De Weimar a Ulm

Tekst
Z serii: Theoria
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Agradecimientos

Quisiera en estas breves líneas expresar mi agradecimiento a todos aquellos que en mayor o menor medida han contribuido a que este libro fuera una realidad.

En primer lugar, debo reconocer el apoyo de Raúl Alonso, Marcelo Leslabay y Marcelo Ghio que desde Experimenta mostraron verdadero interés por este proyecto desde un principio. Debo mencionar a Pedro Sánchez, que tuvo la paciencia de revisar el texto. Del mismo modo, he de mostrar mi gratitud a Susana Narvaiza por sus correcciones, su paciencia y sus observaciones siempre provechosas.

Debo mencionar la generosa contribución de Susana Murias y Guadalupe Bascuñana que han permitido la publicación de las imágenes que tomaron de los edificios de Dessau. Y del mismo modo, debo recordar a Daniel Hervás por su fotografía del edificio de Weimar, y a Richard Yeomans por las imágenes de sus años de estudiante en Newcastle con Richard Hamilton. No puedo dejar de señalar que el Dr. Rene Spitz tuvo la amabilidad de autorizar la publicación de varias imágenes de Hans G. Conrad, excelente fotógrafo y uno de los primeros alumnos inscritos en la Hochschule für Gestaltung.

Quiero mencionar de forma muy especial a todos aquellos creadores que de manera desinteresada comparten su trabajo intelectual, artístico y fotográfico a través de la red. Gracias a ellos, la difusión del conocimiento ha alcanzado posibilidades que no hubieran sido posibles en otro sistema de relaciones. Sin su aportación esta obra (como otras muchas) no se hubieran hecho realidad.

También debo reconocer la contribución que han tenido para el desarrollo de algunas ideas de este libro mis conversaciones con Adrían Carra y Fernando Labaig. Con ellos he mantenido numerosas discusiones y debates sobre muchos otros temas, pero que han proporcionado siempre una mirada distinta al complejo universo de la educación.

Lógicamente, tengo que mostrar mi gratitud al Bauhaus Archiv y al HfG Archiv Museum Ulm, las dos instituciones que han mantenido el legado de las escuelas de las que se ocupan estas páginas. Pero también quiero recordar el estímulo y que supuso hablar de estos temas con protagonistas directos. Bernard E. Bürdek, alumno del IUP y profesor de la Hochschule für Gestaltung de Offenbach, autor de numerosas obras sobre diseño, me ha proporcionado una visión general de las conexiones entre la práctica profesional y las instituciones educativas. Gerhard Curdes, profesor del Institut für Umweltplanung, me hizo ver con más claridad el final de aquel gran proyecto que fue Ulm. A David Oswald, de la Hochschule für Gestaltung Schwäbisch Gmünd, debo agradecerle su paciencia y su disposición a orientarme en el intrincado universo de la herencia de Ulm que tanta importancia tiene aún hoy para quienes se acercan a ese fenómeno. También quiero reconocer la deuda con la obra de Paolo Nicoloso, de la Universidad de Trieste, centrada en la difícil relación entre vanguardia y fascismo.

Quisiera mostrar mi profundo agradecimiento a muchas otras personas que han contribuido a formar mis ideas sobre el asunto central de este libro, y extiendo mis disculpas a cualquiera que pueda haber ignorado sin darme cuenta.


PARTE I

La realidad de la Bauhaus

El domingo 2 de octubre de 1955, un soleado día de otoño, tuvo lugar la apertura oficial de la Hochschule für Gesltaltung en Ulm. En la colina de Kühberg, en las afueras de la ciudad, cerca de donde estuvo preso el líder del SPD Kurt Schumacher, se procedió a la inauguración del edificio concebido por el artista y arquitecto suizo Max Bill. Hasta aquel día, las clases se habían impartido en el viejo edificio de la Volkshochschule, la escuela de adultos que Inge Scholl, Otl Aicher y Hans Werner Richter habían fundado poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial en el centro de la ciudad.

Por muy diversas razones, la presencia en ese acto de Walter Gropius tenía un significado excepcional. Tras fundar la Bauhaus en 1919 y dirigir la escuela hasta 1928, se había convertido en una figura de renombre internacional tras una brillante carrera en Estados Unidos. Gropius representaba el vínculo que la nueva institución quería mantener con la que había sido cerrada por los nacionalsocialistas en 1933. Pero también expresaba la relación que la cultura de la República Federal (con poco más de cinco años de existencia) quería mantener con Estados Unidos, su principal valedor.

Más de quinientas personas se agolpaban en la entrada de un edificio de nueva planta, desparramado por la colina de Kuhberg donde aún pastaban las ovejas y apenas unos pocos automóviles salpicaban el paisaje. A Richard Hamilton, que visitaría la escuela unos pocos años más tarde, no dejó de sorprenderle el edificio:

“Su coherencia era más evidente en las fotografías aéreas que cuando uno se encara con él. El lugar, una colina elevada fuera de la ciudad y la distribución desordenada de bajos edificios hace difícil ver otra cosa que una vista fragmentada. A un lado [los] automóviles […] se alinean en el parking; al otro, un arado tirado por bueyes trabaja en el terreno adyacente” (Hamilton, 1958).

La fotografía de Walter Gropius con los brazos cruzados, sentado junto a Inge Scholl, refleja la autoridad del fundador de la Bauhaus y su convicción en la pervivencia de los principios que dieron forma a su proyecto. A pesar de la gran afluencia de visitantes, no estuvieron ni el comisionado de Estados Unidos, John McCloy (que había concedido el dinero para la construcción de la nueva escuela), ni el influyente ministro de economía Ludwig Erhard, ni ninguna otra figura política de relevancia. Habría que esperar a 1958 para que el presidente federal Theodor Heuss, tan ligado a la cultura de Weimar, visitara la escuela.

Ante un pequeño atril, fueron pronunciados los correspondientes discursos en un clima de relativa formalidad. El acto se inició con un breve parlamento de Inge Scholl en el que subrayó las dificultades de todo tipo que habían sido necesario superar para llegar a aquel momento:

“Tenemos claro nuestro objetivo; todo lo que hacemos en la Hochschule für Gestaltung es trabajar conjuntamente para construir una nueva cultura, y ese objetivo es crear un estilo de vida que esté en consonancia con nuestra era tecnológica” (Spitz, 2002, 174).

Gropius, por su parte, comenzó haciendo referencia al momento culminante de la Bauhaus cuando en diciembre de 1926 se inauguró el edificio de la escuela en Dessau. Los noticiarios de la época recogieron sus palabras en una filmación del acto:

“Hace casi treinta años me encontraba en una situación parecida a la que hoy vive el profesor Max Bill, la apertura de un edificio propio para la Bauhaus en Dessau en 1926. […] Para experimentar se necesita absoluta libertad y un apoyo de las autoridades que, con visión de futuro, sean benevolentes con algo nuevo que a menudo es difícil de entender en sus inicios. Demos tiempo a la Hochschule für Gesltaltung para que se desarrolle tranquilamente. Eso llevará años. Sé lo que padecimos en la Bauhaus, cuando cada pequeña iniciativa que poníamos en marcha era sometido a crítica”.

Gropius escenificó la continuidad entre dos etapas de la historia alemana separadas por una guerra brutal que había tenido, entre otras consecuencias, la división del país en dos estados. Era un vínculo con todo aquello que el nacionalsocialismo había interrumpido o destruido, y un signo de la esperanza en una nueva República Federal integrada en el capitalismo y en la democracia parlamentaria. Aquel acto protocolario simbolizaba la permanencia de la Bauhaus a lo largo de todo el siglo XX.


I.

Alemania entre dos guerras, esperanza y tragedia

La Bauhaus abrió sus puertas en la primavera de 1919 y fue clausurada en el verano de 1933. Su existencia corrió paralela a la República de Weimar, el régimen parlamentario instituido entre las dos guerras mundiales. Ambas experiencias concluyeron trágicamente y cada una de ellas, a su manera, intentó revivir tras la enorme derrota de 1945. Mientras la democracia reaparecía en una versión muy cautelosamente corregida y tutelada con la fundación de la República Federal Alemana, la Bauhaus haría algo parecido en la ciudad de Ulm con la Hochschule für Gestaltung.

No cabe entender la Bauhaus sin conocer, aunque sea someramente, lo que la República de Weimar fue y supuso para la cultura y las artes de su tiempo. La inestable democracia de aquel periodo trajo consigo aires de libertad y, con ellos, una cultura diversa, innovadora (en ocasiones, ingenuamente pretenciosa) que dejó una inmensa huella en la historia de Europa.

Por otra parte, el régimen parlamentario que surgió tras la derrota de 1918 nació en las peores condiciones posibles: un país obligado a aceptar las duras cláusulas del Tratado de Versalles, dividido en facciones y empobrecido por la crisis económica. En palabras de Peter Gay, “la república nació en la derrota, vivió en la confusión y murió en el desastre” (Gay, 1984, 11). En consecuencia, la Bauhaus acusó todos los vaivenes políticos acaecidos durante su corta existencia: tanto el traslado de Weimar a Dessau, como el que la llevó finalmente a Berlín, estuvieron motivados por la derrota de los partidos republicanos en las ciudades en que se estableció la escuela. Su clausura fue consecuencia natural de la llegada de Hitler a la cancillería en enero de 1933.

República, democracia y revolución

La Gran Guerra llevó a Alemania a la ruina. En septiembre de 1918, el general Erich Ludendorf (jefe adjunto del Estado Mayor alemán), consciente ya de la inminente derrota, hizo todo lo posible para que la responsabilidad de la capitulación recayera en cualquiera menos en el ejército (Haffner, 2005). A finales de 1918, Berlín, la capital del Reich, era una ciudad que contrariamente a lo que sucedería en 1945 apenas había sufrido las consecuencias del enfrentamiento bélico. Quizá por ello los berlineses no podían comprender que a sus soldados los hicieran retroceder unos ejércitos aliados que, hasta entonces, daban por derrotados.

 

Esta situación de colapso propició que el líder del SPD, Friedrich Ebert, se convirtiera en canciller y que un gobierno con mayoría en el Reichstag pidiera el armisticio a los aliados. Los movimientos revolucionarios se iniciaron de manera inmediata. En octubre, los marineros de la flota en Hamburgo se negaron a obedecer las órdenes de los oficiales e iniciaron, sin pretenderlo, un proceso revolucionario que terminaría con la monarquía y obligaría al Káiser a exiliarse en los Países Bajos.

Se creó entonces un gobierno provisional de “comisarios del Pueblo”, una solución a medio camino entre la tradición parlamentaria y los nuevos usos revolucionarios. Estaba formado por miembros del SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschlands) y del USPD (Unabhängige Sozialdemokratische Partei Deutschlands), la escisión izquierdista del partido socialdemócrata, una coalición que contó con el apoyo de los católicos del Zentrumspartei.


Miembros de los Freikorps delante de un carro blindado en las calles de Berlín, enero de 1919.

A principios de noviembre, Philipp Scheidemann (SPD) proclamó la república desde una ventana del Reichstag contra la intención primera del partido y, muy particularmente, del canciller Ebert, de reformar el sistema heredado antes de sucumbir a la tentación revolucionaria. En enero de 1919, la Liga Espartaquista y el USPD organizaron un levantamiento inspirado por el triunfo bolchevique en Rusia que tuvo su principal foco en Berlín. La ciudad sufrió durante semanas los efectos de la revolución. El enfrentamiento entre los activistas de izquierda y las tropas gubernamentales produjo una separación completa entre quienes, durante la era guillermina, habían convivido en un mismo partido. Las divergencias irreconciliables llevarían a los sectores más radicales de la izquierda a crear el KPD, el Kommunistische Partei Deutschlands.

Pero la tragedia se produjo cuando Ebert, Scheidemann y Gustav Noske del ala derecha del SPD echaron mano de los Freikorps (1) para acabar con los disturbios y terminar siendo partícipes de la represión contrarrevolucionaria. Las represalias culminaron en enero de 1919 con el brutal asesinato por fuerzas gubernamentales de los líderes espartaquistas Karl Liebknecht y Rosa Luxembourg quienes apenas habían participado en los sucesos revolucionarios.


Grupo de revolucionarios espartaquistas en las calles de Berlín, enero de 1919.

Poco después, Kurt Eisner (ministro presidente de Baviera y miembro del USPD) que se había hecho con el gobierno de aquel Land, también sería asesinado en Munich. Tras su muerte, se estableció la Rate Republik (República de los consejos de trabajadores y soldados), hasta que más de treinta mil miembros de los Freikorps derrocaron la revolución en mayo y establecieron un régimen represivo con la connivencia de Berlín.

En este ambiente de inestabilidad e incertidumbre se convocó una Asamblea constituyente en la pequeña ciudad de Weimar, alejada de las convulsiones políticas que agitaban la capital del Reich. El propósito era redactar una constitución, la primera en la historia de Alemania que estableciera un régimen parlamentario; pero, a pesar de los cambios revolucionarios que llevaron a la formación de dicha asamblea, el texto constitucional mantendría una cierta continuidad con la legalidad del Segundo Imperio. Muchas de las prerrogativas del emperador pasaron al Presidente del Reich que distaba mucho de ser un mero árbitro ante los partidos políticos.

La Constitución de Weimar institucionalizaría un régimen democrático inédito para la historia de Alemania que aprobó el sufragio femenino y mantuvo la diversidad territorial en un estado federal y republicano que siguió denominándose Reich. A pesar de que se ha culpado al sistema unicameral establecido por esa Constitución de la inestabilidad de aquellos años, no puede olvidarse la magnitud de los problemas a los que hubo de enfrentarse una democracia sin apenas tradición en una situación de conflicto permanente.

Versalles, junio de 1919

El reconocimiento de la culpabilidad por el estallido de la Gran Guerra tras la firma del Tratado de Paz de Versalles supuso un trauma para los alemanes. Los sectores más nacionalistas vieron la causa de la derrota en lo que llamaron la “puñalada por la espalda”, la traición de izquierdistas y liberales al esfuerzo de los soldados en el frente. Esa leyenda contribuyó a socavar la legitimidad de la república democrática y alimentó a los movimientos reaccionarios durante todo el periodo de Weimar.

Aunque en los primeros años el SPD fuera el grupo mayoritario del Reichstag, pronto hubo de buscar apoyos entre los pequeños partidos liberales, sobre todo en el DDP (Deutsche Demokratische Partei), y en los católicos del Zentrum con los que formó la llamada Coalición de Weimar. En junio de 1919 el gobierno del Reich formado por estos partidos tuvo que aceptar el Tratado de Versalles si no quería enfrentarse a una reanudación de las hostilidades bélicas. Alemania quedaba obligada a asumir toda la responsabilidad por haber causado la guerra, debía iniciar un proceso efectivo de desarme, realizar importantes concesiones territoriales y pagar indemnizaciones económicas a los países vencedores durante décadas (Haffner, 2005).

Pero Versalles no solo dolió a los radicales de derechas. Toda la población entendió como una injusticia histórica el tratado que Alemania se vio obligada a firmar el 28 de junio de 1919. El vicecanciller del Reich, Matthias Erzberger (del Zentrum y firme defensor de la paz) sería asesinado en 1921 por los que entendían esa firma como la aceptación de una imposición humillante. Por otra parte, las cesiones territoriales, entre las que se incluían las colonias junto a las reparaciones de guerra, afectaron necesariamente a la situación económica. Igualmente, el tratado prohibía cualquier intento de anexión con Austria, aspiración que alimentaba por su popularidad a los movimientos nacionalistas del Reich, pero que era asumida por los gobiernos revolucionarios de Berlín y Viena. La situación de decadencia económica e inestabilidad de la República hizo que el glorioso pasado del Sacro Imperio Germánico se convirtiera en un referente para los pangermanistas que veían en la dictadura la solución a la crisis del país. A partir de 1918, la derecha nacionalista insistió en la idea de una nueva Europa (liderada por Alemania) que lucharía con todas sus energías contra el liberalismo y la revolución.


Manifestación ante el Reichstag en contra del Tratado de Versalles, primavera de 1919, Bildarchiv Preußischer Kulturbesitz.

La limitada relevancia del SPD en la República de Weimar

El supuesto dominio del Partido Socialdemócrata en los años de Weimar no fue tal. Tras haberse hecho cargo del gobierno en los inicios de la revolución (con Scheidemann, Bauer y Müller como cancilleres) tuvo que colaborar con los otros partidos de la Coalición de Weimar. Participó así en los gabinetes del católico Joseph Wirth (1921, 1922) y en los del conservador Gustav Stresemann (1923), durante la época más dura de la hiperinflación tras la ocupación militar del Ruhr por las fuerzas aliadas (Turner, 1960). En 1925 el presidente del Reich, Friedrich Ebert, falleció y fue sustituido por el mariscal Paul von Hindenburg, uno de los responsables de la derrota de 1918.

Años más tarde, entre 1928 y 1930, el SPD volvería de nuevo a la cancillería con Hermann Müller en el que sería el último gobierno parlamentario de la República. Tras Müller, que cayó por las controversias en torno al seguro de desempleo, fue nombrado un gobierno “presidencial” que no dependía ya de la confianza del Reichstag sino del capricho de Hindenburg y que presagiaba el colapso definitivo del régimen parlamentario (Colloti, 1971). Estos gabinetes presidenciales eran posibles gracias a una prerrogativa concedida por la Constitución al presidente del Reich que le permitía nombrar canciller a un candidato aunque no tuviera mayoría parlamentaria en el Reichstag (Kershaw, 1998).

Lo cierto es que buena parte de la estabilidad del sistema dependió de políticos que, como Gustav Stresemann, eran Vernunftrepublikaneren, es decir, republicanos de conveniencia que se comportaron con lealtad a las nuevas instituciones ya fuera por convicción o por pura necesidad. Su política exterior, basada en el acuerdo, permitió que Alemania fuera admitida en la Sociedad de Naciones en 1926, y su muerte en 1929 coincidió con el inicio de la etapa final del periodo republicano (Turner, 1960).


Primera página del Vörwarst, órgano del SPD, con un llamamiento a la huelga general. 9 de noviembre de 1918.

En consecuencia, el protagonismo del SPD, el partido que se vio al frente de la revolución y que llevó a cabo la contrarrevolución, fue mucho más escaso de lo que pudiera parecer. El devenir de la República dependió mucho más de los partidos del centro y la derecha, sobre todo, desde que en 1925 el mariscal Hindenburg sustituyera en la presidencia al fallecido Ebert. Que el presidente pudiera nombrar gabinetes al margen del Reichstag se convirtió en una amenaza para la propia democracia.

En las elecciones del 14 de septiembre de 1930 el NSDAP de Adolf Hitler se convirtió en el segundo partido más votado lo que llevó a los socialdemócratas a una situación imposible. Al verse obligados a apoyar a Heinrich Brüning al frente de un gobierno ajeno al parlamento, la extrema derecha del NSDAP se convirtió en la única oposición posible. A partir de entonces, las alternativas para el SPD se volvieron diabólicas. No tuvo más remedio que apoyar los gabinetes presidenciales en una resignación desesperada que no llevaba a ningún sitio.

Las dificultades económicas

El nuevo régimen constitucional vivió en una constante zozobra económica y atravesó momentos críticos como la hiperinflación que asoló la economía entre 1921 y 1923. El gobierno del Reich, sin apenas reservas de oro, entró en un proceso alocado de emisión de papel moneda para mantener el cambio con el dólar. Esa política monetaria ideada para hacer frente al esfuerzo bélico, llevó a una devaluación del marco que no contaba con el suficiente respaldo de reservas de ningún tipo. En 1921, la exigencia por parte de Gran Bretaña del pago de las reparaciones de guerra que sumaban dos mil millones de marcos tuvo consecuencias trágicas para la economía del país. El exceso de dinero en circulación provocó una rápida depreciación durante 1922, los precios de los artículos de consumo aumentaban cada día y los ahorros perdieron todo su valor. Para complicar más las cosas, en 1923 las tropas francesas y belgas ocuparon el Ruhr con el objetivo de asegurarse el pago de las reparaciones de guerra en bienes y materias primas ya que el dinero había perdido todo su valor.

El catalán Eugeni Xammar, corresponsal en Berlín del periódico madrileño Ahora, relataba el vertiginoso proceso de desvalorización del dinero a poco de llegar a la capital del Reich:

“Llevaba ya tres meses en Berlín cuando aparecieron los primeros billetes de 50 000 marcos y después los de 100 000. No se hicieron esperar unos nuevos billetes, impresos todavía en buen papel, de 500 000 marcos y al poco hicieron su aparición otros, ya de papel más ordinario, con la inscripción mágica: un millón de marcos. Al acabar el año de mi llegada a Alemania ya circulaban billetes de modesta apariencia de un valor nominal de cinco millones de marcos. Las prensas de la imprenta nacional malamente daban abasto” (Xammar, 1973, 259).

 

La hiperinflación alcanzó tal nivel que para las entidades emisoras de moneda su principal preocupación era conseguir que el dinero mantuviera su valor al menos hasta que llegara a su destino. Las horas que transcurrían entre la impresión de los billetes y su circulación en el mercado eran críticas para que el dinero siguiera valiendo algo. El deterioro monetario alcanzó su máximo nivel en noviembre de 1923 cuando una barra de pan llegó a valer tres mil millones de marcos. Nadie pudo escapar a aquella tragedia. Así sucedió que los beneficios que la Bauhaus obtuvo por la exposición que celebró ese mismo verano de 1923 se esfumaron en un suspiro por la hiperinflación que asolaba el país.


Billete emitido en agosto de 1923 con un valor nominal de diez millones de Reichmarks.

Hjalmar Schacht, por entonces presidente del Banco Central y más tarde ministro de Hitler, consiguió frenar el proceso con la implantación del Rentenmark, una nueva moneda basada en hipotecas sobre la tierra y las mercancías industriales que dio paso a un periodo de relativa estabilidad económica (Ferguson, 1984).

La adopción del Rentenmark tuvo lugar pocos días después de que se desbaratase un intento de golpe de estado en Múnich. Como consecuencia de aquellos hechos, Adolf Hitler, el general Erich Ludendorff y otros conspiradores fueron detenidos por traición; las sedes del NSDAP fueron cerradas y el Völkischer Beobachter (el periódico del partido) fue prohibido. Durante los escasos nueves meses que Hitler pasó en prisión (de los cinco años a que había sido condenado) dictó Mein Kampf a Rudolf Hess, su más ferviente admirador. El golpe y el posterior juicio sirvieron para que un pequeño partido de extrema derecha, liderado por un austriaco (que hasta hacía poco vivía en un albergue para personas sin techo, pintando acuarelas para un empresario judío) se hiciera reconocible entre el amplio repertorio de partidos antirrepublicanos (Kershaw, 1998).

A pesar de todo, los acuerdos de la comisión del plan Dawes, una iniciativa de Estados Unidos para garantizar el cobro de las reparaciones de guerra, permitieron estabilizar el presupuesto y racionalizar la deuda. En definitiva, se trataba de ayudar económicamente al Reich para que pudiera pagar sus deudas. Gracias al esfuerzo de Gustav Stresemann, ministro de Exteriores por entonces, Alemania se incorporó al concierto internacional con la firma del Tratado de Locarno en 1925. Cuando un año más tarde fuera admitida como miembro de la Sociedad de Naciones, parecía que la República entraba en un periodo de estabilidad.

Sin embargo, pocos años después, la crisis económica que se iniciara en octubre de 1929 con el colapso de la bolsa de Nueva York, impactó sobre la economía alemana y sobre la estabilidad de su sistema democrático (Galbraith, 1955). Stresemann, que había sido canciller y ministro de exteriores, falleció a principios de aquel mes de octubre. Sin ser un republicano, su posición había proporcionado cierta estabilidad al sistema, y su muerte supuso la desaparición de uno de los pocos puentes entre las fuerzas republicanas y los grupos de derecha.

Con la crisis del sistema bancario estadounidense, Alemania se vio privada de cualquier posibilidad de préstamo y los mecanismos económicos del plan Dawes quedaron sin sentido. Al depender de los créditos extranjeros para pagar las reparaciones de guerra, la economía alemana quebró en cuanto los arruinados bancos norteamericanos retiraron sus capitales. En poco tiempo el paro creció hasta alcanzar el 32%. En consecuencia, el NSDAP sacó partido de una situación desesperada. En aquel ambiente de inestabilidad, Hitler apelaba a la desconfianza que despertaba en muchos votantes la democracia parlamentaria y propugnaba la dictadura como solución a los problemas de Alemania (Galbraith, 1955).

En 1930, el canciller Heinrich Brüning, al igual que los mandatarios de otros países, inició un recorte del gasto público y una subida de impuestos para solventar la carencia de recursos del estado agravada por la crisis. Como en todas partes, los recortes empeoraron el problema y la pobreza se extendió por toda Alemania. Los siguientes gabinetes presidenciales de Franz von Papen y Kurt von Schleicher no hicieron otra cosa que persistir en el error y abrir el camino a la llegada del nacionalsocialismo.

El Machtergreifung, la toma del poder por el NSDAP

Frente a la teoría de que las urnas obligaron a Hindenburg a nombrar canciller a Hitler, es necesario recordar que las cosas fueron de otro modo. La entrega del gobierno a los nacionalsocialistas fue una decisión personal del presidente Hindenburg que, haciendo uso de sus prerrogativas constitucionales, no quiso buscar en el Reischtag ninguna mayoría que evitase la llegada de los nazis. Desde finales de noviembre de 1932 una serie de maquinaciones políticas para acabar con el rechazo inicial que Hitler despertaba en Hindenburg conseguirían su objetivo. Cuando el 30 de enero de 1933 el líder del NSDAP recibió el encargo de formar gobierno, la República de Weimar pudo darse por liquidada (Turner, 1996). Esa misma noche una procesión de antorchas en manos de militantes del partido nazi desfiló delante del nuevo canciller anunciando que nada volvería a ser como antes.

En febrero, el incendio del Reichstag sirvió de excusa para actuar decididamente contra los enemigos de Alemania que parecían ser todos los que no fueran nacionalsocialistas o nacionalistas de derecha. A principios de abril tuvo lugar un boicot a las tiendas y los negocios judíos que apenas provocó rechazo entre los alemanes corrientes. El KPD, el Partido Comunista, fue el primero en ser ilegalizado, pero pronto lo sería también el SPD. Los partidos de derecha y el Zentrum católico se disolvieron para que muchos de sus miembros se integrasen en el nacionalsocialismo. A final de la primavera de 1933, en Dachau, se abrió el primer campo de concentración para los opositores políticos que aún no habían huido del país. En poco más de medio año, el régimen parlamentario que permitió a Hindenburg dejar el poder en manos de un loco, devino en una terrible dictadura que llevaría al mundo a una de sus mayores pesadillas.

Este proceso de liquidación de la democracia se vio acompañado de la persecución de toda forma de expresión cultural que los nazis pudieran considerar antialemana, entre la que se encontraba la Bauhaus. Aunque antes de la toma del poder el partido nacionalsocialista nunca tuvo posición oficial acerca del diseño y la arquitectura, menos aún sobre su enseñanza, algunos miembros del partido como Wilhelm Frick o Alfred Rosenberg ya habían cargado contra la Bauhaus por sus degeneraciones modernas y su supuesto antigermanismo. Para ellos, no era más que un grupo de comunistas y radicales al servicio de la Unión Soviética.

A pesar de que muchos miembros de la Bauhaus tuvieron que dejar Alemania de inmediato por miedo a ser detenidos, otros, entre ellos Walter Gropius, Herbert Bayer o Ludwig Mies van der Rohe, intentaron cada uno a su manera, buscarse un hueco en el nuevo régimen. Cuando comprobaron que ni siquiera ellos estaban libres de ser perseguidos, iniciaron el camino del exilio.

La cultura de Weimar

A pesar de que el sistema político vivió en una constante inestabilidad, Weimar fue también una época de florecimiento cultural y de cambios sociales irreversibles. Pero muchas de las características culturales del periodo republicano nacieron y llegaron a ser relevantes antes de 1918, y así sucedió con la mayoría de sus creadores: por ejemplo, aunque Arnold Schönberg completara su sistema dodecafónico a mediados de los años veinte, su inclinación hacia la atonalidad había tenido lugar antes de la contienda. Algo parecido sucedió con las distintas corrientes de la pintura de vanguardia, de tal forma, que la abstracción (que empezó a generalizarse en esa década) fue resultado de las innovaciones anteriores.

La guerra confirió a la cultura de Weimar “un talante político y un tono estridente”. En cierta medida, como ha señalado Peter Gay, en aquellos años no se creó nada que no existiera antes de 1914, pero la libertad que trajo la República contribuyó a liberar todo lo que estaba latente (Gay, 1984, 15). En tal sentido debe interpretarse a Walter Gropius cuando declaró que, de repente, se dio cuenta al volver del frente de “que tenía la obligación de participar en algo completamente nuevo, algo que cambiara las condiciones en las que habíamos vivido hasta entonces” (Gropius, 1968).