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Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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Luego que el santo varón supo este enredo, les descubrió los fraudes del enemigo y procuró aquietarlos con buenas razones.

Poco después dió la vuelta con su gente aquel malvado, y afrentando al Padre con palabras llenas de oprobios, faltó poco para poner en él las manos. Por último, le intimó en nombre de S. M. Católica (que en tales empresas fingen estos malvados la autoridad real para abusar de ella cuando les está á cuento ó se atraviesan sus intereses) que se retirase luego de aquel país y fuese á dar razón al gobierno de Santa Cruz.

Este tan pesado lance no descompuso ni alteró en el P. Lucas aquella serenidad de ánimo que siempre mostraba en el semblante, sino atento solamente á reparar el daño que de aquí se podía seguir, le respondió con aquella intrépida y santa libertad que le daba el espíritu de Dios; que sabía bien se enderezaban todos sus designios, no á otro fin, sino á hacerle aborrecido de aquella gente para que en adelante jamás le admitiesen en aquellas tierras ni le diesen oídos. Que qué diría el pueblo de Santa Cruz al ver llevar preso á un pobre religioso porque predicaba la fe. Que no se fiase de su poder, pues Dios Nuestro Señor y la Majestad Católica del Rey, no tenían lejos las armas, aun de aquellos desiertos remotos, para hacerle pagar un atentado tan temerario é injusto; y por fin, que no esperase contrastar con sus embustes la piedad y celo de aquella piadosa ciudad y sus regidores. Replicóle el hombre perdido con furia que obedeciese. Mas el P. Lucas, no haciendo caso alguno de lo que le pudiese suceder por los enredos y calumnias de aquel hombre descarado, determinó quedarse para deshacer la máquina fabricada para daño y ruina de aquella nueva cristiandad.

A este tiempo le trajeron los Paraxís un indio Manacica, que hecho esclavo de aquel hombre, había tenido maña para huirse de él, y puesto en libertad se acompañó con los neófitos.

Entendía este Manacica alguna cosa del idioma de los Chiquitos, era de buen entendimiento, cuanto cabe en un bárbaro; observaba con atención las ceremonias sagradas, la forma de bautizar, el ponerse de rodillas delante de la santa cruz, el levantar las manos al cielo, las preces sagradas que muchas veces al día entonaba el santo varón en voz alta; y pareciéndole todo conforme á su genio y á la razón, procuraba hacer lo mismo.

Advertido esto muchas veces por el P. Lucas, y coligiendo lo que sería toda la nación, por lo que veía en aquel sólo, determinó emprender su conversión.

CAPÍTULO XI

Pasa el venerable P. Lucas á los Manacicas, quieren matarle los indios Sibacás y el cielo toma por él venganza

Alegres los indios de que aquel europeo aterrado del ánimo del apostólico Padre hubiese desamparado el país sin hacer presa en ellos, como les había amenazado, penetraron á lo más enmarañado del bosque, y Zuriquios, cacique de aquella Ranchería, le pidió que fuese á los Aruporés, que ellos le acompañarían: los hablaremos, dijo el cacique, y los entretendremos para que no se pierdan y anden descarnados por temor de los enemigos, y todos nosotros los Puraxís y Tubacís nos juntaremos con ellos para hacer un pueblo en que tú nos puedas doctrinar y dar el santo bautismo; porque de otra suerte nos esparciremos por estos bosques de tal manera, que ni tú ni otros nos puedan jamás encontrar.

El santo Padre que no deseaba otra cosa, se puso al punto en camino, y llegando allá en pocos días, halló la gente tan bien dispuesta á recibir la fe de Cristo, que de una vez bautizó ochenta ó más niños. No quiso por entonces bautizar á los adultos, porque la experiencia le había enseñado á usar con ellos de lentitud.

De aquí pasó á otra Ranchería, donde falto de fuerzas, sin poder sostener tantas fatigas y trabajos, desmayó de pura flaqueza, y asaltado de una fiebre ardientísima, se echó debajo de un árbol en un total desamparo de todo humano consuelo, abandonado aun de los neófitos Piñocas, y persuadiéndose no le restaba mucho tiempo de vida, se iba disponiendo para el último trance.

Los indios del país se dolían grandemente de que por haber los enemigos asolado la tierra, no tenían con qué socorrerle y reparar su flaqueza; pero hallando por gran ventura una gallina, se la ofrecieron, mas el santo Padre rehusó aquel alivio y quiso resueltamente se guisase para dar de comer á un neófito que junto á él yacía enfermo.

En este estado se hallaba, cuando sintió en su corazón que era voluntad de Dios se ofreciese á llevar en Santo Nombre á los Manacicas, que con esta oferta se restituiría á sus fuerzas. Al punto prometió, no sólo darle á conocer á nuevas gentes, sino derramar su sangre por el bien de los prójimos, si fuese esta su voluntad santísima.

Agradó al cielo esta oferta y al momento se recobró el cuerpo de sus antiguas fuerzas, y no habiendo podido los días antecedentes atravesar bocado, pudo luego comer lo que la piedad de los bárbaros le ofrecían; lo cual, aunque mal guisado, fué bastante á recobrarle del todo.

Vino á darle el parabién de su perfecta mejoría Pou, cacique del lugar, con algunos de sus vasallos, y el ferventísimo P. Lucas, acordándose de la promesa hecha á Dios, trató luego de la empresa, y con cuantas razones le dictó el amor de Dios y del prójimo, le exhortó á que fuese su compañero en aquella empresa.

Parecióle al cacique que este negocio no tendría éxito feliz, por ser los Manacicas en valor terribles y en número muchísimos, y sobremanera opuestos á los españoles, pues por la matanza reciente que éstos habían hecho, tenían jurado de vengarse, no dejando con vida á cualquiera que cayese en sus manos; que ir allá era lo mismo que ir á buscar por sí mismo la muerte, y que encontraría en el viaje tantos peligros cuantos serían las agudísimas puntas que ellos habían sembrado por todo el camino, como él mismo lo había experimentado el año antecedente, viéndose precisado á dar la vuelta por no quedar estropeado.

Finalmente, el cacique que le miraba como á padre amoroso y le reverenciaba como á Santo por la extremada piedad con que sentía todos sus males, le dijo por último para apartarle de su santo propósito:

«Padre, si te acometieran los Manacicas, ¿con qué te defenderás tú sólo?»

A lo cual el apostólico Padre, sacando del seno un Santo Cristo, le respondió:

«Mira (son palabras suyas), mira aquí el escudo con que repararé sus furias; nada temo, porque Cristo me ordena que lleve allá su santa ley; no pueden ellos quitarme ni un cabello si él no quiere, y aun cuando yo padeciese ésta, que vosotros llamáis desgracia, de ser muerto á sus manos, ella sería mi suma felicidad; si vosotros tenéis miedo, podéis quedaros antes de llegar á sus pueblos, que yo me iré sólo; y si me recibieren con buen semblante, volveré á llamaros, y si no volviere, os podéis huir.»

Animados de tan fervorosas palabras aquellos bárbaros, respondieron unánimes y conformes:

«Eso no, no huiremos nosotros, y si te matan, por el amor que te tenemos, vengaremos tu muerte aunque nos hagan pedazos.»

Y sin más tardanza, tocando al arma el cacique escogió una florida escuadra de soldados y se los trajo á la presencia del Padre, en donde cada uno con brío extraordinario prometió morir á su lado si los Manacicas osasen hacerle algún ultraje.

Pero antes de ponerse en camino le pidió la gente les predicase la ley que debían profesar, que bautizase á los niños y pidiese á Dios agua porque sus sembrados se perdían por falta de lluvias.

Viendo el Padre Lucas que era justa su demanda y que sus corazones estaban tan inclinados á lo bueno, hizo el día siguiente al romper del alba enarbolar una grande cruz, aunque mal compuesta de dos leños toscos atravesados y rodeado de muchos niños, mujeres y soldados hizo oración delante de ella, representando á Dios Nuestro Señor los méritos de la muerte de su Hijo Jesucristo que le recordaba aquella cruz, pidiéndole por ellos no se negase á su piedad paternal y á la grande necesidad de aquellos miserables, enviándoles una lluvia que no le costaría más que una insinuación de su voluntad para ganar aquellas almas por las cuales su unigénito Hijo había derramado su sangre sobre la tierra.

Aunque tan fervorosa y eficazmente rogaba, no se movió Dios esta vez á oir tan presto sus súplicas como lo había hecho en otras Rancherías, para que con la dilación del favor se arrepintiese el pueblo y arrojase de su corazón el odio y la venganza; por tanto ordenó el Padre que á la tarde se volviese á juntar el pueblo al pie de la misma cruz, y con aquella energía que comunicaba á la lengua un corazón abrasado del amor y celo, les declaró como Dios es juez de nuestras acciones, buenas ó malas, y que las castiga en esta ó en la otra vida, con penas á ellas proporcionadas; díjoles: Nuestro Señor Jesucristo está justamente airado con vosotros, ni quiere oir vuestras súplicas ni socorrer vuestras miserias, porque habéis sido causa de gravísimos daños que han padecido los Tapacurás y Manacicas; y porque habéis hecho guerras á vuestros parientes los Aruporecas, no perdonando á incendios y prisiones y la inhumana matanza de tanta gente, pide contra vosotros venganza al cielo. Jesucristo manda en su ley que no se cause daño á ninguno, sea amigo ó enemigo, sino que se perdone de corazón á cualquiera que nos ofendiere. Es verdad que eran vuestros enemigos y que habían maltratado vuestras haciendas, pero de un leve daño, no habíais de haber tomado satisfacción con tantas crueldades. Por tanto, mientras no os arrepintiéreis de lo pasado é hiciereis cordial amistad con vuestros enemigos, no proveerá Dios vuestra necesidad.

No fué necesario más para que todos aquellos indios se pusiesen á punto de caminar; y Dios, atendiendo á las súplicas de su siervo, apenas habían caminado una milla cuando empezó á cubrirse el aire de nubes y cayó una copiosísima lluvia que con increíble júbilo de la gente llenó los pozos y aseguró las esperanzas de coger abundante cosecha.

 

Tardaron muchos días en llegar al río Arubaitú, ó como otros le llaman, Zuquibuiquí. Aquí dieron algunas señales de temor los Puraxís, porque el enemigo infernal, para desbaratar los disignios del Misionero, había persuadido á los Manacicas pusiesen escondidas en la tierra gran número de puntas de madera durísima; y descubriéndolas los Puraxís, le suplicaron al Padre diese la vuelta, porque si no era evidente el riesgo de quedar muchos heridos é inhábiles para caminar; y cayeron tanto de ánimo, que sólo Dios pudo infundirles valor para pasar adelante.

«Confieso (escribe el mismo Padre Lucas á su Provincial) que aunque es grande el valor de los Puraxís, y es también grande el amor y reverencia que me tienen, aunque infieles y recién conocidos, con todo eso, sólo el brazo de Dios Omnipotente pudo infundirles aliento y vigor para proseguir, á fin de mostrar que por medio de instrumentos débiles y flacos, quería abrir el camino de la salud eterna á aquellos nuevos pueblos y naciones. Y á dos palabras que dije se levantó Pou, el cacique y tras él sus vasallos; llegados á una empalizada pusieron á punto los arcos y las flechas; de aquí paso á paso, en profundo silencio, por no ser descubiertos antes de tiempo, avanzaron por fin.»

Y aquí es donde confiesa el santo varón que representándosele tan cercana la muerte, temió de suerte que se le erizaron los cabellos, por ventura para que entendiese que toda su virtud era de Dios.

«Confieso (prosigue hablando de sí) que experimenté un natural pavor considerando que yo había de ir delante de todos y romper el primero las furias de los bárbaros y teñir de mi sangre las saetas envenenadas; pero el deseo de ver á Cristo me alentaba en este trance á todo riesgo, aunque con razón temía de mí lo que por humildad decía el Apóstol San Francisco Xavier de sí mismo que mis pecados serían mi más fuerte escudo que me defendiese de la muerte. Pero no me daba menos ánimos y esfuerzo mi paje Diego, neófito, que de sólo mirarle me sacaba las lágrimas de los ojos y del corazón mil afectos de agradecimiento á las llegas del Redentor, que había infundido en su pecho, poco antes bárbaro, tanto amor para con su Majestad y su Santa ley, porque levantadas al cielo las manos, con un rostro de ángel, estaba ofreciendo á Dios su vida para perderla en su servicio y sus sudores para plantar la santa fe entre los infieles.»

Pasaron adelante de la empalizada, y entrados en la Ranchería se hallaron sin gente, no viendo por todas partes más que incendios, ruinas, cadáveres y un desapiadado estrago de hombres.

Quisieron volver atrás los Puraxís, pero asegurados de un paisano, su intérprete, llamado Izú, de que no lejos de allí había otras tierras, y mucho más animados del Padre que á pie los guiaba, pasaron adelante, y descubierta de lejos otra Ranchería se pararon pálidos los Puraxís, temerosos de algún infeliz suceso, y el cacique de ellos, Pou, hizo señas al Padre para que se adelantase.

Iba delante de todos el santo Misionero disponiéndose á morir con los actos más encendidos de caridad; y para que el ímpetu de las flechas no le quitase de las manos el Santo Cristo, se le ató á ellas, y quedándose atrás los compañeros sólo le seguía el intérprete, el cual, á pocos pasos, con semblante compasivo, clavó los ojos en el Padre avisándole del riesgo en que se metía y del cual quizás no le podría librar.

Quedaba ya poco de día cuando entró con el intérprete en la Ranchería. Apenas le vieron los paisanos cuando con gritos y voces descompasadas mandaron á las mujeres y demás chusma que se huyesen, y ellos echaron mano á las armas aguardándole con semblante feroz y con ojos que despedían llamas.

El intérprete Izú levantó la voz, diciendo no matasen á aquel hombre que no era enemigo suyo.

«Soy Misionero (añadió el P. Lucas) que vengo á predicar la santa ley de Cristo.»

No hicieron los Manacicas caso de cuanto se les decía, y sin otra diligencia se pusieron todos á punto de pelea. A este tiempo se llegó al santo Padre el cacique Pou, diciéndole á voces:

«Nos quieren matar á todos y nos van cercando para que ninguno escape con vida.»

El P. Lucas, sin turbarse nada, procuraba animarlos, y la naturaleza, que poco antes, lejos de los peligros, había sentido algún miedo, ahora de nada temió.

«Digo ingenuamente (escribe de sí) que en el mayor riesgo depuse en un punto todo temor y oí interiormente una voz que me decía: No morirás ahora; y aunque cubierto de un torbellino de flechas y rodeado de gente que se me acercaba para hacerme pedazos, estaba en la plaza con el Crucifijo en la mano, con tanta serenidad de ánimo y de rostro como si me hallase en una iglesia de cristianos.»

Viendo Izú el trance tan peligroso en que estaban las cosas, se puso en medio de sus paisanos, y pudo tanto con la eficacia de sus palabras, y mucho más con la gracia de Dios, que interiormente labraba en aquellos corazones bárbaros é inhumanos, que detuvo sus furias y apagó todo el odio; después, aunque muy nuevo en la fe, habló tanto de Dios y predicó de su santa ley, que aquellos bárbaros, así como estaban con las manos llenas de saetas envenenadas, se fueron llegando uno á uno al P. Lucas, y puestos de rodillas, con humilde reverencia, besaron las llagas del Santo Cristo. A lo cual ayudó no poco el cacique de los Puraxís, que en voz alta decía:

«Venid, amigos, á rendir homenaje á nuestro Criador Jesucristo; adoradle y haceos vasallos suyos.»

¡Espectáculo verdaderamente digno de alabar por él á la Divina Misericordia! Ver á unos infieles instruídos pocos días antes en las cosas de nuestra santa fe, y aún no reengendrados en las santas aguas del bautismo ser ya predicadores del Evangelio; y una nación que no mucho antes había respiraba sólo fiereza, verla con una mudanza propia de la diestra del Altísimo, humillada á los piés de Cristo; de lo cual no pudo contenerse el venerable Padre sin prorrumpir en un llanto tiernísimo, todo de alegría, y no cesaba de dar mil gracias á Dios con tanto mayor fervor cuanto aquel beneficio había sido más fuera de toda esperanza.

Después que todos los paisanos se arrodillaron á los piés de Cristo, estando la plaza llena de gente, se hicieron paces entre las dos naciones; y aunque se entendían muy poco por la diferencia de los idiomas, con todo, había algunos que sabiendo algo de la lengua de los Chiquitos, sirvieron de intérpretes.

Luego el intérprete Izú, dando calor á sus parientes, hizo componer una cruz lo más pulidamente que se pudo y la enarboló el santo Padre con indecible alegría en un lugar eminente para que fuese trofeo de la victoria que el cielo había conseguido del infierno y señal de la posesión que Cristo y su fe tomaban en aquel día de la nación de los Manacicas.

Y parece que agradó al cielo esta devota acción, porque los principales del pueblo se mostraron luego tan aficionados á lo bueno, que le suplicaron al Padre con eficacísimos ruegos se quedase entre ellos para enseñarles el camino de la salvación eterna; mas por mucho que el P. Lucas deseaba lo mismo, no les pudo dar gusto por entonces, porque ya entraba el invierno; pero les dió palabra que á la primavera siguiente volvería á vivir de asiento entre ellos.

A otro día, al rayar el alba, vinieron todas las mujeres con niños en los brazos para que los bautizase; y habiendo sabido que habían venido allí los indios Curucarecás para ajustar paces con los Manacicas, los hizo llamar, y congregados al pie de la cruz extinguió todo el odio de ambas naciones con una fervorosísima plática y les hizo efectuar con juramento mutua paz y amistad; y para colmo de sus júbilos concurrieron allí también al mismo tiempo los Zoucas, Sosiacas, Iritucas y Zaacas, que la misma noche antecedente tuvieron aviso de su venida; y si se hubiese detenido aquí dos días más hubiera visto gente de otras muchas Rancherías, porque en aquel contorno, por la parte que tira al gran río Marañón, están las tierras muy pobladas; pero sus compañeros, recelando que las lluvias no cerrasen los caminos, quisieron volverse luego, con que se vió precisado el Santo Padre á retirar la mano de aquella mies que ya estaba sazonada para la siega; y despedido de aquel pueblo, que sintió mucho su partida tan imprevista, se previno para dar la vuelta, y queriendo montar á caballo le cerraron en rueda todos los Manacicas para servirle y le quisieron acompañar por largo trecho del camino, con no poca admiración del P. Lucas, que jamás había visto tal cortesía en las otras bárbaras naciones con quienes había tratado.

Es cosa muy ordinaria en la Divina Providencia que los casos fortuitos sean disposiciones suyas cuando no quiere echar mano de los prodigios para los altos fines que pretende; y tal fué ahora la súbita resolución de los Puraxís.

Si el P. Lucas se hubiera detenido pocas horas más en aquella tierra, fuera inevitable la pelea de aquellos bárbaros entre sí, porque aquella noche misma, en la Ranchería de los Sibacás, el demonio, á quien adoran en la misma forma en que se manifiesta y deja ver, habló á su sacerdote (á quien ellos llaman Mapono) mandándole diese orden al cacique que recogiendo la gente que podía tomar armas fuese á dar muerte á aquel Padre que poco antes había llegado á los Igritucas (así se llamaba aquella Ranchería de los Manacicas), porque era su grande enemigo, y añadió que no entrasen allí, porque no le hallarían, sino que armándole una celada en el camino le aguardasen allí.

Obedecieron con toda prontitud por estar acostumbrados á ejecutar muchas veces semejantes órdenes. Pero llegados al lugar desde donde habían de hacer el tiro, dijo el capitán al Mapono que era bien entrar en aquella tierra y tomar noticia de qué Padre era aquel y á qué fin había venido; pues no era puesto en razón quitar la vida á quien ni aun de vista conocían.

El Mapono se hubo de volver loco de dolor al ver esta determinación tan resuelta del capitán, de que no le pudo apartar con toda la fuerza de sus palabras diabólicas; habló con grande energía á los soldados para que ejecutasen el orden como el demonio quería, porque si no saldrían vanas todas sus diligencias y se escaparía de sus manos aquel enemigo jurado de su Dios.

Todo, empero, fué en vano, porque aprobando todos unánimes la determinación del capitán, le fué preciso al Mapono seguirlos, aunque se deshacía de rabia.

Habiendo, pues, llegado á aquella Ranchería, preguntaron que qué Padre había venido allí, porque por mandato de su Dios, de quien era enemigo, venían á matarlo. No haréis tal cosa, replicó Chabi, el cacique, pues para ejecutar esto yo sólo era bastante, ni eran necesarias vuestras manos; mas vista la confianza con que aquí se entró y oídas sus palabras llenas de amor, no tuve causa para hacerle algún ultraje; presentóme este cuchillo con otras cosas, por lo cual le estoy muy obligado y tengo con él estrecha amistad. Con los Puraxís, nuestros enemigos antiguos, he hecho paces; por tanto, volveos de donde vinísteis, porque no consentiré que paséis adelante; y á las palabras añadió las obras, mandando á los suyos que puestos en orden apretasen las armas.

Con respuesta tan animosa se amilanaron los Sibacás, y no queriendo exponerse á la fortuna de una batalla en que podían llevar la peor parte, dieron todos la vuelta.

Quería el Mapono, ya que no se había logrado el designio de coger al Padre entre sus garras, desfogar á lo menos su rabia con la santa cruz que allí estaba enarbolada, y blandiendo la macana la quiso derribar.

Esto también le estorbó el cacique, afirmando que él tenía de aquel madero grande estimación y aprecio porque había visto que el Padre le adoraba; con lo cual, maldiciendo el Mapono su fortuna, se volvió á su tierra con esperanza de haberlo á las manos el año siguiente y hacer en él el estrago que deseaba, lo cual hubiera por ventura ejecutado si Dios no hubiera desvanecido sus designios queriendo no quedasen sin venganza por más tiempo los intentos dañados de aquel bárbaro apasionado por el demonio, y ganando veneración y aprecio el propagador de su santa ley con el castigo proporcionado á gente que no estima otra cosa sino lo que ve por los ojos ó toca con las manos.

Fué pues, el caso, que se encendió por toda aquella comarca un contagio furioso que hizo tal estrago en los hombres, que de los cómplices en matar al Padre ninguno quedó con vida; y lo que causaba más maravilla, era que apenas les tocaba la peste, cuando desvariando salían fuera de sí y se iban por los bosques, donde ya por la enfermedad, ya por la hambre, se caían muertos, quedando los cadáveres tan abominables como si fueran tizones del infierno.

No pasó así con los niños, lavados con las saludables aguas del santo bautismo, cuyos cuerpecitos quedaron blancos y hermosos como si aun á ellos se les hubiese comunicado el candor de sus inocentes almas.

 

El primero que cayó en las manos de la divina justicia, fué aquel ministro diabólico, que incitó á los suyos á poner por obra lo que su dios le había inspirado. Había éste jurado se había de beber la sangre del apostólico Padre, luego que el tiempo le ofreciese comodidad sin hacer caso de cualquiera de los suyos que se lo procurase impedir, no conociendo, por estar ciego de su pasión, ó no queriendo creer que otro Señor más poderoso, de cuyas manos no podía él huir, había de embarazar y desvanecer sus intentos. La misma pena llevaron otros que se atrevieron á ultrajar la santa cruz que el P. Lucas había hecho levantar en los Tapacurás para que en ella tuviese la gente á donde acudir por socorro en sus necesidades.

Llegó allí un Mapono con otros de su profesión y á muchos golpes de macana la hicieron pedazos, ultrajándola con cuantos escarnios y afrentas sabe y puede hacer y decir un celo diabólico; pero fué muy á costa de los agresores, porque en breve pagaron con muerte desastrada su delito. Los Arupurés, habiendo oído el descarado atrevimiento de aquellos malvados, aunque no tenían noticia alguna de los misterios que se obraron en aquel Sagrado leño, llevaron mal aquella injuria, y aprobaron el castigo que de ellos había tomado el cielo.