La balada del marionetista II

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Capítulo 4
Ethernia

Los primeros rayos de luz penetraban por los ojos de buey de la madera. Téondil, en la litera superior, comenzaba a desperezarse al sentir el suave impacto del sol en sus legañosos ojos. Por fin había dormido una noche entera y ahora, por más que se los frotaba, las pequeñas motas legañosas no se desprendían de sus rubias pestañas. Incluso la neblina que cubría sus ojos ahora le resultaba agradable, y el hecho de estirarse de piernas y brazos al mismo tiempo que se retorcía entre las sábanas era una sensación de lo más placentera. Hasta el finísimo colchoncillo le parecía ahora un mullido lecho de plumas calentado por una atractiva jovencita.

Hasta que la cama dio un vuelco y cayó violentamente de bruces al suelo.

—Había olvidado que estaba en un barco —se dijo rascándose la cabellera en el lugar donde se había golpeado.

Se levantó aparatosamente, apoyándose en el hierro de la litera, dispuesto a salir del amplio camarote. Había cuatro hileras con muchas literas de hierro, pintadas en gris oscuro. Las dos filas exteriores estaban pegadas a las paredes del barco y las otras dos estaban juntas en el centro, creando dos pasillos a todo lo largo del habitáculo. El derecho era de la tripulación, y el izquierdo era compartido por tripulación y por los viajeros que contrataban el pasaje. Téondil estaba al fondo de ese pasillo, sin nadie más en la estancia. Avanzó por él con la intención de salir a cubierta cuando un rudo marinero entró de golpe y se topó con él de frente. El hombre le echó una insinuante miradita, de arriba abajo y de abajo arriba, que le incomodó sobremanera.

—Bonito pijama —espetó socarronamente y con voz fina, un tono que no encajaba en absoluto en alguien con ese aspecto.

El marinero entró al pasillo derecho y Téondil, estupefacto y sonrojado, se miró de pies a cabeza.

—¡¿Qué demonios hago yo con esto puesto?!

Se llevó las manos a la cabeza, horrorizado por la espantosa visión que acababa de tener. Sintió desfigurarse su rostro tanto como cuando sintió el helor en el bosque de Illdren. Y no era para menos. Llevaba puesto un monísimo pijama de algodón rosa, varias tallas más pequeño que la que le correspondía, y unas peludas zapatillas del mismo color. El pantalón se quedaba una cuarta por encima del suelo, en medio de sus pantorrillas, y era tan ajustado a su cuerpo que sus partes sexuales se marcaban exageradamente. La parte de arriba también estaba adosada a su piel. Las mangas apenas traspasaban los codos, pero la barriga… La prenda se le quedaba tan pequeña que se había enrollado y tenía el borde bajo el pecho, en lugar de tenerlo en el ombligo que era donde le debía quedar a tenor del tamaño de la camiseta. Afortunadamente no era un peludo barrigón, si no la estampa le hubiera resultado algo grotesca. Aunque no fuera dado a hacer ejercicio, siempre hacía lo básico para mantenerse delgado y que los músculos estuvieran algo marcados. Debía mantener un buen tipo para ligar con las muchachas que le gustaban, que no eran otras que las más bellas del lugar en el que se encontrase.

—No puedo salir con esto.

Desesperado y acelerado, regresó hacia la litera en la que había dormido para buscar su ropa entre sus enseres. Las mochilas estaban atadas bajo la cama inferior, pero por más que rebuscó no halló ninguna prenda en ellas.

—¿Dónde está mi ropa? —espetó alteradísimo, provocando la risotada del marinero que se hallaba en el otro pasillo.

Téondil le miró atónito y con ojos acusadores a través del hueco que había entre las camas superiores e inferiores, viendo cómo cogía algo de una gran bolsa que tenía bajo la que debía ser su cama.

—¡La broma ya ha durado bastante! ¡Devuélveme la ropa! —le dijo exaltado. Tenía ambas manos en el hierro de la cama de arriba, al igual que la frente, apoyada en la misma barra.

―¡Nadie te ha quitado la ropa! ―contestó el marinero, ofendido por sus palabras.

―Pues no está entre mis cosas. Alguien la ha cogido.

No esperaba una reacción de ese tipo. El marinero se lanzó bruscamente entre las camas, enojado por la acusación, sorprendiéndole por completo. Le agarró poderosamente del cuello, con una mano, y lo aplastó contra la cama baja acercando su rostro hasta tocar nariz con nariz. Sus ojos se habían desorbitado, pero lo que más le asqueó fue el apestoso aliento a aguardiente que desprendía aquel tipejo.

—Zorrita rosa, la próxima vez que me acuses a mí o a alguno de mis camaradas de robarte un vestidito te serviré de alimento a los tiburones —le amenazó, con un tono de lo más convincente mientras apretaba la enorme mano alrededor de su frágil cuello, acusando la falta de aire y sintiendo cómo su cara se calentaba hasta ponerse roja e inflada como un tomate.

—B… b… bi… bien —logró decir cuando el marinero aflojó algo su mano.

Acto seguido, no sin antes repetir su amenaza, el hombre le soltó y tomó el pasillo balbuceando sobre lo que odiaba a las mariconas, putos de ciudad, hombres que se acostaban con otros hombres...

Antes de acusarle, a Téondil se le había ocurrido que podría coger algo prestado de alguna otra mochila, pero esa idea se desvaneció completamente tras la reacción del marinero. Ni miraría las pertenencias de los demás. Pensando qué hacer, no le quedó otra que enrollarse una sábana blanca para salir a la superficie.

«Si alguien me pregunta bastará con decir que tengo frío y me he constipado» pensaba.

Ascendió las escalerillas y, al contemplar el maravilloso y cálido día que amanecía, la excusa del frío no resultaría nada convincente.

—Creo que me he resfriado —le dijo a un tripulante con el que se cruzó.

A tenor de la burlona mueca con la que el marinero le obsequió, le dio la impresión de que no le había creído y que el otro ya había cuchicheado sobre su femenino pijama. Buscó con la mirada a sus amigos, encontrando a Karadian recostado en una silla. Estaba cómodamente vestido con un pantalón muy corto y una fina camisola sin mangas. Ambas prendas eran negras, de lino.

—¿Disfrutando del sol? —le soltó despectivamente cuando se acercó a él.

El mago de piel negra abrió los ojos y contempló su envoltura. Téondil estaba enrollado en la sábana ocultando su pijama, pero las zapatillas… Esas no las pudo esconder, aunque tampoco cayó en la cuenta de hacerlo. Una leve, sutil y gozosa sonrisa se perfiló en los labios de Karadian, que volvió a cerrar los ojos para intentar seguir disfrutando de la calidez de la mañana.

—Me da la impresión de que tienes algo que ver con esto —le acusó el muchacho, pero sin osar mostrar los rosados trapitos.

—Llevabas muchas noches sin dormir, no dejabas de recordárnoslo, y anoche… —Dio un soberano bostezo a la vez que estiraba los musculados brazos.

—¿Anoche? ¿Qué pasó anoche que justifique lo que me has hecho? ¿Y desde cuándo gastas bromas? No sabía que tuvieras sentido del humor.

—Pues eso. Anoche estabas… contentillo, por así decirlo. Y se te fue un poco la lengua —mientras Karadian hablaba, Téondil intentaba recordar algo, pero no llegaba a conseguir una imagen nítida de lo que ocurrió.

—¿Qué… dije? —preguntó dubitativo, temiendo haber contado un millón de vergonzosos secretos.

—¡Ahhh! —exclamó gustoso el mago, doblando los codos y sujetando su nuca con ambas manos y sin dejar de sonreír, presumiblemente deleitándose de la velada que les brindó anoche—. ¡Fueron tantas cosas! —dijo, recreándose al contemplar con el ojo derecho el desconcertado rostro del muchacho—. No deberías jugar a las cartas, fumar y beber al mismo tiempo. Solo eres un crío.

—¿Yooooo? ¿Fumar? Yo no fumo.

—Pues anoche lo hiciste.

—Imposible. Odio el tabaco.

—No fue tabaco precisamente lo que fumaste. Ya me entiendes.

Téondil comenzaba a recibir algunos fogonazos de la bochornosa velada de naipes. Vio la mesilla redonda, con un tapete verde, en el rincón de alguna sala. Vio puros en la boca de un marinero, varias botellas vacías y vasos que se derramaban, otro marinero a carcajadas con varias cartas en la mano, a Karadian con algo que parecía un cigarrillo y después… se lo ofrecía y él lo terminaba de consumir. Su rostro daba síntomas de estar recordando la ociosa noche.

—¡Qué! ¿Ya recuerdas la noche que pasaste con una tal… Daíra? ¿En serio te pusiste su pijama sin llegar a cepillártela?

No podía creer que hubiera contado aquello, pero era la única explicación a su atuendo.

—Verás… —comenzó a confesar una vez que recordó a la tal Daíra—. Esa noche bebí mucho, y también…

—Ahórrate las excusas —le interrumpió con gran regocijo—. ¡Anoche lo narraste minuciosamente con un sinfín de detalles!

Tras soportar varios comentarios más sobre esa y otras noches, Téondil acabó por suplicar con su mirada de ojos azules, rogando compasión a un desconocido Karadian. El mago se compadeció finalmente y extrajo su varita de un bolsillo del pantalón y, con un sutil gesto, transformó el pijama rosa de Téondil en algo más adecuado. Le vistió con un pantalón blanco, por encima de las rodillas, y una fina camisa de manga corta de color azul. El rubio se lo agradeció enormemente y se encaminó para reunirse con Taria, cuando miró al suelo para sortear un obstáculo y… aún conservaba las peludas zapatillas rosas. Regresó junto al mago, con furibunda mirada, y este las cambió por unas sandalias de cuero marrón. Ahora sí podía acudir junto a la elfa.

—¿Tú lo sabías? —le espetó al abordarla en la punta de la proa.

—¿Saber? ¿El qué?

Al joven le dio la impresión de que la rubia elfa no tenía ni idea de la broma de Karadian, así que intentó cambiar la conversación para que no acabara enterándose. No le haría gracia que Taria y Harod se lo imaginaran con esa guisa.

 

—Nada, nada. Parece que hace un poco de calor —dijo realizando algunos aspavientos.

—Si a mí me hubiesen vestido de ese modo tampoco me gustaría comentarlo.

Pues sí que lo sabía. A Téondil pareció caérsele el mundo encima. Su ego había dado un buen salto al vacío. Que una mujer, aunque fuese elfa, le hubiera visto tan… rosado.

—Pero bueno, reconozco que esa ropa que llevas ahora te queda mucho mejor. Incluso pareces marinero. Un marinero… señorito.

Y comenzó a reírse. Desde que el tabernero de la odiosa Haivind le llamó de ese modo, Taria la elfa había cogido la costumbre de recordárselo constantemente. Al menos surgido el mote de los labios de la elfa no sonaba tan mal. Aunque lo dijese con sorna, no le resultaba tan hiriente, incluso podría decirse que le agradaba que ella lo pronunciase de esa manera. El retintín con el que la capitana mencionaba dicha palabra le parecía de lo más sensual, sobre todo porque lo acompañaba con esa mirada tan insinuante.

—Sí, no está mal. Ese Karadian… —Pero se detuvo en su frase al ver a Harod, completamente solo observando el horizonte azul.

El joven se hallaba sentado en un relieve del lateral de la cubierta de proa. Tenía las rodillas casi en el pecho, abrazadas por ambos brazos. No le veía la expresión de su rostro, pero tuvo la sensación de que estaba triste y melancólico, con la mirada perdida en la nada.

—Ya se encontraba mal desde que salimos del bosque de Illdren, pero desde que habló con ese tipo… —espetó Téondil, quien sentía una gran impotencia por no poder ayudar a su amigo—. Está mucho peor. No sé lo que le dijo, no quiere contármelo, pero me gustaría ayudarle. No se merece estar así.

Taria también observaba al joven trueno, aparentemente conmovida por las amigas palabras de Téondil. Entristecida, se giró para apoyarse de nuevo en la baranda y contemplar el avance del navío.

—Si no nos cuenta lo que sucedió no podemos ayudarle —le comentó apenada—. Pero le entiendo. Creo que ninguno de nosotros deseamos hablar de lo sucedido en el bosque, así que puedo comprender por lo que está pasando. Quiere guardárselo para él solo, aunque tal vez debería compartirlo con alguien en quien confiase. Alguien como tú.

—De verdad, todavía no sé qué es lo que os pasó a vosotros en el bosque. Estáis muy raros desde entonces. Aunque, a decir verdad, a ti y a Karadian apenas os conocía de antes. Lo mismo siempre habéis sido así. Menos mal que ese, en cuanto toma un poco de hierba, parece transformarse en un tipo que puede resultar incluso simpático. Espero que le dure el efecto.

Taria le oía, pero parecía no prestarle demasiada atención. Por suerte el mar parecía reconfortarles de sus penas, aunque él se arrebujó un poco al mirar al oeste, a la lejanía del horizonte donde se hallaba el fin del mundo. «La Niebla, la Niebla en la que se acaba el mundo, la Niebla que rodea Ixceldior y que ni los dioses pueden atravesar…». Aunque no la vislumbraba pues estaba demasiado lejos, quedó absorto mirando en aquella dirección como si la estuviera viendo ante sus narices. Hasta que un brusco movimiento del barco le espabiló, devolviéndole junto a la elfa. Taria observaba al grupo de delfines que acompañaban al barco.

―Parecen los mismos desde que zarpamos de Saha.

Era lo que creía. Pero durante el transcurso también pudieron ver algunas ballenas, gigantescas y grises, de casi veinte metros. Dos noches atrás sus cánticos provocaron que el grupo abandonara las literas y las contemplara bajo la luz de la luna. Les resultó lo más hermoso que habían escuchado nunca, excepto a Karadian. Incluso entonces, los delfines seguían acechándoles, y parecían intercambiar sonidos con las ballenas.

—Taria, no pueden ser los mismos delfines —contestó al verla tan absorta en aquellos cinco mamíferos—. Son animales, seres vivos como nosotros, tienen que dormir —dijo arqueando las cejas para intentar resultar más convincente y tierno a la vez—. El barco no ha parado, así que es imposible que sean los mismos delfines.

—¡Bah! —exclamó con un ligero aspaviento, girando y dándole la espalda a los animales—. He oído que acompañan a los barcos en numerosas ocasiones.

—¡Oye! —espetó Téondil tras unos instantes de silencio—. ¿Estás preocupada por el recibimiento que te darán los airins?

—Me importa muy poco cómo me reciban. Mientras me dejen acompañar a Harod en su misión, me da igual lo que esos… intolerantes piensen de mí. Aquello pasó hace más de ocho mil años, y aún nos miran con repugnancia. Nosotros no tenemos la culpa.

—Aún piensan que fuisteis creados por la diosa del mal. Creen que esa tal… —quedó pensativo, recabando toda la información que había leído sobre esas historias antiguas— Bede. Creen que Bede torturó y asesinó a miles de airins para usar su sangre para crearos. Lo cierto es que no recuerdo demasiado bien la historia que leí, pero decía algo así como que mezcló la dosis perfecta de sangre de los airins en humanos, otorgándoles sentidos más desarrollados, mayor intuición y… no sé. ¡No sé qué más! En fin, que piensan que los elfos fuisteis creados con la muerte de miles de los suyos.

—Los hoirins también son una mezcla de hombres y airins, pero a ellos no los rechazan tanto porque dicen que es una unión natural y voluntaria de cada ser. Cuando un hombre se casa con una airin y tienen un hijo, pueden suceder tres cosas. —Y acompañó la enumeración contando con el dedo—. Uno, que la mezcla de sangre sea pareja, dando como resultado un hijo muy similar a nosotros los elfos. Dos —dijo desplegando el segundo dedo con mayor énfasis—, que la sangre airin tenga mayor presencia en el nacido, dándoles capacidad para la magia, pero a costa de cierta endeblez física. Y tres —contó alterada, tanto que Téondil creyó que iba a zurrarle por haber sacado el tema que tanta crispación solía levantar entre los elfos—, que la parte humana sea más fuerte. En este caso tendría más de hombre que de airin, por lo que el hijo tendría un carácter mucho más imprevisible, tal y como sois los hombres. De los tres casos, el último es el que causa mayor recelo por parte de los airins, y salvo raras excepciones no les permiten la entrada en Ethernia.

—¡Vaya, perdón por haber sacado el tema! —suplicó al ver el enojado rostro de la elfa—. Creo, creo que iré con Harod. Tú sigue aquí, tranquiliiiita —decía mientras retrocedía lentamente, tropezando con una cuerda que casi le hace caer, intentando aplacar la furibunda mirada azul de la elfa con leves y sosegados gestos de mano, de arriba abajo, para que se calmara—. Disfruta de la paz del mar. Admira lo bien que nadan los peces. Sigue… observando a los delfines.

Téondil dejó a Taria sola y enrabietada, acercándose hasta donde estaba Harod y sentándose a su lado. Imitó la postura de su amigo y se apretó las piernas contra el pecho. Se sintió raro.

«Hoy está siendo un día muy rarito —pensó—. Primero me quedo tan sobao que me despierto el último, con una réplica de aquel pijama rosa. Después me amenaza el marinerito. ¡A mí! Es raro que lo hagan sin haber chica de por medio. Descubro que Karadian tiene un gracioso lado oculto que saca cuando fuma hierba, y además el efecto parece que le dura bastante más que a cualquiera. Vengo aquí y tengo la sensación de que Taria me resulta seductora. ¡Con esa nariz que tiene! La verdad es que los delfines parecen los mismos, pero es que a mí me parecen todos iguales. Y no vea cómo se me ha puesto con lo de los airins. Pero para rematar, aquí estoy sentado con mi mejor amigo, siendo yo el que trata de ayudarle, en vez de él a mí que es como siempre ha sido. ¿Estaré soñando aún?».

—Oye Harod, ¿tú… tú… tú no me habrás visto…? —nuevamente no quiso terminar la frase, temiendo revelar algo que esperaba que su amigo jamás hubiera visto.

—Claro que sí, Teon —le contestó con el dolido timbre de voz que mantenía desde Haivind, y con la mirada fija en la lejanía—. Te vio todo el barco. No parabas de ir de un lado a otro con una botella de vino y un canutillo en la mano, bailando si es que así podía llamarse a lo que hacías, y canturreando de puerta en puerta tus hazañas con las mujeres. Y todo con ese diminuto y horrendo pijama rosa y las ridículas zapatillas de pelo. Pero quédate tranquilo porque no creo que lleguen a enterarse en… en casa —terminó de hablar, con un tono de lo más nostálgico.

El rostro del rubio joven fue palideciendo con cada revelación que su buen amigo le hacía. Al parecer la velada de cartas no fue lo único bochornoso de esa noche, y al igual que sucedió cuando Karadian le contó lo de la partida de naipes, las imágenes de su «paseo» por el barco fueron sucediéndose en su mente.

—¡Dios, es cierto! —se dijo avergonzado, guardando un sonrojante silencio durante unos instantes—. No estarás así por mí, ¿verdad? —le preguntó, a sabiendas de que no era eso lo que le ocurría a Harod. Le pareció una buena forma de comenzar la conversación que deseaba tener.

—No, no es eso —respondió apesadumbrado, continuando tras un breve silencio—. Ese tipo dijo algunas cosas… —Harod apretó los dientes y enfureció por un momento la mirada—. No importa. Solo era un impostor. Entregaremos el mensaje y regresaremos a casa.

Téondil guardó silencio. Al igual que Harod, él también añoraba las calles de Wahl capital. Y como nunca había hecho el papel de escuchar y animar a su amigo, pues no tenía ni idea de cómo hacerlo, por lo que rehusó y se limitó a hacerle compañía.

—¡Zarinia! —exclamó a pleno pulmón el vigía desde lo alto del mástil al contemplar la ciudad portuaria más grande e importante de Ethernia.

Por lo que habían hablado anteriormente, ninguno de los cuatro había puesto un pie en Ethernia, así que aguardaban expectantes el arribe al puerto airin. De antemano daban por hecho que no serían bien recibidos, algo que no era otra cosa que lo habitual por parte de los airins hacia unos desconocidos, por lo que al menos deberían ir vestidos de una manera decente. Karadian devolvió el aspecto al ropaje de ambos, dándole a Harod sus pantalones negros y la camisola blanca, y a Teon sus elegantes pantalones azules con la camisa blanca que llevaba rayas a juego con el pantalón.

Para un airin la actividad que se llevaba a cabo ese día en el puerto podría calificarse como intensa. En cambio, comparada con la que se realizaba cualquier día en Saha, resultaría anodina para un comerciante acostumbrado a manejarse con tiempos de carga y descarga mucho más ajustados, con los barcos tocándose unos con otros al ritmo del vaivén de la marea, o lidiando con sus propios marineros, deseosos de recorrer una multitud de tabernas y de visitar algún que otro prostíbulo. En definitiva, los ocho barcos que había atracados en Zarinia, junto con sus marineros, otorgaban cierta vidilla al puerto.

El cielo se presentaba cálido y despejado, como nueve de cada diez días en Ethernia. El día que no se veía el azul del cielo era porque estaba cubierto de finas nubes que descargaban el agua con gran dulzura y suavidad, regando los cultivos y el manto verde que cubría toda la superficie de Ethernia. Las casas eran de piedra blanca, como las mesas y las sillas, ya que los airins apenas trabajaban la madera. Amaban demasiado la naturaleza, por lo que talar árboles para construir les aborrecía.

Los cuatro recorrieron el bonito puerto en busca de los establos donde dejar los caballos. Apenas pisaron suelo en Saha tras las jornadas surcando el Ímara, por lo que tras pasar otros días en barco navegando por el mar, necesitaban reposar en tierra firme. La construcción les resultó algo atípica. No por tener los muros de piedra de color blanco o el gran tejado a un agua, sino por la ausencia de cierre o pestillo en las puertas, además de tener grandes ventanales sin cerrar entre la pared y el techo, alrededor de todo el edificio.

—Tiene que hacer un frío que pela en invierno… —objetó Téondil mirando arriba, percatándose también de que no había compartimentos para cada caballo, sino que todo estaba diáfano, resultando muy amplio. Tampoco se veía nada donde atarlos.

—Según dicen, en Ethernia nunca hay invierno —apuntó Taria.

—Correcto —habló el airin que apareció tras ellos, vestido con una túnica de color rojo teja y un cinturón verde ciñéndola a la cintura. Como todos los airins que había visto, era alto y extremadamente delgado, huesudo y de piel blanquecina, con el rostro alargado y unas orejas finas que sobresalían de los canos cabellos largos y lisos—. Y la lluvia cae siempre de arriba abajo, nunca movida por el aire. Estarán bien aquí, seguramente mucho mejor que ustedes —anotó severo y con retintín—. Hay comida y agua abundante, quítenles todas esas… aberraciones y déjenlos tranquilos.

 

—¿Aberraciones? —preguntó Harod mirando sorprendido y extrañado a Téondil.

—Las riendas, el bocado… y demás —informó la elfa.

Tras dejar atrás el establo se dispusieron a buscar a Nereides, el jefe del puerto, tal y como el capitán del barco les informó antes de bajar. No les costó encontrarlo en el ancho y espacioso muelle, escoltado por otros dos airins de aspecto similar y dando indicaciones al que debía ser el capitán de alguno de los otros navíos atracados. Los tres iban vestidos con túnicas de lino, aunque no eran exactamente blancas, sino que tenían cierta tonalidad amarillenta. Era una prenda sencilla, pero se veía exquisita y de bella factura, ceñida la de Nereides con un cinto dorado que debía estar atado o cogido a la espalda. Teon se fijó en que el ceñidor tenía bordado con hilo celeste unos delfines, además de distintos trazos imitando las olas marinas, y que en los pies calzaba lo mismo que los demás airins que había visto: unas sandalias hechas de una fibra similar a la de ciertas cuerdas o sacos, que no tenían ni medio dedo de suela y que parecían ser espantosamente incómodas. «Sin embargo tienen buena factura y están bien rematadas…». Esperaron pacientemente a que terminara de hablar con aquellos, y cuando por fin lo hizo y le explicaron el motivo de su visita, descubrieron lo que era un airin engreído a más no poder, prohibiéndoles tajantemente adentrarse en Ethernia.

—¡Ya se lo he dicho! —comentó Harod intentando mantener la compostura ante el imperativo rostro del airin de ojos verdes y cabellos dorados—. Tenemos un mensaje para vuestro señor Eiziriel. Solo podemos entregárselo a él. ¡Mire!

Nereides se había mostrado incrédulo ante la petición de unos extranjeros, como les llamó, para adentrarse en Ethernia e ir hasta la mismísima Torre Blanca. Y donde un humano tal vez se hubiera reído de ellos por mostrar tal ingenuidad, pensando que les otorgarían un salvoconducto solo por decir que iban de parte de quien iban, en los labios del airin no hubo atisbo de sonrisa, sino más bien todo lo contrario. En ese momento Harod sacó de un bolsillo un papel que estaba doblado infinitamente hasta haber sido reducido al tamaño exacto del gran sello lacrado en verde que tenía.

—¡Mire, mírelo bien! ¡Lleva el sello de Xáinvier!

Nereides bajó la vista un instante, altivo e indiferente, subiéndola después para mirar de nuevo a su amigo. No dijo nada, se limitó a fustigar con aquellos grandes ojos verdes a Harod.

—¡¿Puedo verlo?! —esgrimió una joven de pronto desde su espalda, propinándole un ligero empujón para hacerse hueco.

La muchacha salió a su vera, de entre el corro de airins que se había formado por el griterío, y se acercó hasta ponerse de lado junto a Harod caminando sin apartar un instante la vista del papelillo. Tenía pinta de ser una mestiza entre airins y hombres, aunque a simple vista parecía tener mucha más influencia de los humanos. No era ni alta ni baja, muy delgada como los airins y de piel negra pero bastante clara, con los ojos marrones y claros. Tenía una redondeada melena rizada de color castaño dorado. Aparentaba tener poco más de veinte años, pero al llevar sangre airin en sus venas podría tener muchos más y seguir aparentando esa juventud. Harod, ante la recelosa mirada de Nereides, le mostró a la bella mestiza el dibujo que llevaba el lacre.

—¿Dices que es de Xáinvier? ¿Deee… «ese»… Xáinvier? —le preguntó, recalcando, con lógica extrañeza.

La joven hizo el ademán de coger el papel, pero Harod retiró la mano y le advirtió de que solo podía verlo, nada de tocarlo.

—¿Conoces dicho símbolo, Sarinia? —preguntó Nereides, desconfiado.

—Sí, recuerdo haberlo visto en un par de libros.

—Procede pues.

—Vamos a ver… —Cavilaba perspicazmente la mestiza mientras lo oteaba, frunciendo el ceño y afinando la mirada—. El lacre lleva grabado los símbolos del agua y de la tierra. Están mezcladas las cuatro ondas del agua con las siete hileras de siete granos de arena de la tierra. Y sobre ellos están las dos varas, cruzadas en cruz…. Sí, podría tratarse del hijo de Bálabier, el antiguo y extinto dios del Agua, pero lo cierto es que también podrías haberlo visto como yo, en algún libro, y haberle encargado a un indecente y tramposo herrero que te lo fabricase.

—¡No es falso! —gritó Karadian de sopetón tras haber permanecido, entre los airins, en un segundo plano. Hasta entonces. Se abrió paso enfurecido y llegó hasta Harod y la incrédula muchacha—. Si no lo crees, rompe el sello y compruébalo.

—¡Échate atrás, brujo! —espetó imperativo Nereides, dando un paso adelante con el brazo alzado y mostrando a Karadian la palma de la mano.

Téondil no podía ver la mirada del mago, pero la suponía furibunda y con el entrecejo fruncido, desafiante ante Nereides y la joven. Se había creado un inesperado brote de tensión, con todos los presentes en silencio. Incluso parecía que todo el puerto se había percatado y aguardaba un desenlace, y por las miradas que veía en aquellos que les rodeaban, supuso que la bienvenida podría volverse aún más agria de lo que estaba siendo. Todos miraban desafiantes a Karadian, al que veía rígido, tenso. No sabía prácticamente nada de los airins, pero sí que había oído alguna vez que los airins eran la única raza que tenían capacidades innatas para la magia. «Podríamos… Podrían… No… Sí… Puede que… ¿Podrían ser todos ellos magos?». Su cuerpo se encogió atenazado, tragando saliva con dificultad ante tal perspectiva.

Entonces, cortando el largo intercambio de tensas miradas, la hoirin, como se llamaba a los mestizos entre airins y humanos, adelantó la mano hacia el mensaje con la aparente intención de cogerlo.

Pero se detuvo. Paró la mano justo cuando estaba a punto de rozarlo.

«No se atreverá».

Se la veía dubitativa, recelosa tal vez por las amenazadoras palabras provenientes de un mago. Todos la contemplaban en silencio, expectantes al ver la delicada mano a punto de tocar el lacre, hasta que la joven retiró súbitamente la mano.

—No percibo atisbo de magia… —expresó, aunque aun así se la veía confusa y contrariada.

—¡Por favor, solo es un poco de cera con un dibujo! —exclamó escandalizado Nereides ante la visible perturbación de la mestiza. Dio dos pasos adelante, alargó su larga, blanca y huesuda mano y le quitó de forma brusca el papel a Harod. Y después, de manera aún más brusca y sin preocupación, rompió el sello como si quisiera demostrar que no había nada de especial en aquello—. ¿Veis? —espetó, preparándose enseguida para desdoblar mil veces el viejo papelillo.

«Lo… lo ha abierto…». Téondil estaba perplejo.

Sin embargo, tras romper el sello, Nereides no parecía ser capaz de desdoblarlo una sola vez.

—¡Ohhh! —exclamaron de golpe todos los reunidos, sonando atónitos y también aterrados.

Harod y Sarinia se apartaron dando un salto hacia atrás, como todos los presentes, sorprendidos y horrorizados por lo que había comenzado a producirse. Todos excepto Karadian. Teon no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Miles de granos de arena salían del papelillo y avanzaban por los brazos de Nereides, girando alrededor, subiendo poco a poco hasta el hombro. El pavor que reflejaba el rostro del airin ya no podía ser mayor.

«¿Qué…?».

La arena continuó su giratorio avance cubriendo la cabeza, bajando velozmente por el torso y las piernas hasta terminar de rodearle por completo. Y en cuanto lo hizo, los granos se agolparon violentamente a su enclenque cuerpo. Las expresiones de terror que profirieron todos y cada uno de los airins se sucedieron casi al unísono. En unos segundos, el débil cuerpo del airin se había transformado en una sólida y horrorizada estatua.