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Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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CAPÍTULO XIV

Vuelve el P. Lucas á los Manacicas, visita todas sus Rancherías y se restituye por otro camino á la Reducción de San Francisco Xavier

Aunque el apostólico operario procuraba registrar todas las tierras de esta nación, no obstante, así porque era necesario abrir camino á costa de sudores y trabajos y por eso gastar mucho tiempo, como por donde quiera que entraba quería arrancar de raíz la idolatría y plantar la fe, y en esto se le pasaban meses enteros, no pudo los años antecedentes visitar y ver todas las Rancherías, para lo cual le fué preciso esperar á la primavera del año 1707.

Estando, pues, todo este país, según ya dije, en forma de una pirámide, que por ambos lados confina con los Chiquitos, era su ánimo correr todas las tierras hasta los Auropés, y así darse las manos por dos caminos con los Chiquitos; mas para empresa tan grande era necesario vencer grandísimas dificultades y estorbos del camino.

Pero Dios Nuestro Señor, á quien se le recrecía tanta gloria accidental en este designio, quiso, no solamente satisfacer sus deseos con el éxito feliz, sino mostrar también cuánto le agradaban sus sudores con muchos sucesos milagrosos, para darle á él ánimo en tantos trabajos y afanes, y á los infieles más claro conocimiento de su fe.

Prevenido, pues, el santo varón de tanta mayor caridad y celo, cuanto era necesario para tamaña empresa, y animados algunos de los más fervorosos neófitos, no sólo para ser sus compañeros, sino también para dar la vida en testimonio de aquella ley que iban á plantar entre los bárbaros, se puso en camino á los 4 de Agosto de 1707 y llegando el día de la Asunción de la Santísima Virgen á las riberas del río Zununaca, se encontró con los Zibacas, de quien fué recibido con muestras de grande amor, y Putumaní, su cacique, le regaló con mucha pesca y se partió á largas jornadas á su tierra, donde dió orden á sus vasallos que le allanasen el camino, y desde allí diariamente le proveyó de comida y bebida, hasta que entrando el Padre en su Ranchería le salió á recibir el pueblo, muchachos, mujeres, y aun las que criaban, con sus niños en los brazos; y el cacique le cumplimentó, no ya como bárbaro, sino con términos muy corteses, y llegando á la plaza le cercaron todos en rueda, y con semblantes y voces de increíble alegría, le daban la bienvenida, besándole la mano, y pidiéndole les echase su bendición.

Alegrísimo el siervo de Dios con tan buen principio de su misión, de donde infería el logro de sus deseos, se puso luego á tratar las paces de aquella gente con los Ziritucas, á quienes por un leve disgusto habían jurado dar la muerte; y asegurándose aquellos entre los bosques, habían saqueado y robado toda la tierra, y pegado fuego á las casas.

Llamando, pues, aparte al cacique, y á los principales, les dió á conocer la gravedad de su delito, y les ordenó enviasen á llamar á los Ziritucas y volviesen á entablar con ellos una buena amistad.

Vinieron los Ziritucas, diéronle grandes quejas de los Zibacas, pidiendo les obligase á resarcirles los daños, y que les restituyesen las haciendas que les habían robado y tenían aún en su poder.

Llamó entonces á los Zibacas, que bajaron la cabeza y no tuvieron que responder otra cosa sino es que la cólera y la venganza les había hecho pasar los términos de la razón; que arrepentidos de lo hecho, querían ya ser sus compañeros y hermanos; mas para no tener obligación de restituirles su hacienda, añadieron con sutil astucia, que los habían mantenido á su costa por espacio de nueve cosechas.

No vino en esto el P. Lucas, y les mandó, mal de su grado, que restituyesen luego las haciendas á sus dueños; y no hubo ninguno, aun de los más atrevidos, que osase contradecirle, porque la reverencia que le habían cobrado, por el severo castigo con que Dios había vengado las injurias que algunos le hicieron en los años pasados, les quitó el atrevimiento para resistirse.

El día siguiente juntó el pueblo en la plaza al pie de una cruz, donde el santo misionero explicó la ley de Cristo que habían de guardar para alcanzar la salvación, descubriendo juntamente todas las maldades de los Maponos y de aquellas diabólicas deidades con singular gusto y contento de los oyentes que le interrumpían muchas veces, gritando en alta voz y diciendo querían á Jesucristo por su Dios y su Padre, y á la reina de los Ángeles por su madre y Señora, y detestaban y maldecían de los Tinimaacas.

Luego, para que las cosas que habían oído se les quedasen más vivas en la memoria, hizo á sus neófitos cantar las excelencias de nuestra fe y los vituperios de aquellos dioses, en ciertas canciones que él mismo había compuesto en aquel idioma, de lo cual recibió tanto gusto y contento aquella buena gente, que las quisieron oir muchas veces para aprenderlas, con tanto empeño, que en gran rato no dejaron descansar á los cantores.

Tan buena disposición de este pueblo para alistarse en el número de los cristianos, no fué tanto obra del P. Caballero, que el año antecedente les había predicado la ley de Dios, cuanto de la Virgen Santísima Nuestra Señora, que poco antes, con un insigne milagro, había dispuesto los corazones de aquellos bárbaros para que prendiese en ellos la semilla de la predicación Evangélica y rindiese fruto correspondiente á los sudores del sembrador. Esta fué la sanidad que milagrosamente dió la madre de Dios á Zumacaze, sobrino del cacique, que abrasado por muchas semanas continuas de una maligna fiebre, se le habían secado las carnes y consumido las fuerzas, de suerte que, como incurable, le habían, á su usanza, dejado en un total desamparo.

Viendo Zumacaze el caso desesperado y más pesaroso de perder la bienaventuranza sin el bautismo que la vida corporal, volvió su confianza toda á la Santísima Virgen, cuyas alabanzas y poder había oído muchas veces, y por eso la invocaba con frecuencia, diciendo:

«Señora mía, creo que sois la verdadera Madre de las gentes, y que la diosa Quipoci es un diablo engañador; creo en tí y en Jesucristo, y te suplico no permitas que yo muera infiel, para que no me condene eternamente; quitadme esta fiebre, hasta que recibido el santo bautismo, te pueda ir á ver allá en el cielo.»

No podía hacerse sorda la Madre de Misericordia á las plegarias de quien era tan devoto suyo, aun antes de ser cristiano; por lo cual, mientras él con encendido afecto y esperanza grande repetía esta oración, se le apareció de improviso al medio día la Reina del cielo, despidiendo de sí tantos resplandores en las manos y rostro, que todo el rancho estaba bañado con luces, y con semblante amabilísimo, le dijo:

«Yo soy aquella á quien tú invocas; confía, hijo, que sanarás; cree lo que enseña el Padre, y dí en mi nombre á tus paisanos que hagan lo mismo.»

Desapareció entonces la Santísima Virgen, y en aquel punto se halló el enfermo perfectamente sano. Acudió á verle todo el pueblo, y oída la causa de su milagrosa sanidad, se encendieron sus corazones en vivos deseos de ser cristianos.

No se acabaron aquí las bendiciones del cielo; antes teniendo aquellos bárbaros al P. Lucas un amor de padre, y reverenciándole como á santo, trajeron á su presencia todos los enfermos, pidiéndole, que pues era ministro de un Dios tan poderoso, intercediese ahora por ellos.

No podía él ya justamente hacerse desentendido á aquellas súplicas, y más cuando la gracia no sería menos poderosa que la eficacia de sus palabras para su conversión, y para que con la salud del cuerpo recibiesen también la del alma; por esto preguntaba á los enfermos si de corazón creían en Jesucristo, y querían bautizarse; y respondiendo ellos que sí verdaderamente.

«Leído el Evangelio super ægros– (son palabras del P. Lucas) – me daba Dios ánimo de decir: fiat vobis ficut credidistis, y al punto quedaron sanos. Corrió la voz de lo sucedido desde esta Ranchería á las otras de la tierra; y plugo á Dios darme la milagrosa virtud de las curaciones, para traerlos casi contra su voluntad á su conocimiento, porque sanando milagrosamente, conocían con claridad cuánta diferencia había entre el Dios de los cristianos y los Tinimaacas.» Hasta aquí el venerable Padre.

Bautizados después los niños, le suplicaron el cacique y los principales fuese á los Jurucarés, que tenían alborotado todo el contorno, saqueando todas los Rancherías y matando á sus moradores.

Condescendió gustoso con sus súplicas, porque teniendo noticia cierta que los Jurucarés tenían gran devoción al demonio y á sus ministros, él, que tenía encendidos deseos del martirio, esperaba que se le satisfarían plenamente.

Apenas se puso en camino, cuando toda la alegría festiva del pueblo se convirtió en otra tanta melancolía y tristeza. Fuéronse todos tras él con las lágrimas en los ojos, y cogiéndole las manos no acababan de besárselas, y fué esto de suerte que movieron á compasión al cacique, á cuyos ruegos se partía tan presto; procuró el Padre consolarlos dándoles esperanzas de que cuanto antes pudiese volvería á visitarlos, y que si no fuese él, sería á lo menos otro de sus compañeros.

Tres días gastó en el camino, afligido sobremanera de la sed, ocasionada del sol ardientísimo. Al tercero, á eso del medio día, creyendo estar aún muy lejos de los Jurucarés, se halló casi á sus puertas; y no pudiendo dejar de ser descubiertos, llamó á sus cristianos y les manifestó el riesgo evidente que corrían de perder la vida á mano de aquellos bárbaros, enemigos capitales del nombre de Cristo, si Dios no los libraba milagrosamente; por lo cual, hecho un fervoroso acto de contrición, les dió la absolución general.

Al ver esto, se echó á sus piés un gentil y le pidió con eficacísimas instancias le hiciese cristiano, dando palabra al Padre de que viviría entre cristianos, lo cual agradó tanto al santo varón, cuanto más claramente conoció que sola la gracia del Espíritu Santo le había movido á pedir el bautismo.

 

Mas no les cogió de improviso su venida á los de la Ranchería, porque dos días antes, estando todo el pueblo en sus devociones y súplicas, les dieron noticia aquellas diabólicas deidades de que venían el Padre y sus compañeros, diciendo Uracozoriso, con lágrimas en los ojos:

– Ya me veo obligado á buscar en otras partes otros que me adoren, porque de ésta mi iglesia me echa un grande enemigo mío, que ya se acerca: huíos también vosotros. Trae este hombre en la mano un instrumento (decíalo por la cruz) en que no puedo fijar la vista.

Oyó sus llantos y lamentos el pueblo, y procuró consolarle con mil dones y ofrendas; mas él, con sus compañeros, les volvieron el rostro, haciendo, como de concierto, un doloroso llanto, levantando el grito y los aullidos á manera de desesperados.

Causó esto en el pueblo gran confusión y espanto, el cual creció hasta que el demonio, en forma de un grande pájaro, despertando al cacique, le estimuló y exhortó á la fuga, por lo cual, así el cacique como el Mapono más venerable y de más años, y en pos de ellos gran parte de la plebe, se huyeron á los bosques, metiéndose en las grutas de las fieras.

Habíanse quedado algunos en el pueblo que estaban ya de partida, cuando el V. Padre, á pie, y con la cruz en la mano, acompañado de algunos cristianos más fervorosos, entró en la Ranchería, llevando en alto la imagen de la Santísima Virgen.

Apenas le divisaron los paisanos, cuando se pusieron en fuga, y de ellos detuvieron á algunos los compañeros del Padre, no sin riesgo, porque enfurecido un bárbaro, descargó en la cabeza de un muchacho cristiano tan fiero golpe, con una hacheta de piedra, que si Dios por su misericordia no hubiera permitido que errase el golpe, se la hubiera partido por medio.

Procuraron aquietarlos con buenas palabras y quitarles de la cabeza aquellas sombras y sospechas con que el enemigo infernal había maquinado impedir su conversión.

Luego, llamando el P. Caballero á un mozo de buen aire y bien agestado, procuró ganarle para sí con aquellos modos de amor y caridad que enseña á los varones apostólicos el celo de la salvación de los prójimos; y regalándole con mil cosillas de las que aprecian los bárbaros, le despachó á los que se habían huído; y Dios le puso en el corazón tal afecto para con el Misionero y en la lengua tal eficacia, que dentro de un breve rato volvió con una tropa de paisanos, y poco á poco los condujo á todos.

Miraban al Padre asombrados, y le imaginaban ó un monstruo ó cosa de la otra vida, pues, tenía tanto poder para desterrar á los Tinimaacas y echarlos de sus tierras; mas á sus dulces y suaves palabras se recobraron: y aunque ignorantes, reflexionando en aquellos lamentos y desesperaciones de sus dioses, infirieron, por evidente conclusión, que eran muy flacos y de ningún poder, pues no podían resistir á aquel hombre, con lo cual se le aficionaron increíblemente, y desterrado de sus corazones todo temor, hospedaron con igual afecto en sus ranchos ó chozas al Padre y á sus compañeros.

El día siguiente, juntó todo el pueblo en la plaza al pie de una cruz que allí había enarbolado les explicó los misterios que debían creer y los preceptos que habían de observar, descubriendo la vanidad de sus deidades y perversidad y fraude de los sacerdotes; y públicamente el más viejo de todos, que había encanecido en la malicia, no pudiendo negarse á las luces de la verdad, con que el Padre le daba en los ojos, se rindió vencido, y confesó que había engañado á los demás por tener con qué sustentarse.

Oíale la gente con silencio y atención, y aún con aplauso y placer, principalmente cuando refirió la creación del mundo, y la caída de los ángeles prevaricadores, á quienes habían sido muy devotos y fieles.

Continuó por algunos días la explicación de la doctrina cristiana, oyéndole siempre con igual gusto y provecho; y pareciéndole ya tiempo de quitarles todas las ocasiones de recaer en la idolatría, ordenó que trajesen á la plaza los tabernáculos, las esteras y cuanto servía al culto de sus dioses, y pisándolo todo por escarnio y llenándolo de inmundicia, lo hizo abrasar, reservando solamente un instrumento astronómico de bronce, que representaba al sol y luna con los otros signos del Zodiaco; don que muchos siglos antes les habían dado los demonios, y después todos juntos se pusieron á bailar y cantar algunas canciones al son de los instrumentos que entre ellos se usan.

Ayudaron no poco á la conversión de esta gente los indios Zibacas, cuyo cacique, dijo en alabanza de la ley cristiana, tales cosas, que sin duda le dictaba las palabras el Espíritu Santo, á quien tenía en el corazón, que el mismo P. Caballero quedó no poco maravillado; y no hacían nada menos sus vasallos, los cuales, no pudiendo detenerse más tiempo por causa de sus labores, se fueron con gran dolor á despedir del V. Padre, quien describiendo esta despedida, habla de esta manera:

«Con cuántas lágrimas y suspiros se despidiesen, no puedo expresarlo bastantemente; no sabían apartarse de mí, y yo no sentía menos su partida; procuré consolarlos, diciendo que el año siguiente, queriendo Dios, volvería y les enseñaría más despacio su santa ley.»

Aunque se partieron los Zibacas, tan aficionados y devotos del P. Lucas, no por eso se resfriaron en su amor los Jurucarés, ni hubo cosa, aunque muy difícil, que no hiciesen por él.

Exhortóles á que depusiesen las armas y ajustasen paces con los confinantes, y ninguno hubo que no viniese en ello, y antes ellos quisieron ir en persona á pedir la paz á los Pizocas, mostrando que las obras correspondían bien á las palabras que le daban.

El cacique de más autoridad, antes de ponerse en camino, le suplicó con eficacísimos ruegos le administrase el santo bautismo, porque cargado ya de años y lleno de canas, le quedaba poco de vida; y ya que por la misericordia de Dios había conocido la verdad, la quería también abrazar para que el conocimiento no le sirviese de eterna confusión.

Enternecióse el santo varón con tan justa demanda; mas no pudo darle consuelo, porque tenía orden estrecha de los Superiores para no bautizar, á ningún adulto antes de fabricar la Reducción; por lo cual se excusó con lo mejor que pudo de no poder condescender con su petición, aunque lo deseaba sumamente; y que si él daba la palabra y perseveraba en aquel sabio y santo propósito, no tardaría mucho, ó en volver él mismo, ó si no pudiese, enviaría otro de sus compañeros en su lugar para que le pusiese en el camino de la salvación eterna.

Ya que no pudo conseguir esto el buen cathecumeno, quiso que á lo menos en prenda de su promesa, le diese una pequeña cruz para traer al cuello y para muestra de otras que quería fabricasen sus vasallos, porque entendida la virtud de aquel santo Leño, quería ponerla en todas partes, para que por su respeto no osase el demonio causarles algún daño en la vida ó hacienda. Bautizados, pues, aquí los muchachos, pasó á los Quiriquicas, donde el año antecedente la Reina de los Ángeles le había defendido de sus flechas.

Saliéronle al encuentro todos, hombres y mujeres, y le hospedaron cortesmente en su Ranchería, mas no con aquellas demostraciones de afecto que el Padre esperaba; y sin duda fué porque había ya algunos días que estaba hecha la Ranchería un hospital de enfermos y moribundos por una epidemia pestilente que hacía gran estrago en todos, y lo peor era que echaban la culpa al Padre, diciendo que por haber querido matarle, había hecho venir de otro lugar la peste para vengar su agravio.

Fué luego á visitar los enfermos y con extremo dolor suyo vió morir á su vista una mujer, sin tener tiempo para administrarle el santo bautismo; leyó sobre todos el Evangelio Super ægros; mas Dios quiso diferir algún tanto el favor para que la gente tuviese en mayor aprecio y veneración su santa ley, y por ella á su ministro, y así fueron mejorando poco á poco los apestados; y entonces ordenó el santo varón que por las tardes se juntasen todos en la plaza; allí, desde un lugar eminente, les explicó la verdadera causa de aquel accidente; que no era él la causa por ser hombre flaco y miserable, y de ningún poder como ellos, sino sólo Dios del cielo, á quien él servía, que había tomado á su cuenta la venganza de la injuria que á él le habían hecho; que por tanto se quejasen de sí mismo, que á él le pesaba mucho de aquel mal. Interrumpióle el cacique diciendo se habían muerto ya los que le habían hecho aquel agravio. A lo cual dijo el P. Caballero: «No soy el autor de este estrago, Jesucristo, criador del Universo, lo es: á Su Majestad es necesario pedirle que cese, y esperar de él la gracia y misericordia.»

Mientras estaba en estas pláticas, le vinieron á avisar que estaba para espirar el cacique Sanucare. Rompió al punto el discurso para acudir á donde le llamaba la extrema necesidad, pero fué en vano, porque el mal, que era fuertemente maligno, le había sacado de juicio, y estaba ya delirando con frenesí; y por más remedios de que se valió, nunca le pudo volver en sí.

Afligidísimo por esta causa, se salió del Rancho del enfermo y postrado en tierra, con lágrimas y súplicas muy afectuosas, empezó á pedir á Dios que por su piedad y por los merecimientos de su Hijo Santísimo, le concediese la gracia de darle á aquella alma, comprada con el precio de su sangre, el uso de la razón.

Al punto cesó el delirio y volvió en sí el enfermo, de suerte que el Padre tuvo tiempo para instruirle en los divinos misterios y lavarle con las santas aguas del bautismo; y sugiriéndole afectos de contrición y esperanza en Dios, espiró en breve.

El día siguiente ordenó una devota procesión para obtener para aquella pobre gente el remedio de su calamidad. Mas lo que sucedió, será mejor oirlo de boca del santo Padre:

«Acompañado (dice) de cristianos y gentiles enarbolé una imagen de la madre de Dios, dando vueltas por toda la tierra, llevándola á las casas de los enfermos, y lleno de confianza, le decía Nuestro Señor: Mirad, Señor, á vuestra misericordia, y no entreguéis al estrago de la peste estos nuevos fieles; no diga este pueblo, tierno en la fe y débil en la virtud, que sois muy riguroso en los castigos; si para mi defensa echasteis mano de los milagros, mostrad ahora vuestro poder en sanarlos, para gloria de vuestra ley. Entraba con esta confianza en las casas de los enfermos apestados y arrodillados todos, así cristianos como gentiles, rezábamos el Ave-María; luego preguntaba al enfermo si creía de corazón en Jesucristo y confiaba en su Santísima Madre, y respondiéndome que sí, le aplicaba una estampa de San Francisco Xavier para que me fuese intercesor con la Reina del cielo, y mis pecados no impidiesen su piedad; por último, le tocaba con la imagen de la Virgen Nuestra Señora, y de esta manera, en pocos, días cesó la peste y aún los de más peligro recobraron la salud.» Así el Venerable Padre.

Consolado con este favor aquel pueblo, se puso luego en camino hacia los Cozacas para llegar á los Tapacurás, antes que el tiempo rompiese en lluvias y cerrase los caminos. En esta jornada vino Patozi, el cacique de los Moposicas, con gran número de sus vasallos, y se le quejó mucho porque no iba á sus tierras, usando de cuantas artes y modos de ruegos supo para moverle á compasión; con todo eso, aunque el Padre lo deseaba mucho, no lo pudo consolar, por no querer torcer su viaje á otras Rancherías del Norte ó del Mediodía, sino sólo tirar derechamente á Poniente; y reconocida su buena voluntad, le convidó á que le acompañase hasta los Cozocas, que ya tenía á la vista.

Luego confortó en el alma con un fervorosísimo razonamiento á sus neófitos, y les exhortó á ofrecer su vida á aquel Señor que por el bien de las nuestras dió la suya; porque el demonio, que llevaba muy mal tantas pérdidas, sin haberlas podido remediar, había hecho el último esfuerzo con los Cozocas para que le quitasen la vida; lo mismo deseaba el santo Misionero; y hablando con sus cristianos, sólo sentía que la rabia del enemigo infernal y de sus secuaces no tuviesen permisión para matarlo.

Estábanle mirando los Cozocas desde la plaza de su Ranchería, y apenas el Padre se puso á mirarlos con la cruz en la mano, cuando prorumpiendo en gritos descompasados, á la usanza de bárbaros, le dispararon una tempestad de saetas, que á no repararlas Dios con su mano poderosa, hubiera quedado muerto.

Los cristianos y cathecúmenos, viendo las cosas tan contrarias, se retiraron atrás. Sólo iba al lado del siervo de Dios un joven fervorosísimo, deseoso de dar la vida en testimonio de la fe, que pocos meses antes había abrazado. Seguíanle otros cuatro, uno de los cuales llevaba en alto la imagen de la Madre de Dios. Procuró el apostólico Padre sosegar con su angelical rostro y afables y corteses palabras aquellas furias del infierno.

 

Todo fué en vano, porque envenenados los bárbaros contra Jesucristo y su ley, sin hacer caso de nada, le apuntaron y dispararon un gran número de saetas á su cabeza, mas nunca pudieron acertar; antes bien veían manifiestamente que volvían atrás las flechas, como si una mano contraria las tirara; y una disparada con tal ímpetu que le hubiera pasado de parte á parte; pero al llegar la detuvo sin duda Dios, é hizo caer sin fuerza á los piés del Padre. Con otra hirieron en el vientre á un cristiano que llevaba la imagen, y alegrísimo el buen muchacho de su dichosa suerte, se retiró aparte para gastar con Dios los últimos períodos de su vida, con no menos gloria suya que envidia del P. Lucas, que abrazándole estrechamente, se dolía de que en pena de sus pecados no merecía acompañarle en la muerte.

Entre tanto, el Mapono atizaba con rabia infernal á los suyos, y cerca de una hora estuvieron disparándole saetas sin causarle más daño que romperle el vestido; bien que al levantar en alto aquella santa imagen, le corrieron por los brazos extraños dolores y le impidieron el uso de ellos.

Mientras ellos procuraban valerse de todas las suertes de su crueldad y fiereza para darle la muerte, los cathecúmenos desde lejos procuraban librarle de ella, amenazando á los Cozocas que vendría sobre ellos la ira de Dios y les daría su merecido, como á su costa ellos lo habían experimentado; y ó fuese porque el temor les hiciese caer en la cuenta, ó porque Dios reprimiese su orgullo, dándoles más acerbos dolores en los brazos, se pararon algún rato y dieron tiempo y oportunidad al siervo de Dios para acercarse al Mapono, y con modo cortés y afable le dió á conocer el poder de Jesucristo, que por más que él y los suyos lo intentasen, si no era voluntad de su Divina Majestad, no le podrían quitar un cabello; y que sus Tinimaacas, por más que se jactasen de que eran señores del cielo y dueños del mundo, al fin no eran otra cosa que miserables y flacas criaturas condenadas por su culpa á cárcel perpetua en el infierno.

Entre tanto que él hablaba así al Mapono, puso Dios los ojos de su piedad sobre aquel bárbaro, y penetrándole lo interior del alma, sosegó aquellas furias; con lo cual, cambiado el furor en agrado, le hospedó cortesmente en su casa, poniéndole la mesa abastecida de lo mejor del país.

Estando en esto se echó á sus piés un gentil, y con lágrimas en los ojos le pidió que al punto le bautizase, porque temía mucho no le matasen allí á traición por causa de algunos disgustos antiguos, y no quería perder con el cuerpo la vida del alma. Dióle gusto el P. Lucas y quiso celebrar, como celebró, la sagrada función de aquel bautismo en uno de los templos, por más que le pesaba al demonio y á los de su partido.

El mismo día había despachado el Mapono un mensaje á Abetzaico, cacique de los Subarecas, para que con su milicia viniese á ayudarle á exterminar ó desterrar del mundo al enemigo capital de los dioses y á sus compañeros; mas desbarató sus designios un ángel, el cual, apareciéndole, no sé si en sueños ó despierto, le ordenó que fuese á encontrar al Padre y le recibiese en su tierra y oyese su doctrina.

Vino el cacique sin armas, servido de dos de sus vasallos, y noticiado del atrevimiento de los Cozocas, se encolerizó sobremanera contra el Mapono; y hubiera puesto en él las manos, á no haber venido á buen tiempo uno que daba aviso de que dos cristianos heridos estaban ya para espirar. El P. Lucas nos dirá mejor con sus palabras lo que entonces sucedió:

«Acudí (dice) á donde yacían tendidos sobre la tierra aquellos mis dos muchachos; que á la verdad era espectáculo digno de mover á cualquiera á compasión, verlos tan malamente heridos que el suelo estaba bañado en su sangre, cubiertos de moscas, que parecían cadáveres, sin tener un trapo con qué cubrir las llagas, y ser necesario por esto servirse de las hojas de los árboles; causábame, empero, grande admiración y asombro su paciencia, los tiernos coloquios que hacían á la Santísima Virgen, alegrándose de derramar la sangre y morir por aprovechar á sus prójimos, y en servicio de su santísimo hijo. Uno de ellos era Manacica de nación, bautizado pocos meses antes y me servía de intérprete; tenía atravesado el brazo con una flecha, y por eso, heridos los nervios, le causaban desmayos y pasmos mortales; al otro, herido en el vientre, se le habían salido en gran parte las entrañas. Ordené que los llevasen debajo de una enramada, donde queriendo volver á poner en su lugar las entrañas á este último, fué necesario cortarle parte de ellas. Encomendose con grande confianza á la Reina de los Ángeles, y después de un ligero sueño se halló perfectamente sano; el otro se restituyó en breve á su entera salud, hallando su brazo libre y expedito, sin otro remedio que el de Dios y su Providencia, pues allí no había otro.» Hasta aquí el P. Lucas.

Detúvose allí algunos días para arrancar de raíz la idolatría y disponerlos á recibir la santa ley de Cristo; y aunque al principio le fué preciso ir ganando tierra poco á poco, venciendo al fin la gracia del Espíritu Santo, abrieron los ojos aquellos bárbaros y se ofrecieron de buena gana á alistarse en el número de los fieles, presentando en prendas de esta verdad á sus hijos para que desde luego fuesen lo que ellos de allí á poco habían de ser.

Llevaba mal Abetzaico, que se detuviese el Padre tanto con los Cozocas; y se lamentaba tanto de esta tardanza, que precisó al siervo de Dios á despedirse de aquí é ir á su tierra, donde no hubo bien llegado, cuando fueron inexplicables las alegrías y señales de júbilo que mostraron los Subarecas, saliéndole á recibir y haciendo fiestas á su usanza propias para cuando quieren mostrar extraordinaria alegría.

Cuál fuese la pompa, y lo que más importa, el santo fervor de devoción con que desde el primero al último veneraron estos nuevos cathecúmenos la Santa Cruz, no es fácil referirlo.

El cacique y los principales quisieron tener la honra de formarla y ponerla en la plaza, no permitiendo que otros más inferiores pusiesen la mano en esta obra; luego, arrodillados todos al rededor de la cruz, la adoraron humildemente, y entre tanto, las mujeres y el resto del pueblo estaba bailando y cantando al son de sus instrumentos, y los cantares eran alabanzas de la Cruz, de la santa ley de Dios y de la Santísima Virgen; ni se acabaron las fiestas aquel día, antes bien las continuaron por muchos días, no sabiendo ponderar el consuelo que tenían, por haber de ser cuanto antes cristianos, y levantado y adorado en su tierra el árbol de nuestra Redención. Y Dios Nuestro Señor, para confirmarlos en la fe, y mostrar cuánto se agradaba de aquella devoción y fervor, restituyó la salud á todos los enfermos y calenturientos con sólo leer el Padre sobre estos el Santo Evangelio.

Qué júbilos de alegría sentía en el corazón y qué lágrimas de consuelo le corrían de los ojos al P. Caballero, confiesa él mismo que no lo podía explicar, acordándose que aquellos mismos que ahora con tanta veneración adoraban la cruz, y en ella á Jesucristo, eran los que poco antes adoraban á los demonios feos y abominables.

Mas no por esto se olvidaba del término de su viaje, por cuya causa se hubo de despedir de los Subarecas, no sin grandes lamentos y llanto universal de aquella buena gente, la cual, viendo que no le podían tener más tiempo en tierra por entonces, quiso que la flor de la juventud le fuese acompañando para ir allanando el camino y proveyéndole de víveres al Padre y á sus compañeros, lo que ejecutaban á competencia con los Cozocas.