La balada del marionetista II

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«¿Por qué coño viene con esos?» se preguntó Lékar mientras se acercaba, divisándolo por encima de las cabezas de sus hombres. «Dijo que vendría con escolta, pero no sabía que acudiría con tan solo cuatro Oscuros de Münhscrol».

—¡Majestad! —saludó Lékar cuando llegó hasta la comitiva tras haberse hecho paso arrojando a ambos lados, sin miramientos, a sus soldados.

Ni Torkian ni sus escoltas se detuvieron. El monarca continuó su camino hacia el sur del campamento, acompañado por el gigante que comenzó a caminar a su lado. Gracias a su gran altura podía mirarle desde arriba, a pesar de que Torkian fuera sobre un caballo. Los cuatro túnicas negras se retrasaron un poco, pero no demasiado.

—¿Ha habido algún problema? —le preguntó el rey. A diferencia de los otros cuatro caballos, que eran negros, el suyo era blanco y con motas y pelaje grisáceo. A Lékar le parecía feo, pero reconocía que el porte del animal resultaba impecable.

—Ninguno que no tenga fácil remedio —contestó de forma seca Lékar—. A decir verdad, el asedio está resultando demasiado cómodo y tranquilo «excepto por esas putas». Incluso tedioso.

—Solo ha pasado una semana. Echarás de menos esta calma —habló Torkian, sin mirarle y con la cabeza alta—. ¿Está lista la tienda de mis invitados?

—Sí, tal y como me pidió. Es negra, cuadrada, y está junto a la suya. También hemos puesto las camas como ordenó, una en cada esquina.

—Bien —suspiró Torkian mientras se acercaba al límite del campamento—. ¿La otra también?

—También, siguiendo sus indicaciones. Mi señor… ¿Puedo preguntarle por qué ha venido desde el castillo hasta aquí solo con ellos? —le preguntó en voz baja, intentando que no le escuchasen los cuatro jinetes oscuros que los escoltaban—. No creo que los… hombres… de Münhscrol, ni él mismo, sean de fiar como para hacer de escolta vuestra.

Lékar los llamó hombres, pero la realidad era que no sabía si aquellos seres encapuchados eran humanos. Salvo a su líder, Münhscrol, no había visto el rostro de ninguno de ellos. Lo único que había llegado a ver eran unas esqueléticas y blanquecinas manos que de vez en cuando asomaban por las anchas y largas mangas de las túnicas.

—Haces bien en no fiarte de ellos —contestó el rey—. Pero ellos no… no son siervos de Münhscrol.

Lékar quedó abstraído, indagando aún en las palabras de su monarca.

«Si no sirven a Münhscrol… ¿quiénes cojones son?» se preguntaba, a sabiendas de que hacía muchísimo tiempo que ningún brujo oscuro abandonaba sus territorios. Al menos eso tenía entendido.

Torkian y Lékar se detuvieron al llegar al límite del campamento. Ante ellos solo quedaba una pradera verde de unos mil metros que ascendía suavemente antes de llegar al muro norte de Álanor. El rey observaba minuciosamente la muralla y sus alrededores cuando los cuatro desconocidos jinetes se situaron a la derecha del monarca. Lékar medía casi tres metros, por lo que su cabeza quedaba un poco más alta que la de su rey y sus acompañantes.

—¿Han intentado ponerse en contacto? —preguntó Torkian.

—No. Se mantienen en alerta sobre el muro, pero no han enviado ningún emisario.

—¿Y solo ha entrado la drínan? —le dijo, girando por vez primera su rostro al hablarle. Quedó mudo, sin saber qué responder—. Pudimos verla mientras veníamos, pero estaba algo alejada y alzada en el cielo. No tienes que preocuparte por ello, no disponías de los medios adecuados para acabar con ese pájaro sin que profiriera su grito.

—Münhscrol dice que es capaz de acabar con una sin que llegue a gritar.

—Mis… amigos… también. Pero no me importaría ver de lo que puede ser capaz el Señor de los Territorios Oscuros si vuelve a darse la ocasión. Tal vez cuando salga el pajarraco. Por cierto… ¿Ha comprobado Münhscrol si las defensas mágicas de Álanor continúan activas?

—Ehhhh… creo… creo que no —respondió dubitativo el general—. No que yo sepa.

—¡No que tú sepas! —exclamó encrespado Torkian, mirándole airado con sus ojos oscuros—. ¿Qué respuesta es esa? ¿Acaso te está quedando grande el puesto?

Ningún humano, ni gigante, era capaz como Torkian de hacerle bajar la cabeza. Se avergonzaba de ello, pero no podía hacer nada por remediarlo, y menos sabiendo que le reprendía con razón. Era una de las pocas tareas que le había encargado, pero entre los holgazanes de sus hombres y las promiscuas mujeres, se había despistado y no tenía ni idea de si Münhscrol había llevado a cabo su cometido.

—Siguen activas. —Oyó de pronto, de forma pausada y con voz cavernosa, como si aquella voz hubiera salido de las profundidades más recónditas de una mina abandonada por los enanos.

—Sííí… —apuntó, dilucidando que había sido otro de aquellos encapuchados, con una voz que le pareció idéntica a la del anterior—. Sigue ahí.

Lékar no levantó ni giró la cabeza. A la vergüenza que sentía por cometer errores tan sencillos de haber sido subsanados se había sumado lo que aquellas voces emanaban. No parecían haber sido proferidas por un hombre, por algo humano. La piel se le había erizado y las entrañas se le habían constreñido fríamente.

«¿Qui… quiénes son estos tipos? Si no sirven a Münhscrol… ¿De dónde coño han salido? ¿Y para qué mierda están aquí si el conjuro de protección de Álanor continúa vigente y está claro que solo se puede tomar la fortaleza por la fuerza física?».

Capítulo 3
En las nubes

—Muy bien, iré contigo —farfulló el humano al ser izado por la garra del dragón—. Pero antes necesito que me lleves al…

—¡Lo que tú necesites no es importante, Kréinhod Thunderlam! Vendrás conmigo de todas las maneras.

—Sí, iré, pero te advierto que no es lo mismo llevarme secuestrado que tenerme de compañero. Si me llevas al bosque de…

—¡Cállate! —le ordenó el gran dragón, levantando su zarpa hasta poner al ridículo humano ante sus ojos. Porque así se sentía Kréinhod ante el dragón, ante tal ser, y más aún tras la imperativa que profirió—. ¡Te… equivocas! Es irrelevante que vengas contra tu voluntad.

Y nada más decirlo, Dríamus salió despedido al cielo. No necesitó tomar impulso al saltar, ni dar unos pasos o desplegar totalmente las alas. Aunque estaba bien sujeto por la bestia, se aferró como pudo, con sus diminutas manos, a la gigantesca garra roja. Subían a una velocidad brutal, incomparable al corcel más rápido que había cabalgado nunca, sufriendo una desorbitada presión que ansiaba aplastarle la cabeza. Afortunadamente, no duró mucho. En un santiamén se hallaron ocultos por las nubes. Entonces el dragón desplegó sus colosales alas y comenzó a agitarlas plácidamente para mantenerse en el aire. Kréinhod estaba pálido, esforzándose por no vomitar tras la meteórica ascensión.

—Tu hijo está bien. Y no está en ese bosque.

«¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿Puede leerme el pensamiento? Que yo sepa los dragones no hacen eso. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Cómo sabe que Harod está bien? ¿Cómo sabe dónde está?».

Kréinhod se hacía mil preguntas al mismo tiempo, y mil veces llegaba a la misma conclusión. Por sí mismo no halló respuesta a ninguna de ellas y, aunque deseaba tenerlas, no osó preguntarle a su captor. El dragón parecía enojado y parecía evidente que no se las iba a responder. Sin embargo, sintió cómo iba encontrándose mejor. No sabía cómo, pero el gusanillo que roía su estómago desde que Harod desapareció se había esfumado. Y las ganas de vomitar, también. Las palabras del Señor de los Dragones Rojos resultaron convincentes a pesar de ser tan escuetas. Le bastaba con saber que Harod se encontraba bien, lejos del bosque de la bruja.

Entonces Dríamus le depositó en la parte posterior de su cuello, en un pequeño relieve que tenía entre dos de sus enormes escamas. Ahí estaba resguardado del viento y ni siquiera necesitaba agarrarse para no salir despedido. Estaba cómodamente sentado y oculto, recuperando el aliento producido por la vertiginosa ascensión.

Cuando el Señor del Trueno recuperó el ritmo de sus pulmones y puso en orden sus pensamientos, se levantó sin demasiadas dificultades para mantener el equilibrio.

—¿Do… dónde demonios estamos?

No daba crédito a lo que estaba viendo. No por lo que vislumbraba bajo ellos, ya que el gigantesco cuerpo rojo de la bestia apenas le dejaba ver hacia abajo, sino por lo que había sobre su cabeza y alrededor de ellos.

«Nada».

Kréinhod miraba a uno y otro lado, estupefacto ante tal «ausencia», pero maravillándose al mismo tiempo al observar el suave y armónico batir de las demenciales alas del dragón.

—¿Qué sitio es este? —preguntó con la esperanza de hallar una respuesta por parte de su raptor.

—El mismísimo cielo —respondió solemnemente el dragón.

―¿El cielo? Ya sé que estamos volando, pero lo que quiero…

No terminó de pensar la frase cuando cayó en la cuenta. Mirando con lejanía y hacia abajo, comprobó que bajo el titánico cuerpo del monstruo había un vaporoso manto blanco, acertando a dilucidar que serían nubes, y que por lo tanto ellos estaban volando por encima.

—Ya lo entiendo —dijo—. Estamos sobre las nubes. Sobre todas las nubes.

—Efectivamente. Lo único que hay más alto son el Sol y la Luna, inalcanzables incluso para mí. Y lo he intentado, muchas veces. Pero jamás me acerco.

Amanecía, y admiraba con fascinación el inmenso azul que les embargaba. Era impoluto, liso, más claro cerca del Sol. Pero al astro no podía mirarlo directamente. Irradiaba tanta potencia que, debido a la altura a la que estaban volando, no podía observarlo ni de reojo. Pero no le importaba, el azul era lo que le fascinaba. Pocas veces había contemplado el mar, y en esas ocasiones le pareció hermoso y eterno. Lo había visto calmado y agitado, liso y ondulado, pero no resistía la comparación con aquello que ahora veía. El cielo. Desde más allá de las nubes, lo cubría todo con un azul perfecto, impertérrito y… acongojante.

 

—Da la impresión de que el tiempo transcurre de forma diferente aquí arriba.

—Es comprensible que tengas esa percepción, pero la realidad es que en Ixceldior el tiempo transcurre a la misma velocidad tanto en la tierra como en el cielo.

Nada más decirlo, Kréinhod vio cómo una de las zarpas del dragón le cogía y se lo llevaba en el aire. Aunque, en esos instantes, no sintió pánico al ser apresado. Más bien asombro.

«Parece increíble que, con semejante tamaño y esa fuerza tan descomunal, pueda precisar la fuerza exacta para cogerme sin hacerme el más mínimo daño. Es sorprendente, con que apretara algo más me haría papilla».

Si antes le asentó sobre su cuello, ahora lo hizo bajo él. Dríamus abrió lo justo una de las escamas de la base de su cuello y depositó al hombre en ella. Ahora tenía ante sus ojos el manto blanco de las nubes, veía la dirección que seguía el dragón y, al girar la cabeza hacia el noreste… Frunció el ceño ante lo que veía allí. Si más allá de las nubes solo estaban el Sol y la Luna…

—¿Qué… qué es aquello? —preguntó dubitativo y, sin saber muy bien por qué, temeroso por la respuesta.

—El comienzo de tu destino, algo que cambiará no solo tu vida, sino la percepción que tienes sobre ella, sobre la de los demás, sobre cualquier cosa. Todo cambiará cuando entres ahí….

La frase del dragón le dejó mudo durante un largo rato. No la entendía o, mejor dicho, no entendía qué tenía que ver aquella espesa negrura que vislumbraba con su futuro. ¿Allí debía ir? ¿Y qué podría haber que fuese tan trascendente como para verter esas palabras? Sin duda alguna el dragón exageraba… «Aunque tratándose de Dríamus…».

—Si mi destino es aquello, ¿por qué no vamos hacia allá?

—No es tu destino… —espetó el viejo dragón, aunque ahora Kréinhod creyó notar cierta amargura en el tono de su voz, no la solemnidad o la soberbia con la que hablaba anteriormente—. Antes de afrontar ese envite tienes que hacer algo, después… Espero que estés listo para enfrentarte a lo que encontrarás.

La pequeña mancha negra que dilucidaba le causaba temor. Algo en su interior recelaba de aquello, y también de las intenciones del colosal monstruo. Pero no podía hacer nada. Al menos por ahora. De nada serviría quejarse, gritar o intentar zafarse. Estaba a su merced y podía llevarle a donde quisiera sin que él pudiese impedirlo. Se resignó.

Viajaba cómodamente entre dos rojizas escamas, asomando cabeza y brazos como si estuviera oteando el horizonte desde el balcón de su casa. Si marchaban a gran velocidad, él no lo percibía. Tenía la sensación de que ni el viento ascendía tan alto, porque no apreciaba que le golpease la cara. Después de agotarse dándole vueltas a su cabeza, pensando en los acontecimientos que habían acaecido, logró evadirse lo suficiente como para saborear la experiencia. Estaba volando, más alto de lo que, posiblemente, ningún humano había hecho. Le hubiera gustado tener quince años para disfrutarlo plenamente y vociferar de alegría, pero el paso del tiempo y la responsabilidad de su estirpe eran una losa de madurez demasiado pesada. Pero logró sonreír, aunque no le resultó fácil llegar a ello.

Sin embargo, no fue esa la sensación que más le extrañó encontrar.

Mientras disfrutaba, a su discreta manera, del vuelo, le sorprendió e inquietó sobremanera la embriagadora sensación que comenzó a embargarle. Él, todo un general y ahora rey, con cuarenta y cinco años a sus espaldas, comenzó a sentirse como un recién nacido. Tanto le preocupó esa evocación que se reflejó en su rostro, extrañado y confuso, y enseguida se puso a buscar una explicación medianamente lógica para aquello.

Y la halló. Al menos eso creía. Estaba bajo la tutela de uno de los seres más viejos de los que narraban los cuentos, incluso más antiguo que siete de los ocho dioses primigenios. La mayoría de esas historias coincidían en que solo Alanild, el unicornio, y Krantor, el primer dios, eran más viejos que los cuatro Señores Dragón. Hizo acopio de memoria, pues hacía mucho que no leía esa clase de libros, desde tiempos más juveniles.

«Dríamus es el Señor de los Dragones Rojos, y los demás… Recuerdo que Güllpher, Señor de los Dragones Terrestres, murió a manos de la diosa Bede, y que Magnus era el Señor de los Dragones del Mar… Magnus… Dicen que heló las cordilleras del Norte, pero eso es imposible. ¿Cómo iba un dragón a congelar semejantes montañas, y que aún hoy en día siguiesen siendo un bloque de hielo? Así como imposible también que emergiera bajo la gran isla del sur, rompiéndola y haciéndola añicos, creando las cuarenta y nueve islas piratas que hay ahora. Habrá matado a muchos hombres, pero un dragón no podría hacer ese tipo de cosas, solo un dios. Aunque claro, ellos no eran… ¿Son? Ah, ¿qué de cierto puede haber en aquellos libros? Si Dríamus está vivo… No recuerdo haber leído sobre la muerte de Magnus… Y el otro, ¿cómo se llamaba? No me acuerdo, pero sí que era distinto a sus tres hermanos, sí que recuerdo leer que tenía una forma parecida a la humana. Un dragón con cuerpo de hombre, más o menos era así como lo describían. Con la piel verde, y vivía en los bosques… Tengo que dejar de pensar en esas cosas, a saber qué es verdad y qué no».

Tan solo tenía una certera y rotunda verdad: Dríamus existía. Volaba cobijado en sus escamas, sobre su cuello, y por lo tanto debía tener… «¿Cuánto? Aquellas guerras fueron hará unos ocho mil años… ¿Nueve mil? ¿Diez mil? Yo… solo soy un vulgar humano». Se empequeñeció aún más, pues no era nada comparado con Dríamus.

Pero no duró mucho esa conclusión en su cabeza.

«Hay algo más. Debe de haberlo. Lo sé. Esto que noto va más allá de la inferioridad y la fragilidad que siento. De algún modo, creo que estoy relacionado con él. Por eso me esperaba. Por eso asistió al nacimiento de Harod. Por eso asistía al nacimiento de cada Thunderlam. Por eso asistió en… No, no asistía».

Conforme sus pensamientos se sucedían uno tras otro, su vello se erizaba bajo su blanca y brillante armadura. Palidecía, unas gotas de sudor frío descendieron de su frente, otras recorrieron gélidamente su espalda, y otras encharcaron sus manos.

—Cuando nací, mi padre me llevó al vértice norte de la muralla de Wahl. No sé cómo, pero recuerdo tu sombra tras la niebla. Es algo que tengo grabado en mi mente, y lo mismo le pasa a Harod. Y a mi padre. Antes de que muriese me dijo que cuando tuviera un hijo debía mostrarlo al mundo en la esquina norte del reino, que era algo que se hacía en cada generación, y por eso cada Thunderlam que nace es mostrado en ese lugar. Te vi cuando te enseñé a Harod. Sin embargo, empiezo a pensar que no se trataba de enseñarnos al mundo… Algunos piensan que sirve para que seamos bendecidos por los dioses, y otros para que tanto thargros como efemitas vean que los Thunderlam continuarán protegiendo el reino durante una generación más. Pero creo que no, que no se trataba de nada de eso. No asistías a nuestro nacimiento, no venías a vernos… Éramos nosotros quienes te mostrábamos al recién nacido, y no al revés…

Dríamus guardó silencio, reacio como con anterioridad a contestar algunas preguntas. Sin embargo, poco después consideró responderle.

—Cierto —dijo escuetamente y con tono neutro.

—Cierto —replicó Kréinhod del mismo modo—. Venías a conocer al nuevo Thunderlam. El acto, la presentación en sí, toda la parafernalia… Era para ti. Debías ver a cada recién nacido, la tradición era para enseñártelo a ti, a nadie más. Por eso estás en cada nacimiento. Fui a enseñarte a Harod, igual que mi padre conmigo.

Dríamus se mantenía impasible, silencioso en su vuelo, y Kréinhod era incapaz de interpretar aquel silencio. No sabía si era porque no iba a responderle o, por el contrario, estaba meditando la respuesta que iba a ofrecerle.

―¿Por qué merecemos tanta atención? ¿Quién soy? ¿Quiénes somos? ¡Contéstame!

Estaba impacientándose, y sus manos sudorosas apretaban la escama en la que estaba apoyado.

—¿De verdad quieres saberlo? —espetó el dragón, y esa vez sí que el general creyó notar cierta resignación en su grave y anciana voz.

—Sí. Por supuesto. Quiero saber quién soy.

—¡Hummm! —resopló Dríamus aparentando cierta tristeza—. Querrás saberlo, pero cuando lo sepas desearás no haberlo sabido. Él… él… él tampoco lo deseaba, por eso sé que tú tampoco lo querrás. Porque tu destino es peor que la muerte, es rojo y negro, lleno de sangre y oscuridad. ¿Quieres saber quién eres? ¿Quieres saber lo que te espera? Síííííí. Yo lo he visto, sé dónde acabarás, y cómo serás. Por eso tengo ese debate en mi interior, porque, a pesar de las consecuencias, desearía no llevarte a ese oscuro y rojizo puerto.

—¿De… de qué… de qué estás… hablando? —balbuceó el horrorizado y atemorizado humano.

—Thunderlam es solo una palabra, un nombre, un vulgar título humano inventado para ser adulados. Lo importante es lo que tienes dentro, la sangre que corre por tus venas. Sangre que nada tiene que ver con truenos, rayos o relámpagos.

En ese momento, Dríamus detuvo el vuelo y con su garra derecha agarró a Kréinhod y lo puso ante sus ojos amarillos. Los ojos miel del rey-general mostraban inquietud y miedo. Su diminuto cuerpo estaba paralizado por las palabras del dragón.

—Hay pocas cosas peores que la muerte, y tu destino es el peor de todos ellos. Podría librarte de él. Si lo deseas, puedo hacerlo. Solo tienes que pedírmelo, y lo haré en este mismo momento.

Kréinhod permanecía callado, incapaz de articular palabra. Jamás hubiera imaginado que algo así pudiera pasarle a él, nadie lo hubiera pensado. Estaba realmente acongojado, pálido como nadie había llegado a estar, tiritando de miedo, confuso y ofuscado. No tenía ni idea de nada, salvo de una cosa. El titánico Señor de los Dragones Rojos podía poner fin a ese sufrimiento, salvaguardarle de ese futuro tan espantoso. Solo tenía que pedírselo, con un leve gesto le bastaba para poner fin a su tormento.

«No sé cómo he llegado a esto, ni por qué. Ha sucedido todo tan rápido. No lo entiendo».

Kréinhod se lamentaba por lo que el destino tenía deparado a los de su sangre, usando al grandioso Dríamus como instrumento. Y acabó resignándose a él. En ese momento no necesitaba más detalles, hasta que la imagen de su hijo se cruzó entre sus temores.

—¿Qué pasaría con Harod? ¿Él también debe seguir mis pasos, o solo yo?

—No tiene por qué. De ti depende el nombre del Thunderlam que cruce por aquella negrura...

Kréinhod pensaba, daba vueltas al futuro de su hijo, el cual dependía directamente del suyo. No deseaba que corriese la misma suerte. Harod debía vivir, bajo ningún concepto permitiría que su hijo pudiera pasar por algo que Dríamus describía como peor que la muerte.

—Es tu última oportunidad. Necesito una respuesta, Kréinhod Thunderlam, Señor del Trueno. ¿Te… sacrificas?

Y entonces, resignado al comprender que jamás volvería a ver a su hijo, que no le vería madurar hasta convertirse en un hombre, que no disfrutaría de sus vástagos… Lo decidió. Pero no pudo hablar. Su nuez estaba tan resignada y abatida que no podía ni tragar saliva para pronunciar la sencilla palabra.

Así que le bastó con una mirada a los expectantes ojos amarillos del dragón.

—Muy bien, como quieras —respondió Dríamus—. Así será.

Y lo soltó. Separó sus dedos y Kréinhod cayó arrojado súbitamente al vacío, desapareciendo estupefacto entre las nubes.

―¡Dríamus! ¡Dríamus! ¡Acepto mi destino! ¡Lo acepto! ―vociferaba con desesperación, mirando arriba, esperando la aparición que lo rescatase y llevase a ese destino tan cruel―. ¡Yo tomaré ese destino! ¡Deja libre a mi hijo! ¡Dríííaaamuuus!