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Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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Ya habían caminado algunas jornadas cuando cayeron enfermos once de sus neófitos, con increíble dolor del santo misionero; mas el modo como sanaron, lo escribe él mismo por estas palabras á su Provincial.

«Padecía yo (dice el P. Lucas) la enfermedad de todos, y me penetraba el corazón el escándalo de los gentiles, los cuales se maravillaban mucho que gozando ellos de muy buena salud, enfermasen los cristianos, con lo cual parecía querer decir que aquella ley no era tan santa como yo se la había pintado, pues sus profesores estaban sujetos á las enfermedades sin poder librarse con solas cuatro palabras, como á ellos no pocas veces les había sucedido. Quejeme amorosamente á mi Señor Jesucristo y á su Santísima Madre, diciendo:

» – Bien conozco, Señor, que mis pecados merecen esto y mucho más; pero, mirad, Señor, por vuestra gloria; no digan los infieles que los cristianos tienen un Dios que no tiene entrañas de compasión con aquellos que le adoran: Ne dicat gentes ¿ubi est Deus eorum? Mirad, Señor, que los neófitos tendrán horror á los trabajos y fatigas de la Misión, si perseguidos de los infieles bárbaros y afligidos de las enfermedades, no acudís presto á socorrerlos y librarlos. ¿Quién me acompañará en estos desiertos para abrirme camino y servirme de intérprete para declarar vuestra ley? Si obráis milagros para sanar á los infieles, ¿por qué no haréis lo mismo con los cristianos?

»No tardó mucho en moverse á piedad el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, porque la víspera de los Ángeles Custodios se dejó ver muy resplandeciente uno de estos bienaventurados espíritus, de uno que estaba con calentura, y le dijo:

» – Esta enfermedad que padecéis os ha venido en lugar de la muerte que habíais de llevar de manos de los bárbaros. Confiad en Dios, que cesará el mal. Grande será el premio que tendréis allá en el cielo por los trabajos y fatigas que padecéis por dar á conocer á Dios á vuestros paisanos.

»Con eso creció en todos la confianza; quise yo darles una bebida, no sé si purga ó bebida, porque no conocía su fuerza, con lo cual creció el mal; y no sufriendo los ardores de las fiebres ardientísimas, y haciéndose llevar al río, se arrojaron al agua para templar con lo exterior de aquel frío el calor de sus fiebres; y sin otro remedio quedaron todos sanos y salvos.» Hasta aquí el V. P. Lucas.

Y á la verdad era necesaria tal enfermedad y tal milagro para que perseverasen hasta el fin del viaje; porque atemorizados de tantos riesgos y peligros de la muerte que á cada paso encontraban, ya á manos de los bárbaros, ya de la sed ó de la hambre, se habían los neófitos resfriado no poco en el celo de anunciar el santo nombre de Dios á los que vivían en las tinieblas de la infidelidad, y cayendo ahora en la cuenta y reconociendo mejor las cosas, postrados todos por tierra pidieron al Padre perdón de su temor y flaqueza, y se ofrecieron á Dios con corazón valiente y firme para vencer cuantas asperezas y dificultades encontrasen, aunque fuese necesario perder la vida en su servicio.

Pusiéronse nuevamente en camino con esta resolución por una senda estrecha y difícil de un bosque espesísimo, con no pequeño trabajo; y después de caminadas pocas leguas, perdieron el rastro de la senda, no sabiendo dónde estaban, ni por dónde tomar rumbo, por cuya causa anduvieron perdidos por espacio de un mes entero, ya trepando por fragosas montañas, ya metiéndose por lo más interior del bosque; sin tener otra cosa que comer sino hojas de árboles y raíces silvestres, ni en qué descansar y tomar un corto sueño sino una red colgada de un árbol, á cielo descubierto.

En este aprieto, al P. Caballero, que era de complexión delicada y de suyo enfermizo, y que por los trabajos é incomodidades apenas se podía tener en pie, le sobrevino una tan gran flaqueza de estómago, que no podía retener manjar ninguno por lijero y de poca substancia que fuese; pero no obstante esto, la virtud de su espíritu suplía las fuerzas que faltaban al cuerpo, siendo el primero que animaba á los otros á arrojarse á los peligros y que con sus mismas manos abría el camino.

Finalmente, con algunas frutas ásperas y desabridas al paladar, se recobró á sus fuerzas antiguas, echando Dios su bendición en aquel remedio, más á propósito para enfermar á los sanos que para sanar enfermos.

Aterrados de tantas dificultades los gentiles se volvieron atrás y lo mismo hubieran hecho no pocos de los cristianos, si la Madre de Dios, en cuya gloria redundaba el buen suceso de aquella empresa, no se hubiera aparecido á uno de los más desanimados, y reprendiéndole ásperamente de su poco ánimo y la falta de fidelidad á lo prometido á Dios.

Por último, haciendo el P. Lucas fervorosísima oración al arcángel San Rafael y á los ángeles Custodios de aquellas naciones, vino á salir á la Ranchería de los Aruporecas, donde los años pasados había hecho una Misión y rogado á su cacique que le acompañase con algunos de sus vasallos hasta las Rancherías de los Tapacurás, se escusó de hacerlo, temeroso de que los Tapacurás se vengasen de los daños que habían padecido en una guerra que les había hecho; mas dándole el Padre su palabra de que ajustaría la paz, se rindió el cacique á ir acompañando al siervo de Dios.

Guiado, pues, de una escuadra de Aruporecas, se puso en pocos días á vista de los Tapacurás; pero antes de entrar envió á la Ranchería un neófito, de nación Tapacurá para que le recibiesen cortesmente y no hiciesen algún desmán contra sus enemigos los Aruporecas.

Sintieron mucho los Tapacurás su venida, mas con todo eso, disimulando el disgusto, le salieron á recibir, y hospedándole en una casa acomodada, le hicieron muchos presentes de frutas y caza: no obstante, cuando quiso dar principio á sus apostólicos ministerios, se hicieron sordos y aun le impidieron obstinadamente que pasase á las Rancherías de su nación, y solo le querían conducir á tierras de los enemigos. Lo mismo respondió Maymané, cacique de otro pueblo, que había venido á cumplimentar al Padre. Es digna de saberse la causa de todo esto.

Había el santo varón los años pasados enarbolado en esta tierra una cruz; vinieron allí unos ministros del demonio, acompañados de una tropa de indios Cuzicas, Quimomecas y Pichasicas, y sacándola del hoyo en que estaba fijada, la hicieron pedazos con mucha irrisión y escarnio.

No tardó mucho la ira del cielo en vengar el atrevimiento de aquellos malvados y desagraviar la Santa Cruz, porque se encendió entre ellos una peste que hizo tal estrago que en breve quedaron muertos aun los menos culpados en aquel delito, siendo muy pocos los que escaparon de aquella parcialidad. Por esta causa temían estos que sucediese lo mismo aquí y en los otras lugares de su nación, por lo cual, á fin de prevenir el daño propio, le exhortaron á que se fuese á los Paunacas ó á donde más gustase, porque ignorantes ó ciegos en sus errores, no conocían que si por las injurias hechas á la santa cruz les venían tantas desgracias y desastres, la reverencia y devoción que la tuviesen les alcanzaría mucho mejor del cielo la bendición.

No por esto desmayó el siervo de Dios, antes tomando materia de este mismo temor para predicarles, lo hizo con tanto fervor de espíritu y eficacia de palabras, mostrando que no eran menos dignos de muerte los que osaban injuriar á la santa cruz que los que impedían su culto; y así convencidos, se rindieron á su voluntad, y levantándola en alto en medio de la plaza, todos con reverente inclinación la adoraron y se ofrecieron á pasar con él á otras tierras.

Bautizados, pues, allí los niños, prosiguió con ellos su viaje, pero hallaron desiertas las Rancherías; porque el demonio, que llevaba mal tantas ventajas de la gloria divina, había con infernal astucia persuadido á la gente que se mudasen á otro lugar donde no les pudiesen hallar tan fácilmente; fueron no obstante esto siguiendo el rastro, y al salir de una espesa selva dieron en una bellísima campaña, muy amena y alegre á la vista; pero por la mayor parte pantanosa, por los muchos manantiales de agua que en ella había. Descalzóse el P. Caballero y empezó á pasarla, y tras él los indios, y á la verdad lo que padeció en aquel paso ninguno lo puede decir mejor que él mismo que lo experimentó. Escríbelo así el venerable Misionero:

«Pasábamos el agua á las rodillas, y eran tan profundos los pantanos, que apenas podía sacar el pie, cayendo y levantando á cada paso; acabó de empaparme en agua una lluvia deshecha que duró muchas horas. Y lo que me causó más tormento fué un género de paja que allí había, de dientes tan agudos como de sierra, que me desolló los muslos y piernas, de que aún tengo ahora las señales, y duró este martirio más de media legua.»

Después de tantos trabajos dió con una Ranchería, cuyos moradores, viéndole tan desfigurado, se maravillaron no poco de que quisiese padecer tanto solo por el provecho y salvación eterna de sus almas. Hubieran mostrado la fineza de su afecto si la pobreza y carestía de lo necesario se lo hubiera permitido; con todo eso buscaron alguna cosa, la mejor que hallaron, para proveerle de mantenimiento.

Viendo el cacique de los Paunacas tanta miseria y pobreza en aquella gente le convidó cortesmente para que fuese á su tierra, donde con más comodidad podría repararse y recobrar sus fuerzas. Aceptó el Padre al punto la oferta, no tanto por restituirse á su salud, de que no se le daba mucho, cuanto por anunciarles el nombre de Dios y ganar fieles á la Iglesia.

En compañía, pues, de gran multitud de bárbaros, se partió allá el día siguiente y en el camino les cogió una tan furiosa tempestad de agua, que por más prisa que se dió se deshicieron sus pobres zapatos; con que hasta la vuelta se vió precisado á andar descalzo, caminando por bosques y montañas muy agrias y por llanuras sembradas de yerbas muy espinosas.

Saliéronle al encuentro los Paunacas, con señales de grande fiesta y amor, á que no pudo corresponder el santo varón sino con un semblante alegre y risueño, porque ni ellos entendían su lengua ni el Padre la de ellos, ni tenían intérprete por cuyo medio se pudiesen declarar: y así fué preciso trabajar más con las manos en obras de caridad, que con la lengua en la predicación; no obstante todo eso, por señas, y con tal cual palabra que entendieron, les explicó el fin de su venida; pero el enemigo infernal, por no llevar también aquí la peor parte, persuadió al pueblo despachasen los niños á otro lugar, para que el Padre Lucas no se los sacase de sus garras, reengendrándolos al cielo con el santo bautismo; por lo cual, con increíble dolor del santo varón, por no poder recoger allí el mejor y más seguro fruto de su Misión, quiso vengarse levantando una gran cruz delante de un templo del demonio, en lo cual trabajó no poco, porque se le opusieron obstinadamente aquellos bárbaros, y faltó poco para que no pusiesen en él las manos; pero el siervo de Dios, que nada deseaba más que ser muerto por Cristo, no desistió de su empeño, antes á su vista hizo pedazos pisó algunas figuras y retratos del demonio, con no poco horror de los gentiles, temiendo cayese sobre todos una tempestad de rayos y saetas.

 

Por entrar ya el invierno se vió precisado á salir presto de aquí, y volver á pasar de nuevo á pie descalzo aquella campaña pantanosa, con lo cual se le abrieron las llagas y apenas podía moverse.

Por esta causa, sus compañeros, movidos por una parte de compasión, y por otra viendo que estaban mal aviados y que el viaje que les faltaba era de muchas semanas, le pidieron apretadamente se quedase entre los Tapacurás hasta la primavera. Mas el Padre, á quien dolían más las necesidades comunes de las almas que las del cuerpo, alentándolos, no tanto con las palabras cuanto con el ejemplo, pasó adelante, y á pocas jornadas le dejaron los Aruporecas por causa de los ríos soberbios, ya con las crecientes, y los neófitos pasaron no sin gran riesgo, en una pequeña canoa el río Ziresirio «y sin guía ni rumbo, (escribe el mismo Padre) caminamos por ríos, lagunas y pantanos sin hallar ni tener algún mantenimiento para soportar tantos trabajos, sino hojas de árboles y raíces de yerbas; acordeme haber oído que cerca de los Bohocas se descubría en alto una montaña; mandé á mis compañeros que subiéndose en las copas de los árboles registrasen la tierra; y descubriéndola al fin, por gran ventura, caminamos hacia allá, y con el favor de Dios, después de tres semanas de camino, con mil trabajos y fatigas, entramos en su Ranchería, donde recibidos con gran fiesta y alegría, nos proveyeron de cuantos víveres les fué posible para nuestro reparo.» Así el P. Lucas. Detúvose aquí algún tiempo para recobrar así él, como sus compañeros, las fuerzas con que proseguir el viaje hasta la Reducción de San Francisco Xavier y de esta manera tuvo comodidad y tiempo para confirmar á los Bohocas en el amor de Cristo y devoción á la santa cruz.

Observó un día que en la choza ó Rancho donde le habían hospedado había unas disciplinas con pelotillas de cera, armadas de agudas espina y sabiendo que en otras partes había también un gran número de ellas, entró en sospechas de que fuese alguna superstición; llamó aparte al cacique Soriocó, y quiso informarse de él, preguntándole la causa de esta novedad, la cual me parece cometería un grande yerro si la refiriese con otras palabras que las de aquel bárbaro, según la declaró el Padre Caballero:

« – Habían venido aquí (dijo el cacique) á hacer sus Ranchos los Borillos, gente de genio altivo y soberbio, que burlándose de nosotros y de nuestras costumbres, nos tenían en poco. Enfadados nosotros de este desprecio, en lo más oscuro de la noche nos conjuramos contra ellos, y matamos á todos los varones, reservando las mujeres para nuestro uso.

»Dentro de breve tiempo vino sobre nosotros un contagio que hizo tal estrago, que pensamos perecer todos, y creyendo que era castigo del cielo, en pena de aquel delito, nos acordamos de que los cristianos, para aplacar la justicia de Dios se disciplinaban hasta derramar sangre de las espaldas.

»Por lo cual, levantando en alto aquesta cruz que aquí ves, nos azotamos ásperamente muchas veces al pie de ella, pidiendo á Dios misericordia y perdón de nuestras culpas: cesó al punto la pestilencia, de suerte que desde aquella hora en adelante no murió ninguno de los tocados de la peste, y ninguno de los sanos enfermó del contagio; y una noche estando presentes muchos del pueblo que lo vieron, bajó del cielo un mancebo bellísimo con el rostro muy resplandeciente, y postrado en tierra la adoró; desde entonces tenemos nosotros en gran veneración á este santo madero, y deseamos abrazar cuanto antes la fe de Jesucristo.» Hasta aquí el buen cacique.

No es fácil de explicar cuánto se animó el santo misionero á llevar al fin la obra comenzada de juntar en una Reducción aquellos pueblos, para instruirlos en los misterios que deben creer, y en los mandamientos que deben observar, viendo que agradaban á Dios sus designios, y los bendecía desde el cielo con sus influjos.

Despidióse al fin de aquella gente y enderezó su viaje hacia la Reducción de San Francisco Xavier, donde por Enero del año 1708, después de cinco meses no menos de méritos para sí mismo por los trabajos y afanes tolerados, que útiles al cielo, por la conquista de tantas almas, llegó deshecho y consumido de las fatigas de sus apostólicos ministerios, para recobrarse y tomar aliento, no tanto en el cuerpo, de que cuidaba poco, cuanto en el espíritu para poder volver en abriendo el tiempo, á fundar una nueva Reducción en los países descubiertos.

CAPÍTULO XV

Funda el V. P. Lucas Caballero la Reducción de Nuestra Señora de la Concepción, y es muerto á manos de los infieles Puyzocas

Tenía orden el P. Lucas, como ya he insinuado, del P. Visitador de aquellas Reducciones Juan Bautista de Zea, de escoger un sitio cómodo en campaña abierta, en medio de aquellas Rancherías, de diferentes lenguas, para que en él se pudiesen juntar aquellos pueblos, y ser allí impuestos en la vida civil, é instruídos en la ley divina.

Tenía poco en qué escoger, por estar todo el país poblado de espesísimos bosques: sólo entre los Tapacurás y Paunacas se descubría un valle, mas por la mayor parte estaba lleno de lagunas y pantanos, fuera de haber en él infinita multitud de mosquitos y tábanos que de día y de noche causaban insufrible molestia.

No obstante, constreñido de la necesidad, puso aquí casa el Venerable Padre y dió principio á la Reducción de la Inmaculada Concepción, á orillas de una grande laguna donde vivía gente de muchos idiomas y diferentes costumbres.

Eran éstos los Paunapas, Unapes y Carababas, pueblos sobremanera salvajes, de poco ánimo y cobardes; todos, hombres y mujeres, andan bárbaramente desnudos, y aunque de distintas lenguas y costumbres que los Manacicas, tienen la misma religión de adorar al demonio en la forma que se les manifiesta.

Propúsoles el santo varón, con su acostumbrada energía las supersticiones que debían abandonar y los misterios y preceptos que habían de creer y guardar para merecer el favor de Dios en esta vida y la eterna bienaventuranza en la otra.

Ellos, atraídos de la esperanza del premio, y atemorizados de los castigos, si no obedecían á la voluntad de Dios, le dieron palabra, unánimes y conformes, de obedecer pronto á su voluntad, con tal que sólo les permitiese la chicha, bebida ordinaria suya, porque el agua les causaba dolores agudos en el estómago.

Es esta gente muy dada al trabajo, porque no tienen otro Dios á quien más estimen que sus campos y sembrados, y tienen en poco al demonio, y sólo le estiman en cuanto se persuaden les está bien á sus intereses.

No usan ir á cazar á los bosques, ni ir á coger miel y solamente se apartan de sus casas aquel espacio de tierra que les puede durar un frasco de aquél su vino, que es su única provisión y matalotaje en los caminos.

No tuvo el P. Lucas mucha dificultad en permitirles el uso de aquella bebida, porque no causaba en ellos embriaguez, único motivo para desterrarla de las otras Reducciones.

Tuestan el maíz hasta que se hace carbón, y después bien pisado ó molido le ponen á cocer en unas grandes calderas ó paylas de barro, y aquella agua negra y sucia que sacan, es toda la composición de la chicha, de que ellos gustan tanto que gastan buena parte del día en brindis, no durando el trabajo en el campo sino desde la mañana hasta el medio día; mas aunque prometieron ellos dejar sus antiguas diabólicas supersticiones, no las olvidaron tan fácilmente.

Sospechó el P. Lucas que algunos ocultamente no observaban éste su orden, haciendo y celebrando los funerales y exequias con los ritos y ceremonias del gentilismo: y para cogerlos in fraganti, puso algunos que los espiasen.

Dentro de poco murió una mujer y luego determinaron los infieles hacerle el entierro á su usanza. Compusieron para eso un galpón ó templo hecho de ramas trabadas, con las mejores labores que les fuese posible, y levantaron en medio dos palos para trono del demonio, que en forma visible viene á recibir las ofrendas, á oir las súplicas y á agradecer los sacrificios que hacen por el alma del difunto. Ciñen la enramada de una red, dentro de la cual no entran otros que el Mapono y los más cercanos parientes del muerto.

Celebraban estas exequias, para que no fuesen descubiertos, en lo más oscuro de la noche, y estaban ya en lo mejor y más devoto de la función, cuando de repente llegó el Padre Lucas, y fijando la vista dentro de aquel infame sagrario, vió en medio de aquellas tinieblas centellear los ojos del enemigo infernal, que lleno de majestad y terror estaba sentado sobre aquellos dos palos; y aunque al siervo de Dios se le erizaron los cabellos y se extremeció de horror, quiso, no obstante eso, arrojarse dentro. Lo cual, no pudiendo sufrir el demonio, desapareció en un momento, arrebatando en cuerpo y alma á su sacerdote, que jamás pareció, gritando que nunca le verían más en aquel lugar, de dónde, mal de su grado, era arrojado con deshonra y vergüenza.

Reprendióles el fervoroso Misionero, con celo ardiente, su poca fe, y con el ejemplo del Mapono, llevado vivo por el demonio al infierno, les hizo conocer claramente que no era otra su intención que hacerles perder de una vez el cuerpo y alma.

Tomaron casa en la Reducción los más cercanos pueblos de los Manacicas, dejando los más distantes, situados hacia el Oriente, al celo del P. Francisco Hervás para que los condujese al pueblo de San Francisco Xavier: mas el P. Hervás, con extremo dolor y sentimiento, no encontró otra cosa que cadáveres y huesos de muertos, por haber hecho en aquellos pobres infieles un estrago fatal el furioso contagio que poco antes había infestado aquel país.

Tuvo allí el P. Caballero noticia cierta de otra nación con quien los Manacicas andaban siempre en guerras y hostilidades, por lo que se le inflamó el corazón en encendidísima caridad y deseo de verlos y traerlos al conocimiento de su Criador, especialmente que no eran tan rudos y salvajes como los otros pueblos, que á costa de tantos trabajos y sudores había reducido al rebaño de Cristo.

Estaban sus Rancherías bien pobladas, con gobierno civil y político; las casas, calles y plazas estaban bien ordenadas; fabricaban de plumas bellísimos escudos, y las mujeres tejían sus vestidos con grande arte, bordándolos con flores en proporción y orden.

Estas noticias le avivaron el deseo de registrar aquel país y conocer á sus naturales; y así, no haciendo caso del riesgo de perder la vida, animó y exhortó á algunos de sus neófitos á que le acompañasen.

Puesto, pues, en camino, apenas tocó en la primera tierra, pocas millas distante, le salió al encuentro una cuadrilla de bárbaros, que le recibieron con una tempestad de saetas, no queriendo en ninguna manera dar oídos á sus palabras; no por eso perdió el Padre un punto de su aliento y valor; antes bien, sin temor alguno, se iba acercando á ellos, que viendo tanta generosidad, y que no le podían acertar con ningún flechazo, mudaron la nativa fiereza en otra tanta cortesía y respeto.

Recibiéronle con muestras de grande benevolencia, presentándole frutas del país y algunos escudos primorosamente adornados de plumas. La casa en que le hospedaron caía hacia el templo, con lo cual tuvo comodidad para observar los ritos y supersticiones en el entierro de un difunto.

Al entrar la noche trajeron el cadáver en medio de la plaza, donde dándole sus amigos y parientes los últimos abrazos, le pusieron sobre un haz de leña, dispuesto en forma de pira; luego le pegaron fuego y redujeron el cadáver á cenizas, que recogidas con infinitas ceremonias y llantos, las depositaron en una urna de barro.

 

Esta vista y espectáculo causó gran temor y espanto á los neófitos, y viendo entre tanto que venían á la plaza muchas cuadrillas de gente que andaba rondando y tomando los puestos y boca-calles, bien que quietos y en silencio, sospecharon que semejantes exequias se disponían para ellos, por lo cual se quisieron luego poner en salvo; causa porque le hicieron al siervo de Dios tales instancias, que le fué necesario salirse antes de amanecer y volverse, con increíble dolor suyo, porque perdía la esperanza de reducir en breve aquella no mal dispuesta nación al conocimiento de Cristo, y de lograr en poco tiempo una copiosa ganancia de almas para el cielo.

Consolóse, empero, con la esperanza de recoger el año siguiente aquella mies, mas aun esta esperanza se le desvaneció también dentro de poco, porque una tropa de mercaderes europeos de la profesión que arriba dije, dió de improviso sobre tres de sus Rancherías, donde destrozados los principales y hecho notable estrago en todos los adultos, hasta llegar á quemarlos vivos en sus casas cuando no querían rendirse, las destruyeron totalmente, llevando por esclavos á toda la chusma de niños y mujeres, de que buena parte pereció en el camino, rendida á los trabajos y malos tratamientos de aquellos bárbaros vencedores.

Quiso, con todo eso, el Apostólico Padre pasar adelante, pero halló la gente confinante tan envenenada por aquella cruelísima matanza, urdida y maquinada á traición, que quería vengar la injuria en las vidas de los nuevos cristianos; por lo cual le fué preciso retirarse con presteza para que los inocentes no pagasen la pena de los culpados, difiriendo la empresa para cuando el tiempo pusiese en olvido el agravio y desahogando entre tanto su celo en otras tierras, cuyos moradores iba juntando en la nueva Reducción, la cual trasladó á sitio más cómodo para la salud de los cathecúmenos, en una llanura que de la banda de Oriente miraba á los Puyzocas, por el Norte á los Cozocas y á los Cosiricas por Occidente.

Aquí no daba treguas á las fatigas, imponiendo á los bárbaros, con increíble paciencia, en costumbres civiles y políticas, enseñándoles la observancia de los preceptos de la ley de Dios é instruyéndolos en los Misterios de la fe; siendo ésta la tarea continua de todo tiempo y de todas horas, y olvidado de sí mismo, sólo atendía al bien de los prójimos, de suerte, que aun el necesario alimento para conservar la vida apenas había día que no le repartiese con sus cristianos, gozoso y contento con dilatar la gloria de su Señor, y en comprar, á costa de sus sudores, la eterna bienaventuranza á aquella miserable gentilidad; y cuando cansada la naturaleza de tanto trabajo pedía algún reposo, se escondía en la iglesia, y todo absorto en las cosas divinas, se encendía en el amor de Dios, tanto, que no sabía apartarse de su amadísimo bien, hasta que no pudiendo sufrir más el cuerpo flaco, tomaba aquel corto sueño que era necesario para cobrar aliento y vigor, volviendo con más brío y denuedo á cultivar aquellas nuevas plantas. Estaba entre tanto pensando en las Apostólicas correrías que meditaba hacer á los Cosiricas, en abriendo el tiempo, especialmente porque éstos le enviaron una embajada para que los fuese á alistar en el número de los convertidos, ofreciendo sitio cómodo para fundar en él una Reducción.

Entró en duda de si sería más del servicio de Dios el aceptar la oferta de estos Cosiricas ó pasar á los Puyzocas, sobre que no le pareció tomar resolución cierta antes de conocer cuál fuese la voluntad de Dios; por lo cual, en espacio de muchos meses, en lo más oscuro de la noche se recogía á hacer oración (tomando para sí la noche y dando á los prójimos el día por no faltar á sus necesidades) pidió á los ángeles Custodios de aquellas naciones le alumbrasen el entendimiento con algún rayo de su luz, para que pudiese conocer con certeza cuál era en este negocio el divino beneplácito: y tuvo revelación ó luz interior de que la voluntad y agrado de Dios era que pasase á las tierras de los Puyzocas, y se pusiese á todo riesgo, sin hacer caso de su vida; y no sé de qué manera (porque las noticias que de aquellas Reducciones han venido no lo expresan).

Tuvo también anuncios de que el cielo había ya oído sus súplicas, y determinado dar cumplimiento á sus deseos de sacrificar la vida por las glorias de su Criador; y de cuáles fuesen los júbilos de su corazón y cuáles las alegrías, más fácil es pensarlo que decirlo. Pero no obstante, quiso Dios quitarle un poco de aquel exceso de dulzura en que estaba su alma felizmente anegada, permitiendo á la parte inferior trabajase y diese que hacer á la superior, para que fuese tanto más glorioso el triunfo y la palma, cuanto fuese más dificultosa la victoria; porque corriéndole por las venas un sudor frío, se puso pálido y se le representó tan fiera la vista de la muerte, que le hizo muchas veces entrar en duda si debía ejecutar aquella empresa; y cada vez que pensaba en ella temblaba todo, y mostraba en lo exterior señales de la batalla interior; y no sé si por sus ordinarias enfermedades ó por nueva destemplanza de los humores que causaba á todos los miembros aquel combate del espíritu y de la carne, le bajó á las piernas un humor maligno que le obligó á hacer cama, pretendiendo, al parecer, la naturaleza, con aquellos extremos, conservar la vida, á quien tan de cerca amenazaba la muerte; y de hecho el V. Padre estaba en gran perplegidad y angustia de ánimo, de suerte que no se atrevía á resolver por sí mismo, y era espectáculo digno de compasión verlo batallar consigo mismo, venciendo una vez más, y quedando otra vencido, siempre pensativo y como asombrado con esta lucha.

Al fin volvió Dios los ojos de su piedad al V. Padre, que por tan largo tiempo, en hambre, sed, pobreza y tantos trabajos, había sido su fidelísimo siervo, y penetrándole lo íntimo del alma con un rayo de luz, esclareció aquella densa niebla, que antes le tenía en oscuridad y tinieblas, y le infundió tal valor y aliento en el espíritu, que vencida del primer lance la carne, dijo con gran denuedo:

« – Que por sentir tanta repugnancia quería, á pesar suyo, poner manos á la obra.»

Son palabras suyas; y estando ya de partida, escribió á un comisionero suyo, avisándole con confianza de lo sucedido y pidiéndole sus oraciones, añadió:

– Spiritus quidém promptus est, caro autem infirma.

Por último, se puso en camino hacia los Puyzocas, acompañado de treinta y seis Manacicas recién bautizados; y llegando á la primera tierra de aquella nación, fué recibido con muestras de grande amor y benevolencia, presentándole la gente frutas del país en grande abundancia y encubriendo de esta manera lo que maquinaban: de allí pasó á la segunda Ranchería, pero llevado en brazos ajenos, porque así por la flaqueza del cuerpo como por un pantano que había de por medio, no se podía tener en pie; aquí también fué recibido con una falsa alegría y con alhagüeñas palabras, que los traidores tenían ya premeditadas, y habiéndole entretenido el cacique en conversación, encubriendo en su pecho sus dañados intentos, ordenó entre tanto á su gente que llevasen á los forasteros á sus casas, dividiéndolos de manera que hubiese pocos en cada una, para hacer así el tiro con más seguridad.

Apenas los nuevos cristianos se habían sentado á la mesa, ignorantes de lo que contra ellos se maquinaba, salieron de repente en tropa muchas mujeres desnudas, las cuales tiraron ciertas líneas de color negro en sus rostros (ceremonia que usa esta nación con los que quieren matar) de la cual los cristianos se maravillaron mucho; y luego dieron sobre ellos muchos indios con gran furia y mataron, con poco trabajo, á la mayor parte de los cristianos.