La balada del marionetista II

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Capítulo 5
Wahl

La lluvia caía torrencial, creando una espesa cortina de agua que impedía la vista mucho más de lo deseable. A pesar de estar acostumbrados a ella, pocos lugareños transitaban el pedregoso camino que conducía a la capital. Las ruedas de la carreta crujían constantemente, en armonía con los goterones que traspasaban la cubierta del carromato. Una nueva y gigantesca gota fue a parar a la punta de su nariz.

—¡Joder! —expresó para sus adentros—. Para esto hubiera venido a caballo. Habría llegado hace tiempo y no me habría mojado mucho más.

El carruaje iba lleno, hasta arriba de cajas de berio. El enano que lo manejaba había tenido que apretujarlas un poco para poder hacer el suficiente hueco como para que cupiese su pasajero. Tenía que hacer el recorrido hasta Wahl, y ese dinerillo extra no le venía nada mal. Fue generoso con las monedas, por lo que no dudó en alojarle junto al riquísimo líquido que llevaba. Por suerte no era corpulento y bastó con empujar bien las cajas para hacer un huequecillo en la parte trasera, justo tras la portezuela. Acurrucado y más empapado de lo que le gustaría, esperaba pacientemente la llegada a la capital, justo en el vértice norte del reino.

—¡Alto ahí!

La autoritaria voz, seguida de la orden de parada del enano a los caballos, le obligaba a prestar atención. Afinando sus oídos pudo oír los metálicos pasos de dos personas, dos robustos hombres provistos de armaduras, supuso. Enseguida llegaron hasta la parte delantera del carromato, notando que cada uno se detuvo a uno y otro lado del asiento del enano.

—¿Otra vez? —se quejó furibundo el enano—. Es el cuarto, no el… quinto. No, la sexta vez que me paran dentro del reino. ¿Puede saberse a qué viene tanto control?

—¡Eso no es asunto tuyo, Tágalin! —espetó seco uno de los guardias—. ¿Traes el berio para la «enana»?

—¡Por supuesto! —respondió enojado el enano—. ¿Qué iba a traer si no? ¿Cerveza? —concluyó despectivo.

Tágalin iba bien resguardado por el tejadillo que se extendía sobre su cabeza, y desde su posición pudo oír cómo el enano arrastraba una pesada caja de madera. Como ya lo había hecho antes, el viajero supo que la colocaba en el borde de su puesto, justo ante el guardia.

—¡Es el trayecto más caro de todos los que he hecho! Si en La enana borracha os cobran el doble… sabréis el motivo. —Oyó quejarse al enano Tágalin—. ¿Pensáis mantener este estado de alerta mucho más tiempo?

—¿Crees que a nosotros nos gusta? —Escuchó quejarse también al guardia—. Son órdenes del Trueno, así que hasta que no vuelva seguiremos así.

«El Trueno… Estoy impaciente por conocerle. Desde luego, el nombre promete».

A pesar del incesante sonido de la lluvia, afinando el oído podía oírlo todo con extraordinaria claridad. El guardia cogió la caja de berio y se alejó de la carreta.

—Cogemos una cajita y hacemos la vista gorda —dijo el otro guardia—. ¿Si lo prefieres le digo a Emker que la traiga y echamos un vistazo a lo que llevas?

El enano guardó silencio ante la sarcástica voz, aunque dedujo que más que porque se lo estuviera pensando, debía de ser porque debía de estar echándole una inquisitiva mirada al guardia. No podía verles, solo oírles, pero se le daba bien interpretar ese tipo de escenas, por lo que no se preocupó demasiado.

—No será necesario —espetó Tágalin a regañadientes.

Acto seguido mandó a los caballos proseguir con la marcha y, tras atravesar unas cuantas calles empedradas, se detuvo nuevamente.

—Bueno, creo que se acabó el viaje —suspiró, justo antes de echarse la capucha para tapar su rostro.

La puerta del carromato se abrió.

—Hemos llegado —le dijo instigadoramente el enano—. Baje antes de que salgan mis… clientes.

—No se preocupe —le contestó, mientras descendía grácilmente del carromato—. Saldré y nadie sabrá que me ha traído. Aquí tiene el resto.

Entonces le dio a Tágalin una bolsita de piel marrón.

—He metido un extra por las molestias y las cajas de más que ha tenido que pagar, además de pagar así su silencio…

El enano abrió enseguida la bolsita, comprobando de un rápido vistazo que estaban las monedas de oro que le adeudaba y, para su sorpresa, un pequeño rubí entre ellas.

—Estaré unos días por aquí —habló el enano—. Lo digo por si necesita que le saque.

—Lo tendré en cuenta —dijo antes de salir del almacén de la taberna.

No había mucha gente paseando por las calles. La piedra del suelo tenía dos dedos de agua encima y, a pesar de estar acostumbrados a semejante aguacero, el desconcertante estado de guerra parecía haber apagado a los wahlianos. Así que dio la vuelta al edificio, guiado por el hambre y la sed, pero también por la querencia de obtener algo más de información local.

—¡Qué mejor que una taberna pa…! —decía, a la vez que traspasaba la entrada del local.

Pero enmudeció al entrar. Esperaba un lugar lleno de hombres, bebiendo alcohol y jugando, pero en la famosa taberna apenas había un par de mesas ocupadas y un tipo en uno de los taburetes de la barra.

«Creo que aquí escucharé poco», pensó decepcionado pues esperaba poder curiosear entre las habladurías de los lugareños. Era algo que le encantaba y que, viendo aquel hastiado panorama en la taberna más famosa del reino, le sobrecogía.

—Espero que al menos lo que pueda oír sea interesante —se dijo al decidir que quería animar aquello un poco.

Así que echó hacia atrás su capucha, liberando sus largos cabellos azules que, como si de un resorte hubiesen tirado, se enderezaron puntiagudos apuntando al techo del edificio. El tabernero se le quedó mirando los pelos, atónito y paralizando la limpieza de la jarra que tenía en su mano. Estaba acostumbrado a ver el mismo rostro, una y otra vez, cada vez que dejaba al descubierto su tiesa melena azul.

—¡Una cerveza negra! —pidió en voz alta, para que todos le escucharan, acomodándose en uno de los numerosos taburetes vacíos.

Desde luego algo sí que llamó la atención pues, aunque no miró, sintió cómo el silencio que imperaba se hizo todavía más… silencioso, además de notar que todas las miradas apuntaban a él.

«Nunca falla», se felicitó un instante antes de escuchar cómo un seco eructo retumbaba de pared a pared.

—¡Vaya pelos! —Oyó decir sutilmente al atronador, el cual ocupaba una de las mesas junto a otro tipo.

—¡Es forastero! —afirmó el tabernero mientras le servía la jarra—. ¿De dónde viene?

Resignado, no levantó la mirada de la astillada madera de la barra, haciendo caso omiso al hombre.

«Son todos iguales —pensó jocosamente—. Soy yo el que quiere sacarles información y, sin embargo, no dejan de preguntarme continuamente las mismas cosas».

—¡Eh! ¡Oiga! —instigaba el delgado hombre.

—Ya le he oído —contestó, molesto ante la insistencia, sin subir la vista.

Entonces se hizo un breve silencio, roto nuevamente por el pesado tabernero.

—¿De dónde viene? ¿Cómo se llama?

—¿Enseñan a formular esas preguntas en la escuela de taberneros? —contestó sarcásticamente, dejándolo un pelín anonadado.

—Es sureño. ¿A que sí? —le preguntó con perspicacia.

—Soy un raschtzeno —soltó sin más, sabiendo que aquel tipo no tendría ni idea de lo que le decía, justo antes de dar un trago a su cerveza negra.

—¿Un qué?

—¡Raschtzeno! Vengo de Raschtz Nay Clovelly. —«No le gusta nada que mencionemos aquí algo de lo que hay fuera… Como se entere me va a dar una buena azotaina».

—¿Dónde carajos está eso? Rasch…

—Raschtz Nay Clovelly —dijo rápidamente ante la clara imposibilidad del tabernero por repetir ese nombre.

—No tengo ni idea de dónde está ese sitio. ¿Está por Kelatjav?

—No, un poquito más lejos.

—¿Más aún? Sí que ha viajado. ¿Cómo se llama?

«¡Jooo-der! ¡Será pesado! Si no fuera porque les gusta hablar de más, les cortaba la lengua».

—Desconocido —respondió finalmente, puesto que no quería revelar su nombre. Ya había hablado, y mostrado, demasiado.

—¿Desconocido? —espetó extrañado el tabernero.

—¡Sí, Desconocido! Llámame así.

El tabernero le miraba con cara de pocos amigos. Por experiencia propia sabía que los desconocidos no solían ser muy bien recibidos en sitios así, lugares lluviosos con poco tránsito de extranjeros, pero los desconocidos que además se hacían llamar «Desconocido»… Se echó a un lado para continuar hablando con el otro lugareño que bebía en la barra, pero notaba cómo con el rabillo del ojo le vigilaba atentamente. No le molestaba, y agradeció que le dejara en paz. Dio un par de sorbos más y pidió la cuenta ya que por más que se había concentrado en escuchar a los demás bebedores, no oyó prácticamente nada. Tras el viaje en el carromato esperaba divertirse un poco con los chismes de la gente, pero se aburrió aún más que escondido como polizón.

—Por cierto —comentó tras pagar su consumición—. Estoy buscando a Kréinhod Thunderlam, pero he oído que no está en la ciudad. ¿Se sabe a dónde fue?

—No, Desconocido —contestó el tabernero de mala gana.

«Bien, capto el mensaje».

Al rato salió de la taberna aburrido, dispuesto a sumergirse nuevamente en las calles de Wahl para buscar un lugar en el que pasar la noche.

«Debí de haberle preguntado al enano. A saber dónde coño habrá una posada medio decente».

—Bonita casa —espetó para sí mismo asomándose por encima del vallado.

Era mediodía. Harto de vagabundear, pasó la noche en la terraza cubierta de una casa cercana, al resguardo de la implacable lluvia. Había probado en varias casas, pero no halló ninguna vacía y como se había propuesto pasar desapercibido, se conformó con dicha terraza. Ahora la lluvia era fina y casi agradable, el sol incluso caldeaba algo y un hombre algo mayor se acercó a él desde un rincón del jardín que observaba. Sin duda alguna se había percatado de que llevaba veinte minutos recorriendo el perímetro de la casa, por lo que no lo dudó y se acercó a él para cuestionarle.

 

—¿Le gusta la casa? —le preguntó con cierto aire de recelo.

—¡Sí! Tiene un jardín precioso —afirmó sonriente—. Si no me equivoco, esta es la casa del Sr. Thunderlam. ¿Es usted Kréinhod Thunderlam?

El hombre, a pesar de su madurez y saber estar, se ruborizó ante semejante pregunta.

—¡No, no! ¡Por Dios!

—¿Por Dios? ¿Por cuál de ellos?

—¿Por cuál de ellos? —expresó confuso.

—Sí, sí. Ha dicho: ¡Por Dios! ¿Por qué Dios? —insistió burlonamente. Le encantaba rebatir esa expresión en particular.

—¡Ehmm! No… no… no sé. Yo solo…

—Dejémoslo ahí —zanjó «Desconocido»—. Si usted no es el Sr. Thunderlam, ¿quién es?

—Soy Pekies, su jardinero.

—Excelente jardinero a tenor de lo visto, diría yo. ¿Cuándo volverá el Sr. Thunderlam?

—¡Ehmmm, gracias! No lo sé.

«¿Es que nadie va a saber dónde se ha metido ese tío?».

—¿No le ha dicho cuánto tiempo deberá encargarse del jardín?

—No.

—¿Y si no regresara más? ¿Se encargaría eternamente de su hierba sin cobrar su sueldo?

—¡Ehmmm! Pues… No me ha dicho nada. Yo solo soy su jardinero.

—¿Y quién puede saberlo entonces?

—No sé. Tal vez el capitán Bállindher.

—¿Bállindher? Bien, iré a verle. Es el que se ha quedado al mando, ¿no? —preguntó haciéndose el tonto, pues sabía perfectamente que Bállindher era quien mandaba ahora en Wahl.

Tras despertar había buscado un lugar para el desayuno, y encontró una pequeña taberna que estaba muy concurrida. Y no solo desayunó a cuerpo de rey, como le gustaba hacer, sino que salió bastante bien informado de las vicisitudes de la capital, del reino y con un montón de cotilleos varios que le mantuvieron pegado al taburete de la barra más de dos horas.

Capítulo 6
Álanor

—No puedo creerme que Óalom Bearlam se alíe con Torkian —dijo Ferion, entre indignado y enrabietado por la noticia que la drínan había traído. Ambos estaban desolados ante lo que consideraban una gravísima traición.

—¡Pero si Kronh es tan enemigo de Khormonh como nosotros! —expresó enfurecida Iva—. ¿Cómo es posible que nos traicione de este modo? Nunca lo había hecho, Kronh siempre ha apoyado a Álanor.

—Habrá que ir haciéndose a la idea, aunque… hasta que no lo vea con mis propios ojos…

—Pero… ¿Por qué iba a mentir Kréinhod Thunderlam?

Iva y Ferion oteaban, consternados e incrédulos por lo que consideraban una altísima traición por parte de Óalom Bearlam, el prado desde el centro de la muralla norte. En ese momento, Iva notó cómo las uñas de Saori le pedían insistentemente que la cogiese. Alzada sobre sus diminutas patas traseras, con su pequeña y sonriente boca bien abierta y con la lengua fuera, rascaba sin cesar con las dos patitas delanteras la pantorrilla de la joven para que la tomara en brazos. Viendo esa feliz carita, accedió enseguida a la petición de su niña y la tomó en sus brazos. Iva la sujetaba como si se tratara de un bebé mientras no dejaba de acariciarle el sedoso pelaje del lomo.

—Entonces… los Bearlam… ¿No van a ayudarnos? —Oyeron.

Era la voz de su hermano pequeño, quien acababa de llegar y se había puesto a la izquierda de Ferion. Kaylor Tigerlam contaba con dieciséis años y físicamente tenía poco o nada en común con Ferion. En cambio, era muy parecido a Darion, y aunque Kay no era alto como él, sí que tenía igual o más éxito entre las féminas. Vestía un cómodo pantalón de lino blanco y una camisa anaranjada, entallada como el pantalón, y unas frescas sandalias de cuero negro en los pies. Le gustaba vestir con colores claros y alegres, con prendas ceñidas a su cuerpo delgado, emanando un aspecto relajado pero elegante al mismo tiempo. Ella solía ser más práctica, y muy rara vez se ponía un vestido. En lo único en que se veía parecida a él era en el color de los ojos, aunque los de su hermano eran de un azul más intenso.

Además, siempre había mostrado poco interés por las aptitudes físicas, al contrario que ella. Y si ella pasaba de cualquier joven que se le acercaba, Kaylor era todo un conquistador y rara vez se le veía más de un mes con la misma chica prendida de su brazo. Incluso con el asedio al que estaban sometidos. Mientras a ella le hervía la sangre, él parecía importarle bastante poco ya que, como expresó, poco podría aportar. Claro que se enfureció por la muerte de Darion, pero… ¿Qué podría aportar él? Por supuesto sabía manejar una espada ya que era una clase obligada desde niño, pero su maestría no iba mucho más allá de las nociones básicas. Ella siempre le ganaba, y eso que tampoco se había esforzado por adiestrarse debidamente.

Aun así, Kaylor Tigerlam se mostraba desconcertado y decepcionado. Sin embargo, él no sabía el contenido del mensaje que había traído la drínan.

—No, no lo hará ―respondió tajante Ferion.

—Al menos vendrán los gigantes, y también los enanos —se dijo el muchacho en voz baja.

—No, Kay… Ellos tampoco vendrán a ayudarnos —habló Iva con voz derrotada.

—¿Tampoco? —expresó, extrañado—. ¿Cómo es posible, Ferion? ¿Acaso no vais los dorados a Thandroll a adiestraros? ¿Ya no somos amigos de los gigantes? ¿Ni de los enanos ni de los Bearlam? ¿Qué ha pasado para que todos se pongan en nuestra contra?

Kaylor terminó alzando la voz, aunque sin llegar a gritar. Tenía razones para haberlo hecho, pero contuvo su rabia, aunque su rostro denotaba permanecer enfadado. Ella aún lo estaba, solo que había tenido más tiempo para asimilarlo y hacer sus propias conjeturas. Y además conocía la totalidad del mensaje de la drínan, cosa que Kaylor desconocía.

—Todos no —confesó Iva—. Kréinhod Thunderlam es quien envió a la drínan. Él sí nos apoyará.

—¿Kréinhod Thunderlam? —musitó su hermano—. Pero… si ni siquiera es rey. ¿La ha enviado de parte de los Eaglelam?

—No —contestó Ferion, seco—. No viene de parte de los Eaglelam. Ellos estaban en nuestra contra.

—¿Estaban?

—Kréinhod Thunderlam ha derrocado a Fáranther Eaglelam y se ha proclamado rey de Wahl —aclaró el mayor al menor de ellos, dejándolo pensativo y sumido en cavilaciones.

—No importa, Wahl es un reino pequeño —dijo Kaylor tras unos instantes—. Necesitamos a los gigantes, no a unos pocos soldados.

—Los Thunderlam pueden invocar una tormenta de rayos —anotó Iva, con la mirada puesta en el campamento invasor—. Lo he leído.

—¿Lo has leído? —espetó Kay, algo despectivo.

—Yo también he leído libros, Iva, pero no es algo en lo que se pueda creer —añadió Ferion.

—Ah, ¿no? ¿Entonces los Tigerlam no tenemos la ferocidad del tigre blanco?

—Eso es distinto, Iva. Para empezar, los Thunderlam son los únicos Lamh que no tienen un apellido… animal. Eso es algo que se ganaron los originarios, los primeros de cada linaje. El primer Tigerlam fue un soldado extremadamente feroz, semejante a la del tigre blanco del norte, por lo que le concedieron dicho título en honor a esa cualidad. Por eso mismo los Bearlam le deben apellido al primero de ellos, un hombre altísimo y fuerte como ninguno, y los Eaglelam… Ellos… son listos. Eso dicen ellos.

—¿Listos? —cuestionó Kaylor, alzando una ceja—. Fáranther estuvo por aquí hará… un año creo. ¿O dos? Bah, da igual, el caso es que no me pareció un tipo muy… listo.

—Bueno, eso es lo que se dice de ellos, así como también se dice que no todos los miembros de la familia heredan esa cualidad… Pero los Thunderlam, como decía, no tienen ninguno de esos orígenes. En los registros se puede comprobar que había una gran tormenta, llena de rayos y truenos, cuando apareció el primero de ellos en ayuda de Wahl. Los rayos ya despuntaban y caían con violencia cuando aparecieron, y no es raro puesto que en Wahl siempre hay nubes de tormenta. Así que no, Iva. Que esté de nuestro lado, aunque haya derrocado por la fuerza a Fáranther II, es una buena noticia, pero no podemos esperar que se ponga a lanzar rayos por el campo de combate. Ningún hombre tiene esa cualidad.

Iva, abatida, se airó en cuanto recordó que los Bearlam y los gigantes les traicionaban. Se dio la vuelta y comenzó a caminar por el muro con la vista puesta en el empedrado del suelo. Acariciaba insistentemente el lomo de Saori mientras bajaba las escaleras y sin la visión de sus botines al posarse en cada escalón. No importaba, se los sabía de memoria. Seguramente podría recorrer el camino de vuelta a palacio con los ojos vendados, ruta que había tomado sin haberla pensado siquiera. Y, sin prestar atención a los viandantes que se cruzaban en su camino, no se tropezaba ni atropellaba a ninguno de ellos. Pero esta vez su subconsciente no la llevó a la puerta del palacio. Ni a la entrada de la torre. Sus pasos la encaminaron a la parte de atrás, a esa pequeña entrada que rara vez traspasaba. Entró sin detenerse, sin percatarse de los guardias que le permitieron el acceso, sin algo más en la mente que la traición de los Bearlam y de los gigantes.

Comenzó a descender suavemente, sin escalones ya que el camino era liso y el duro firme estaba bien asentado, girando hacia la derecha y sumida en una gran penumbra de la que no parecía darse cuenta. Aunque había antorchas colocadas cada pocos metros, apenas habían encendidas unas pocas puesto que con el declarado estado de asedio debían ahorrar hasta en eso. Tampoco se percató del descenso de la temperatura, la cual comenzaba a ser agradable al compararla con el imperioso sol que los regía desde el cielo.

Hasta que sus pies se detuvieron y sus ojos levantaron la mirada del suelo.

―¿Qué hago aquí? ―se preguntó, extrañada y sorprendida por estar ante la imponente sala que gobernaba la blanca y dorada armadura de su hermano.

Dos antorchas, una a cada lado de la armadura, apenas iluminaban unos metros, casi lo justo para vislumbrar la sombra de la segunda fila de armaduras que tenía a su izquierda. El pasillo por el que había llegado desembocaba en una esquina del gran salón, dejando las doradas armaduras a su izquierda y la del general frente a ellas, mirándolas regiamente a todas. Porque, aunque tan solo veía bien la primera fila de cada una de las cuatro columnas, sabía perfectamente que a su izquierda se alineaban las quinientas armaduras más sólidas y ligeras que se habían fabricado hasta la fecha.

―No lo entiendo. ¿Por qué he venido aquí?

Saori alzó la cabecilla y le dio unos cariñosos lametones en la barbilla, y ella le correspondió con un achuchón y un beso en el nacimiento del hocico, justo entre los ojos. Le gustaba besarla ahí, y sabía que a Saori también le agradaba. Se arrodilló y la dejó cuidadosamente en el suelo. La perrita se sacudió graciosamente, alzó la cabecilla para mirarla, y comenzó a caminar alegremente hacia una de las armaduras doradas mientras su colilla se movía de un lado a otro. Tenía unos andares muy particulares, como si diera pequeños botecitos a cada paso que daba, elevando el culillo de un lado a otro. Siempre que la veía trotar así sonreía irremediablemente. Se puso a olisquear el pedestal sobre el que se elevaban aquellas esculturas.

Decidió seguirla lentamente, mirando la negrura de la sala más allá de la segunda armadura de cada fila. Un repentino escalofrío la sorprendió, y justo al detenerse por ello se giró de sopetón hacia la armadura regente, como si hubiera querido captar su atención.

―¡La armadura de Ferion!

La armadura blanca de su hermano le resultó tremendamente hermosa, transportándola al único momento en que lo vio con ella puesta. Fue cuando regresó de Thandroll, tras diez años sin verlo. Se fue cuando ella era una niña y regresó viéndola toda una mujer, fue lo que le dijo al verla. Había cambiado. Era su hermano, recordaba su rostro, pero era otro al mismo tiempo. Aquel que había vuelto no era un muchacho, sino un hombre distante y recio cuya única dedicación en el día a día resultaban ser tareas militares. Adiestrando y adiestrándose. No había más en la vida del Ferion que regresó del país de los gigantes. Incluso sus ojos parecían haberse aclarado un poco, donde el ámbar parecía haberse aclarado hacia un amarillo o un refulgente dorado que emanaba cierto brillo bestial. No, ese no era el hermano que partió, pero era el que tenía. Era su hermano.

 

«Darion no cambió tanto… Darion…».

Su brazo enseguida se alzó para hacer que la palpase con la yema de sus dedos. El tigre dorado del peto estaba frío, suave y extrañamente agradable al tacto. Nada tenía que ver con el toque del acero, y tampoco se asemejaba a la caricia de una copa de oro o unos cubiertos de plata. Era distinto, muy distinto, tanto que no parecía metálica.

«¿Serán las otras igual?».

Había bajado allí tres o cuatro veces, no sabía cuántas realmente, pero no recordaba haberlas tocado. Bueno, una vez sí creyó recordar haberlo hecho, pero era demasiado pequeña como para apreciar el material con el que se había creado semejante obra de arte. Y ante la incipiente duda que la alarmó, no dudó en dirigirse a la primera armadura que comandaba una de las dos hileras centrales. La tocó sin demora, pasando sus dedos por el peto, pero también por el brazal y el faldón.

―¡Son idénticas! No noto ninguna diferencia, salvo el color.

Lo blanco era dorado en la que ahora tenía delante, y lo dorado ahora era blanco. Esa era la única diferencia que apreciaba al contemplarlas y manosearlas. Las armaduras doradas tenían unos surcos blancos allá donde irían las curvaturas de los músculos o las articulaciones, contorneándose y dando forma a una escultura que parecía el molde de un ser humano, con el rostro del tigre blanco, en blanco sobre el pecho. Y entonces surgió de sus profundidades. Un sentimiento, una excitación, una sensación de euforia la inundó de un ígneo fervor inusitado antes para ella. Se lo encontró de bruces y sin buscarlo, dándose cuenta de que algo parecía querer despertar dentro de ella, algo que nunca antes había sentido, suspirando por algo que jamás pensó que desearía.

―¡Quiero una! —musitó con decisión.

―¿Y qué harías con ella?

La retadora voz masculina que la sobresaltó provenía de su izquierda. No necesitaba girarse para adivinar al dueño de las palabras, pero lo hizo. Su feroz hermano la miraba con desafiantes ojos amarillos desde el umbral de la escalera, comenzando a acercarse a ella con su típico porte intimidatorio que a cualquiera hubiera acojonado. Incluso a ella cualquier otro día, pero se sorprendió a sí misma con la resistencia y la firmeza con la que le esperaba. Sentía que sus ojos seguían prendidos en fuego, y se preguntó si en ese momento tendría una mirada como la de su hermano.

—Lo has sentido, ¿verdad? La llamada, el rugido del tigre blanco. Yo también lo oí la primera vez que bajé. No sé cómo, pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer, y eso que madre dijo que fue a los pocos días de nacer. Pero nunca dejé de escucharlo, puede que por eso no lo haya olvidado. Lo has oído porque deseabas hacerlo. Ya… ya nada volverá a ser igual, Iva. Tienes… tienes los mismos ojos que aquel día, la primera vez que entraste. Aunque puede que no lo recuerdes. Eras muy pequeña, pero ahora… Tendrás que aprender a controlarlo antes de que hagas algo irremediable de lo que puedas arrepentirte.

«Sí, sí que estuve entonces. Y él me vio… Ahora recuerdo que sentí algo parecido, pero… desapareció».

—¿Por qué el tigre blanco, Ferion? ¿A qué se debe nuestro apellido?

—¿Sabías que en Thandroll hay tigres blancos? Seguramente no, los gigantes no hablan de ellos y los enanos tampoco. Están protegidos, y los tigres a su vez los protegen a ellos. Se ocultan en la nieve de las montañas e impiden que efemitas u otros engendros las atraviesen.

—Pero Ferion, ¿qué tiene que ver eso con nosotros? —preguntó mientras ardía en deseos de ver uno de ellos.

—¡Hum! —bufó, acercándose hasta ponerse a su lado, pero con la vista puesta en la negrura. Parecía como si pudiera vislumbrarlas—. Darion no pudo ver uno tampoco —apuntó, como si le hubiera leído el pensamiento, o tal vez como si pudiera percibirlo en su rostro—. Tampoco le hablaron de nuestros orígenes. Incluso yo creí que jamás hablarían de ello, pero poco antes de regresar me contaron la historia de un gigante que se enamoró de una mujer. Al parecer no era un gigante alto, pero nadie era capaz de doblegarlo en un duelo. Atacaba y se defendía con tal ferocidad que rompía las espadas de madera con las que practicaban y casi siempre hacía daño a sus compañeros. Venía de la Cordillera Sin Fin, donde su familia convivía con los tigres blancos, y lo destinaron a las Montañas de las Bestias. Pensaron que allí podría dar rienda suelta a sus instintos y a sus habilidades con los tigres ya que los gigantes las habían conquistado hacía poco tiempo y aún guerreaban salvajemente contra los efemitas. Querían extender Thandroll hasta esas montañas y generar así un pasillo libre de efemitas hacia el sur, pero o no calcularon bien la sangre que les costaría o bien pensaron que cualquier precio a pagar valdría la pena. Resultaba el escenario perfecto para alguien como Zianvar…

—Zianvar… —musitó Iva—. ¿Zianvar es…?

—Sí, nuestro antepasado. Cuando lo destinaron al frente no se le ocurrió otra cosa que llevarse a aquellas montañas a diez tigres blancos y, por lo que cuentan, fue el responsable de que hoy en día los gigantes puedan ir a pie hasta Wahl, por ejemplo, sin tener que atravesar las minas de Gomdia y dar un rodeo, así como ahora tienen comercio directo con ellos o pueden caminar hasta Andilia o Haivind…

—Es… —habló Iva, pensando en lo emocionante de aquella historia, la cual la hinchó de orgullo al considerarla veraz sobre sus orígenes—. ¿Y ella? ¿Cómo fue? ¿Te lo contaron?

—Claro, aunque apenas sabían algo más allá de su nombre. Se llamaba Mirallian, y dicen que la conoció de unos comerciantes que marchaban hacia Thandroll en caravana desde Andilia. Se enamoraron, y al parecer en el viaje de regreso ya se le notaba la tripa. Dicen que cuando la caravana pasó cerca del puesto donde acampaba Zianvar, ella le confesó que él era el padre. Nadie se lo creía, pero él sí. Mirallian dijo algo de quedarse allí para formar una familia con él, también sugirió que Zianvar se marchara con ella a Andilia… Ninguna de las opciones era válida. Zianvar no podía irse a vivir a una ciudad de hombres, ni podía dejar que ella viviera con él, tal y como él estaba acostumbrado a vivir. No volvieron a verse.

—Qué historia tan triste…

—El hijo volvió cuando era un adolescente…

—¿Y se encontró con su padre? —lo interrumpió Iva.

—Sí, Zianvar aún vivía. Lo acogió y estuvo unos años viviendo y aprendiendo con él… Con él y con sus tigres blancos, que ya eran muchos más y habían logrado asentar el dominio de los gigantes sobre aquellas montañas.

—¡Ziharión! —exclamó ella al recordar el nombre de aquel al que bendijeron con la ferocidad del tigre blanco, aquel héroe que rescató Álanor de los dragones negros, a lomos de un dragón rojo… Al menos así recordaba haberlo leído.

—En efecto, Ziharión, el Tigre Blanco de Thandroll lo llamaban allí. Como a su padre. Y ahora que sabes algo más de nuestra historia, dime, Iva. Dime qué harías si tuvieras una de estas.

Iva encaró nuevamente la vista hacia la armadura dorada, llevando su mano derecha al peto que ferviente y extrañamente deseaba vestir, apretando labios y dientes, y encorvando con inusitada rabia sus dedos.

―Vengar a Darion ―expresó con desconocida, decidida y airada voz―. Matar a Lékar, matar a Óalom… Matarlos a todos, a todos los traidores.

―¿Y cómo piensas hacerlo?

―Con tu ayuda. ¡Enséñame, Ferion! ¡Enséñame a hacerlo!

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