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Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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Escaparon, por gran ventura, de aquella matanza algunos pocos, los cuales fueron al punto á dar aviso al P. Caballero, que habiéndose quedado sólo en su Rancho, todo absorto en Dios, rezaba el Oficio Divino; y no sufriendo un neófito verle expuesto al estrago de aquellos bárbaros, lo puso sobre sus espaldas para librar su vida con la fuga.

Fué esto en vano, porque no queriendo los traidores se les escapase de entre las manos aquél á quien tanto aborrecían por la ley santa que les predicaba, le siguieron y le clavaron una flecha en las espaldas.

Sintiéndose el Padre mortalmente herido, pidió al neófito que lo dejase allí; y clavando luego en tierra una cruz, que llevaba en las manos, se puso de rodillas delante de ella ofreciendo la sangre que derramaba por sus mismos matadores, é invocando los dulcísimos nombres de Jesús y de María, quebrada y deshecha la cabeza á grandes golpes de macana, entregó su espíritu en manos de su Criador el día 18 de Septiembre del año 1711.

El mismo fin tuvieron veintiséis de sus compañeros neófitos, que lograron la suerte de dar sus vidas en testimonio de aquella fe que poco antes habían empezado á profesar. Libróse un muchacho que le servía para ayudar á misa, el cual, viendo las cosas de mala data montó á caballo, y á rienda suelta se pudo escapar; y entrando en lo espeso del bosque, desde donde en compañía de otros neófitos que también se habían huído, llegaron muy consumidos á la Reducción de la Inmaculada Concepción, donde, de las heridas, murieron cinco en breves días.

Así acabó el V. P. Lucas el curso de su predicación, llena de tantos trabajos, afanes y fatigas, con la mayor muestra de amor de Dios y de los prójimos, sacrificándose á sí mismo todo, por traer al conocimiento de su Criador los que vivían en las tinieblas y sombra de la gentilidad.

Aún no se dió por bien satisfecha la crueldad de los bárbaros, por lo cual, poco después, temerosos de que viniesen á castigar su infame traición los cristianos de la Concepción, enviaron allá espías que observasen los movimientos de los fieles; y encontrando fuera de poblado alguna gente, mataron á un indio y apresaron y llevaron dos mujeres, lo que causó tal espanto en el pueblo de la Concepción, que todos se iban huyendo por los bosques como si estuviesen ya á las puertas los enemigos, por lo cual le fué necesario al P. Juan de Benavente suplicar al gobierno de Santa Cruz de la Sierra que pusiese freno al atrevimiento y ferocidad de los Puyzocas.

Vino luego una compañía de valerosos soldados á domar aquella nación y vengar la muerte del P. Caballero, y llevar su santo cadáver á aquella Reducción.

Llegaron allá los españoles al ponerse el sol, por lo cual quisieron esperar al día siguiente para recoger las sagradas cenizas.

En la mayor oscuridad de la noche vieron, no muy lejos de donde se habían acampado, una llama en forma de antorcha, que muchas veces se encendía y apagaba. Maravillados de esto, apenas amaneció cuando fueron á reconocer aquel lugar, y hallaron que resplandecía aquella antorcha sobre el cuerpo del Venerable Padre «que estaba en un pantano en una admirable postura, hincada en tierra la rodilla izquierda, extendido el pie derecho en un hoyo del pantano, la cabeza reclinada sobre la mano siniestra, y delante plantada la cruz, como mirándola.»

Esta vista les acrecentó el asombro y veneración, y más hallándole entero, fresco é incorrupto, sin despedir mal olor, que parecía cosa más que natural, habiendo pasado tanto tiempo de soles ardientísimos, y por otra parte, la humedad del lugar, que como dije, era un pantano; fuera de que los cuerpos de sus compañeros estaban ya corrompidos.

«Los soldados de Santa Cruz le quitaron por reliquias las uñas, el rosario que llevaba y la cruz que un portugués que se halló en la función presentó al Sr. Marqués de Tojo, insigne bienhechor de aquellas Misiones, y su señoría la apreció mucho como reliquia de un apóstol, que así le llamaba el marqués.

»Estando en este piadoso despojo, recelaron los Santacruzeños no les acometiesen en mayor número los infieles; y pesarosos de haber dejado sus mulas maneadas muchas leguas de allí para poder entrar por los bosques al lugar del martirio, pidieron á Dios, por intercesión del Venerable mártir, los socorriese; apenas hicieron esta oración cuando oyeron un gran ruido que juzgaron ser de los enemigos que venían sobre ellos, por lo cual se pusieron en armas; mas quedaron pasmados cuando vieron que eran sus mulas, que sueltas de las maneas, venían desde tan lejos corriendo derechas al lugar donde estaban.»

Tomaron con gran veneración el santo cuerpo y le llevaron á la Concepción, pidiendo al P. Benavente, en paga de este trabajo, algunos pedazos de sus vestidos por reliquia, lo que no se les pudo negar, viendo su piedad y afecto; y parece que Dios ha querido honrar los merecimientos y celo de su siervo, con muchos milagros que omito por ahora.

No pudieron, empero, aquellos piadosos españoles dar su merecido á los bárbaros matadores, porque atormentados éstos de la conciencia y de su pecado, se huyeron por diversas partes, entrándose por los bosques y selvas; mas aunque se libraron de la justa indignación de los españoles, no se pudieron librar de las manos de Dios; porque el primero de los Puyzocas que se atrevió á echar mano del V. Padre por la sotana, pagó dentro de pocos días su temerario atrevimiento con muerte desastrada; los otros murieron consumidos de la peste; bien que el mayor castigo que contra aquella nación fulminó el cielo fué dejarlos en su infidelidad, pues hasta ahora no sabemos que alguno de dicha nación, detestando sus errores, se haya reducido al rebaño de Cristo.

Aunque de lo dicho hasta aquí se puede colegir la santidad de este Apostólico Misionero, con todo eso, no quiero defraudar á sus merecimientos la gloria, y á nosotros el ejemplo de sus heroicas virtudes; bien que será con toda brevedad. Fué hombre casi sin igual en el celo de ampliar el conocimiento de Dios y reducir almas á la santa fe, digno verdaderamente de ser contado entre aquellos que tradiderunt animas suas pro nómine Dómini Iesu Christi.

Sus conmisioneros hablan de él con singular estima, y no le ponen otra falta que de muy intrépido en los peligros y riesgos, cuando había de llevar la ley divina entre los bárbaros é infieles; y he oído á un Superior suyo que no acababa de maravillarse cómo siendo de complexión delicada, y enfermizo, podía tolerar tantas fatigas y tener tanto aliento y vigor cuando emprendía algún negocio del servicio de Dios, á que se añade que trabajaba en un clima muy destemplado, poco sano á los naturales y mucho menos á los forasteros.

Era dotado de castidad tan angélica, que murió con la entereza virginal, sin empañarla ni aun con la más leve sombra de mancha; antes viéndose en un clima en que domina la lascivia tanto, y entre gente muy disoluta en la deshonestidad, alcanzó del cielo que aquellas tentaciones y estímulos á que había de estar sujeto, ó por universal pena del pecado ó por maligna sugestión del enemigo infernal, se le conmutasen en otra materia, de suerte que no fuese tentado de perder esta preciosa joya, y entre tanto no le faltasen enemigos domésticos que vencer.

Poseía en grado heroico la virtud de la obediencia y verdaderamente que á las grandes pruebas que en ella tuvo, hubiera cedido otra menos rendida voluntad: ver delante de sí gran número de infieles que le pedían el santo bautismo, y por obediencia contener su ardientísimo celo en no administrársele, ser convidado á fundar nuevas Reducciones; de que resultaban grande provecho á las almas, y á Dios tanta gloria, y á una insinuación del Superior no moverse del lugar que le estaba señalado; retirarse de improviso de los lugares en que tenía copiosa mies de almas, fueron las ocasiones que tuvo este santo varón en que hacer ostentación de su heroica obediencia; sujetando y rindiendo su misma voluntad y aun su juicio.

Al que no mira estas cosas sino con los ojos corporales, le parecerá de poca virtud tales ejercicios de obediencia; pero en la realidad éste es el yugo más grave y más pesado que oprime á los Misioneros.

En estos lances campeaba maravillosamente su virtud. Y una vez (no sé por qué causa, porque las relaciones de allá no lo expresan, pero bien lo pudiéramos conjeturar, se hizo tanta fuerza para vencerse y sujetar su voluntad á las órdenes de los Superiores que cayó gravemente enfermo.

Acompañaba esta obediencia con no menor humildad y bajo concepto de sí mismo. No hallaba en sí otra cosa sino materia de abatimiento y confusión; y aunque á cualquiera parte de estas trabajosísimas Misiones que volviese los ojos, no hallase sino materia de consuelo, así por los sudores derramados como por las conversiones de tantos infieles; con todo eso lo desestimaba todo, y sólo le parecían grandes sus defectos, atribuyendo á ellos el no haber vertido su sangre en testimonio de la fe, aunque Dios le libraba de la muerte con manifiestos milagros, y se quejaba principalmente de sí mismo.

De este bajo concepto nacía el maltratar tanto á su cuerpo; cuidando tan poco de él como si fuese una bestia; con una escudilla de arroz ó maíz mal guisado, y con frutas silvestres, pasaba ordinariamente; y cuando comía un pez mal cocido, le parecía un gran regalo.

Finalmente, era tan despegado de las cosas de la tierra (son palabras de un conmisionero suyo) que parecía carecer de inclinaciones de hombre, y que era sólo nacido para dilatar la gloria de Dios y procurar el bien de las almas; éstos eran sus deseos, éstas sus ansias y esto todo él mismo.

No es, pues, maravilla, el que quisiese Dios coronar á siervo tan adornado de méritos y de virtudes con tan felicísima muerte.

CAPÍTULO XVI

Conversión de los Morotocos y Quíes, y descubrimiento de nuevo camino para estas Misiones por el río Paraguay

Habiendo el P. Juan Bautista de Zea visitado la Reducción de San Joseph, ordenó que se fuese en busca de las Rancherías de los Tapuyquias, por lo cual se pusieron luego en camino algunos indios de nación Boxos, llevando consigo uno de los Tapuyquias que habían ellos cautivado cuando eran aún gentiles.

 

Después de muchos días llegaron á dar en un camino lleno de huellas de hombres, por donde se persuadieron los Boxos que poco antes habían pasado por allí los Tapuyquias, cuando impensadamente llegaron á una sementera, donde estaba trabajando actualmente un indio anciano con su familia.

Perdióse de ánimo éste á la vista de los nuestros, y con palabras y ademanes de quien suplicaba, les pidió no le matasen.

Burláronse los Boxos de su súplica, y le quitaron todo el susto, presentándole un cuchillo; y guiándolos el viejo, que bailaba de contento con aquel presente, fueron recibidos de los paisanos con gran benevolencia, á que correspondieron los neófitos dándoles algunas cosas de Europa, tenidas en poca estima entre nosotros, pero de ellos muy apreciadas.

No se entendían, por ser de diferentes lenguas; pero con todo eso, alcanzaron y consiguieron traer consigo dos jóvenes, que aprendida la lengua de los Chiquitos, sirviesen después de intérpretes.

No eran estos indios Tapuyquias, como se había pensado, sino Morotocos; ó como otros los llaman, Coroinos. Son gente de grande estatura y de buenas fuerzas; usan de flechas y lanzas que hacen de una madera durísima, y la manejan con gran destreza. Son pocos en número, así por las pestes, como por las guerras que traen con los vecinos, y también porque contentándose con solos dos hijos matan á los otros, con lo cual las mujeres se libran de toda molestia y fastidio, para de esa manera poder vivir á su antojo en toda deshonestidad.

Honran á las mujeres con el título de señoras, y verdaderamente lo son, porque ellas mandan á sus maridos, y por su capricho se mudan de un lugar á otro; jamás ponen mano en las haciendas domésticas, sino que se sirven de sus maridos, aun para los ministerios más humildes.

Aunque tienen caciques y capitanes, no por eso tienen ni gobierno ni religión, y sólo tienen alguna reverencia á los familiares del diablo.

El país es el más desdichado de aquellas naciones; de terruño estéril y silvestre y rodeado todo de montes; y la comida es peor que en otras partes, pues la gente apenas se sustenta de otra cosa que de algunas raíces de que abundan los bosques.

Para beber tienen unas selvas de palmas, de cuyos troncos sacan el meollo grueso y esponjoso, que exprimido suple la falta de agua.

En el invierno hace allí gran frío y también hiela, lo que á los paisanos, aunque andan desnudos, no causa molestia, por tener la piel con dos dedos de callos, y por eso son robustos, forzudos y de mucho aguante, de suerte que hay hombres y mujeres que pasan de los cien años, y mueren sin otra enfermedad que la vejez.

A los dos mancebos de esta nación cuadró mucho el modo de vivir de los cristianos, y después también á los otros, los cuales, viendo tanta abundancia de víveres y tan pingües las cosechas de los campos, daban señas con grandes fiestas á su usanza de la extraordinaria alegría que sentían, viendo tenían tanto con qué pasar la vida cómodamente y con menos trabajos, y quedándose entre los cristianos se prometían salir de sus desdichas y miseria de sus tierras.

A los fines de Junio del mismo año se prevenía el P. Felipe Suárez para ir á cinco Rancherías de Morotocos, á atraer la gente al conocimiento del verdadero Dios; pero se hubo de detener algún tiempo por haber recibido carta del P. Visitador y Vice-Provincial Antonio Garriga, en que le ordenaba sucediese al P. Juan Patricio Fernández en el oficio de Superior de aquellas Misiones; con todo eso, por no perder la ocasión, fué allá y trajo felizmente para Dios el pueblo, del cual muchos se inquietaron después y quisieron volverse á sus antiguas miserias, por ser el clima poco conforme á su salud; mas premiando Dios los trabajos y fatigas de su siervo, que verdaderamente fueron grandes, especialmente una ardientísima sed de cinco días, sin tener una gota de agua con qué refrigerarla, se quietaron, finalmente, y se redujeron todos á ser cristianos y tomar casa fija en San Joseph.

Con la venida de éstos se tuvo noticia cierta de otros infieles como fueron los Quíes, confinantes con los Morotocos, pero de diferente lengua; los Curacates, situados hacia el Norte; los Zamucos, que aunque hablan la misma lengua de los Morotocos y usan de sus mismas armas, no obstante se distinguen de ellos en que se rapan la cabeza como los Tobas y Mocovíes, y en que las mujeres visten con más honestidad, cubriéndose desde la cintura hasta las rodillas; los Carerás y Zatienos ó Ibirayas, que viven junto á unas salinas, y otras naciones hacia el Mediodía, las cuales se extienden hacia las provincias amplísimas del Chaco.

Recibidas estas noticias, se trató luego de ganar á Cristo á los Curacates y Quíes; los cuales viven á orillas de un río que desemboca en el gran río Paraguay.

Despacharon, pues, allá algunos Boxos y Chiquitos, que en pocos días llegaron á las tierras de los Quíes, que aunque no hicieron resistencia, no obstante, no se fiaron ni dieron crédito á las caricias y cortesías de los nuestros; antes bien les dieron en cara con el estrago que en ellos habían hecho con sus armas los años pasados, de que aún conservaban muchos las señales y cicatrices; con todo eso, se llevaron consigo los neófitos á unos dos muchachos, para que aprendida la lengua Chiquita, fuesen después intérpretes. Deseosos sus padres de saber el fin que habían tenido estos dos muchachos, vinieron á la Reducción, donde fueron recibidos con gran fiesta y alegría, y tratados por los cristianos con igual liberalidad, de que quedaron tan prendados, que se vinieron luego al punto ellos y después lo restante de la gente á vivir en San Joseph y sujetarse al suave yugo de la ley de Dios; y aunque algunas familias todavía se querían quedar en sus tierras, sin saber desamparar de una vez sus Ranchos, por tirarles el amor de la patria y nativo suelo, cedieron, finalmente, al celo del P. Felipe Suárez, cuando el año de 715 pasó por allí de camino para ir é encontrar á algunos Misioneros que se creía pasaban de las Reducciones de los Guaranís á aquellas de los Chiquitos.

Para la Misión á los Curacates no quiso llevar en su compañía el P. Zea ningún indio Chiquito, porque no temiesen aquéllos y huyesen; y así se fué sólo con algunos Morotocos.

Llegando á la primera Ranchería de los Cucarates halló en ella algunos Zamucos, que habían venido á visitarle; hablóles el Padre con toda la eficacia de su espíritu, que era grande, por medio de un intérprete, haciéndoles un rico presente de cuchillos, cuñas ó destrales y otros instrumentos para cultivar la tierra.

No querían éstos admitir el presente, porque los Cucarates se habían enojado con ellos, como si hubiesen venido á visitar al Padre movidos del interés, y porque cuanto se les daba á los Zamucos tanto menos había que dar á los Cucarates.

No obstante eso, el P. Zea les obligó á que le recibiesen, diciendo que Dios daría para todos. O fuese por esto, ó porque los Cucarates no se quisiesen reducir á la santa fe, echó mano del P. Zea un cacique suyo, y se lo llevaba aparte para matarle, diciendo que ¿á qué fin venía á engañarlos?

El santo varón, que no deseaba otra cosa, impidió á sus cristianos que le defendiesen; mas un valiente Morotoco, no sufriéndole el corazón ver matar á su vista á aquel Venerable Misionero, con gran valor y denuedo se le quitó de las manos, diciendo al cacique:

– ¿Por qué quieres matar á nuestro Padre, siendo tan bueno?

Admirando el P. Zea (no sin dolor suyo de ver perdida la ocasión de la corona del martirio, que tenía tan próxima) la acción de aquel bárbaro, que siendo poco antes poco menos que un bruto, ahora era defensor de la ley divina, y de sus predicadores, no cesaba de dar mil gracias al cielo y á las Llagas de Nuestro Redentor, cuya sangre era tan eficaz en los corazones bárbaros é inhumanos.

Mas no fué del todo inútil esta ida del Padre Zea, porque algunas familias de mejor condición, se redujeron á San Joseph, y después, poco á poco, han ido siguiendo su ejemplo las otras.

«También se pudo aquí informar con individualidad de la nación de los Zamucos, cuyo cacique le dijo que había en su tierra seis pueblos tan grandes como el de San Joseph, que entonces constaba de quinientos indios; y otros seis medianos y menores, muy cercanos unos de otros, y en todos ellos mucho gentío de la misma nación y lengua; y que no pocos estaban poblados á orillas de un río grande que corría de Oriente á Poniente; y añadió el cacique traían guerras continuas con los Tobas, Caipotourades y otras naciones sus fronterizas, que tenían innumerable gente; de donde infería ser el Chaco, donde consta haber mucho número de Naciones; y siendo así se abría por allí puerta para la comunicación más breve de aquellas Misiones con esta provincia, cosa que siempre se ha deseado sumamente, aunque no se ha conseguido hasta ahora.»

Ahora, pues, apartándome un poco de la historia, referiré el viaje, las desgracias y la muerte de dos Apostólicos operarios, Joseph de Arce y Bartolomé de Blende, que después de una molestísima peregrinación por el río Paraguay, arribaron, con no menos envidia de los otros que gloria suya, al puerto seguro de la eterna bienaventuranza.

Estos, pues, á los fines de Enero de 1715 salieron del puerto de la Asunción acompañados hasta la ribera por el gobernador de aquella provincia y de toda la ciudad, la cual hizo exponer públicamente el Santísimo en la catedral para que Dios les diese felicísimo viaje.

Contar, por extenso, los peligros de caer en manos de enemigos, no menos de Dios que de los españoles, de naufragar en escollos, de encallar en la arena, de contrariedad de vientos, de tempestades en el agua y en el aire, sería nunca acabar; parecía que todo el infierno había tocado al arma y salido del abismo para impedir con todo el esfuerzo posible el feliz logro de este viaje; y Dios, cuyos juicios, como dijo David, son un abismo insondable, permitió no se lograse una empresa tan deseada de tantos pueblos y ciudades.

El primer contraste que tuvieron fué la perfidia de los Payaguás, que entreteniéndolos con buenas palabras y con muestras de tener ardientes deseos de ser cristianos, intentaron sorprenderlos á traición, quitarles las vidas, así á ellos como á los indios cristianos que los conducían, y pegando fuego al barco, robar y aprovecharse de la clavazón de hierro; mas frustrado su impío designio por aviso secreto de algunos menos inhumanos que había entre ellos; y sin embargo, tuvo osadía para salir al descubierto contra ellos en sus ligerísimas canoas un cuerpo de doscientos indios, que, como más abajo veremos, lograron al fin cogerlos desprevenidos y matarlos á traición.

Más adelante, los Guaycurús, gente valerosísima, pero jurados enemigos del nombre de Cristo y de los españoles, en todos tiempos y lugares, por gran espacio del camino, de día y de noche, les disputaron el paso con las armas y estuvieron siempre á la mira para ver si podían dar sobre ellos y apresar el barco, y ó prender ó matar á los pasajeros; y una vez, á no haberse, por misericordia de Dios, levantado de repente un viento que llevó la embarcación á otro paraje, hubieran caído infaliblemente en sus manos, dando en una celada de centenares de dichos Guaycurús, que, escondidos en el agua hasta la garganta, esperaban para dar en ellos, á que el barco se pusiese á la bolina para pasar una estrechura, que por haber bajado la creciente, era muy difícil de montar.

Al fin se libraron de sus continuos asaltos á costa de un rico presente de cuchillos, cuñas de hierro y algunas varas de lienzo, que los pueblos de los Guaranís enviaban de limosna á la cristiandad de los Chiquitos.

Finalmente, los vientos, siempre contrarios, les obligaron á caminar á fuerza de remo; y unas veces por encallar el barco en la arena, se veían obligados, para que desencallase, á alejarlo, transportando la carga á la ribera; y otras, dando en los escollos, les hacía andar en continuo susto y sobresalto.

A esto se les añadía el cuidado de tomar lengua de los Chiquitos, del camino y de á dónde caían aquellas Misiones; y los infieles, de industria, les daban mil nuevas felices que venían á parar, por último, en burlas y befas; y Dios, cuyos juicios son inescrutables, no permitió el que se les ofreciese reconocer la playa hacia el Norte, donde el P. Juan Patricio Fernández había dejado algunas señales, por las cuales se pudiesen encaminar á la Reducción de San Rafael.

Y así, navegando á todas partes por el río en afán continuo, sin tomar reposo ni descanso, gastaron cerca de siete meses hasta mediado Agosto; pero no sufriéndole el corazón al celosísimo P. Arce que se frustrase aquel viaje y tantas fatigas como habían sucedido los años pasados, tomó una resolución que sólo la pudo excusar de temeraria su ardientísimo celo de las almas, su confianza en Dios y el amor que tenía á estas Misiones, como primer Apóstol de ellas; y fué que dejada la barca y escogidos doce indios, los más valientes y fervorosos en la fe, emprendió el viaje por tierra con ánimo firme de buscar las Reducciones de los Chiquitos, aunque fuese con peligro de caer en manos de los bárbaros que le quitasen la vida, ó de morir de hambre y sed por aquellos desiertos y tierras incógnitas.

 

Lo que padeció en aquel camino por espacio de dos meses, cuántas fatigas, cuántos trabajos y penalidades, para no decirlo con mis palabras, pondré aquí parte de la relación que hicieron cinco indios de sus compañeros en aquel viaje. Dicen, pues, así en su relación:

Cogiendo el Padre su cruz se partió del Mamoré por tierra, acompañado de cuatro indios, dando orden á los demás que no se partiesen de allí. A pocos días recibimos un billete suyo, en que nos decía le siguiésemos los otros ocho, y después de algunos días de camino, por una humareda que vimos á los lejos, conocimos dónde estaba: y llegados, nos recibió con los brazos abiertos, pero en todo aquel día no tuvimos qué llegar á la boca.

Viendo las angustias y trabajos del Padre, volvimos cuatro al barco, y tomando algunos víveres, volvimos á buscar al Padre con toda presteza; hallámosle sólo, porque los demás, no teniendo qué comer, habían ido á cercar con fuego un conejito.

Con tantos trabajos y falta de comida y bebida, se había puesto tal, que sólo tenía la piel sobre los huesos. Fué increíble el júbilo que tuvo cuando nos vió, abrazándonos, bañados sus ojos en lágrimas.

Proseguimos el viaje, caminando un día entero por un bosque espesísimo, y era tal la espesura, que no sabíamos por dónde íbamos.

Estando el Padre en estas angustias, sin saber qué hacerse ni á dónde volverse, nos dijo:

– Hijos, el que estuviere cansado de los trabajos, vuélvase al barco.

A que respondimos todos unánimes, que estábamos aparejados á seguirle á donde quiera que fuese; no tuvimos aquel día otra agua que beber sino de un pantano de malísimo olor.

Caminamos hacia la costa del río Paraguay, donde habiendo cazado un ciervo, estábamos, afligidos por la falta de agua, mas cavando uno de nuestros compañeros un pozo, por gran providencia de Dios, á dos brazas descubrió una vena de agua.

Pasamos aquí la noche, y entrando el día siguiente en un bosque muy espeso, nos fué preciso abrir camino con gran fatiga y sudor hasta salir fuera de él á campaña abierta.

Juzgó entonces el P. Joseph que ya nosotros estábamos consumidos y cansados de tantas molestias y penas, por lo cual nos volvió á decir:

– El que quisiere volverse, vuélvase en buen hora, que yo estoy determinado á pasar adelante y á cumplir la voluntad de Dios y de mis superiores. Uno y más años caminaré por estos bosques si Dios me quiere conservar la vida hasta llegar al término deseado. Si encontráremos infieles, nos pararemos entre ellos y les enseñaremos la ley de Dios.

Tal brío y tal aliento tenía el P. Joseph, afligido de la hambre, sed, cansancio, y también de la desnudez (porque estando durmiendo junto al fuego se le quemó su pobre sotana) causándonos no poca maravilla que estando tan falto de fuerzas, que apenas se tenía en pie, no dudase llevar adelante, á tanta costa suya, un negocio tan difícil y casi desesperado.

Animados con su aliento y brío, nos entramos por un espeso bosque, donde el santo varón, pasando por las matas y troncos, armados de durísimas espinas por todas partes, dejaba aquellos andrajos de su sotana que habían escapado del fuego, cayendo á cada paso sin poderse levantar, con que era preciso darle la mano.

De esta manera, con gran fatiga, llegamos á un río, donde recobrados con algunos peces que pescamos, hicimos alto en donde poco antes había estado una tropa de infieles.

Estaba ya tan acabado de fuerzas el P. Joseph, que era muy poco lo que podía caminar, y entre tanto se pasaron muchos días sin llegar á la boca sino alguna poca de fruta silvestre.

Era admirable su paciencia y serenidad de ánimo en estos lances, sin mostrar el menor sentimiento cuando no tenía qué comer, gastando el tiempo absorto en Dios; y todas las mañanas, antes de ponerse en camino, estaba de rodillas largo espacio.

Hallamos cierta fruta silvestre que sólo nos hacía comer la extrema necesidad. Algunos exploradores que iban delante descubrieron á lo lejos una humareda, de que tuvimos todos grande alegría.

A primero de Octubre hicimos alto á la orilla de un río, donde nos pudimos reparar con pescado y tortugas que hallamos en una laguna. Pasamos adelante y nos faltó totalmente la comida y bebida, y no teníamos qué dar al Padre sino unos palmitos, que primero nos sirvieron de alimento, mas después experimentamos malignos efectos, causando al Padre gran dolor de estómago, y una fiera inflamación de las entrañas, con ardientísima sed.

En esta enfermedad se le acabaron tanto las fuerzas y se consumió de manera que creyendo ser ya llegado el fin de su vida, nos suplicó que le condujésemos á orillas de algún río, y que dejándole allí nos volviésemos al Paraguay.

Hallámonos en grandes angustias, no sólo por esto que nos decía, cuanto porque tenía el semblante más de cadáver que de cuerpo vivo: y queriendo consolarnos, no pudo proferir palabra por habérsele inflamado la lengua.

Nosotros, á quienes más dolía la pérdida de la vida del Padre que la nuestra, dijimos resueltamente que le queríamos seguir en todos trabajos, y aun perder la vida si fuese necesario.

Recobróse algún tanto, y dando aliento á la naturaleza el vigor del espíritu, se puso en camino cayendo y levantando á cada paso; y al cuarto día, hallando un poco de miel silvestre, se la presentamos al Padre para apagar la sed.

Estando uno de nosotros en un árbol, vió una humareda hacia el Poniente, que habían hecho los indios cristianos del P. Zea al volver de las costas del río Paraguay, como se supo después; y caminando hacia allá, quisimos llevar al Padre en una hamaca, porque temíamos mucho que á pocos pasos se cayese muerto si iba por su pie; mas él lo rehusó diciendo que quería padecer con nosotros hasta el último instante de su vida.

El día siguiente, que era viernes, no hallamos qué comer, y el sábado, por providencia de Dios, cogimos alguna caza y una tortuga para el Padre.

Al fin quiso Dios consolarnos, descubriéndose el camino tan deseado de los Chiquitos. Increíble fué el júbilo que tuvo el santo varón, no cesando de dar gracias, y exhortándonos con las lágrimas en los ojos á que hiciésemos lo mismo, entonó las letanías de Nuestra Señora; y llegando poco después al lugar donde el día antecedente había dicho misa el P. Juan Bautista de Zea, nos juntó á todos, y más con lágrimas que con palabras, nos agradeció tantos trabajos como habíamos pasado por él, y que toda su vida se acordaría de nosotros.

Este consuelo se convirtió en pena al reconocer que perdido su santo Cristo y buscado por todas partes no se pudo hallar, y en toda aquella noche no pegó los ojos por la pérdida de su Señor, que le había dado tanto aliento y vigor en aquellas angustias, hasta llegar al término deseado.

A otro día tuvimos provisión de agua y pescado, y encontrándonos con dos cristianos que llevaban el altar portátil del P. Zea, nos encaminaron allá. Cuáles fuesen las salutaciones y alegrías de estos dos apostólicos Misioneros al verse juntos, después de tantos trabajos, no lo podemos explicar; porque más hablaban con los ojos y con los suspiros que con la lengua.