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el filósofo y el poeta

En 1797 Hölderlin logró que Hegel fuera elegido para una plaza de preceptor en la ciudad de Frankfurt, en donde él mismo residía contratado por el banquero Gontard para educar a los cuatro hijos de su esposa Suzette. Y aunque en 1798 se vio obligado a dejar el empleo porque su relación con Suzette no era del agrado de Gontard, Hölderlin buscó domicilio muy cerca de Frankfurt para mantener viva su ligazón amorosa. Así que ambos amigos, Hölderlin y Hegel, permanecieron en constante relación hasta 1800. En una de sus últimas cartas, antes de acudir a Frankfurt desde Berna, Hegel le había escrito a Hölderlin:

La parte que en mi rápida decisión [de aceptar el empleo] haya tenido el ardiente deseo de volver a verte y hasta qué punto el pensamiento de nuestra reunión, el alegre porvenir que compartiremos juntos, va a permanecer vivo ante mis ojos durante los días venideros, eso es algo sobre lo que no voy a extenderme.

Hegel y Hölderlin se encontraban en un momento crítico de su desarrollo intelectual, y precisaban el uno del otro para un constante contraste de puntos de vista. A las turbulencias sentimentales añadió Hölderlin, en ese mismo periodo, la redacción inacabada de su Empédocles y los esenciales fragmentos sobre la tragedia griega; un temario de filosofía política centrado en las relaciones jurídicas de los individuos dentro de la pólis. Hegel, a la sazón, redactaba el también inconcluso Espíritu del cristianismo y su destino, en el que trata de pensar los orígenes jurídicos de las monarquías cristianas. Ambos estaban reflexionando sobre el fundamento de una posible sociedad libre, empujados por el huracán de la Revolución Francesa. Y ambos se hacían la misma pregunta: ¿por qué y cómo desaparecieron los dioses que sostenían las libertades de la pólis griega? O lo que es igual: ¿cuál es la esencia del cristianismo? ¿Por qué nuestras sociedades cristianas son sociedades absolutistas y serviles? ¿Cómo y por qué la cultura cristiana prefirió la servidumbre?

Para el Hegel de Frankfurt la respuesta es clara: el cristianismo es una de las múltiples estrategias de control sobre ese vacío que llamamos «muerte»; una estrategia que consiste en deshacerse de todas las libertades potenciales para vivir una libertad absoluta en sueños. La misma estrategia que cíclicamente empuja a los pueblos al totalitarismo cuando la vida interna de la sociedad se ha extinguido. El origen de esa estrategia hay que buscarlo, según Hegel, en el monoteísmo judío, primer ejemplo documentado de servidumbre voluntaria, y para comprender la religión de los judíos es preciso estudiar con extrema atención los mitos y leyendas bíblicos, pues en cada uno de ellos se encuentra expresado de manera inmediata, ingenua y literaria, un pensamiento que se busca a sí mismo.

En su versión de la leyenda de Babel, Hegel, como Dante, también añade al texto bíblico el desarrollo de Flavio Josefo sobre el gigante Nemrod y la proeza técnica de Babel como un desafío paralelo al de los Titanes contra Zeus. Pero por vez primera en la historia de la leyenda el desafío ya no nace de una inexplicable «soberbia» ínsita en los humanos desde su creación (lo que haría cuando menos arriesgada la adscripción de la «culpa»), sino de un lúcido análisis histórico por parte de dos conductores de pueblos postdiluvianos. Nemrod y Abraham, los caudillos de Babel, toman decisiones libres, sin culpabilidad ninguna, atendiendo al futuro de su pueblo. El porvenir político, el proyecto social en común, y no una inexplicada «soberbia» culpabilizante, se convierte en la causa eficiente del episodio de Babel. La construcción de la Torre aparece como una alegoría del momento de divergencia en dos concepciones de la autoconciencia humana y de la construcción de sociedades complejas. He aquí, muy resumida, la interpretación hegeliana:

Los humanos perdieron su confianza en la naturaleza tras el Diluvio. El inmenso desastre infligió una herida irreparable a los supervivientes, los cuales dejaron de verse como una parte de la totalidad natural: ahora se veían como enemigos de la naturaleza y como su diferencia. Pero esta enemistad se tradujo en una doble táctica o negociación: por una parte, Abraham, tras negar y abjurar de la naturaleza, se entregó a un Señor todopoderoso, superior a la misma naturaleza, abstracto y eterno, capaz de garantizarle una participación en su poder por alejado de la realidad empírica que éste pudiera encontrarse. Es lo propio de todos los fundamentalismos. De otra parte, Nemrod, el gigante fundador de ciudades y constructor de torres, emprendió activamente el dominio y sujeción de la naturaleza, poniendo en juego toda la potencia humana, como única posibilidad de supervivencia. El primero puso a su pueblo bajo la estupefaciente protección de un sueño omnipotente. El segundo puso en práctica una omnipotencia imposible y autodestructiva.

Nemrod, según el texto hegeliano, logró reunir a los supervivientes dispersos y desconfiados que habían conocido el Diluvio y fundó con ellos una tiranía basada en la técnica. Abraham, en cambio, «vagaba con sus rebaños por una tierra sin fronteras, sin considerar como propia ni la más reducida de las parcelas, sin cultivarla, sin embellecerla, sin amar tierra alguna ni convertirla en su propio mundo». Abraham se separa absolutamente de la naturaleza, la desprecia, y ni siquiera se digna trabajarla. Abraham es «un extranjero en la tierra», firmemente atado a su condición de extranjero. Mantiene la unidad de su lengua porque esa lengua no es de ningún lugar.

Si la negación de Nemrod, nihilista y atea, conduce al reino de la violencia, a la confusión de las lenguas y al abandono de la tarea en una tierra esquilmada por la represión y las guerras civiles, la negación de Abraham aísla a un pueblo entero, atado a sí mismo por su feroz desprecio de los otros pueblos y su sumisión a los tiranos teocráticos que se suceden en la dirección de la horda. La ceremonia de la circuncisión, según Hegel, simboliza la castración de ese pueblo enajenado en la omnipotencia abstracta; el deseo de que todo lo natural se extinga y sea devorado por lo divino.

Los pueblos aglutinados violentamente por Nemrod pierden su lengua común por falta de libertad y habitan un campo de concentración en el que todos son extranjeros. El pueblo de Abraham se mantiene unido en su lenguaje y en la endogamia, pero está condenado a vivir eternamente en el extranjero.

En la versión de Hegel, la culpa se ha racionalizado y ya no hay «castigo». Los humanos no son responsables de ningún pecado, sino que son víctimas de la hostilidad de la naturaleza, o, con mayor precisión, del descubrimiento de la diferencia sin mediaciones. La voluntad de dominio técnico y la voluntad de aislamiento racista son las dos invenciones sociales postdiluvianas. En el sistema hegeliano no prevalece, tras el Diluvio, ni Grecia, ni la pólis de las libertades (el Paraíso histórico y «verdadero»), sino que prevalecen Abraham y Nemrod, padres del cristianismo junto con Jesús de Nazaret, el profeta del amor universal (sin Estado) ajusticiado por sus propios compatriotas. La armonía con la naturaleza y la sociedad libre que Deucalión y Pirra construyen en la Hélade es sólo un paréntesis entre el Diluvio y el Gólgota; entre el momento Simbólico y el momento Romántico, por usar la terminología de sus Lecciones de estética, cuando, al final de su vida, vuelva a reflexionar sobre Babel. La historia de la cultura occidental, para Hegel, no nace en Atenas sino en Babel, y nace con dos proyectos totalitarios: las tiranías teocrático-nacionalistas y los despotismos científico-técnicos. No parece que el cristianismo haya evolucionado mucho desde entonces.

Bien es verdad que en la exposición del cristianismo que Hegel propondrá unos años más tarde, en su Fenomenología del espíritu, la Ciencia (de Hegel), con el apoyo de Napoleón, puede construir el acabamiento de la era cristiana y el inicio de un Estado técnico-democrático que supere el absolutismo monárquico y cristiano. Pero quizás sobre ese punto habría que consultar a Nietzsche.

En los años de Frankfurt, años de intercambio diario entre Hegel y Hölderlin, es imposible que no disputaran sobre la cuestión más acuciante desde que los franceses, pocos años antes, decapitaran a su monarca absoluto: ¿cómo y por qué razón no somos Grecia? Es impensable que no comentaran —ellos, hijos de pastores luteranos— ese primer momento originario del desarraigo, del exilio, y de la ausencia de significado. Nemrod y Abraham, el técnico y el teócrata, esos dos fundadores de nuestra errancia y del exilio cristiano, resuenan en el fragmento de Hölderlin:

Somos un signo, sin significado

y sin dolor somos, y por poco

perdemos el lenguaje en el extranjero.

Así pues, «sin dolor» porque el exilio no es un castigo de nuestra soberbia, sino una voluntad de exilio: los humanos hemos hecho de la tierra nuestro extranjero, sea por la vía técnica, sea por la vía teocrática. Ningún dios nos ha expulsado; nos hemos ido por nuestro propio pie, los unos a conquistar la tierra, los otros a encerrarse en la lengua de un Dios omnipotente. No hemos pecado, o más bien, nunca hemos dejado de pecar. Unos versos más adelante, Hölderlin añade: «Pues los celestes no lo pueden todo», y luego (no sé si con desesperación o con orgullo satánico), «llegan los mortales más pronto al abismo».

«Sin dolor», pero también «por poco». En este «por poco» se encuentra, creo yo, la más profunda e insalvable diferencia entre Hegel y Hölderlin. «Fast», aquí, no es «casi», sino «aún no». Creo que equivale a: «todavía no me doy por vencido; no hemos perdido, del todo, ni el lenguaje ni el ser». La reconciliación con el mundo, a la que Hegel aspiraba ya entonces y que intentaría realizar con su (soberbio) sistema, no formaba parte del proyecto del poeta. Para el poeta, todavía somos un signo: una pura y en sí misma insignificante relación entre un lenguaje que no es de este mundo, y una memoria que mantiene la coherencia de los exiliados, aunque sólo sea como tales exiliados. Insignificancia presente, sentido del acabamiento, abismo y exilio.

 

En cierta manera, con su sistema filosófico Hegel parece continuar la rebelión teocrática de Abraham tratando de aislarse en un lenguaje que hable directamente con la divinidad: «Éste es el discurso de Dios antes de crear el mundo», dice uno de sus más notorios textos. Hegel continúa la rebelión de Abraham amparado en un Verbo que comunica directamente con el Absoluto y que es capaz de construir una Legalidad sistemática y salvadora. Ese lenguaje absoluto es el adecuado para la absoluta apropiación técnica de la tierra por parte de los mortales, esos exiliados de la tierra.

Pero Hölderlin, en sus himnos abandonados, en sus incomprensibles esbozos, en sus elegías truncadas, en los escritos de la locura, parece querer vislumbrar el fulgor de los celestes, no desde aquí abajo, sino a su misma altura, y fuerza titánicamente el lenguaje (como si construyera una torre) para alzarlo hasta ellos como si intentara interrogarles en persona. Es, yo diría, un heredero de la rebelión de Nemrod y por eso sus poemas desmembrados, caóticos, con ventanales ciegos, arcos que sólo sostienen el vacío y vertiginosas escalas truncadas que dan sobre abismos y sobre la noche del espíritu, son las auténticas ruinas de Babel. Nada significan, señalan siempre hacia remotísimos lugares, y mantienen la vida de un lenguaje sin tierra.

Byron. Don Juan se jubila

En mi opinión, la figura poética de Don Juan nace como metáfora del mal y por lo tanto va variando según se defina la maldad en cada etapa histórica. El primer Don Juan es necesariamente teológico y lo inquietante del personaje es su desafío a la divinidad, a la que desea humillar, pero no la humillación de las mujeres. Si toma esa particular forma de burla erótica es porque la representación del mal no resiste la repetición y el asesino en serie no tenía por entonces presencia pública, a menos que fuera un Príncipe como Gilles de Rais (siglo xv), origen de Barba Azul. Durante el barroco, seducir mujeres tenía una importancia secundaria frente a la diabólica seducción de la condena eterna. Y esto es así hasta el Don Giovanni de Mozart, ya muy degradado, pero centrado en el problema de la salvación o condena del burlador.

Cuando tras la Revolución Francesa la maldad teológica pierde fuerza, el desafío de Don Juan cambia y de metafísico pasa a ser estético. Es el Don Juan de Kierkegaard y el de los románticos, una figura asocial y solipsista que niega las leyes sociales que han sustituido a las leyes de Dios, pero no por razones teológicas sino psicológicas. Es el momento realmente sexual del modelo, cuando desafía la propiedad y el honor burgués humillando a doncellas y esposas y debilitando la solidez jurídica de la herencia.

Por fin, cuando también esa negación pierde fuerza, la figura cambia de sexo y aparecen las Doñas Juanas de la modernidad: la Carmen de Bizet, prototipo genial, la Lulú de Wedekind, espléndida femme fatale, las vampiresas del siglo xx. En este último caso, la negación es biológica, como corresponde a una sociedad tecnificada, y el desafío aparece como humillación de una «ley natural» paternalista que confirma la modernidad en tanto que nihilismo triunfante.

La bisagra de la última transformación del mal, sin embargo, entre el romanticismo y la modernidad, es todavía un varón, un Don Juan, pero se comporta pasivamente y de hecho se burla de sí mismo hasta destruir su propia figura. Tengo al Don Juan de Byron por ese momento final, autoconsciente, en el que es el mismo Don Juan quien cede la iniciativa a sus víctimas, persuadido de su propia inutilidad en una sociedad a la que ya no humilla la maldad del seductor. La obra, inmensamente célebre, hoy es escasamente conocida. (¿Quién la ha leído?)

El poema es desmesurado, 16.000 versos, y lo comenzó ya en época tardía, a los treinta años. Los dos primeros cantos se publicaron en 1819. Los tres siguientes, en 1821. Del VI al XIV, en 1823. Y los dos últimos en 1824, el año de su muerte. Trelawny encontró un fragmento del XVII al recoger las pertenencias del poeta en Missolonghi.

En este inmenso poema, Don Juan es seducido sucesivamente por Doña Julia, una mujer casada amiga de su madre, la cual le inicia sexualmente. Por Haidée, hija de un pirata griego y jefa del clan en una isla del mar Jónico, que lo convierte en su consorte. Por Gulbeyaz, favorita del sultán de Constantinopla, la cual lo mantiene vestido de mujer en su harén particular. Por la emperatriz Catalina de Rusia, nada menos, al adoptarlo como chevalier servant. El poema quedó interrumpido cuando Don Juan dudaba entre dejarse seducir por Lady Adelina o Lady Aurora y era finalmente seducido y engañado por la duquesa de Fitz-Fulke.

En cada una de las seducciones es la mujer la que actúa por iniciativa propia y vence la resistencia de Don Juan (cuyo comportamiento coincide con el de las antiguas seducidas barrocas y románticas). En todos los casos Don Juan se enamora y quiere casarse, o por lo menos desea alcanzar una posición estable y confortable. La burla de la burla no puede ser más explícita.

Lo más sorprendente es que el poema responde con precisión a la vida de su autor: por esas fechas Byron se encontraba en pleno proceso de conyugalización. La relación entre Byron y la contessina Teresa Gamba Guiccioli es ya una novela del siglo xx. Se la presentaron en 1819 y sólo se separó de ella para ir a morir en Missolonghi. Cuando la conoce, Byron ha cumplido treinta años, está escribiendo el tercer canto, y se considera un hombre acabado, gordo, calvo, macilento, agotado. Ella tiene diecinueve años, se ha casado un año antes, en 1918, con el conde Guiccioli, un viudo cuarenta años mayor que ella, y según su aguda biógrafa, Iris Origo, es tonta (silly), pero no estúpida (stupid).19

El final de la increíble historia es un monumento a la decadencia de Don Juan. Cuando en 1823 Byron y Teresa han conseguido todas las licencias vaticanas que les permitan casarse, Byron parte a la liberación de Grecia (los patriotas griegos están vendiendo las armas que le proporciona el gobierno inglés a sus implacables enemigos turcos) y muere en Missolonghi a los pocos meses, en abril de 1824, pero de enfermedad.

Y lo que es aún más sintomático, aunque Teresa no lee una palabra de inglés, al conocer en 1821 la traducción al francés de los dos primeros cantos, le prohíbe seguir escribiendo esa obra inmoral e indigna de un caballero. ¡Y Byron acepta! De hecho, en una carta a su editor, John Murray, le comunica que los tres cantos recién enviados son los últimos. Más tarde, Teresa levantó la prohibición, siempre y cuando Byron eliminara todos los pasajes obscenos.

Me parece evidente que en esos momentos finales del romanticismo, en la bisagra de la modernidad, la figura de Don Juan está agotada y va a tener que ceder su papel a las seducidas, convertidas a partir de ahora en seductoras. Veinte años más tarde, en 1847, Baudelaire escribirá su célebre poema en el que Don Juan aparece ya en el infierno, abrumadoramente aburrido. Poco después será sustituido en la tierra por esa figura típica del simbolismo, «la Eva futura» que Villiers de L’Isle-Adam edita en 1886, la primera autómata femenina y madre de la malvada autómata de Metrópolis, metáfora del siniestro capitalismo americano que trata de seducir al empalagoso galán nazi, empeñado en casarse con «María».

Decía Bertrand Russell que la libertad por la que luchó Byron hasta la muerte no era la de los ciudadanos comunes, sino la de un jefe cherokee. Es otro modo de constatar que Don Juan había pasado a la reserva.

Eliot. Truenos, ninfas y agua sucia

Cuando se limpia con arte una obra de arte, como cuando limpiaron la Capilla Sixtina, aparece una obra nueva para quienes viven en ese momento. La antigua, la que el tiempo ensució, tiembla un momento en la nostalgia de los ancianos, pero está irremisiblemente muerta. El mismo efecto se produce cuando una traducción artística resucita una obra avejentada por la edad y el comercio. Esa impresión he tenido tras la lectura de la emocionante traducción que ha editado Lumen. La temible Tierra baldía de T. S. Eliot vuelve a vivir en la versión de Andreu Jaume.20

En este poema, sin duda una de las cimas del siglo xx, el poeta inglés quiso cantar (pero es un lamento) a su sociedad como si ésta fuera un sólido conjunto a la manera gótica, sólo que arruinado y disperso. El puente de Londres, el agobio sexual de algunos empleados, la asfixia de Flebas y otros cuadros, se exponen en un fresco que, a la manera de Lorenzetti en Siena, quiere representar una ciudad ordenada y armoniosa. Sin embargo, está condenada. Una Ley corrompida es incapaz ya de sostener la vida en común de los desdichados ciudadanos. El árbol parece robusto, pero está agusanado.

Algo de fresco medieval refleja el poema, pero sin la alegría y la esperanza de las sociedades antiguas, cuando un destino externo (un camino de espinas hacia la salvación) reunía todas las angustias en un solo haz de palabras celestes. Los condenados, tribu apartada, se agitaban también, pero su baile funesto, contorsionado, servía sólo para resaltar la alegría de los crótalos y panderos que conducían el baile de las muchachas en el Palacio Público de Siena.

Por el contrario, en la ciudad descrita en La tierra baldía no hay diferencia entre condenados y salvados. La democracia ha destruido la posibilidad de distinguir entre el brote fértil y el cizañero. La sociedad que canta (que lamenta) Eliot es la sociedad democrática y el río Támesis baja repleto de basura humana y municipal.

Eliot refinará su fresco del tiempo moderno en los Cuartetos (aquí está aún en estado salvaje), pero el concepto es claro. Como Benjamin, el poeta cree que el pasado (la Historia) no es sino un conjunto de ruinas del presente, seleccionadas como espectáculo para votantes. En cada ruina brilla una luminosidad que nos remite a otro pasado, éste ya inaccesible, soñado, como la luz de las estrellas muertas. Es lo propio de una sociedad baldía, que ya no produce, que sólo conserva, como esos aglomerados comunistas o islamistas donde nada nace, pero conservan el sueño de una salvación y un paraíso divinos, al precio de un sufrimiento tan inmenso como roñoso. Tierras baldías. También las nuestras.

La traducción de Andreu Jaume, admirable, nos permite regresar a este poema, uno de los últimos en los que el poeta aún podía remitirse a la trascendencia, en un español sin sonajero, de una sobria elegancia. Su prólogo, un ensayo sobre el poema que permite pensar que no se ha agotado la gran tradición crítica de los años cincuenta del siglo pasado, es imprescindible antes o después de la lectura.