinados en vivir á su libertad, y eran los familiares del demonio y hechiceros, determinó apartarse de ellos é irse adelante con su chusma en sus canoas, que son ligerísimas.

Persuadió también á otros de su nación, confinantes con la ciudad de la Asunción que siguiesen su resolución, y todos juntos, alegres y contentos prosiguieron el viaje.

En este estado se hallaba la conversión de estas almas tan perdidas y todos esperaban feliz suceso, si el enemigo común no hubiera malogrado los intentos por medio de aquellos pérfidos apóstatas.

Alegre, pues, el santo varón, y contento con la ganancia que le parecía haber logrado, dió fondo al ponerse el sol, junto á una barranca, llamada Tare, á donde aquellos traidores le vinieron á visitar, dando fingidas muestras de amor y arrepentimiento.

El Padre, que no deseaba otra cosa, los recibió con aquel afecto con que amaba el bien de sus almas, y procuró, con todas las industrias de un celo Apostólico, confirmarlos en aquellos buenos propósitos.

Los Payaguás, para disimular mejor su traición, le suplicaron que llevase su chusma en el barco, que ellos le seguirían en sus canoas.

Levantóse un viento fresco, y el barco se adelantó tanto á las canoas, de suyo velocísimas, que apenas en tres días le pudieron dar alcance, estando continuamente los bárbaros recelosos de que se les desvaneciesen sus intentos; y por no exponerse á riesgo de perder el lance, se metieron todos en el barco, con pretexto de que el Padre les diese alguna comida.

El primero que entró fué un mancebo llamado Cotaga, hijo de un grande hechicero, al cual tenía el Padre grande afecto, y por ganarle la voluntad le sentaba siempre á su lado.

Este, pues, entró y se puso junto al Padre, como solía; otro se puso al lado de un español que gobernaba el timón, y echando la vista á una hacha ó destral, que estaba allí cerca, se sentó sobre ella disimulado, y haciéndose señas el uno al otro, el que escondía la hacha echó mano de ella con gran destreza, y tirándole al piloto, de un golpe le cortó la cabeza.

Al mismo tiempo Cotaga se echó sobre el Padre para que no tuviese lugar de defenderse; y el otro con un recio golpe le partió por medio la cabeza, y viéndole aún palpitar, le descargó con más furia el segundo; luego los otros traidores acometieron á los neófitos, y en poco tiempo les dieron cruel muerte; y á un indio llamado Francisco Guarayo, que ayudaba á misa al Padre, le mataron á lanzadas.

Después, saltando de alegría por esta feísima traición, les cortaron á todos las cabezas y pusieron tendidos los cadáveres en la orilla de una isla que allí hacia el río poniendo en medio de todos al del dichoso P. Blende; pegaron fuego al barco para quitarle la clavazón de hierro; y de los ornamentos y demás alhajas sagradas destinadas para la nueva iglesia de los Chiquitos, después de escarnecerlos y ultrajarlos, las hicieron pedazos, tomando cada uno la parte que le cupo de tan impío botín y sacrílego despojo.

No quedaron satisfechos estos enemigos de Dios y de su ley con tan horrenda traición; antes tomando de ellas más ánimo, instigados del demonio y de los hechiceros, se previnieron al último acto de la tragedia con la muerte del P. Arce para apartar de sí á quien les reprendía sus bestiales costumbres, é impedir juntamente que los de su nación no abrazasen la santa fé, por lo cual se pusieron á espiar por dónde había de pasar el Padre.

Este, pues, no habiendo podido encontrar el barco, habiendo compuesto lo mejor que pudo una pequeña embarcación, se embarcó en ella con trece neófitos, sus fidelísimos compañeros en tantos riesgos y peligros, al principio de Diciembre.

Caminó prósperamente por muchos días, hasta que llegó á aquella isla en cuya playa yacían tendidos los cadáveres, y observando que eran cuerpos recién muertos, saltaron en tierra los indios y reconocieron que eran sus compañeros.

Qué sentimiento y lágrimas de consuelo causó en el santo varón el ver martirizado á su compañero, y por otra parte qué dolor tendría de haberle perdido, esto más fácil es discurrirlo que explicarlo; abrazóle, bañóle en lágrimas de santa envidia, y le hubiera de buena gana llevado consigo, á haber sido capaz de ello la embarcación.

No sabía aún que Dios le quería dar en breve, con semejante corona, el galardón de tantos trabajos y fatigas sufridas por acrecentar su gloria y el bien de las almas.

Viendo esta carnicería los neófitos, le dijeron:

– Padre, demos la vuelta, porque los Payaguás están enconados con nosotros y nos matarán, como lo han hecho con los demás.

– Eso no – respondió el Padre – porque estamos ya muy distantes: Dios será con nosotros, pues que por su amor nos hemos puesto en camino.

Querían, á lo menos los indios prevenir las armas, y nuestros Guaranís sus mosquetes. Ni aun esto les permitió, diciendo que quería morir por Cristo, y les exhortó con palabras ardientes á sacrificar á Dios sus vidas, diciéndoles:

– Si nuestros trabajos y sudores no han sido suficientes para conducir al fin deseado esta empresa, lo supliremos á lo menos con la sangre; que no podían hacer obra más agradable á Dios ni á sí mismos más provechosa, que perder la vida en testimonio de aquella fe que profesaban; que no perdiesen aquella corona que se les ofrecía y que tantos andaban buscando sin tener la suerte de encontrarla; y que se verían en breve eternamente felices en el cielo, con sólo ofrecer de buena voluntad sus cabezas á las macanas de los Payaguás.

Con este razonamiento se animaron aquellos buenos cristianos á no hacer caso de su vida temporal é imitar el ejemplo y valor del santo Misionero.

Pasaron un poco adelante, cuando de repente cayeron en las celadas de aquellos malvados, los cuales saliendo con presteza al encuentro, al primer lance aferraron la embarcación y la llevaron á tierra; el primero que entró en ella fué aquel maldito indio Cotaga, que llegándose al P. Arce, le sacó á la playa echándole con ímpetu en el suelo y fué menester muy poco, porque estaba ya consumido de fuerzas y sólo se tenía en pie en cuanto el aliento y fervor de su espíritu le daban ánimo y vigor; sacó luego su macana aquel sacrílego infiel, y le dió tan fiero golpe en la cabeza que le quitó al punto la vida, sin poder decir otra cosa, sino:

– Hijos míos, muy amados, ¿por qué hacéis esto?

A este tiempo en la ciudad de la Asunción el R. P. M. Fr. Joseph de Zerza, comendador del convento de Nuestra Señora de la Merced, amigo muy íntimo del siervo de Dios, por haber sido su discípulo en la filosofía, le vió entrar en su celda y le dijo con tierno afecto:

– Hijo, encomiéndame á Dios, porque me hallo en grandes angustias.

 

Esto sucedió poco antes que le matasen, según el cómputo que después se hizo; por lo cual el día siguiente ordenó á sus súbditos que dijesen la misa por su intención; y se vió obligado á descubrirles la causa por el semblante pálido y descolorido que tenía.

Después de haber aquellos malvados cometido esta bárbara traición, dieron sobre los compañeros del P. Joseph, los cuales, movidos ya, de sus palabras, y mucho más de su ejemplo, se dejaron matar sin la menor resistencia, haciendo este acto de generosidad y mansedumbre, cuando tan fácilmente, aunque tan pocos, se podían defender á sí mismos y al Padre con los mosquetes que traían.

Mas no quiso Dios que muriesen todos, para que tuviésemos noticia de la felicísima suerte de estos dos operarios Apostólicos; á algunos, pues, dejaron con la vida, bien que condenados á esclavitud perpetua.

Los matadores transportaron el cuerpo del P. Arce á la otra banda del río, y le entregaron á los Guaycurús, que también habían echado leña al fuego, y tenido parte en este cruel delito.

Tomaron éstos el cadáver del santo mártir y se enfurecieron contra él con grande inhumanidad, hiriéndole con sus lanzas, y sólo desearon ensangrentarse más cuando ya no había qué maltratar y herir.

Aquel apóstata Ambrosio, que había sido la causa principal de esta impiedad, despachó luego algunos de sus cómplices á avisar de lo sucedido á la gente que iba á Nuestras Misiones de los Guaranís á alistarse en el número de los fieles.

Apenas lo supo Quatí, el cacique principal de todos, y el más fervoroso en el deseo de recibir el santo bautismo, cuando saliendo de sí de dolor, dió la vuelta con todos sus vasallos para vengar las muertes de los Padres.

Los delincuentes, viendo que no se podían escapar de la furia de aquel valeroso cacique, llamaron en su favor á los Guaycurús; pero con todo eso los acometió Quatí con grande valor, y á la primera embestida mató á no pocos de los cómplices; los otros, no pudiendo resistirle, se entraron huyendo por las selvas, y por mucho tiempo no osaron salir de ellas; por lo cual todos los días este cacique daba en rostro á los menos malos con tan enorme delito, diciéndoles que ¿á qué fin habían quitado la vida á los Padres que tanto bien les hacían y los querían tanto? que se fuesen á los Mamalucos y viesen si ellos los trataban mejor.

Dejaron los traidores en su fuga los ornamentos del altar y otras alhajas sagradas, que, aunque profanadas y hechas pedazos, las recogió Quatí para restituirlas, porque todavía mantenía su buen deseo de ser cristiano; mas éste al fin se desvaneció por haber algunos caciques de su nación, confinantes con la Asunción, roto las paces con los españoles.

Ha sido bien particular la providencia que Dios ha tenido para darnos noticia de todos estos sucesos.

Había ya poco menos de dos años que no se sabía el fin de estos dos Apostólicos operarios, por lo cual estábamos sobre manera afligidos y desconsolados.

Creían algunos que, viéndose imposibilitados á volver á la Asunción, se habían internado por el país á predicar en él la santa ley de Dios; y era fundamento para este juicio el celo insaciable de entrambos, pues á donde quiera que se les ofreciese ocasión de predicar, iban aun á costa de grandes sudores y trabajos; otros discurrían mejor que habían sido muertos por los Payaguás, ó á lo menos hechos esclavos.

Y en carta que he visto escrita de la Asunción de 30 de Abril de 1717, escrita después del castigo de muerte que se dió á los Payaguás dichos, se decía corría por cierto en aquella ciudad que había muerto sólo el P. Arce, y al P. Blende le tenían los mismos Payaguás cautivo con algunos de sus indios, y que al piloto español le habían vendido á los Guaycurús.

Quiso Dios al fin consolarnos con noticia cierta del felicísimo arribo de estos dos Misioneros al puesto de la bienaventuranza, con una muerte tan gloriosa.

Fueron, pues, testigos de vista de todo lo sucedido, cuatro cristianos, compañeros del P. Arce, cuyos nombres eran: Joseph Mazzabis, Jacinto Poquibiqui, Pablo Tubarí y Pedro Melchor Guarayo, que habiendo estado esclavos de los Payaguás, fueron rescatados por los Padres en el primer viaje, y en este los había llevado consigo el Padre para intérpretes de aquella lengua.

Estos ahora también quedaron esclavos segunda vez de los Payaguás.

Los cuatro, pues, con una india, de nación Asionés, también esclava, por el mes de Enero de 718, se salieron de entre los Payaguás, con pretexto de ir á buscar algunas frutas silvestres, llamadas motaquís, y dejándolos descuidar, cogieron dos canoas y se dieron á la vela, vogando con la fuerza que les daba el deseo de la libertad y el temor de ser alcanzados de sus cruelísimos dueños.

Navegaron cosa de doscientas leguas hacia la laguna Mamoré, donde, dejadas las canoas, se metieron por la espesura de los bosques para no caer en manos de los Guaycurús; y tomando el camino hacia el pueblo de San Rafael de los Chiquitos, consumidos de los trabajos y de la hambre, llegaron, con mucha dificultad al dicho pueblo, y dieron las noticias que yo aquí he referido.

Ya es tiempo de dar alguna noticia de estos dos celosísimos Misioneros para ilustrar esta historia con la relación de su vida y virtudes, bien que será con toda concisión.

Nació el P. Joseph de Arce á nueve de Noviembre del año de 1651, en la isla de la Palma, una de las Canarias.

Sus padres, no menos ilustres en la sangre que en la piedad, le criaron en el santo temor de Dios y devoción á la reina de los Ángeles; y descubriendo en él una índole que prometía grandes esperanzas para los adelantamientos de su familia, le enviaron en edad tierna á la Universidad de Salamanca, donde con la cultura de las ciencias se hiciese apto para conseguir alguna dignidad eclesiástica ó secular, según el estado que eligiese.

Mas Dios Nuestro Señor que muchísimas veces se vale de los intereses humanos, para lograr mejor el fin de su eterna providencia, se sirvió de la ida de nuestro Joseph á aquella Universidad para llamarle á la Compañía y después al Apostolado en las Indias.

Ponía empeño en el estudio de las letras, con la mira siempre á lo que el mundo promete y después no cumple; pero como más por disposición ajena que por voluntad propia, había puesto sus esperanzas en las cosas caducas y perecederas, tuvo poco que hacer en él el desengaño; pues considerando los innumerables que llenos como él de esperanzas se habían alistado en las banderas del mundo y no habían alcanzado más premio, después de sus trabajos y fatigas, que quedar desvanecidos y burlados sus intentos, se persuadió á que lo mismo le sucedería á él, si mal aconsejado tomase su partido; pero que si ofreciese sus sudores y trabajos á Dios en el camino de la virtud, lograría, por premio, la gloria.

Estas y otras reflexiones le alumbraron no poco el entendimiento, y encendieron la voluntad en el amor á las cosas del alma, de Dios y de la eternidad, hasta que labrando interiormente el Espíritu Santo con su gracia en su corazón este desengaño, le trocó totalmente en otro hombre; y así, resuelto á ser religioso, se sintió llamar eficazmente á la Compañía; y como ya estaba descarnado de las cosas del siglo, fácilmente obedeció á las inspiraciones del cielo, y recibido en la Compañía en el mismo Colegio de Salamanca, á los 3 de Julio de 1669, pasó luego á tener su noviciado en Villagarcía.

Apenas nuestro novicio puso el pie en aquella santa casa, cuando, como árbol escogido, trasplantado junto á las corrientes de las aguas de la gracia, comenzó á dar frutos de todas las virtudes.

Estaba entonces en los dieciocho años de su edad, y era de natural ardiente y vivo; mas sujetó y rindió tanto esta viveza desde los primeros meses de noviciado, que no dejó pasión que no domase, regla que no observase, virtud que no practicase, ajustándose muy desde luego perfectamente al modelo y nivel de nuestras constituciones.

Cumplido tan santamente su noviciado, pasó á los estudios mayores, donde juntando el fervor y devoción con las ciencias, concibió ardientes deseos de consagrarse á Dios más estrechamente en las Misiones de las Indias y seguir más de cerca las pisadas del glorioso apóstol San Francisco Xavier.

Para el cumplimiento de sus deseos le ofreció ocasión muy oportuna la venida á Europa del P. Cristóbal de Altamirano, Procurador general de la provincia del Paraguay, á cuyo cargo estaba llevar sujetos de la Compañía que conservasen y dilatasen la fe en aquellas dilatadas provincias.

Consultó primero este negocio en la oración con Dios y con su grande abogado San Francisco Xavier, y luego manifestó sus deseos á los Superiores, pidiéndoles con mucha instancia le diesen licencia para pasar al Paraguay.

Nuestro Padre general Juan Pablo de Oliva, sabiendo la santa y loable costumbre de las provincias de España, en no retener en Europa los sujetos que Dios escoge para predicadores de su santo nombre en el Nuevo Mundo, remitió la licencia á arbitrio del P. Provincial de la provincia de Castilla, que á la sazón lo era el P. Pedro Jerónimo de Córdoba, á quien pareciéndole ser el hermano Arce joven de quien se podía esperar mucho fruto en la conversión de los indios, por su modo de vida ajustada y conforme al espíritu de la Compañía, sin haber jamás descaecido un punto en la carrera de la perfección, aun en el tiempo más peligroso de los estudios, le destinó luego prontamente para esta provincia.

Llegó á Buenos Aires el año de 1674, habiéndose portado en toda la navegación con grande ejemplo y edificación; y fué tal el que dió de su porte religioso en aquel puerto, que he oído á un sujeto, que ahora es de la Compañía y entonces era seglar, que no se cansaba de mirarle cuando salía fuera del colegio y se iba tras él sin acabar de admirar su silencio, recogimiento y compostura exterior y una modesta alegría que manifestaba en su rostro el espíritu del Señor, de que estaba lleno su corazón.

Cuál fuese después en las Indias, no me parece lo podré declarar mejor ni con prueba más cierta y convincente, que con el universal sentir de toda esta provincia, que le acomodó aquellas palabras copiossisime Sanctus, con que San Agustín epilogó las virtudes de su grande amigo San Paulino, fundado este concepto tan alto en el grande celo, humildad profundísima, ardientísima caridad, trabajos apostólicos, desprecio de sí mismo y de su vida y otras heroicas virtudes, que conservó invariablemente en el largo espacio de cuarenta y uno ó cuarenta y dos años que aquí gastó en servicio de Dios y provecho de las almas.

No repetiré aquí sus fatigas en las provincias de Chiriguanás, de Chiquitos y de los Guaranís y en el descubrimiento del río Paraguay, las conversiones que allí hizo, las iglesias que fundó, las repetidas veces que estuvo en peligro de perder la vida, el trabajo en aprender con excelencia tantos bárbaros y diferentes idiomas, Chiquito, Quichuo, Guaraní, Chiriguaná y Payaguá; sus continuas tareas en provecho de las almas y aun de los cuerpos de los infieles y neófitos, las grandes y molestísimas persecuciones que por esta causa padeció, hasta llegar á ser mortificado y reprendido públicamente como hombre sin prudencia y sin juicio.

Sólo diré algo de otras virtudes suyas; y en primer lugar se ofrece luego á la vista aquella admirable concordia que tuvieron en el Padre Joseph de Arce los empleos de Marta y María; esto es, la vida activa y la contemplativa, las ocupaciones exteriores en servicio y ayuda de los prójimos, y la interior y estrecha unión con Dios.

Lloran continuamente los Misioneros y se desconsuelan mucho viendo que después de haberse empleado todo el día en provecho de los neófitos, sin tener el menor descanso, después, entrada la noche, apenas pueden recogerse á solas con Dios un rato.

Mas el P. Arce, después de sus ordinarias ocupaciones en ayuda de los prójimos, luego que se ponía en presencia de Dios en la oración, estaba tan dentro de sí, que todo lo que no era Dios lo dejaba lejos de sí; y sé de persona fidedigna, testigo de vista, que le veía orar delante del Santísimo Sacramento, que observaba en el Padre tan devota compostura, y tal inmovilidad de cuerpo y de sentidos, que le compungía no poco y ayudaba para atender con mayor devoción á este santo ejercicio; bien que su orar y estar en la presencia de Dios, no se reducía á horas determinadas, sino que jamás perdía de vista aquel infinito bien, de suerte que estaba todo en lo que hacía, y todo en aquél por quien lo hacía, no solamente obrando por amor sino amando en el mismo obrar; y cualquiera que fijaba en él los ojos lo conocía manifiestamente.

Por tanto, no conociendo él en todo el mundo, belleza digna de amar, ni bondad á qué aficionar aún el más mínimo de sus deseos, sino mirando en sólo Dios, que era siempre para él todo lo amable por su belleza y todo lo apetecible por su bondad, se olvidó y perdió de vista todas las cosas de la tierra y aun á sí mismo; cátedras, púlpitos y cualquier otro oficio honorífico de los que tal vez suelen estimar los menos desengañados en el pequeño mundo de la religión, eran para el P. Arce cargas insufribles, y por eso, como vimos, no acabó de llorar y de hacer instancias á los Superiores, hasta que le descargaron de la ocupación de leer las Facultades mayores en la Real Universidad de Córdoba de Tucumán.

 

Y para que más pleno concepto se haga de lo que se despreciaba á sí mismo, referiré sólo un caso, digno singularmente de tenerse en eterna memoria, y lo he sabido de sujetos de la Compañía, que fueron testigos de vista.

Tenía aventajado talento de púlpito el Padre Joseph, y por esto se le había encargado predicase sobre las virtudes de su grande apóstol San Francisco Xavier á un lucido y numeroso auditorio en la ciudad de Córdoba, en el día de la fiesta del santo, que aquí se guarda de precepto; mas el Padre, á quien resultaba no poca honra de aquella función, la quiso convertir toda en provecho propio; por tanto, subiendo al púlpito; se volvió al Ilmo. Sr. Obispo de Tucumán, D. Fr. Nicolás de Ulloa, de la esclarecida orden de San Agustín, y excusándose con protesta de que no tenía habilidad para componer ni decir cosa buena, explicó, con períodos mal formados y peor dichos, algunos puntos de la doctrina cristiana; y no paró aquí su propio abatimiento y desprecio, pues lo que el Padre empezó de su voluntad, otro lo acabó, sin que él lo pensase, con burla; porque cierto mozo, discípulo suyo en la filosofía, saliendo pocos días después al teatro público en traje de bufón, representó al vivo aquella misma acción del púlpito, glosándola de manera que movió á, risa á los circunstantes, con no pequeño desdoro y desprecio del P. Arce.

Estuvo éste tan lejos de sentirse de aquel desmán de su discípulo, que antes, alegrándose sumamente, le dió muchos abrazos y agradecimientos á su injuriador, de lo cual él no poco se compungió, y fué en adelante perpetuo panegirista de sus virtudes.

El vestido que usaba era tan vil y despreciable, y la sotana tan pobre y remendada, que el mendigo más miserable no pudiera vestir más pobremente. Su comida, tan parca y mal guisada, que ni aun los bárbaros, que viven como brutos en las selvas, la hubieran podido aguantar tan largo tiempo; y pasó por las manos de muchos una calabaza, que le servía de olla, escudilla y vaso; de ordinario pasaba con maíz, sin otro aderezo que el que de suyo tiene este desabrido manjar, cocido en agua, y cuando sus enfermedades le obligaban, añadía un pedacillo de carne mal asada.

Concluiré el elogio de este varón Apostólico con un acto que por ventura es el más digno de saberse y que él sólo bastaba para contarle entre los heroes de esta provincia; para cuya inteligencia me es preciso tomar la relación de más lejos.

Habíase roto, no sé por qué causa, la antigua paz y amistad entre los indios Guaraníes y la nación de los Guanoás; los ánimos de éstos estaban tan exasperados, que habían jurado de no dejar con vida á cualquier Guaraní que cayese en sus manos; ni paraba aquí el daño de estas enemistades, sino que amenazaban también la total ruina y destrucción de la floridísima cristiandad del Uruguay y Paraná; porque los Guanoás no permitían que los cristianos, para la manutención de sus pueblos, que no usan otra comida que carne, pasasen el Uruguay á hacer provisión de vacas, de que solían juntar veinte ó treinta mil cada año en las vastísimas campañas que están á orillas del mar Atlántico; por lo cual la hambre y carestía afligía muchísimo á la gente de las Reducciones.

Nuestros Misioneros habían usado de muchos y eficacísimos medios para apagar toda malevolencia y odio entre las dos naciones y reducirlos á su antigua amistad, pero todo había sido en vano.

Quisieron, lo primero, probar si podían convertir á la santa fe á los Guanoás; pero ellos lo rehusaron obstinadamente, dándoles por respuesta la misma razón porque los Jarós eran perdidísimos idólatras; conviene á saber, que el Dios de los cristianos sabía tanto, que no le era nada oculto, y por ser inmenso estaba en todos lugares mirando lo que en ellos se hace; que no querían tener un Dios que tuviese tanta ciencia y los ojos tan abiertos; que en sus bosques y cavernas vivían ellos con más paz y libertad sin tener un síndico ni juez continuo de sus acciones.

No aprovechando este medio, se tomó otro expediente que sólo parecía más concerniente al intento y fué comprar la amistad y benevolencia de la nobleza Guanoá con algunos presentes de cosas ordinarias entre nosotros, mas entre ellos muy apreciadas. Pero ni aún de esta manera se pudo reducir su obstinación á tratado de paz y concordia.

Entre tanto crecía la carestía, lloraban los pueblos y se podía temer con fundamento que la peste ó la desesperación destruyese aquella ilustrísima iglesia. Viendo esto el P. Arce, se ofreció á ir en persona á hablar á los principales caciques de los Guanoás y arriesgar su vida para rescatar de aquellas miserias las ánimas y los cuerpos de tantos millares de cristianos y arrojarse á la furia de la tempestad, para que con sola su muerte se serenase del todo.

Y en la realidad se tenía por cierto había de perder la vida, por las manifiestas señales del odio que nos tenían los Guanoás; por lo cual los nuestros, al darle los últimos abrazos á la despedida, le lloraban como si de cierto fuese á morir.

El, con una serenidad de rostro imperturbable, se puso en camino, pidiendo á Dios aceptase su vida en sacrificio de placación y paz, ó de la manera que más le agradase á su Majestad, y le fué necesario padecer semejantes trabajos, á los que toleró en su viaje á las Misiones de los Chiquitos.

Los bárbaros, admirando la generosidad y grandeza de su ánimo, ó ya fuese por su virtud, de que ellos también hacían grande aprecio, ó por la destreza y eficacia de sus agencias, ajustó por fin tan difícil negocio, se estableció la antigua y mutua paz entre ellos y se remedió la necesidad y hambre de tantos pueblos. Falleció este incomparable varón por el mes de Diciembre de 1715 en edad casi de setenta y cinco años, cuarenta y seis de religión y veintinueve de profesión de cuatro votos que había hecho á los 15 de Agosto de 1686. Fué un trienio Rector del colegio de Tarija, en que promovió mucho la observancia y religiosa nuestros ministerios.

Dejemos ya á este admirable varón y pasemos á dar alguna noticia de su apostólico compañero.

Nació, pues, el P. Bartolomé Blende á 24 de Agosto de 1675 en la ciudad de Bruxas, una de las principales del condado de Flandes, de padres nobles.

Era dotado de excelente ingenio, y para lograrle, empezó á estudiar en su patria las letras humanas y alguna cosa de filosofía; mas llamado de Dios á aprender en la Compañía de Jesús la sabiduría del Evangelio, no tuvo mucho trabajo en obedecer, pues aun en medio de los peligros del mundo, vivía con mucha religión y piedad.

Habiendo vivido en su provincia de Flandes cerca de quince años, alcanzó de nuestro Padre general Miguel Ángel Tamburini licencia para pasar á las Indias, cosa que por largo tiempo había deseado.

Pasó de Flandes á Madrid, donde en su Colegio imperial esparció en breve el olor de su santidad y virtud, y formaron todos universalmente un concepto extraordinario de que era varón apostólico y dotado de aquellos talentos que son necesarios para las Misiones de las Indias; por lo cual, mucho tiempo después de su partida, duró allí fresca la memoria de sus virtudes. De Madrid fué á Cádiz, donde se embarcó á 2 de Marzo de 1710 en los navíos que salían para el puerto de Buenos Aires en compañía de otros ochenta y nueve jesuitas de varias naciones, pero todos de un mismo espíritu, que los conducía de Europa á la América á las fatigas y penalidades de las trabajosas Misiones del Paraguay y Chile.