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CAPÍTULO 9

Todos los huéspedes del hotel subieron a sus habitaciones para descansar tras la comida. Catalina puso a cargar su teléfono móvil, pues apenas le quedaba un diez por ciento de batería. Lo dejó encima de la mesita.

Intentó relajarse, pero no pudo. Mientras Leonor, Santi y Eduardo dormían, ella daba vueltas por la habitación.

Se detuvo frente a la cama de su hija. Parecía un angelito. Se aferraba con fuerza a su Pita, como si de un escudo protector se tratase.

Catalina acarició una de las mejillas de la pequeña Leonor.

Comprendió que su vida eran ella y Santi. Por mucho que quisiese a Eduardo y aunque la relación con él fuera mejor o peor, Leonor y Santi siempre irían primero. Ambos eran tan frágiles… no dejaba de pensar que hubiera dado cualquier cosa por evitar tener que estar hospedada en aquel hotel durante la cuarentena. Algo la inquietaba, y no podría estar tranquila mientras estuviesen allí.

De pronto Santi se despertó e hizo el gesto de llorar. Catalina se dio cuenta de ello, por lo que, rápidamente, lo cogió para calmar su llanto y empezó a mecerlo. Sin embargo, Santi no paró; por ello Catalina salió de la habitación para que sus lloros no despertasen ni a Leonor ni a Eduardo.

La mujer bajó las escaleras y llegó hasta el salón del hotel con el niño en brazos, intentando calmarlo.

—No sabía que estabas aquí —le dijo Catalina a León en cuanto lo vio, pues él estaba mirando su teléfono móvil, sentado en uno de los sofás de aquel salón.

—Estaba revisando mi correo electrónico y viendo las últimas noticias del coronavirus. El Wi-Fi no llega hasta mi habitación, por eso he bajado al salón —le explicó a la vez que se levantó para acercarse a ella—. ¿Qué le ocurre al pequeño? —se interesó por Santi, que seguía llorando, aunque cada vez menos.

—Creo que tenía mucho calor. Le he quitado la manta y está empezando a dejar de llorar —le comentó Catalina, que había acertado por completo.

—Eres una gran mamá —enunció León acariciando la frente del bebé—. Supongo que ser madre tiene que ser algo hermoso.

—Lo es —le confirmó con mucha alegría—. Te cambia la vida. Pero sin duda, Santi y Leonor son lo mejor que me ha pasado nunca.

—Ojalá algún día yo también llegue a ser padre —pensó en voz alta.

—Claro que sí —lo animó—. Si tienes las ganas de serlo, ya lo tienes todo.

—Solo me falta la mujer que quiera ser madre —bromeó, aunque en realidad lo decía de verdad.

—Seguro que tienes alguna novia esperando que vuelvas a casa. Ella podría ser la madre —lo miró a los ojos.

—¿Me creerías si te dijera que no tengo novia? —le preguntó sin dejar de mirar con mucho cariño a Santi, que estaba ya relajado, con los ojitos cerrados y chupando el chupete con poca intensidad.

—No me lo creo —respondió Catalina siendo agradable.

Entonces León levantó su mirada para encontrarse con la de Catalina.

—Es la verdad —agregó con tristeza.

—¿Y esa melancolía? —le sostuvo la mirada con mucha ternura.

—Ella… murió —tuvo que desviar sus ojos hacia el suelo para poder contener la emoción que se coló en sus pupilas.

—Lo siento mucho… —se apenó Catalina por haberle hecho recordar aquello.

—«La vida seguirá cuando yo no esté» —hizo una pausa—. Eso me decía ella —se alejó ligeramente unos centímetros de Catalina y se dio la vuelta, dándole la espalda, pues no quería que lo viese tan desgarrado, como en aquel momento estaba—. Pero yo no supe seguir sin ella… —se llevó una de sus manos a su nariz, tratando de contener sus sentimientos.

—Entonces, ¿ella sabía que iba a…? —se atrevió a preguntarle, aunque calló porque pensó que no tenía derecho a rebuscar en aquella historia.

—Sí. Claro que lo sabía. Y lo sabía perfectamente. Aunque luchó hasta el último momento… —León se percató de que no estaba explicándose claramente, por lo que reconstruyó sus palabras—. La conocí en la universidad. Íbamos a clase juntos, los dos estudiábamos medicina —empezó a relatar girándose de nuevo hacia Catalina—. No éramos amigos, es más, nunca habíamos hablado —sonrió ligeramente al recordar aquellos momentos—. Hasta que tuvimos que hacer un trabajo conjunto en segundo de carrera. Desde entonces… empezamos a conocernos. Primero fuimos grandes amigos, después novios —hizo una pausa—. Hasta que un día, estando en quinto de carrera, me dejó.

No me quiso explicar por qué, pero yo lo descubrí tiempo después —con la cabeza agachada, alzó ligeramente su mirada para mezclarla con los ojos de Catalina—. Le habían detectado cáncer de páncreas —una lágrima calló por sus mejillas—. Cuando lo supe… la busqué y le ofrecí todo mi apoyo y cariño. Entendí por qué me había dejado, no quería hacerme sufrir. Pero su sacrificio de nada sirvió —se lamentó, tomó aire, cerró los ojos y alzó su cabeza hacia el cielo—. La sometieron a tratamiento, pero ella sabía que se iba a morir. Todos intentábamos ser positivos. Todos le decíamos que lo iba a superar, incluso yo —suspiró, reprochándoselo a sí mismo—. Un estudiante de medicina, que sabía perfectamente cuál era el pronóstico y lo que eso suponía, le daba esperanzas para que pudiera sobrellevar la enfermedad. Cada vez que lo hacía… me sentía mal conmigo mismo. Y yo sé que ella sabía perfectamente que le mentía cada vez que le decía que se iba a recuperar, porque ella también conocía muy bien qué era lo que ocurría en su organismo. Era una gran estudiante, de las mejores de nuestra generación. La medicina perdió una gran profesional cuando ella se fue… —tuvo que callar para no derrumbarse.

—No tienes que seguir si… —le aconsejó Catalina al verlo tan deshecho.

—No. Déjame continuar. Lo necesito —le contestó finalmente, intentando recomponerse, aunque fue en vano—. Todavía recuerdo cómo me miraba cada vez que tenía una recaída y yo iba a verla —siguió, con la mirada perdida—. Yo siempre le decía que iba a ser la última vez que empeoraría, que iba a estar mejor. Ella sabía que yo le estaba mintiendo… —susurró con la cabeza baja, sintiéndose culpable— y yo también lo sabía. Pero qué más podía hacer… yo no estaba preparado para que se fuera —su voz se entrecortaba—. Ella sí lo estaba. Pero yo… yo no. Creo que aunque sabía cuál era el final, aunque contaba el tiempo que le quedaba, aunque vi cómo se apagaba poco a poco… nunca asumí que iba a irse —soltó todo el aire que había en sus pulmones, como si se hubiese quitado un peso de encima—. Y con ella todos mis sueños, mis planes, mi amor, mi vida… —hizo una pausa, como si por su mente pasaran todos esos recuerdos—. «La vida seguirá cuando yo no esté». Siempre me lo decía. Y quería que me enamorase de alguien más… y quería que estuviera bien… y yo le aseguraba que así iba a ser —se sintió muy miserable—. Y mientras tanto, yo seguía estudiando medicina, aun sabiendo que no iba a poder salvar a la persona que más quería —le dijo mirándola a los ojos—. Cuando murió… ese día algo en mí también murió. Ese día… —una lágrima, acompañada de un sollozo, se rasgaron en su rostro—ese día en el que vi su cuerpo postrado en aquella cama de hospital… un cuerpo que había estado tan lleno de vida, de sueños… el cuerpo de la única mujer que he amado en mi vida… —cada vez que intentaba emitir una palabra se le hacía más cuesta arriba, pues intentaba contener ese nudo en la garganta para no romper en un profundo llanto— ese día se convirtió en la fecha más odiosa de mi calendario. Ese día París dejó de ser la ciudad del amor… y el cielo dejó de ser azul, para ser gris —sus pupilas, invadidas en lágrimas y entrelazadas con las de Catalina, hacían su mejor esfuerzo por no romperse en miles de mares.

—De verdad que lo siento mucho… —le mostró su comprensión Catalina.

—Entonces decidí que tenía que hacer mi especialidad como forense.

Me sentí tan frustrado, tan inútil como aprendiz de medicina… sentí que nunca sería capaz de salvar la vida de alguien. No después de no haber podido salvar la de la mujer de mi vida… —se tomó un tiempo para digerir su historia y volver a estar entero—. Prefería trabajar con muertos, de ese modo seguro que no tendría que cargar con la muerte de ningún paciente; porque ya era bastante con la carga de la suya…

—Pero no fue tu culpa, León. Desafortunadamente el cáncer es una enfermedad terrible y a veces terminal… eres médico, pero no eres Dios. No está en tus manos salvar la vida de todo el mundo —quiso consolarlo, aunque no sirvió de mucho.

—Es muy fácil decirlo…

Catalina, que ya no encontró palabras para acompañarlo en su dolor, acarició el hombro de León con la mano con la que no estaba cargando a Santi. Él cerró sus ojos y su rostro siguió con suavidad la dirección de la mano de Catalina.

Se oyó un silencio sepulcral en medio de aquellas paredes robustas y antiguas. La mano de Catalina parecía estar hecha de una tela suave y ardiente que reconfortó el corazón de León. Él se acercó a ella sigilosamente, a pasos muy pequeños y detallados, hasta que la única distancia entre ambos era el adorado Santi, que dormía tranquilamente. Ambas respiraciones golpeaban en las bocas del otro como cuando el filo de un hilo se resiste a entrar en una aguja. Eran como dos sombras, pero desafortunadamente alumbradas por distinto sol. Almas gemelas destinadas a encontrarse y a vivirse. Dos mundos paralelos que chocaron… pero en un pésimo lugar y momento…

Sin embargo, aquel mágico instante se vio interrumpido cuando, en medio de ese silencio tan ruidoso en emociones y sentimientos, se oyó el crujido de uno de los escalones de la escalera.

—¿Qué ha sido eso? —se sobresaltó Catalina, alejándose de León.

 

—Es el sonido que hacen los escalones de esta escalera cuando subes o bajas por ella —contestó León mientras se acercó a la escalera, esperando la llegada del que fuera que bajaba.

Debido a la orientación de aquellos peldaños, que hacían forma de L, no era posible ver ni su principio ni su final, a no ser que te encontrases justo en el punto de intersección de la escalera, que no era el caso de León y Catalina, ya que ellos estaban en el salón y tan solo podían ver su final.

El silencio de nuevo triunfó. Nadie bajó. Nadie apareció. Y León y Catalina aguantaban la respiración, tal vez porque pensaron que así pasarían inadvertidos.

—Habrá sido el viento, tal vez —propuso León finalmente tras unos segundos.

—¿Tú crees? —Catalina seguía aterrada.

—Claro. Estamos solos aquí tú, Santi y yo.

Las palabras de León no la acabaron de convencer. Él pudo notarlo en su mirada, así que la abrazó a ella y a su hijo.

Catalina sucumbió a aquel abrazo que tanto necesitaba. Se sintió protegida en sus brazos. Sintió la calidez de su cuerpo y los latidos de su corazón, que tanto bien le hacían…

Y en medio del caos que en el hotel Conde Duque estaba por avecinarse, un sentimiento tan profundo como el mar y tan ardiente como la tierra… les salpicaría la sangre que corría por sus venas…

CAPÍTULO 10

Catalina regresó con Santi a su habitación. Dejó al bebé acostado para que siguiera durmiendo. Seguidamente, despertó a Leonor:

—Mi vida… —despertaba Catalina a su hija con una voz muy suave—. Leonor… venga, levántate que vamos a la ducha.

—¿A la ducha? No quiero… —le dijo la pequeña, que todavía divagaba entre la realidad y el mundo de los sueños.

—¿No quiere la señorita? —le preguntó sonriente—. ¿Prefieres tener ese olor a bruja mala de cuento? —bromeó Catalina intentado convencerla de un modo divertido.

—Las brujas de los cuentos no hacen olor —le rebatió Leonor fingiendo que era una sabelotodo.

—Eso lo dices porque todavía no has olido a ninguna… ¡pero cuando vayamos a Disney verás que mal huelen! —la miraba con mucha ternura y puso una de sus manos en la barriguita de Leonor.

—¡Quiero ir ya! —fue una explosión de alegría.

—¡Si vamos ahora te van a confundir con una de las brujas! ¿Te gustaría? —siguió en su intento por convencerla.

—¡No! Yo soy la princesa —enunció muy convencida.

—Ah, ¿sí? —se hizo la sorprendida—. ¡Pues esta princesa se merece una dosis de cosquillas por oler como las brujas! —fue la advertencia de Catalina para prevenirla de lo que iba a hacer.

Leonor intentaba escabullirse de los dedos de su madre, que le provocaban un cosquilleo en su barriga que le hacían reírse sin control. Ambas disfrutaron mucho de aquel momento: Leonor por jugar como una niña y Catalina por ver la inmensa risa de su hija, que consiguió despertar a Eduardo.

—¡Para! ¡Para! —gritaba Leonor, que ya no aguantaba las cosquillas y se retorcía por toda la cama.

—¡Escápate a la ducha si puedes! —la retó Catalina divertida.

Finalmente, Leonor consiguió escabullirse y se fue corriendo a la ducha como si de un reto se tratara. Catalina siempre conseguía que su hija le hiciera caso convenciéndola con ese tipo de juegos, lo cual a Leonor le encantaba.

—Siempre he admirado el don que tienes con los niños —pronunció Eduardo desde la cama una vez Leonor había cerrado la puerta del baño.

—No es un don. Se llama instinto maternal —lo corrigió Catalina antipáticamente.

—Tienes razón —se levantó de la cama—. Eres una excelente madre

—continuó estando frente a ella, buscando un acercamiento.

Entonces Catalina esquivó la mirada de Eduardo, que buscaba la suya.

No obstante, ella cada vez estaba más renuente a arreglar sus problemas, pues no podía dejar de culparlo por estar en aquella situación. Además, cada vez estaba menos segura de lo que realmente sentía por él.

De pronto, algo llamó su atención cuando su mirada revisó la mesita.

Su teléfono móvil estaba allí, donde lo había dejado; pero no estaba conectado al cargador, como antes.

Caminó rápidamente hasta la mesita y lo cogió. Por un momento dudó de si en verdad lo había conectado al cargador, pero cuando lo desbloqueó vio que estaba cargado un treinta por ciento. Y cuando ella se había ido apenas tenía un diez de batería. Eso significaba que, efectivamente, lo había dejado cargando y alguien lo había desconectado.

—¿Por qué has desconectado mi móvil del cargador? —le preguntó Catalina a Eduardo un tanto enfadada.

—¿Yo? —No sabía a qué venía aquella acusación—. Yo no he tocado tu teléfono. He estado durmiendo desde que me he acostado hasta ahora.

—Pero yo lo había dejado cargando… ¿Estás seguro de que no lo has desconectado? —quiso corroborar Catalina.

—Claro. A no ser que ahora sea sonámbulo —bromeó Eduardo, quien no entendía aquella preocupación de Catalina.

Mientras tanto, Catalina se quedó muy pensativa e intrigada. Si no había sido Eduardo… ¿Leonor? Pero la niña no solía coger las pertenencias de Catalina, era una niña que se portaba bien. Mucho menos hubiera cogido su teléfono móvil… ¿Entonces? ¿Alguien se habría colado en su habitación? Y si era así, ¿para qué? Aquel hotel acabaría por volverla loca…

Se arreglaron y bajaron a cenar. Prácticamente todos los demás huéspedes estaban merodeando entre la cocina y el comedor. Abigail de nuevo cocinaba mientras los otros la ayudaban con algunos preparativos o simplemente estaban hablando entre ellos.

—Hola, León —se oyó la inocente voz de Leonor.

—Hola, preciosa —la saludó el médico con un semblante alegre—. Hola, Caty —se dirigió a Catalina.

—Hola, Lion —respondió la mujer sonriente y ruborizada.

A Eduardo no le gustó para nada aquella confianza que notaba entre ellos, ni tampoco aquello de que se llamasen a través de apodos; pero calló para no delatarse.

—Tienes un nombre muy gracioso —dijo la niña con ingenuidad.

León y Catalina no pudieron evitar reír al escuchar el comentario de Leonor. Eduardo, por su lado, fingió divertirse también, aunque en realidad no era así.

—Tengo el nombre de un animal —le respondió León.

—¿Y tienes los dientes tan grandes como los leones? —continuó la pequeñaja con el interrogatorio con mucho entusiasmo, como si estuviese teniendo la oportunidad de hablar con un verdadero león.

—No, no, no —le respondió con carcajadas León—. Solo saco mis colmillos de león cuando las niñas guapas se portan mal, así que ya sabes —le guiñó un ojo a Leonor, buscando su complicidad.

—Yo siempre me porto bien —presumió Leonor sin dejar de sonreír.

—Eso espero —León le acarició la mejilla a la niña.

En ese instante Catalina vio la mesa, que de nuevo ya estaba puesta. Y otra vez algo le llamó la atención. Pero esta vez era algo mucho más desconcertante y tal vez… aterrador…

CAPÍTULO 11

—Está súper buena la cena, Abigail. Eres una gran cocinera —la felicitó Roberto.

—Gracias —le respondió Abigail modestamente.

—¿A qué te dedicas tú, Roberto? —curioseó Catalina.

—Soy policía —contestó.

—¿Y tú, Guille? —investigó Catalina.

—Trabajo en la banca desde que tengo uso de razón. Mi padre ya era banquero —confesó Guille.

—Ahora ya entiendo de donde vienen esos aires de grandeza… —enunció León con ironía.

—¿Jacobo? —lo apremió Catalina.

—Yo fui director de… —se tomó un par de segundos para pensar bien qué iba a decir— de una institución. Pero hace ya años que me jubilé.

Creo que lo habréis podido apreciar —se reía de sí mismo.

—El tiempo nunca se detiene —intentó Eduardo ser amable y continuar la conversación.

—El tiempo es el único enemigo implacable —lo corrigió con seriedad—. Cuando eres joven, ves a los ancianos y crees que a ti te falta tanto… pero no hay plazo que no se venza —agregó haciéndose el interesante.

—Pues yo soy secretaria —dijo con mucho entusiasmo Isabela, como si tuviera la intención de acaparar la atención de todos.

—¿De verdad? —se sorprendió Catalina, que esperaba que su actitud superior estuviera relacionada con un alto standing de vida, aunque empezaba a pensar que simplemente se trataba de una mujer un tanto ignorante que vivía en su mundo de fantasía donde ella era la única princesa del palacio de su mente, y no se equivocaba.

—¡Sí! —dijo con efusividad—. Llevo ya varios años trabajando allí —continuó muy contenta por su logro.

—¿Y fue en tu trabajo donde conociste a ese hombre misterioso con el que te ibas a reunir aquí? —cotilleó León.

—No… —estaba ruborizada—. A él lo conocí por Tinder —confesó casi sin pensar.

—¿Ahí no es donde se conocen los novios para hacer cochi nadas? —la pregunta de Leonor los tomó por sorpresa a todos.

—¿De dónde has sacado eso, Leonor? —quiso averiguar Catalina con preocupación, pues la desconcertó que su hija, que era tan pequeña, ya supiera de su existencia.

—Oí cómo una vez Eduardo le aconsejó Tinder a uno de sus amigos para que hiciera cochinadas —reveló con toda la ingenuidad, haciendo que el rostro de Eduardo se enrojeciera de la vergüenza.

La mirada inquisidora de Catalina fue suficiente para que Eduardo entendiera el mensaje, no hizo falta que pronunciara palabra alguna. Él, apenado, simplemente agachó la cabeza.

—¿Y tú, Ezequiel? ¿En qué trabajas? —preguntó León para combatir la tensión que se había creado.

—He estado en varios sitios, siempre como personal de mantenimiento —manifestó sin mucho entusiasmo.

—¡Eres un manitas, entonces! —declaró Alma con admiración—. Yo nunca he sido capaz de cambiar ni una bombilla…

—Precisamente, esa es una de las tareas más sencillas que me han asignado a lo largo de mi vida —enunció Ezequiel, como si estuviera quejándose o lamentándose.

—¿Por qué lo dices? —indagó Aarón—. ¿Tan difícil es ser personal de mantenimiento?

—Ni te lo imaginas… —pronunció tras unos segundos y con mucho suspense.

—Por cierto, ¿quién ha puesto la mesa esta vez? —quiso saber Catalina, que seguía inquieta por lo que había descubierto en ella.

Se oyó un rotundo y sonoroso «no» por parte de todos los huéspedes a la pregunta de Catalina.

—Alguien tuvo que haberlo hecho. La mesa no se pone sola —razonó Catalina al comprobar que alguien mentía.

—¿Por qué ese afán por saber quién pone la mesa? —la interrogó Aarón tras recordar la escenita del mediodía en la cocina.

—Porque quien lo haya hecho es la misma persona que a la hora de la comida puso las figuritas de los negritos de porcelana. Y ahora, no sé si os habréis dado cuenta, pero no solo están esas diez figuritas, hay una onceava en el centro de la mesa. Y llama bastante la atención, ya que no es de porcelana, ni del mismo tamaño que las otras, ni es un negrito —observó Catalina.

—¡Tienes toda la razón! —ratificó Alma al fijarse en dicha figurita.

—Parece que hay algún graciosillo en el grupo —dedujo Isabela, como si hubiese hecho un gran descubrimiento.

—Graciosillo… o tal vez una mente muy retorcida —objetó Catalina, a quien no le parecía nada gracioso aquel juego tan siniestro.

—¿Qué significa retorcida, mami? —la voz de Leonor sacó a Catalina del ensimismamiento.

—Significa… luego te lo explico, mi vida —le propuso finalmente a su hija, pues en aquel momento no encontraba las palabras adecuadas.

La cena siguió sin mayores contratiempos. Seguidamente, cada uno se fue a su respectiva habitación a descansar. Pero los miedos de Catalina no eran infundados. Tenía razón en sospechar y estar en alerta…

Pronto todos descubrirían el infierno que se desataría en el hotel Conde Duque. Y creedme, a nadie le gustaría pasar allí ni un solo día más; y mucho menos una cuarentena…