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la torre de babilonia

La única frase que podría interpretarse como un desafío («y su cabeza en los cielos») no es, posiblemente, sino la traducción hebraica de la inscripción que los constructores asirios esculpieron al pie del zigurat de Babilonia levantado (y abandonado) en tiempos de Nabucodonosor I (siglo xii a. C.): «E-temen-a-ki», es decir: «casa del fundamento del cielo y de la tierra». Para los asirios, la pirámide en terrazas era una escala por la que descendía el dios cuando deseaba visitar a los mortales en su ciudad (había un santuario en los fundamentos de la torre seguramente destinado a la hierogamia del dios con una mortal); y, a su vez, los mortales subían a la «cabeza» de la torre para observar el curso de los astros (un segundo santuario dedicado a la adivinación astrológica estaba situado en la cúspide), lo que explica razonablemente esa expresión, «la cabeza en el cielo», que figura en el texto. La torre era la casa que unía la tierra con el cielo, tanto en sentido ascendente como descendente.

Es muy probable que el redactor del fragmento bíblico, o los sucesivos redactores datables hacia el siglo x a. C., estén comentando la historia verídica del zigurat de Nabucodonosor I que quedó inacabado doscientos años antes (siglo xii a. C.). En el siglo vii a. C. el emperador Nabopolasar emprendió su restauración y de ella hay un eco en Herodoto, quien aún pudo ver los restos de la torre «de Etemenaki» hacia el año 460 a. C. El redactor yavehísta usa la leyenda para dar su explicación sobre el origen de las lenguas, la aparición de los pueblos sedentarios, y las primeras construcciones de ciudades.

De otra parte, la leyenda de la división de las lenguas podría remontarse precisamente a un poema épico sumerio, Enmerkar y el Señor de Aratta, datable en el tercer milenio antes de nuestra era, donde se menciona por primera vez el tema del lenguaje originario único y la historia de su dispersión por la acción de un dios enfrentado a otro dios. Pero tampoco en el relato sumerio interviene la culpabilidad humana; sólo las disputas divinas cuyos efectos caen sobre los mortales porque lo propio de su destino es soportar los conflictos divinos.

Un arqueólogo creyente, André Parrot, notorio precisamente por sus excavaciones en Mesopotamia, insinúa con muchísima prudencia y abundante zalamería dirigida a los teólogos vaticanos (por los que siente un pánico cerval) que finalmente el zigurat babilónico de Etemenaki, y por lo tanto la Torre de Babel, no era sino «un trait d’union destiné à assurer la communication entre la terre et le ciel».12 No un instrumento de soberbia y lucha contra la divinidad, sino «una mano tendida» hacia la altura, como lo define patéticamente.

¿Por qué, entonces, tenemos nosotros esa clara memoria de la leyenda de Babel como un terrible castigo de nuestra maldad? ¿Por qué recordamos el relato como otro capítulo de la culpabilidad humana, el tercero en el Génesis?

la culpa

Lo cierto es que la tradición cristiana (aunque no toda la tradición cristiana) adoptó otra versión de la leyenda de Babel, una versión muy posterior a la escritura del Génesis, la cual, esta vez sí, es una versión culpabilizante: la de Flavio Josefo en sus Antigüedades judías, la de Filón de Alejandría en De confusione linguarum, la del Pseudo-Filón en sus Antigüedades bíblicas. Una tradición que llega hasta el De Vulgari Eloquentia de Dante y finaliza con el Hegel de El espíritu del cristianismo y su destino.

Nuestra convicción de que la leyenda es un relato de pecado y penitencia obedece a que los traductores modernos de la Biblia siempre desvían el sentido del texto tendenciosamente, porque todos ellos obedecen a la tradición interpretativa culpabilizadora. Traducciones como: «cuya cúspide llegue al cielo» (De Valera), o «que su cima toque al cielo» (Pirot), por ejemplo, insinúan que los constructores quieren violar el espacio divino. El caso más exagerado es el de la Biblia de Jerusalén: «Bâtissons-nous une ville et une tour dont le sommet pénètre les cieux».13 Según estos honrados traductores, los humanos querían, por lo menos, perforar el cielo.

Otros exégetas prefieren situar la soberbia humana en la necesidad de «darse un nombre». Así, «y hagámonos nombrados», dice la Biblia del Oso, y una pérfida nota a pie de página añade: «célebres, hombres o gente famosa», como si los constructores sólo estuvieran movidos por la vanidad. O bien, «y nos haga famosos» (Nácar-Colunga), junto con esta admirable elucidación de los «profesores de Salamanca»: «El autor sagrado ve en estos designios algo demoníaco en contra de los designios divinos».14

no todos

Antes de exponer, aunque sea muy brevemente, la segunda leyenda de Babel, me permito adelantar que Hölderlin se sitúa al margen de la tradición penalizadora y que no es el único. Isidoro de Sevilla, por ejemplo, en De linguis gentium (Etymologiarum. Lib. IX), atribuye la construcción de la Torre a la soberbia humana, pero no afirma que la dispersión sea un castigo:

Linguarum diuersitas exorta est in aedificatione turris post diluuium. Nam prius quam superbia turris illius in diuersos signorum sonos humanam diuideret societatem, una omnium nationum lingua fuit quae hebrea uocatur.15

Se podría incluso argumentar que el uso de una fórmula tan neutra como «prius quam superbia turris» no carga la «soberbia» sobre los constructores, sino sobre la misma Torre. Pero es un argumento para que lo desarrollen los lingüistas. Dejémoslo en que la diversidad de lenguas simplemente «aparece».

Tampoco Calvino culpabiliza a los humanos, en este particular pasaje bíblico. En su Comentario sobre el Génesis presenta la dispersión como un acto de previsión divina; la diversidad de las lenguas es sólo una consecuencia de la dispersión, cuando los pueblos dejan de hablar entre sí. Ciertamente no puede evitar acusar a los humanos de ser orgullosos, pero la construcción de la Torre no constituye un pecado de orgullo; tan sólo es un síntoma de orgullo. Algunos comentaristas modernos, como Von Rad, Benno Jacob o Westermann también diferencian entre la dispersión (que no es un castigo sino una profilaxis, según sus propias palabras) y la diversidad de lenguas que adviene como consecuencia de la misma.

Caso extremo de interpretación en defensa de la inocencia humana es el de Juan Benet en su extraordinario artículo sobre las características técnicas de la construcción de la Torre, según pueden deducirse de la célebre tela de Pieter Brueghel en el Kunsthistorische de Viena. La torre allí pintada no posee la habitual estructura helicoide, sino una forma telescópica que obliga a replantearse todas las medidas en cada terraza o tambor. Ninguna de las seis plantas pintadas por Brueghel aparece concluida, pero a medida que asciende la torre, más débiles y contradictorios son los elementos constructivos. En su cúspide, se alza un incomprensible e inquietante circo o graderío.16

La torre de Brueghel es imposible de rematar por su propia naturaleza y toda la construcción es utópica: de hecho, la torre, convertida en un proyecto trascendental y simbólico, usurpa lo propio del ámbito sagrado, y ése es su error. Podría hablarse de una soberbia «técnica» que no va dirigida contra ninguna divinidad, aunque la substituya. Tengo para mí que Benet, en su artículo, señala indirecta y sagazmente a los constructores del «socialismo real», cuya Babel, por cierto, es hoy una verdadera ruina.

Pero en el terreno histórico, Benet interpreta la pintura de Brueghel como un disimulado ataque contra el Vaticano (nueva Babilonia), cuyas construcciones monumentales hacia 1520 son comparables a las de Babel, y cuya unidad lingüística (el latín) será destruida por los reformistas, los cuales inaugurarán la lectura de los Evangelios en todas las lenguas nacionales. Según este criterio, la dispersión no fue un castigo, sino una bendición.

No deja de ser curioso que en ello coincida con teólogos «multiculturalistas» como B. Anderson, de Princeton, para quien Dios decide en Babel la necesidad y la bondad de la diversidad racial, lo que explica casualmente la situación de los Estados Unidos como más adecuada al plan divino que la de los países sin problemas de integración racial. Un juicio que comparte con los teólogos nazis, para los cuales la existencia de un pueblo único (un pueblo internacional y cosmopolita) es algo explícitamente condenado por Dios en el episodio de la Torre: Dios quiere que los humanos sean nacionales y, a poder ser, nacionalistas y nacionalsocialistas.

Por las más variadas y aun contradictorias razones, hay, en efecto, un puñado de partidarios de la inocencia humana. Pero los defensores de la culpabilidad son muchos más. Veamos las líneas generales de la exégesis penalizante, la cual siente particular complacencia en mostrar la impotencia humana, como si de ella pudiera deducirse la omnipotencia divina.

los comentaristas judíos

La culpabilización forma parte de la exégesis rabínica al texto del Génesis. Para muchos exégetas judíos la Torre es un instrumento de ataque de los humanos en su guerra contra Dios, sea para llegar hasta él y combatirle (Targum del Pentateuco), sea para explorar sus condiciones de resistencia (la midrash del Génesis), sea para resistirse a un segundo diluvio (Talmud). La tradición interpretativa de los comentaristas hebreos considera unánimemente la leyenda de Babel como un capítulo más en la lucha contra Dios que emprenden las generaciones anteriores a Abraham, lucha que ya habría traído un primer diluvio y podía precipitar el segundo en cualquier momento.

Hay una razón para ello: toda la narrativa del Génesis no es sino la historia de cómo la estirpe de Abraham llegó a ser la única en el mundo con la que el Señor pudo establecer su alianza. El relato bíblico, desde la perspectiva hebrea, debe leerse como una historia de eliminación progresiva, en la que, al final, el pueblo elegido y la tierra prometida caen en el linaje de Abraham. Los rabinos interpretaron los primeros capítulos del Génesis, consecuentemente, como las sucesivas etapas de la destrucción de los malvados.

 

Hay algunos textos intertestamentarios especialmente interesantes. En Baruch III, también llamado Apocalipsis griego de Baruch, escrito en Egipto por una comunidad de místicos judíos hacia el año 115 de nuestra era, los humanos construyen la Torre para averiguar si el cielo es de arcilla, de bronce o de hierro, con la intención de cegar las grietas por las que se derramó el agua del Diluvio. En la midrash del Génesis (colección de comentarios efectuada por los amoraim de Palestina entre el 200 y el 400 de nuestra era pero que recoge textos muy anteriores) la Torre es un pilar y forma parte de un vasto programa de sujeción del cielo para que no vuelva a derrumbarse sobre los humanos.

Tan extendida se encuentra la interpretación de la Torre como elemento de resistencia a la voluntad divina y como estrategia contra el segundo diluvio que no parece haber otra explicación para la misma. Pero de nuevo hay una razón suplementaria: el Señor había pactado con Noé y su descendencia el fin de los diluvios:

Hago con vosotros pacto de no volver a exterminar a todo viviente por las aguas de un diluvio y de que no habrá ya más un diluvio que destruya la tierra.17

Y la señal del pacto, como sin duda recordará el lector, fue el arco iris, uno de los escasísimos gestos realmente amables del Señor. En consecuencia, aquellos postdiluvianos que se preparan para resistir un segundo diluvio son, sencillamente, los incrédulos. No confían en la palabra divina y quizás opinan que si la máquina humana ha disgustado a su Creador por dos veces, raro será que no le disguste una tercera. Son ramas humanas, pueblos, etnias, que van a quedar fuera del pacto. En Babel se dispersan los pueblos para así poder aislar con mayor facilidad a los elegidos.

De la midrash proviene ese añadido delicioso (que Dante utilizará de un modo muy ingenioso) según el cual la confusión de lenguas trajo consigo una peculiar confusión de términos técnicos, de manera que si alguien pedía ladrillos le traían agua, y si otro necesitaba cal le traían hierro, lo que acababa provocando comprensibles asesinatos y matanzas. Recuerdo haber escuchado esta explicación en el colegio (un duro colegio católico de Barcelona) y estoy persuadido de que el fraile no sabía que su fuente era una fuente hebrea. De haberlo sabido creo que se habría horrorizado.

En abundantes textos judíos la soberbia humana aparece unida a una portentosa habilidad técnica; y no es infrecuente que el aprendizaje de las artes haya sido tutelado por los Gigantes, hijos de ángeles y hembras humanas prediluvianas, entre los cuales figura el magnífico Nemrod (aunque en el texto masorético Nemrod aparece como descendiente de Noé). Es lo que da su atractivo al Libro de los jubileos, redactado en medios próximos a la gnosis de Qumram y en el que, como en tantos otros, la habilidad técnica es un obsequio de los Gigantes a los humanos (aliados ambos contra Yahvé) en su desesperado intento por dominar el cosmos.

Buena parte de las interpretaciones penalizantes están también de acuerdo en que hay un lenguaje originario (el hebreo) gracias al cual Dios habló con Adán y que Adán empleó para nombrar a los animales. La catástrofe de Babel significa el fin de ese lenguaje unitario, como castigo al pecado de soberbia en la guerra de los humanos contra Dios. Algunos comentaristas, sin embargo, salvan a Abraham del desastre de Babel y conceden a sus descendientes el encargo de perpetuar el lenguaje originario (Pseudo-Filón, Antigüedades bíblicas, traducción latina de una crónica judía, seguramente de origen esenio, datable hacia el primer siglo). La historia de esta «lengua sacra» o Ursprache forma uno de los capítulos más fascinantes de la protociencia lingüística. Abraham y el pueblo elegido quedan, por lo tanto, como guardianes de una lengua sagrada mediante la cual pueden comunicarse con el Señor.

De todos los relatos de fuente judía, el más influyente fue el extenso tratado de Flavio Josefo (Joseph ben Matthias), Antigüedades judías, seguramente escrito a finales del primer siglo (entre 40 y 100) y muy penetrado por los comentarios haggádicos de la Torah. Su autor, adscrito según su propio testimonio a la escuela farisea desde los diecinueve años, hizo carrera en Roma, alcanzó la ciudadanía, y sus obras se conservaron en las bibliotecas públicas copiadas con cargo al estado, lo que explica su notabilísima difusión. Josefo dio un profundo matiz a la soberbia humana (lo que traerá consecuencias en la era moderna) al hacer de Nemrod un precursor de Napoleón, y el inventor de la tiranía secularizada y tecnocrática:

[Nemrod] les persuadió de que era un error tener a Dios por única causa de la prosperidad, y que debían considerarla hija de su propio talento humano, y poco a poco fue transformando la situación en una tiranía, ya que pensaba que el mejor modo de hacer perder el temor de Dios a los hombres era usar a fondo la propia potencia humana. Prometió vengarse de Dios si trataba de inundar la tierra de nuevo, y propuso la construcción de una torre más alta que el nivel que pudieran alcanzar las aguas, y así vengar a sus antepasados.18

Otros textos menos divulgados, de origen helenístico aunque de cultura judía como los Oráculos sibilinos (datable entre el año 80 a. C. y el 50 a. C.), o el sincretista De confusione linguarum de Filón de Alejandría (primer siglo de nuestra era), tuvieron también fuerte penetración entre los comentaristas cristianos debido al paralelo que establecen entre los mitos griegos y los mitos hebreos, en defensa de la superioridad bíblica. En la hermenéutica alejandrina, la leyenda de la Torre de Babel se identifica con la guerra de Zeus contra los Titanes. Para Filón, por ejemplo, el modelo de los constructores babélicos son los hijos de Poseidón e Ifimedea, los cuales intentaron armar una escala que les permitiera llegar hasta Zeus, superponiendo los montes Osa, Olimpo y Pelión (Odisea, XI, 315-8). Ambas gigantomaquias, la hebrea y la griega, se presentan en Filón como símbolos de una misma y única verdad figurada en lenguas diversas. La interpretación de Filón propone una atractiva alegoría (que influirá en el pensamiento de los gnósticos), según la cual la Torre simboliza el esfuerzo de los humanos por alzarse hasta el Logos.

Los sincretistas de Alejandría fueron adaptados por los Padres de la Iglesia: por San Irineo y San Teófilo de Antioquía (comentarista de los Oráculos sibilinos), por Orígenes (lector de Filón y del Targum), por Agustín de Hipona (quien retoma el asunto de los Gigantes constructores pero da una importancia nueva y trascendental a la Ciudad, la cual casi había desaparecido bajo la sombra de la Torre), y por tantos otros que repiten el mismo tópico de mil y una maneras distintas. En resumidas cuentas, la penalización de origen helenístico y hebreo es acogida sin discusión y perfeccionada por la patrística cristiana.

los modernos

Y tras la patrística, siguió culpabilizando toda la tradición culta medieval. La más influyente de las autoridades, Dante, utiliza en De Vulgari Eloquentia la leyenda de Babel para defender la lengua vulgar frente al latín, e incluye al gigante Nemrod de la exégesis hebrea en los últimos y terribles círculos infernales de la Comedia como culpable de uno de los más nefandos pecados de soberbia. Es muy notable que Dante, al igual que la midrash, presente la confusión de las lenguas como una incompatibilidad entre lenguajes técnicos y gremiales, cada uno de ellos incomprensible para quien no pertenece a la cofradía:

Sólo usaban la misma lengua aquellos que se habían agrupado para una misma tarea; así, por ejemplo, quedó una misma lengua para todos los arquitectos, otra lengua para todos los poliorcetas, otra para los talladores de piedra, y así sucesivamente para cada grupo de obreros. El género humano fue, por tanto, dispersado en tantas lenguas como trabajos imponía la construcción; y cuanto mayor fue la excelencia de su tarea, más ruda y bárbara es ahora su lengua.

Las lenguas romances son, para Dante, hijas de aquellos lenguajes gremiales y técnicos. La descendencia lingüística de este argumento dantesco es infinita.

El modelo culpabilizador pasó intacto a los reformadores durante el Renacimiento, y Lutero volverá a hablar de una guerra de los humanos contra Dios en los orígenes del mundo. En su Comentario al libro del Génesis añadió, sin embargo, aquella hábil aproximación de Babel con la Roma constructora de la basílica de San Pedro que tanto seducía a Juan Benet, pero sólo para hacer un uso político de la analogía y no porque creyera que la dispersión de los constructores babélicos había sido un regalo divino. Thomas Müntzer, en cambio, utilizó el tema agustiniano de la ciudad del mal para fustigar a las ciudades feudales opresoras del campesinado. Y no habrá un solo utopista, de More a Campanella, que no repita la versión penalizadora.

Quizás la más radical de todas las interpretaciones es la de Roger Caillois, quien entiende que la divinidad ni siquiera hubo de intervenir para dispersar a los constructores. La soberbia de los babélicos, los cuales se presentaban ante sus semejantes como hombres superiores y de ideas muy radicales, actuó como un disolvente y arruinó cualquier posibilidad de construir la Torre. ¿Por qué iban a preocuparse de calcular y medir, de levantar con aplomo y solidez, de ornamentar y sanear, unos obreros que habían superado nada menos que la idea misma de divinidad y que miraban con desprecio a los pobres estúpidos que aún hacían ofrendas? No hubo necesidad de castigo: la propia culpa destruyó a los babélicos. La lectura de Caillois, ingeniosa y malévola, aproxima el episodio de Babel al de las vanguardias artísticas contemporáneas.

Pero éstas son derivaciones externas al núcleo moral de la leyenda de Babel y utilizaciones oportunistas del mito. Hora es ya de regresar a nuestro punto de partida, es decir, a la diferente visión que sobre la culpabilidad de los humanos tenían Hegel y Hölderlin allá por los años 1798 y 1802.