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Relacion historial de las misiones de indios chiquitos que en el Paraguay tienen los padres de la Compañía de Jesús

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CAPÍTULO IX

Múdanse á otro paraje las Reducciones; pasa el Padre Superior á Tarija y desastres de los neófitos

Por haberse ocupado el P. Superior en la empresa que acabo de referir, no se había puesta en ejecución el orden del P. Visitador de estas Reducciones, José Pablo de Castañeda de que se buscase sitio mejor y más sano para fabricar de nuevo las Reducciones; por lo cual quiso al presente ponerlo por obra, á que no poco ayudaron las enfermedades y el contagio.

Considerado pues, el sitio más conforme á la salud de aquellos pueblos, y para reducir á la fe las naciones confinantes, determinó con mucho gusto de los neófitos, que la Reducción de San Rafael se trasladase y plantase sobre un monte poco distante de su primera fundación, donde se halla al presente, con gran provecho de los infieles que allí van á vivir y tomar casa.

La Reducción de San Juan Bautista se mudó al Zapoco, riachuelo de poca agua, pero cómodo, á que también se juntaron otros infieles.

En la Reducción de San Joseph, por no cuadrales á los indios el sitio que se escogió para mudarla, se tuvo por mejor trasladarla á Santa Cruz la Vieja, en cuya elección, cuan bien adivinasen los neófitos, se descubre por el estado próspero en que siempre se ha mantenido, y por ser escala á las naciones infieles del Chaco.

No ha dejado, empero, el demonio de hacer de las suyas, para arrancarla de aquí viendo cuánto daño se le ha seguido á su partido; pero descubiertas sus trazas y marañas, se redujeron todas á humo.

La otra de San Francisco Xavier se pasó trece leguas más adelante hacia el Septentrión y siempre ha ido en aumento, de suerte que ha sido necesario dividirla en otras Reducciones.

Escogido, pues, el lugar para la nueva fundación, ordenó el P. Superior no se emprendiese la fábrica, sin haber hecho primero la sementera y tener con qué vivir: mas el pueblo no quiso esperar tanto, por ver siempre á sus ojos la muerte en aquel clima inficcionado mucho tiempo antes de la peste; por lo cual se vieron los Padres precisados á seguir los indios, y el P. Superior, pasando á San Joseph, halló solos á los Misioneros, que con su ajuar estaban ya de partida para seguir á los neófitos.

De aquí se condujo á la villa de Tarija á tratar los negocios de aquella cristiandad con el nuevo Provincial P. Blas de Silva, que desde el día 16 de Septiembre de 1706 gobernaba esta provincia, llevando consigo los Guarayos prácticos del Paraguay.

Llegado, pues, á la dicha villa, refirió las noticias más seguras del puerto que había en el río Paraguay y destinó aquellos indios para que se despachasen á los Guaranís, á fin de que guiasen con seguridad otros Misioneros á los Chiquitos.

De todo esto hizo poco caso el P. Provincial, diciendo serían estos indicios como los pasados, de que no se debía tener cuenta ni arriesgar á otros Apostólicos operarios que trabajaban en otras partes con igual gloria de Dios y provecho de las almas. Que fuesen los Misioneros de los Chiquitos los primeros que rompiesen el camino, que por una contingencia no quería, á tanta costa, exponer otros sujetos en aquella trabajosa empresa. A que no pudiendo replicar el P. Fernández, esperó mejor tiempo para lograr sus deseos: y por estar ya á los fines de Diciembre y cerrados los caminos con las lluvias, se quedó en Tarija, confirmado en el gobierno de aquellas Misiones; y el año siguiente de 1707 volvió á ellas con otros dos operarios, el P. Pablo Restivo, siciliano, Misionero antiguo de los Guaranís, y el P. Juan Bautista de Zea con el oficio de Visitador, en nombre del Provincial, el cual pensaba abrir nuevo camino, porque había recibido orden el P. Felipe Suárez que desde el pueblo de San Joseph, allanase el camino, costeando el río San Miguel, porque se ahorraban muchas jornadas de viaje y se libraban de los vados peligrosos del río Guapay y por aquí habían ido antiguamente los Chiriguanás á caza de indios Penoquís, aunque les salió mal esta invasión, porque cogidos de los Penoquís en una emboscada, los pasaron á todos un palo por las entrañas, y así traspasados los levantaron en el aire y los pusieron á los lados del camino para muestra de lo que harían con otros si se moviesen á cosa semejante.

El P. Suárez, por el mes de Mayo puso por obra la voluntad del P. Zea, aunque no pudo llegar hasta las Rancherías de los Chiriguanás por no tener con qué sustentar á buen número de indios Chiquitos, que allanaban el camino. Con todo eso, teniendo á la vista aquella punta de montes que habitan los Chiriguanás, se avanzó con dos indios para ver si descubría alguna Ranchería.

A pocos pasos vió que venía hacia sí uno de los Chiriguanás, que despavorido á la vista del P. Felipe, como de enemigos, metió las espuelas al caballo, y llegando á toda carrera á su Ranchería dió aviso que venían Mamalucos, con que se previno para la defensa y puso en armas todo el contorno. Por lo cual, no teniendo el Padre quien le guiase y viéndose abandonado de sus cristianos, dió la vuelta á San Joseph, y aunque no pudo noticiar de lo sucedido al P. Fernández, lo supo éste en el valle de las Salinas por aquella voz que se divulgó, de la cual conjeturó había sido lo que había intentado el P. Felipe.

A fines de Septiembre se partió el P. Fernández á los Chiquitos, y llegando á las tierras de los Chiriguanás, llamadas Palmares, tuvo noticias más ciertas del camino que habían abierto los Chiquitos. Por lo cual resolvió el P. Visitador Juan Bautista de Zea, dejado el camino antiguo, tirar al Oriente hacia el río Parapití á una Ranchería de Chiriguanás, llamada Charaguá, por donde pasa aquel río; aquí trató con dos caciques para que le guiasen hasta donde había llegado el P. Suárez, ofreciéndose éstos al punto, anticipándoles los nuestros una buena paga; pero el día antes de la partida, estando bien tomados de la chicha, que es su vino, descubrieron cuanto maquinaban en su corazón, y era la causa de todo que sus parientes habían montado en cólera porque enseñaban á los Padres aquel camino por donde en adelante vendrían á robarlos y hacerlos esclavos los Mamalucos, diciéndoles era mejor matarlos á macanazos, ó si no á lo menos conducirlos á donde los tigres hiciesen estrago en ellos; los caciques, empero, querían mantener la palabra sin moverles nada estas razones que alegaban, más por deseo de la ganancia que sacaban, que por certidumbre que tuviesen de los peligros que les podrían suceder. Por lo cual el día siguiente se aprestaron puntualmente para ir sirviendo á los Padres y los acompañaron hasta el Parapití.

Pocas millas faltaban para llegar al lugar donde el P. Suárez había vuelto atrás, cuando los dos caciques se dejaron salir de la boca estas palabras: «Gran lástima tenemos de vosotros, porque os han de robar y matar los Tuquís que discurren por este camino». Tuquís llaman á los pueblos que no son de su nación.

El P. Visitador hacía que no los entendía y quería pasar adelante, pero aconsejándose con sus compañeros, sospechó maquinaban alguna traición los Chiriguanás, y que con el pretesto de los Tuquís, querían encubrir sus tramas; pues fuera de ellos no había otros en el país que habían registrado bien los Chiquitos, por lo cual, so color de que las caballerías se habían cansado y que no podrían andar lo que les faltaba de camino, se dieron prisa á volver atrás para escapar de las uñas de aquellos bárbaros, que por sólo robarles las pobres cosillas que llevaban consigo, les querían hacer traición. Y no se engañaron, pues se encontraron con muchas cuadrillas de aquellos bárbaros que, preguntados á dónde iban, respondieron que á pescar en el Parapití; pero se les escaparon de las manos estos peces que iban á buscar.

No se perdió del todo tan largo viaje, ni las fatigas y trabajos que padecieron estos fervorosos operarios, disponiéndolos Dios para que las almas de dos niños consiguiesen la feliz suerte de su predestinación.

Estaban éstos en el Charaguá ya para expirar, cuando fueron llamados los nuestros para que les aplicasen algún remedio corporal; pero viendo ellos perdida la esperanza de la vida temporal, les procuraron el remedio del alma con el santo bautismo, y apenas le recibieron, cuando fueron á gozar de aquella bienaventuranza que, ciegos sus padres, tanto aborrecían. Lo cual llenó tanto de júbilo á aquellos varones apostólicos, que por ello sólo les parecieron bien empleados tantos sudores y fatigas.

A causa de estos embarazos no pudieron llegar á los Chiquitos hasta mediado Diciembre, con que les fué preciso hacer alto en la Reducción de San Francisco Xavier por las lluvias que ya inundaban el país.

Poca gente halló el P. Visitador Zea en las Reducciones, porque apenas los indios habían levantado sus casas, y recogido algunas mieses para su manutención, cuando se partieron al punto á reconocer el país y sus confines y espiar las Rancherías de los infieles, porque ya que había sido costumbre antigua suya hacer guerra á los confinantas y tomarlos por esclavos, se valieron de eso los nuestros para dilatar la gloria de Dios y en provecho de aquellos infieles que vivían en las tinieblas de la muerte y de la infidelidad; persuadiéronles, pues, que fuesen por las Rancherías de los circunvecinos, pero sin causarles el menor daño ni en las vidas ni en la haciendas; antes bien, que con afabilidad y con otros buenos modos, les diesen noticias de Dios y de las cosas del cielo, enseñándoles el fin para que habían sido criados y vivían en el mundo, la necesidad de abrazar la ley de Cristo para ser eternamente felices, y que procurasen ganarse el afecto de alguno de ellos, para que sirviese de guía é intéprete á los Misioneros.

Los buenos cristianos empezaron á ejercitar tan puntualmente la lección que se les dió, que por no traspasarla aún levemente, se dejaban hacer pedazos de los bárbaros, por lo cual fué necesario explicarles lo que podían hacer si fuesen acometidos para que no sucediese en adelante lo que sucedió á unos indios de la Reducción de San Joseph, que yendo en busca de las Salinas dieron en una Ranchería de infieles; entraron en ella sin armas, desplegado sólo el estandarte con la imagen de Nuestra Señora, y con palabras suaves y corteses procuraron domesticar la fiereza de los moradores; pero éstos, mirándolos con malos ojos, dieron sobre ellos como tigres é hicieron en ellos tan cruel estrago, que sólo un indio con dos muchachos pudo escapar con vida.

 

Otro tanto, si no ya peor, porque fueron más en número, sucedió á los de San Juan Bautista. Internáronse éstos en país enemigo, ochenta y más leguas á una tierra de infieles cercada alrededor de profundos fosos de agua, junto á los cuales tenían fabricadas sus casas; entraron dentro los nuestros y dos solos de sus moradores, porque los demás estaban trabajando en el campo, salieron fuera á hacerles frente y á amenazarles con sus flechas.

Viendo uno de éstos que los cristianos no desistían de avanzarse, hirió con una saeta al que llevaba la imagen de Nuestra Señora, á quien ellos no hicieron otro daño que quitarle las armas (cosa maravillosa digna de tenerse por milagro aun en los aprovechados en el espíritu, no ya en bárbaros, en cuyos corazones reina más la venganza que en el cuerpo el alma); pero las mujeres, empuñando las armas, fueron á los sembrados á avisar á los hombres, los cuales, dejada la labor, volvieron al punto con ánimo de hacer en ellos una gran carnicería; pero viendo el número, y habiendo con daño propio probado otras veces el coraje y aliento de los Chiquitos, se detuvieron y previnieron la mesa en qué repararse de la hambre, hablando más por señas que con palabras por ser de diferentes lenguas.

Poco después vino el cacique, que al punto hizo retirar á los suyos y ordenó que recogiesen las armas que los nuestros, en señal de paz, habían puesto en el suelo.

Llevaban esto de mala gana los Chiquitos; pero su Capitán, fervorosísimo en la fe, cuando antes de convertirse parecía una fiera, mandó que se las dejasen coger, queriendo con tal bondad y mansedumbre ganarles el afecto y la voluntad, y sus almas para Cristo. Pero aprovechó poco, porque luego que los vieron desarmados cargaron los bárbaros sobre ellos y hubieran hecho en ellos un grande estrago, hasta no dejar ninguno vivo, si no se hubieran entrado algunos pocos dentro de los fosos; quedaron muchos heridos, y por muchos meses llevaban en el cuerpo las señales del fervor y deseo que fomentaban en sus pechos de verter la sangre por Cristo.

Fué uno de ellos herido en el vientre, y la punta de la flecha le dañó las entrañas; el cual con gran trabajo le condujeron á casa en brazos ajenos, y postrado en la cama por mucho tiempo, hasta que no le quedó más que la piel sobre los huesos, perdida la esperanza de sanar trató un Misionero de disponerle para morir, diciéndole que perdonase á sus enemigos y se tuviese por dichoso en dar su vida por llevar á otros la luz del Evangelio, que imitase á su buen Redentor que por sus enemigos pidió perdón á su Eterno Padre, amándoles con amor infinito, en recompensa de las injurias recibidas.

El buen indio lo oyó con gusto, y con lágrimas de tierno afecto, los perdonó y ofreció á Dios su vida por la salvación de aquéllos que le habían tan gravemente ofendido, y así le administró los Sacramentos y esperaba por instantes su feliz tránsito á mejor vida.

El día siguiente preguntó al enfermero en qué estado se hallaba el enfermo, á que respondió que estaba fuera de peligro, y que aquel Señor que había recibido le había quitado todo el mal.

No acababa el Padre de creerlo; pero hallando que era verdad, preguntó al indio, ya sano, qué le había sucedido. A que él satisfizo, diciendo: «El Señor, que tú ayer me diste, me ha librado y esta noche arrojé fuera todo el mal.»

Valiéndose de este caso, exhortó el Misionero á aquellos nuevos cristianos á perseverar en el bien comenzado y á amar á Dios, que con tal milagro manifestaba cuánto le agradaban sus fervores.

Empero, no faltó quien tomase venganza de aquella crueldad, porque los Piñocas andando también ellos en busca de almas, se encontraron acaso con ellos, y reconociéndolos por los rosarios y cruces que llevaban colgadas al cuello, despojos de los muertos (estos son los atavíos y adornos que tanto aprecian aquellos cristianos); aun con todo eso no los hubieran atacado, si el remordimiento de la conciencia no hubiese atizado á los infieles; los cuales, mientras se ponían en armas, recibieron de los Piñocas tal carga, que muchos de ellos cayeron muertos en tierra y entre ellos el cacique, autor de la traición.

Mejor fortuna corrieron otros indios de la misma Reducción de San Juan Bautista, que entrados en una Ranchería de Puraxís, lograron reducir á la Santa fe cincuenta familias, y con ellos, alegres y contentos, dieron la vuelta á su Ranchería.

Siendo informado el P. Visitador del estraño encuentro de los de la Reducción de San Joseph, ordenó que cien indios del mismo pueblo, pertrechados de armas, volviesen, no para castigar la crueldad de aquellos malvados, sino para traer los huesos de los muertos para darles honrosa sepultura y que con buenos modos, aunque siempre con las armas en la mano, les certificasen sinceramente del fin porque iban á su pueblo y del amor que, aun después de cometida aquella bárbara atrocidad, les tenían.

Partieron al punto; y aunque á costa de grandes trabajos por la falta de agua, de suerte que no tenían para refrigerar la sed sino un poco de rocío que recogían en los cardos silvestres al fin llegaron al lugar de la matanza, donde sólo hallaron los cuerpos de sus hermanos, pero no á los matadores, á quienes obligó el temor del castigo á retirarse á donde tan fácilmente no pudiesen ser hallados.

Querían los cristianos ir en su seguimiento, pero no siendo prácticos en los caminos defirieron esta empresa para tiempo más oportuno y cargando en sus hombros los cadáveres, dieron la vuelta á su Reducción, donde tuvieron no poca materia de alegría en los dos pueblos que vieron se fundaban de nuevo; el uno con el título de San Ignacio de los Bocas, y el otro de la Concepción, donde se juntaron los pueblos de lenguas muy diferentes, que en sus correrías hacia el Mediodía había descubierto el V. P. Lucas Caballero.

Señaló por Superior de la primera al P. Joseph de la Mata, y él se fué por su compañero, con raro ejemplo y edificación de todos en usar del oficio para escoger el cultivo del campo más duro y sembrado de espinas y de cruces (de que daré abajo pruebas mayores). Mas este su celo le hubo de costar presto la vida, porque siendo como era Misionero verdaderamente Apostólico, incapaz de reposo y descanso, apenas llegó á la nueva Reducción cuando al punto quiso ganar para Cristo á los Auropés y Tabacis, siendo preciso para conseguirlo pasar profundos pantanos y lagunas, caminando muchas veces bañado, así del agua que caía del cielo como del mucho sudor en que se resolvía para vencer no pocos ni ligeros embarazos. De aquí se le originó un humor maligno, que corriendo por el cuerpo, le ocupó todo en breve con una monstruosa hinchazón, en que peligraba ya la vida, á no haberle acudido el P. Mata con algunos remedios, que no tanto por su actividad cuanto por voluntad de Dios, le repararon algún tanto; y para que se restituyese del todo á su antigua salud, fué preciso mudase de aires, pasando á San Rafael, donde tuvo dilatado campo para ejercitar su celo, saliendo á caza de bestias racionales (que así se pueden llamar aquellos bárbaros) las cuales domesticadas redujo al redil de la Iglesia.

Parecía que iba á competencia con el V. Padre Caballero en ganar almas para Dios y para sí mismo muchos méritos; y es obligación mía dar aquí por extenso noticias de las heroicas virtudes de entrambos: de las del primero tendré abajo ocasión oportuna; de las del V. P. Lucas la daré en los capítulos siguientes, concluyendo la narración con el felicísimo martirio que padeció el año de 1711.

CAPÍTULO X

Nacimiento, entrada en la Compañía y primeros fervores del venerable P. Lucas Caballero

Nació el venerable P. Lucas en Villamear, lugar de Castilla la Vieja. Sus padres eran de lo principal de él y acomodados en bienes de fortuna. Pasó los primeros años de su niñez en casa de un tío suyo, sacerdote de ejemplarísimas costumbres, y en quien aprendió una gran madurez de juicio y gravedad en las acciones, de suerte que en la niñez nada tenía pueril ni mostraba ternura, sino en la piedad, ni gusto sino en los ejercicios de devoción, y en todo mostraba una virginal modestia, tan delicada, que se ofendía de ver ó de oir acción ó palabra menos recatada.

Habiendo pasado aquel santo sacerdote á mejor vida, pasó á vivir á casa de otro tío suyo, también sacerdote, pero de diferentes costumbres y proceder; no obstante eso, el devoto niño fortalecido con la gracia del Espíritu Santo no empañó con el menor defecto el candor de su inocencia, aunque para conservarla pura hubo tal vez de desatender la autoridad de su tío que era de rotas costumbres, manteniéndose modesto, retirado y atendiendo sólo á las cosas de su alma y al servicio de Dios.

Aprendió los primeros rudimentos de la Gramática en nuestro Colegio de San Ambrosio en Valladolid, donde con el trato de los nuestros se aficionó á la Compañía y pidió con instancias ser admitido en ella; y hechos los exámenes y pruebas acostumbradas, pasó al noviciado de Villagarcía, grande y religioso Seminario de Varones Apostólicos en ambos mundos. Aquí llenó las esperanzas que de él se tenían con el fervor de espíritu y con la inocencia de la vida, teniendo todo su gusto en Dios.

Tuvo por este tiempo noticias de la llegada á España de los PP. Cristóbal de Grijalva y Tomás Domidas, procuradores de esta provincia, que venían por operarios evangélicos para cultivar y mantener esta dilatada viña del Señor.

Encendióse luego en deseos fervorosos de ser uno de los señalados para pasar á Indias, á cuyo fin hizo á Dios Nuestro Señor repetidas súplicas para que se dignase su Divina Majestad de escogerle para propagar su gloria y llevar la luz de la fe á los que viven en las sombras de la gentilidad, ofreciéndose con voluntad pronta á los trabajos y á los peligros de la vida hasta derramar su sangre por la fe.

Agradaron al cielo estas ofertas como lo dieron á entender los efectos; porque teniéndole los Superiores como hábil para grandes empresas en el servicio de Dios, ciertos de lo sólido de sus virtudes le concedieron licencia, y poco después, en compañía de otros setenta Misioneros, se dió en Cádiz á la vela, y después de una trabajosa navegación en que murieron ocho de los nuestros, arribó á Buenos Aires, primer puerto de esta provincia, y de allí pasó á Córdoba de Tucumán, donde con crédito de ingenioso concluyó sus estudios.

No quiero omitir lo que él por humildad, y para enseñanza nuestra, refirió á un confidente suyo, y fué que viéndose en la filosofía superior á los otros condiscípulos en las funciones domésticas, se dejó llevar de alguna vana complacencia de sí mismo y se descuidó en rezar la oración del angélico doctor, que acostumbraba antes de estudiar, pero de aquí se le originó oscurecérsele algún tanto el entendimiento, y le fué necesario después sudar y trabajar mucha para entender las materias teológicas.

Acabados sus estudios y recibidas las sagradas órdenes, empleó su celo en las Misiones de la jurisdicción de la ciudad de Córdoba con igual gloria de Dios y aprovechamiento de las almas, así de los indios como de los españoles, que por su pobreza viven en aquellos desiertos y tierras, sin otra doctrina ni instrucción en la ley de Dios que la que les dan los nuestros cuando van á sus estancias y ranchos, siendo para ellos éste su día de Pascua y el de mayor devoción de todo el año; con lo cual recogió abundante cosecha de almas y de trabajos; aquéllas para Cristo y éstos para sí, por ser esta misión de las más difíciles y trabajosas que tenemos.

De aquí pasó á la conversión de los indios Pampas que confinan con este obispado, la cual empresa procuró seguir con todo empeño porque le traspasaba el corazón la pérdida de tantas almas metidas en las tinieblas de la gentilidad, viviendo, como viven, tan cercanas á los resplandores del Evangelio.

No es fácil referir cuánto sudó y trabajó para reducir á estos infieles, pero todo en vano, porque rehusaron obstinadamente recibir el santo bautismo y reducirse á vida política, con que se vió precisado á abandonarlos totalmente por no perder á un tiempo la vida y los deseos que ardían en su pecho de campo más dilatado y espacioso donde fuese más cierta la cosecha, como menos resistencia del terreno para recibir la semilla del Evangelio.

A este tiempo se trataba con más calor de emprender la misión y reducción de los Chiriguanás y Chiquitos, por lo cual el Padre pidió y obtuvo el ser señalado por uno de los primeros á quien tocase la suerte de reducir aquellos pueblos gentiles al conocimiento de su Criador.

 

Pusiéronle á cuidar de la Reducción de Nuestra Señora del Guapay, donde estuvo dos años, logrando más frutos de paciencia, hambre, sed, befas y escarnios de los infieles que almas para Cristo, por ser los Chiriguanás gente bárbara, sobremanera obstinada, á quien ni amedrentan los castigos ni los beneficios domestican, pues habiendo usado Dios Nuestro Señor con ellos de ambos medios, ya procurando atraerlos con milagros y con el fervor de varones apostólicos, ya asombrándoles con tempestades furiosas y rayos del cielo, y con la carestía y pestilencia de la tierra, perseveran protervos en su obstinación.

Acostumbrados, pues, estos bárbaros á sacudir el suave yugo del Evangelio por estar ya enfadados del celo del V. P. Lucas y sus compañeros, fingiendo que sólo habían venido á sus tierras para juntarlos y entregarlos á los Mamalucos del Brasil, los echaron del país y destruyeron la iglesia que habían fabricado, por cuya causa se retiró á los Chiquitos, en el pueblo de San Francisco Xavier, donde hallando el terreno más dispuesto al cultivo de la fe, asistía á aquellos nuevos fieles con increíble celo y amor; y á la verdad, era bien necesario su espíritu y fervor para acudir y socorrer las necesidades de aquella iglesia, afligida no menos de la peste que de la carestía de todo lo necesario, no dando treguas ni de día ni de noche á las fatigas y trabajos que le redujeron con una grave enfermedad al último trance de la vida, con extremo dolor de sus compañeros que le veneraban como á santo, y de los neófitos, que le amaban como á Padre.

Mas en esta aflicción quiso Dios consolar á todos, dándole en breve tiempo entera salud para que regase con su sangre aquella nueva viña del Señor (condición al parecer precisa para que la fe arraigue con permanencia en los campos donde se planta) que en adelante había de rendir copiosos frutos.

De esta Reducción salía frecuentemente el P. Lucas á discurrir por las tierras circunvecinas y andaba á caza de almas por los montes y bosques, y confiando sólo en la Providencia Divina no cuidaba de sí mismo ni de su salud, sucediéndole las más de las veces no tener otra cosa de qué alimentarse sino con raíces ó frutas silvestres.

Los trabajos y fatigas, juntas con ardientísimas fiebres, lo postraban en el suelo, sin tener más médico que la Providencia Divina, ni más remedio que la conformidad con Dios, no hallando ni aun una choza en qué recobrarse en tales lances, expuesto á las injurias del tiempo; pero entonces Dios le llenaba de consuelos el alma, dándole tal vigor á su espíritu que redundaba en el cuerpo, de tal manera que ya ni sentía la enfermedad ni le rendían las fatigas; antes, emprendía los viajes más incómodos y los mayores peligros para traer almas al rebaño de Cristo.

No son estas solamente expresiones mías, sino testimonio de un Superior suyo, quien dice que después de tantos malos tratamientos de su vida, no le pagaba con otra cosa que con reprensiones, á fin de que pusiese freno á sus fervores que, mirados con los ojos materiales, excedían y pasaban los términos de la prudencia; pero siendo él gobernado de espíritu superior á toda prudencia humana, sin poder contener su celo corría siempre más á donde la cosecha de las almas y de trabajos era mayor.

Llegó una vez á una Ranchería de infieles con el semblante tan desfigurado, tan falto de fuerzas y pobre de vestido, que por burla preguntaron aquellos infieles á sus compañeros si era el Padre algún esclavo fugitivo de los españoles á quien hubiesen tan malparado á golpes y azotes. No obstante, les predicó el santo varón la fe de Cristo con tanto fervor y espíritu, que si él no pudo luego reducirlos, viniendo poco después otro Misionero sacó de ellos fruto muy copioso.

Y aunque el apostólico Padre se hacía tan cruda guerra á sí mismo, siempre le parecía todo poco por el ansia de padecer siempre más y más. Oíasele muchas veces desahogar su corazón en deseos de más cruces y trabajos y quejarse amorosamente al Señor porque andaba S. M. tan escaso con él en darle aquellos trabajos y martirios que con tanta liberalidad repartía á otros, porque aún no entendía que Dios le difería el cumplimiento de sus deseos para que creciesen los méritos y adelantase la gloria de su Criador, sufriendo otras muchas cruces que le tenía preparadas por llevar su nombre á otros pueblos y naciones.

En el año de 1704 salió en busca de los Puraxís que se habían retirado á una espesa selva para defenderse de los asaltos de algunos europeos que sin temor á las leyes, sobre el seguro de estar lejos de la vista de quien pudiese castigar sus excesos, se tomaban la licencia de hacer esclavos á los paisanos y venderlos á su gusto como tales; y llegando á donde uno de estos estaba alojado junto á aquellos pueblos, le recibió con mal semblante y peores palabras, diciendo al V. P. que aquel no era tiempo de hacer misiones, y así que se volviese y metiese en su Reducción, porque si no lo hacía por bien, le obligaría, mal de su grado, á que lo hiciese.

Eran buenas estas palabras para espantar cobardes ánimos, no para entibiar el celo ardiente de un apóstol; y así, respondiéndole el Padre afable y cortesmente, prosiguió su viaje, mas no halló indio alguno en sus Rancherías, porque todos andaban huídos por los montes y selvas y sólo se dejaba ver tal cual, que desde las copas de los árboles exploraba los pasos de los españoles.

Esto le obligó á que trepase por los árboles para poder llegar á sus albergues y cavernas, donde los recogió y predicó la fe y administró á los niños el santo bautismo; y porque con la falta de lluvias se les perdían irreparablemente los sembrados, se echó á sus piés aquella pobre gente y más con lágrimas que con palabras, le pidieron que si tanto podían con el Dios que predicaba sus súplicas, les alcanzase nuevo remedio en aquella necesidad.

Enternecióse el buen Padre de sus lágrimas, y haciéndoles poner á todos de rodillas delante de una cruz y levantadas las manos al cielo, les mandó pidiesen agua á la fuente de todos los bienes, que es Dios.

No se hizo Dios sordo á las súplicas de aquellos nuevos fieles y así les concedió su petición con lluvia copiosísima. Rabiaba de pesar el demonio al ver que se le escapa de sus garras esta gente de quien hasta entonces había estado en pacífica posesión y movió una tempestad terrible contra él.

Salió uno de aquellos europeos, de quien poco ha hice mención, hombre perdido y cruel y encendido en cólera por ver más que nunca perdidos ahora sus intereses, maquinó con el fomento de otros parciales, hacer de un golpe dos tiros, que fueron recoger gran número de esclavos y malquistar al P. Lucas con aquellos pueblos, de suerte que jamás osase ponerse delante de ellos.

Con este designio pasó los Puraxís, y les dijo que no creyesen á aquel Padre, porque era un Mamaluco disfrazado en traje de jesuita; y para que viesen que decía verdad, á la vuelta (había pasado el V. Padre á reducir la nación de Tapacurás) le haría prender, y cargado de prisiones le remitiría á Santa Cruz de la Sierra.

No dió la gente á sus palabras todo el crédito que deseaba; pero no obstante, combatidos sus ánimos de dos diversos afectos, de temor de que en la realidad fuese Mamaluco y del amor que le tenían, estaban tristes y melancólicos.