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CAPÍTULO 12

El sol chocó con el somnoliento rostro de Catalina. Se frotó sus ojos, pues aquellos rayos de luz la despertaron. La mujer se incorporó en la cama. Qué día tan hermoso hacía… fue lo primero que pensó.

Miró su reloj de muñeca para saber la hora. Eran las diez pasadas. Se sorprendió. ¿Y la alarma de su teléfono móvil? La había puesto a las nueve. ¿Por qué no había sonado? O, tal vez, sí había sonado e, inconscientemente, la había apagado.

Buscó con el tacto de su mano a su dispositivo en su mesita. Pero no había nada. Desvió la mirada hacia el mueble. Efectivamente, allí no estaba su teléfono móvil.

Intentó hacer memoria. Ella estaba segura de que lo había dejado allí antes de acostarse la noche anterior. Quizá la memoria le había jugado una mala pasada y lo había dejado en el baño de la habitación… fue lo único que se le ocurrió. Se levantó y fue a comprobar sus sospechas.

Nada. En el cuarto de baño tampoco estaba. Sus pupilas, en un acto involuntario, se posaron en la mesita de noche de Eduardo, donde él había dejado su teléfono. Sin embargo, su semblante empalideció cuando comprobó que allí tampoco había nada.

—Eduardo. Eduardo. ¡Eduardo! —lo llamaba a la vez que lo sacudía para despertarlo.

—¿Qué pasa? —se despertó finalmente.

—¿Dónde has dejado los móviles? —fue directa.

—¿Qué? —todavía estaba medio dormido.

—Que dónde has dejado los móviles —le repitió, irritada.

—¿Yo? —No entendía la pregunta.

—Sí, ¡tú! —se estaba desesperando.

—Pues en la mesita, como siempre. ¿Dónde quieres que los deje?

—No están —le informó tras tomarse unos segundos para digerir lo que estaba sucediendo.

—¿Cómo que no están? —mostró preocupación.

—No están, Eduardo. No están —enunció con el ceño fruncido—. Alguien se los ha llevado… —susurró prácticamente.

—Eso no puede ser —se negó a creerlo—. Tienen que estar por la habitación —se levantó de la cama rápidamente para buscarlos, pero tras registrar varios cajones, no encontró nada—. No están… —añadió en señal de rendición—. Nos los han robado.

—Pero todo lo demás sí está —apreció Catalina—. Todo lo demás sí está… —se repitió para sí misma, con un hilo de voz lleno de miedo.

Catalina tocó la puerta de la habitación que estaba al lado de la suya, que era la de Alma.

—¡Alma! ¡Alma! —gritaba, pero no obtuvo respuesta.

Como Alma no le abrió, intentó ella abrir la puerta, pero fue en vano.

Había cerrado con llave. Tal vez no estaba dentro. O probablemente estaba dándose baño. Eso quiso pensar Catalina.

Catalina, empezando a desesperarse, corrió hasta la habitación de León, que era el que más confianza le transmitía.

De nuevo, empezó a tocar la puerta.

—¡León! —Le llamó a gritos, lo cual despertó al joven, que todavía estaba dormido—. ¡León! —Continuó aporreando la puerta, como si fuera a tumbarla, pues estaba encolerizada—. ¡León! ¡Abre la puerta, León! ¡Por favor, León!

De pronto, la manivela de la puerta se movió hacia abajo y un joven de ojos verdes hechizantes, con el torso desnudo y una figura escultural, apareció al otro lado de la puerta.

—¿Qué pasa, Caty? —le preguntó León frotándose uno de sus ojos, tratando de quitarse las lagañas y apoyando uno de sus brazos en la puerta abierta.

El temor de Catalina se esfumó por unos segundos. Todo aquel miedo que había sentido pareció desaparecer entre las pupilas de aquel hombre. Una sensación de calor humano la recorrió por completo.

Una calidez que inclusive invadió sus uñas y dientes. Y es que… era imposible que su cuerpo no se incendiase por dentro al ver a aquel joven, tan atractivo y semidesnudo, frente a ella.

—Caty, ¿estás bien? —añadió León ante el silencio de Cata lina, que había enmudecido con la perfecta imagen de su cuerpo.

—Sí, sí… —volvió a la realidad, aunque un poco aturdida todavía.

—¿Te has caído de la cama? ¿A qué vienen esos gritos, ya de buena mañana? —bromeó con una sonrisa.

—¿De buena mañana? —repitió Catalina, que sabía que ya eran casi las once.

—Sí. Mi despertador todavía no ha sonado y lo había puesto a las ocho

—explicó León, que creía que todavía no habían dado las ocho.

Lion, ya son casi las once —su tono de voz fue amable e inclusive un poco galante.

—¿Las once? —A León le sorprendieron sus palabras—. Qué raro… yo siempre me despierto con el primer sonido de la alarma de mi móvil… —aquel comentario fue como una reflexión interior.

—¿Tu alarma también es tu móvil? —Catalina empezaba a atar cabos.

—Sí… —le contestó con una obviedad.

—¿Dónde está tu móvil? —volvió a inquietarse.

—¿Mi móvil? —Se lo tomó a cachondeo—. Pues debajo de la almohada —continuó cuando vio la seriedad en el rostro de Catalina—. ¿Por?

Catalina ni siquiera perdió su tiempo en explicaciones y entró en la habitación sin que León pudiera impedírselo, aunque tampoco trató de hacerlo.

La mujer se dirigió directamente a la cama y levantó la almohada para comprobar si estaba ahí el móvil de León; pero, tal y como se lo imaginaba: no había nada.

Catalina alzó la mirada, en busca de los ojos de León.

—No te has levantado a las ocho simplemente porque tu móvil no estaba para despertarte —le dijo Catalina, convencida.

—Pero… —León no comprendía nada.

—Mi móvil y el de Eduardo tampoco aparecen —siguió Catalina.

Ante la cara de interrogación de León, la mujer continuó explicando:

—Está muy claro. Alguien nos ha robado los móviles —hizo una pausa para encontrarse con las retinas de León, que se clavaron en las de ella con un tanto de incertidumbre entre sus colinas—. Y creo que no solo a nosotros tres. Algo me dice que también habrán desaparecido los móviles de los demás huéspedes.

CAPÍTULO 13

—Por fin llegáis. Estábamos esperándoos —la voz de Guille retumbó en el salón del Conde Duque cuando Catalina, Leonor, Eduardo, León y Santi, en los brazos de su padre, llegaron a aquella estancia del hotel, donde todos los demás huéspedes estaban reunidos.

—¿Qué sucede? —preguntó Eduardo, a quien aquella situación le resultó muy extraña.

—¡No finjas que no lo sabes! —estalló Guille en furia.

—Cálmate, muchacho. A gritos y por las malas no vamos a solucionar nada —puso paz el viejo Jacobo, que a lo largo de su vida había visto muchas discusiones y estaba harto de ellas.

—Creo que yo sé lo que está pasando —ató cabos Catalina—. Vuestros móviles han desaparecido, ¿verdad?

—¡No solo los móviles! —Se apresuró a rebatir Guille—. ¡Mi iPad tampoco está por ningún lado!

—Mi ordenador tampoco —se sumó Isabela a la causa.

—Ni mi Tablet —añadió Alma.

—Mi Mac también ha desaparecido —continuó León, pero sin emplear un tono de reproche, como los demás sí habían hecho.

—Entonces está más que claro. ¡Ha sido la maravillosa pareja feliz! —enunció Guille con sarcasmo—. ¡Catalina y Eduardo nos han robado! ¡Ellos tienen todos nuestros dispositivos!

—¿¡Qué!? ¡Nosotros no tenemos nada! —Eduardo tuvo prisa por defenderse de las acusaciones.

—A nosotros también nos han robado —explicó Catalina—. Nuestros móviles tampoco están en nuestra habitación. Nos hemos dado cuenta al despertarnos.

—¡Están mintiendo! —afirmó Guille con toda seguridad.

—Guille, cálmate. Así no vamos a solucionar nada —fue Roberto el que ejerció de mediador.

—Todos hemos dicho lo mismo, que nos habían robado. Y nuestra palabra ha sido suficiente para que nos creyéramos los unos a los otros, ¿por qué ahora tendría que ser diferente con Catalina y Eduardo? —razonó Alma.

—Ellos han sido los últimos en llegar aquí y reunirse con nosotros… —comentó Ezequiel, sin saber muy bien qué es lo que quería aportar.

—¿Y? —Lo interrogó Aarón—. Podrías haber sido tú el último en llegar. O yo. ¡O cualquiera de nosotros!

—Aarón tiene razón —confirmó Abigail—. Eso no significa nada.

—Lo que está claro es que alguien miente —observó Catalina—. Alguien tiene que haber robado todos nuestros dispositivos.

—Y, según tú, ¿quién? —inquirió Guille acercándose a ella con tono amenazante.

—No lo sé —le respondió Catalina muy serena—. La única manera de saberlo es registrando todas las habitaciones. El ladrón tiene que haber guardado todos los dispositivos en su habitación.

—Me parece una idea acertada —apreció Jacobo.

—Somos once. Nos dividiremos en dos grupos de cuatro y uno de tres —aportó Catalina.

—Permítame que te corrija: somos trece. No olvides que tienes dos hijos —de nuevo la voz de Guille.

—Por supuesto que no me olvido de mis hijos —aquel hombre estaba acabando con la paciencia de Catalina—. Pero supongo que todos estamos de acuerdo en que un bebé y una niña de cinco años no pudieron haber robado todo eso —prosiguió fulminando a Guille con la mirada y acercando a su hija hacia ella, como si intentara protegerla.

—Obviamente ellos no pudieron haber sido —interfirió León, tratando de calmar la tensión—. Me parece que la idea de los tres grupos es muy acertada. Evidentemente, Leonor y Santi tendrán que ir en el grupo en el que vayan Catalina y Eduardo.

—De acuerdo —finalmente aceptó Guille—. Pero la pareja tendrá que separarse. Que cada uno vaya en un grupo distinto. Son los únicos que comparten habitación y que se conocían de antes. Sería injusto que fuesen juntos. Los niños, que vayan cada uno con uno de los padres —propuso el banquero.

 

—Me parece razonable —dijo Roberto.

—De acuerdo —aceptó Catalina, aunque con cierto recelo.

—Alma, León, Catalina e Isabela serán un grupo. Abigail, Jacobo, Ezequiel y Roberto, otro. Eduardo, Aarón y yo formaremos el último —planteó Guille.

—Eduardo, que Santi vaya contigo. Leonor vendrá conmigo —ordenó Catalina sin dejar de abrazar a su hija, la cual se aferraba a la pierna de su madre.

Eduardo asintió con la cabeza.

—¿Cada grupo buscará en las habitaciones de todos sus miembros? —quiso saber Isabela.

—Efectivamente —le contestó Guille.

Todos se agruparon con sus respectivos compañeros de grupo e iniciaron la búsqueda. Aunque esta no fuese a servir de mucho…

CAPÍTULO 14

—Menos mal que solo nos queda por revisar esta habitación, porque ya estoy cansada —enunció Isabela mientras Catalina abría la puerta de su cuarto.

—A tu edad me parece imposible que estés cansada por registrar un par de habitaciones… imagínate cómo debo estar yo —le reprochó Alma en tono amable.

—Leonor y yo nos quedaremos sentadas en la cama mientras registráis todo —propuso Catalina.

—Perfecto —aceptó León.

—De todos modos, veo innecesario registrar esta habitación. De todos los huéspedes, de la última que desconfiaría es de ti —apreció Alma con sinceridad.

—Te agradezco mucho tus palabras, Alma —a Catalina verdaderamente la reconfortó aquello.

—Pero no podemos hacer excepciones —sonó la voz desconfiada de Isabela, que no había simpatizado mucho con Catalina.

—Tienes razón, Isabela. Por eso mismo, no tengo problema en que busquéis aquí —rebatió Catalina con cierta antipatía.

—No te lo tomes personal —refutó Isabela.

—Contigo… nunca lo haría. Sé que tu cerebro de mosquito no llega para más —replicó Catalina con mucho temple y serenidad.

—Yo revisaré el baño —Alma quiso acabar con aquella tensión entre las muchachas—. Isabela, tú revisa el comodín mientras León se encarga del armario.

Isabela y León obedecieron a Alma sin rechistar. Catalina, por su parte, se sentó en la cama al igual que Leonor.

—Mami, ¿cuándo iremos a Disney? —le preguntó la pequeña.

—Muy pronto, mi vida. Muy pronto —le aseguró Catalina a la vez que Isabela y León rebuscaban entre sus cosas, así como Alma, aunque a esta no la podía ver porque estaba en el baño.

—¿Muy pronto cuándo es? —quiso saber Leonor.

—No sé… —dudó, pues no supo cómo explicarle lo que ocurría—.

Cuando volvamos a casa planearemos ese viaje. Te prometí que lo haríamos. Y lo vamos a hacer —quiso transmitirle calma en su voz.

Isabela, que estaba escuchando inevitablemente la conversación, le pareció de lo más ridícula y se burlaba desde sus adentros. León, por el contrario, admiró mucho a Catalina por la buena relación que tenía con su hija. Se notaba que la niña la adoraba. Y era precisamente porque Catalina se lo había ganado. Era una gran madre, no tenía duda de ello.

León siguió registrando en los cajones del armario mientras Catalina y Leonor seguían conversando. Pero el médico, que estaba de rodillas para estar a la altura del tercer cajón de aquel mueble, se quedó con la boca abierta cuando lo abrió. Trató de disimular, pero le resultó bastante complicado hacerlo. No podía creer lo que estaba viendo…

Con mucho tiento metió su mano derecha en el cajón para tocarlo.

Parecía un principiante, como si tuviera cierto respeto o como si nunca hubiera visto uno de esos. Y en realidad inclusive los había quitado en más de una ocasión del cuerpo de una mujer.

Los había de varios colores: blancos, rojos… pero aquel negro de encaje fue el que más llamó su atención. En su mente apareció la imagen. Catalina con él puesto. Sin nada más. Solo con aquel tanga negro. Aquel tanga que tenía entre sus manos. Desnuda ante él.

Guardando sus besos para él. Entregándole su alma con una mirada.

Sanando sus heridas con cada roce. Conquistando su piel a base de caricias. Haciendo del agua mansa fuego; y del precipicio, el paraíso.

Por ella saltaría, sí… saltaría al vacío por ella…

El médico cerró sus ojos e inclinó ligeramente su rostro para oler aquella prenda. Quería saber a qué olía Catalina. Quería conocer su perfume, pero no el que utilizaba, sino su fragancia natural… su aroma de mujer.

León apretaba fuertemente aquel tanga negro y sexy, que tanto le había hecho a su mente divagar, cuando Catalina desvió su mirada hacia él y lo vio con aquella prenda interior entre sus manos. De nuevo aquel calor sacudiendo todo su cuerpo. Ese mismo calor que había sentido al ver su torso desnudo. Su razón le dijo que le llamase la atención, y de haberse tratado de cualquier otro hombre lo hubiera hecho, pero era él… Era Lion. Y Lion le gustaba, no podía negárselo. Pero todavía le gustaba más gustarle a él. Comprobarlo hacía que su sangre hirviese. Y de qué modo…

La garganta seca. Ni una gota de su saliva se atrevía a enredarse entre sus dientes. En el vientre una hoguera. Las manos mojadas. Hasta el alma le sudaba. La boca entreabierta, el ritmo de su pecho retumbaba en cada rincón de su cuerpo y en sus ojos una mirada que abrasaba… así estaba Catalina cuando León descubrió que lo estaba observando. El joven bajó la mirada, apenado. Guardó el tanga que tenía entre sus manos y cerró aquel cajón rápidamente, produciendo un fuerte ruido.

Leonor se asustó por el estruendo y dio un pequeño brinco, por lo que Catalina desvió su mirada hacia su hija. León se llevó una de sus manos a la frente y sacó todo el aire que había en sus pulmones sin brusquedad para que nadie se diese cuenta, aunque Catalina, que lo miraba de reojo, sí lo hizo.

—Aquí no hay nada —concluyó finalmente León en voz alta.

—¿Tan rápido has acabado? —se sorprendió Isabela, que había ignorado por completo la situación que se había dado.

—Sí —fue contundente León—. Os espero en el salón —añadió con tono grave sin darles oportunidad a contestar, pues rápidamente salió de aquella habitación.

León dio unos cuantos pasos, pero pronto tuvo que detenerse para digerir bien lo que acababa de suceder. Apoyó su espalda en la pared del pasillo de habitaciones del hotel. Levantó su barbilla hacia arriba, mirando con desesperación aquel techo. Fregó todo su rostro con sus manos, como si con ello pudiera eliminar el nombre de Catalina, que se había colado en cada poro de su piel.

Aquella mujer tenía dueño. Catalina era mayor que él y tenía dos hijos, aunque eso no hubiese sido un impedimento para él si no fuera porque ya había otro en su vida... Aquella mujer era prohibida. Pero, ¿cómo explicarle eso a su rebelde corazón?

CAPÍTULO 15

—¿Y los demás de tu grupo? —le preguntó Eduardo cuando vio llegar a León solo al comedor, lugar en el que Guille y Aarón ya se encontraban también.

—Están a punto de llegar —mintió León, a quien le pilló desprevenido el interrogatorio—. Yo… me he adelantado.

A los pocos minutos aparecieron Catalina, Leonor, Isabela y Alma.

—Hola —saludó Catalina al llegar, rompiendo el hielo, pues nadie pronunciaba palabra—. Por lo que veo vosotros tampoco habéis encontrado nada.

—¿Por qué lo dices? —la apremió Guille.

—Supongo que si hubierais encontrado todos los dispositivos, los hubierais traído. Y no tenéis nada —resolvió con astucia.

—Toda la razón. Qué inteligente —la alardeó Aarón sonriente.

—¿No será que tú sabes perfectamente dónde están todos los móviles porque precisamente has sido tú la que los ha robado? —insistió Guille en culparla.

—Otra vez con lo mismo… —empezaba a hartarse de aquellas acusaciones infundadas—. No voy a malgastar saliva contestándote —fue directa y concisa, algo que a León le encantó.

El grupo restante, formado por Jacobo, Roberto, Ezequiel y Abigail, llegó al salón.

—Disculpad, pero mi cuerpo ya no me permite ir tan rápido —se justificó Jacobo por haber retrasado la marcha de los que lo habían acompañado.

—No te preocupes, Jacobo —fue comprensivo León, que entendía perfectamente de las dolencias de la edad debido a sus conocimientos de medicina.

—¿Nada? —fue directo al grano Guille, con cierto tono de desesperación.

—No, nosotros no hemos encontrado nada —le confirmó Ezequiel.

—¡No puede ser! —se sulfuró Guille—. ¡Alguien miente!

—Bueno, en realidad sí hemos encontrado algo —lo desmintió Roberto, creando suspense—. Quiero decir, no hemos encontrado ninguno de los móviles, ni ordenadores, ni tabletas… pero sí este Mp3 en la habitación de Abigail —prosiguió mostrando el aparato a todos los presentes.

—Pero eso no prueba nada. Yo nunca dije que me lo hubiesen robado.

Y ese Mp3 es mío —se defendió Abigail ante todas las miradas inquisidoras.

—Nadie te está culpando, Abigail —la quiso tranquilizar Catalina.

—Pues a mí me parece muy sospechoso que precisamente solo a una persona no le hayan robado uno de los dispositivos electrónicos que tenía. ¡A mí, por ejemplo, también me han robado mi iPad! —Guille lanzaba acusaciones a por doquier.

—Tranquilízate, así no vamos a sacar nada —intentó poner calma Alma.

—¡Cómo me voy a tranquilizar! ¡Sois unos inútiles! ¡Seguro que no habéis buscado bien en las habitaciones! —Guille estaba fuera de sus cabales.

—Más bien, yo creo que el ladrón puede haber escondido los móviles en otro lugar del hotel. Era bastante evidente que registraríamos las habitaciones —sugirió Catalina con inteligencia.

—¡¿Qué propones, entonces?! ¡¿Qué registremos todo el hotel?! —le gritó Guille.

—Ni que fuera tan grande… —enunció Catalina con ironía a la vez que se giró ligeramente para darle la espalda.

Justo en ese momento se dio cuenta de que encima de la mesa donde solían comer había un folio doblado por la mitad.

Sin pensárselo dos veces, Catalina se digirió hasta él.

—¿Quién ha puesto este papel aquí? —preguntó con la mirada a todos mientras tomaba aquel folio entre sus manos, pero nadie respondió, todos estaban tan sorprendidos como ella por la presencia de aquella hoja.

—¿Qué dice? —quiso saber Isabela.

Catalina, que ya había empezado a leer, tragó saliva para llenarse de fuerzas y descubrir su contenido en voz alta. Aunque, por la cara que puso la mujer, todos pudieron percibir que no se trataba de un mensaje muy agradable…

«Queridísimos huéspedes,

Me complace enormemente contar con su presencia en este maravilloso hotel: «Conde Duque». Espero hacer de su estancia en este lugar una verdadera pesadilla, es lo mínimo que se merecen unas alimañas como ustedes.

Disfruten de su estancia en estas paredes, tal vez sean las últimas que vean.

Atentamente,

Un servidor».

La voz de Catalina calló, ahogando la respiración de todos los allí presentes. Nadie daba crédito a lo que acaban de escuchar… ¿qué clase de broma pesada era aquella?

Pero, peor todavía… ¿y si no era una broma? ¿Y si… y si fuera verdad?

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