Milagros

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3. Curaciones en Cafarnaún

En el comienzo de su Evangelio, san Marcos presenta la actividad inicial de Jesús, que anuncia la cercanía del Reino, llama a los primeros discípulos y continúa su misión por toda Galilea. Después lo muestra en una especie de jornada típica de los inicios del ministerio en Cafarnaúm, que incluye varios milagros, como los que veremos a continuación.

3. 1. La suegra de Pedro

El primer tema con el que nos encontramos durante la jornada en Cafarnaúm es el dolor, que en este caso afectaba a una persona muy cercana a los apóstoles: al salir ellos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a la casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella.

En el Antiguo Testamento hay una tradición sapiencial muy rica para explicar el sentido del sufrimiento, un aspecto de la vida humana tan difícil de comprender. La historia del Santo Job es emblemática, pues pasó a ser la víctima por antonomasia de la injusticia. El Señor permitió que padeciera grandes pérdidas materiales —todas sus posesiones—, afectivas —todos sus hijos— e incluso que sufriera una penosa enfermedad.

Su biografía es difícil, porque pone en tela de juicio la bondad de Dios, el cual permite el dolor del inocente. Es lo que vemos en la réplica que el santo hace a un amigo, en la que manifiesta la oscuridad de una vida sin esperanza (Jb 7, 1-7): Mi herencia han sido meses baldíos, me han asignado noches de fatiga. Al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se me hace eterna la noche. Corren mis días más que la lanzadera, se van consumiendo faltos de esperanza.

Job se queja de que la vida humana es un espacio para sufrir. Parece un servicio militar, el trabajo de un jornalero o incluso la vida de esclavitud. Si todo ser humano tiene asignado un tiempo, el de Job es desdichado. Presenta un retrato lamentable de su padecimiento y por eso es un libro muy contemporáneo y universal: como el dolor es una de las constantes humanas de todos los tiempos, cada generación se siente retratada en sus lamentos. Aunque también es ejemplar la actitud del protagonista ante las pérdidas que iba sufriendo: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor.

¿Por qué permite Dios el sufrimiento? Es fácil entender que el dolor tenga un efecto redentor en los malvados, pero ¿por qué sufren de igual manera los inocentes? ¿Qué sentido tiene la presencia del mal en el mundo? Son preguntas que laceran la conciencia de muchas personas, que las ponen a veces en contra del Señor. En algunas ocasiones, parece que justificaran el enfrentamiento —transitorio o definitivo— con Dios.

Estamos haciendo nuestra oración, y es un buen momento para pensar en los dolores que nos aquejan. Las personas jóvenes quizá tengan pocos problemas: recuerdo el caso de uno que consultó al médico porque tenía problemas para dormirse. Al hacerle la historia clínica, resultó que ¡tardaba unos diez minutos en conciliar el sueño! Cuando hay personas que gastan varias horas procurando dormir, o que incluso pasan la noche en vela, ese problema es envidiable. Bromas aparte, cada uno tiene su talón de Aquiles: el riñón, el corazón, la tiroides, un tobillo, que incomodan el diario trajinar.

Pero no solo se trata del sufrimiento físico, pues son más dolorosas las penas espirituales: pérdidas, humillaciones, engaños, pobreza, injusticias, soledad… Estos padecimientos son más profundos y es más difícil desarraigarlos del alma. Esa es la causa de una enfermedad muy dura: el resentimiento, que cuesta desterrar y genera más daño aún en quien lo padece. Vamos hablando con el Señor y contándole nuestras dificultades.

En el segundo grupo de sufrimientos que hemos mencionado también se cuentan los que nos causan nuestras miserias y defectos. ¡Cuánto sufrimos al ver que no somos capaces de superar un determinado punto de lucha, o que otra imperfección, que creíamos superada, reaparece con nuevos bríos! En el fondo, estos dolores se remontan a un pecado de base, que es nuestra soberbia. Nos duele saber que no somos tan buenos como quisiéramos. Nos cuesta reconocernos débiles, miserables, necesitados de ayuda para avanzar por el buen camino.

Pero no sigamos en esta línea, pues no se trata de apesadumbrarnos con nuestra humilde situación. Quizá este era el estado del mundo cuando apareció en una población secundaria del imperio romano un predicador que confirmaba su doctrina con milagros. Ya hemos considerado antes que la gente se maravillaba al ver que se estaban cumpliendo las profecías: parecía que aquel era el profeta anunciado por Moisés.

Regresemos entonces a la jornada de Jesús en Cafarnaúm, cuando el Señor se enteró de que la suegra de Pedro estaba enferma: Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles.

Llama la atención que la primera actividad de Jesucristo sea dedicarse a curar enfermos, junto con la llamada a la conversión, la elección de sus discípulos y el anuncio del Reino. En este caso podríamos pensar que se trata de un favor doméstico, cuidar a la suegra de un discípulo, pero en realidad es una más de muchas curaciones: Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios.

Este pasaje del Evangelio ilumina las reflexiones anteriores: Jesús quiso explicar, con su venida a la tierra, el sentido del dolor, del sufrimiento y la enfermedad en la vida del ser humano. ¿Por qué le da el Señor esa primacía al remedio del dolor en su misión? Porque forma parte de su misión redentora, de la salvación que vino a traernos.

El Compendio del Catecismo (2005) enseña que entre las consecuencias del pecado original están las siguientes: “la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado” (n. 77). Jesús se encarnó “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, como decimos en el Credo; es decir, para reconciliarnos con el Padre y para liberarnos de los efectos del pecado, también de la subordinación al sufrimiento y al poder de la muerte.

No quiere decir que con su venida a la tierra los hombres dejáramos de enfermarnos o de sufrir, pero sí que podríamos encontrar un sentido para el dolor, descubrir su significado. El papa Benedicto XVI (2009) explicaba este pasaje diciendo que

Las curaciones son signos: no se quedan en sí mismas, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, nos guían hacia Dios y nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, de la fuente de verdad y de amor. Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida.

La explicación de cómo logra curarnos el Señor, cómo nos enseña el sentido de nuestros sufrimientos, aparece de pasada en la escena que estamos meditando: y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Lo mismo había sucedido en el exorcismo de esa mañana: Jesús rechazó el testimonio del diablo, pues su misión no se explica por el poder milagroso, sino por su muerte en la Cruz.

Ahí es donde se encuentra el sentido del dolor: en el hecho de que Cristo mismo quiso asumir nuestras debilidades, darles un valor redentor, que pudiéramos ofrecerlas por el dolor de todos los hombres. Con nuestro sufrimiento —no solo con las enfermedades, que pueden tardar en llegar, sino también con las pequeñas o grandes dificultades y contradicciones diarias, y con las mortificaciones y sacrificios personales que buscamos activamente en las cosas pequeñas, en el trabajo, en la vida familiar— nos hacemos partícipes de la Cruz de Cristo. Como Simón de Cirene, ayudamos a la reconciliación del mundo con Dios, pues participamos en el sacrificio que el Hijo ofreció al Padre en la Cruz y que celebramos cada día en la Misa.

Por eso la Iglesia fomenta el cuidado de los enfermos y de los pobres, de los huérfanos y de las viudas de todo el mundo, como ninguna otra institución lo ha hecho en la historia: porque sabe que en ellos está Cristo y porque conoce que esas personas necesitan sobre todo ser conscientes de su presencia salvadora. Así se prolonga la obra de Jesús en la historia.

Podemos ver en este Evangelio un llamado a que seamos instrumentos del Señor en la atención a los enfermos, a los pobres y necesitados. Quizá dedicando un tiempo de nuestra semana a visitar personas solitarias o débiles, o ayudando a instituciones de caridad, o poniendo en manos de Dios nuestra vida entera, por si quiere dedicarla al servicio de los demás.

En el testamento espiritual que dejó la abuela de Jorge Mario Bergoglio, y que él cargaba en el breviario cada día, quedó escrito:

Que éstos, mis nietos, a los cuales entregué lo mejor de mi corazón, tengan una vida larga y feliz, pero si algún día el dolor, la enfermedad o la pérdida de una persona amada los llenan de desconsuelo, recuerden que un suspiro al Tabernáculo, donde está el mártir más grande y augusto, y una mirada a María al pie de la Cruz, pueden hacer caer una gota de bálsamo sobre las heridas más profundas y dolorosas. (Rubin y Ambrogetti, 2013, p. 124)

Acudimos a Jesús sacramentado y a su Madre santísima para que nos ayuden a llevar con visión sobrenatural las pequeñas cruces de cada día, y que encontremos, en las personas que sufren, al Señor que pregunta por nosotros, que quiere asociarnos a su misión redentora.

 

3. 2. El paralítico

En el Evangelio de Marcos (2, 1-12) aparece un grupo de amigos que tenían una peculiaridad: uno de ellos era paralítico. La escena se desarrolla en Cafarnaún, probablemente en casa de Pedro, que era el centro desde donde partía el apostolado inicial de Jesucristo. Ya había corrido la fama por la población acerca de las enseñanzas del Maestro y de las curaciones milagrosas. De hecho, según narra san Lucas en el pasaje paralelo (5, 17-26), también estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén.

Quizá el grupo de camaradas venía de otro pueblo, pues ya antes Jesús había curado a prácticamente todos los enfermos de la ciudad que lo hospedaba. El caso es que estos hombres, animados por el prestigio que había adquirido el huésped de Pedro, decidieron llevar a su compañero a esa casa. Es normal que una persona quiera servir a sus amigos más necesitados, pero también puede pasar que ese servicio cueste más de lo que inicialmente planea. Así les sucedió a estos muchachos. San Marcos cuenta que se supo que estaba en casa y acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta.

Los cinco amigos no contaban con el obstáculo de la multitud. Tal vez alguno pensó volver a casa, regresar otro día que hubiera menos afluencia. Pero otro —quizá el mismo paralítico, lleno de esperanza— diría que era necesario aprovechar esa ocasión, no fuera a ser que el Maestro se fuera lejos. Sigue narrando Marcos que vinieron trayéndole un paralítico llevado entre cuatro y, como no podían presentárselo por el gentío, levantaron la techumbre encima de donde él estaba, abrieron un boquete y descolgaron la camilla donde yacía el paralítico.

Es todo un montaje el de estos hombres, no sin peligro para la integridad del paralítico. Seguramente, muchos de los allí presentes se molestarían porque la maniobra interrumpió unas palabras de Dios, de las que ellos eran testigos privilegiados. Alguno quizá pensaría que el mismo Señor podría incomodarse por esa perturbación intempestiva. Veamos, sin embargo, cuál fue la reacción del Maestro cuando el enfermo tocó tierra: Viendo Jesús la fe que tenían, le dice al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.

¡Cómo nos sorprendes, Señor, cada día! Quizá esperábamos de tu benevolencia una sonrisa de aprobación y, en cambio, pronuncias unas palabras que nadie esperaba. Te piden una disculpa por la molestia y Tú te adelantas con el perdón de los pecados. ¿Cuántas personas, de entre los amigos del paralítico, sus parientes, se habrían planteado esa necesidad? Quizá ninguno o, solo Dios sabe, el alma de aquel hombre suspiraba por la misericordia divina, tal vez pensando (de acuerdo con la mentalidad de su tiempo) que esa enfermedad se debía a sus pecados y a los de sus mayores. Benedicto XVI (2006a) explicaba que, al obrar así, Jesús muestra que quiere sanar, ante todo, el espíritu:

El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado le impide moverse con libertad, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí. En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco lo paraliza. Por eso Jesús, suscitando el escándalo de los escribas presentes, dice primero: Tus pecados quedan perdonados.

Podemos considerar en nuestra oración que tú y yo no solo somos esos amigos que llevan a Jesús, sino que también somos el paralítico aherrojado por las culpas y necesitado de perdón.

Al ver Jesús la fe de ellos, dijo: —Hijo, tus pecados te son perdonados. Para algunos, pudo suponer un fracaso: ¿tanto esfuerzo, para una simple fórmula penitencial? Para los escribas, fue la ocasión del escándalo: Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: “¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo uno, Dios?”. Las autoridades, sin embargo, no concluyeron bien el silogismo que, con un poco de fe, podría haber sido: si este hombre perdona los pecados, es porque estamos frente a Dios. Hace falta mucha humildad para reconocer que necesitamos ese perdón del Señor.

Seguramente, la sensación del minusválido fue muy distinta: experimentaría en su corazón la alegría del perdón divino, la tranquilidad, la inocencia que todos advertimos después de la confesión. Quizá este puede ser el primer propósito: tener la misma fe de aquellas personas, para acercar nuestros amigos al sacramento de la penitencia. El beato Álvaro del Portillo explicaba la importancia del apostolado de la confesión en el camino interior de un cristiano:

Para que las personas que tratamos escuchen las mociones del Señor, que a todos llama a la santidad, se requiere que vivan habitualmente en estado de gracia. Por eso, el apostolado de la Confesión cobra una importancia particular. Solo cuando media una amistad habitual con el Señor —amistad que se funda sobre el don de la gracia santificante—, las almas están en condiciones de percibir la invitación que Jesucristo nos dirige: si alguno quiere venir en pos de mí… (Carta pastoral, 1-12-1993, 2014, p. 26)

Uno esperaría que, delante de un grupo de escribas, Jesús guardara las formas, que se comportara de modo diplomático para evitar malentendidos. Pero Él no obra con la timidez que nos caracteriza a nosotros, sino que vino para cumplir la voluntad de su Padre y decidió reforzar su predicación con milagros —como otras muchas veces— y llenar de alegría el corazón de los cinco amigos que tenían tanta fe: Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, respondió y les dijo: “¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate y echa a andar’? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados —dijo al paralítico—: ‘A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla, vete a tu casa’”. ¡Cómo habrá sido esa mirada de Jesús! Nos la imaginamos sonriente, cariñosa, y al mismo tiempo llena del imperio divino.

El Señor premia la fe de aquellos amigos curando al paralítico. Pero el milagro más importante es la purificación de ese hombre: —Hijo, tus pecados te son perdonados. Jesús demuestra su mesianismo perdonando los pecados. Es lo más importante que puede hacer, para eso se encarnó, para redimirnos. En la mente de los más sencillos resonarían las palabras del profeta: Se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán, saltará el cojo como un venado, la lengua del mudo cantará (Is 35, 1-10). Señor: ¡qué bueno eres cuando curas, cuando haces milagros, cuando predicas el reino! Pero, sobre todo, ¡qué grande Dios muestras ser, cuando perdonas nuestros pecados! San Ambrosio alaba a Dios por esta misericordia: “¡Qué grande es el Señor que, por los méritos de algunos, perdona a los otros y que, mientras alaba a aquéllos, perdona a éstos!” (Tratado sobre el Evangelio de san Lucas, in loc.).

Dejarnos perdonar por el Señor. Aprovechar la intercesión de María para alcanzar la fuerza necesaria y dar el paso de fe, ponernos de rodillas delante del ministro sagrado —no importa su personal indignidad— y pedir perdón a Dios. Benedicto XVI (2006a) concluía:

El mensaje es claro: el hombre, paralizado por el pecado, necesita la misericordia de Dios, que Cristo vino a darle, para que, sanado en el corazón, toda su existencia pueda renovarse. Pero la palabra de Dios nos invita a tener una mirada de fe y a confiar, como las personas que llevaron al paralítico, a quien sólo Jesús puede curar verdaderamente.

El mensaje es claro, dice el papa alemán: necesitamos la misericordia divina. Y el Señor nos la ofrece, como al paralítico, en el sacramento de la Penitencia:

El amor de Dios es la verdadera fuerza que renueva al mundo. Invoquemos juntos la intercesión de la Virgen María para que todos los hombres se abran al amor misericordioso de Dios, y así la familia humana pueda sanar en profundidad de los males que la afligen. (2006a)

Si nos abrimos al amor misericordioso de Dios, sanaremos en profundidad nuestros males. Se podrá decir de nosotros y de los amigos que acerquemos a la confesión lo mismo que del paralítico: Se levantó, cogió inmediatamente la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: “Nunca hemos visto una cosa igual”.

4. El demonio mudo

El Evangelio de san Lucas se estructura como una larga peregrinación de Jesús, que parte desde Galilea y muere en Jerusalén. En medio de las diversas enseñanzas, aparece como de pasada un milagro que es, al mismo tiempo, de curación y de exorcismo: Estaba echando un demonio que era mudo. Sucedió que, apenas salió el demonio, empezó a hablar el mudo. La multitud se quedó admirada (Lc 11, 14). En Mateo se dice que este mudo era, además, sordo y ciego. Por eso comenta san Jerónimo lo siguiente:

[…] en un solo hombre hizo el Señor tres prodigios: darle la vista, darle la palabra, y librarlo del demonio. Y lo que hizo entonces exteriormente, lo hace todos los días en la conversión de los pecadores, que después de verse libres del demonio, reciben la luz de la fe y consagran su lengua, incapaz antes de hablar, a las alabanzas divinas. (Comentario a Mateo, 12, 22)

El pasaje continúa con una discusión del Maestro y los fariseos, que lo acusaban de actuar como enviado del demonio, a lo que el Señor les respondió que no podía haber división en ningún bando vencedor: Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa contra casa. Y aprovechó para concluir lanzando un desafío: El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Hay que elegir entre Dios o el demonio, no hay punto medio. Por eso estas palabras resuenan con frecuencia en Cuaresma, con el telón de fondo del salmo 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón.

Un medio muy importante para tomar partido por el Señor es la dirección espiritual. Se trata de una posibilidad que nos ofrece la Iglesia, con la que nos favorece la conversión frecuente. El papa Francisco la describe como “el acompañamiento personal de los procesos de crecimiento” (2013):

En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro, cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. (n. 169)

La dirección espiritual —esa mirada conmovida que hace presente a Cristo— se remonta hasta el comienzo, cuando Él mismo charlaba con cada uno de sus apóstoles, como vemos con san Pedro después de la Resurrección, el día cuando le confirmó su encargo de apacentar las ovejas, a pesar de las traiciones del Jueves Santo. Agradezcamos al Señor esa posibilidad maravillosa de avanzar con seguridad en el camino de la identificación con Él:

¡Qué felicidad tener alguien con quien hablar como contigo mismo!, ¡a quien no temas confesar tus eventuales fallos!, ¡a quien puedas revelar sin rubor tus posibles progresos en la vida espiritual!, ¡a quien puedas confiar todos los secretos de tu corazón y comunicarle tus proyectos! (Elredo de Rievaulx, citado por Dubois, 1948, p. 53)

Cada vez que acudamos a la dirección espiritual, podremos pensar que el mismo Jesucristo nos aconseja, sirviéndose de la persona que nos escucha como el instrumento idóneo que la Iglesia nos dispensa. Por eso hemos de asistir con puntualidad, preparando en la oración lo que comentaremos, para que sea una charla breve, concisa, profunda, eficaz. Y una de las virtudes más importantes, junto con la docilidad para hacer propios los consejos y llevarlos a la práctica, es la sinceridad, virtud opuesta a la mudez de la que nos habla el pasaje del Evangelio que estamos considerando.

Por contraste, volvamos al endemoniado, imaginemos su incapacidad: no podía ver, ni oír, ni hablar. Sería muy difícil su relación con los demás, con mayor razón si padecía una posesión diabólica. En realidad, se trataba de un caso dramático. Por eso Jesús tuvo compasión de él y lo curó gustosamente, sin poner trabas o exigencias como hizo antes de otros milagros. San Josemaría se sirve de este personaje para comentar la importancia de la sinceridad. Al llamar a esta posesión la del “demonio mudo”, se refiere a un tipo de enfermedad que va más allá de la incapacidad de pronunciar palabra. La aplica, en la vida interior, al temor de abrir la boca, de no contar lo que sucede —especialmente los hechos negativos, los pecados o imperfecciones que hemos cometido—, por vergüenza, para no perder el supuesto buen concepto que deben de tener sobre nosotros las personas que nos ayudan. Por eso aconseja: “Id a la dirección espiritual con el alma abierta: no la cerréis, porque —repito— se mete el demonio mudo, que es difícil de sacar” (AD, n. 188).

 

Además, explica las características de la sinceridad para que la dirección espiritual logre su cometido, que es la identificación con el espíritu de Cristo:

Si el demonio mudo —del que nos habla el Evangelio— se mete en el alma, lo echa todo a perder. En cambio, si se le arroja inmediatamente, todo sale bien, se camina feliz, todo marcha. —Propósito firme: “sinceridad salvaje” en la dirección espiritual, con delicada educación..., y que esa sinceridad sea inmediata. (F, n. 127)

Sinceridad salvaje, inmediata, con delicada educación. Dios es la verdad, además de que lo sabe todo de nosotros. El diablo, en cambio, es el padre de la mentira y del engaño. Por esa razón, no tiene sentido ocultar la verdad de nuestro interior a quien representa al Señor en el proceso de santificación personal. Es como si uno fuera al médico y le escondiera los síntomas, o no se dejara revisar ni tomar exámenes; o, peor aún, si le dijera que está muy bien mientras el cáncer lo está carcomiendo.

Hay varios ámbitos en los que debemos vivir esta virtud. En primer lugar, con Dios mismo. Huir del anonimato, tratarlo de tú a Tú, con sencillez y naturalidad, en la oración y en el examen de conciencia. Pedir luces al Espíritu Santo para vernos como Él nos ve, que es la realidad última de nuestra existencia.

En segundo lugar, sinceridad con nosotros mismos: considerarnos con objetividad, tratar de conocernos como somos, de alcanzar la verdad sobre nuestra intimidad, sin esconderla en subterfugios ni en eufemismos. Se trata de una manifestación más de la virtud de la humildad. No podemos asustarnos de que seamos frágiles, de que podamos caer ¡y que de hecho caigamos! El conocimiento propio es fundamental para darnos a conocer como somos.

Y así llegamos al tercer punto: la sinceridad con el director espiritual, para facilitarle su labor de acompañamiento, de orientación y exigencia. Hemos de ser sinceros desde antes, cuando la tentación acecha, diciendo con franqueza: se me ocurre esto, tengo una mala temporada, encomiéndame más estos días... Y si tuviéramos la desgracia de “tocar el violón” —no tiene por qué suceder—, sinceridad inmediata (salvaje y educada) en la dirección espiritual y en la confesión sacramental.

La sinceridad lleva a darse a conocer con humildad y claridad, sin medias verdades, sin disimulos ni exageraciones, sin vaguedades, manifestando con sencillez las disposiciones interiores y la realidad de la propia vida, de modo que se pueda recibir toda la ayuda necesaria en la lucha por la santidad. Sinceridad en lo concreto; en el detalle, con delicadeza. Huyendo del embrollo y de lo complicado, llamando a las cosas por su nombre, sin querer enmascarar las flaquezas, derrotas y defectos con falsas razones y justificaciones. (Fernández-Carvajal, 2011, p. 195)

Abrir el alma, dejar entrar al Espíritu Santo en nuestro corazón —con todos sus dones y sus frutos—, es una táctica triunfadora. Un buen consejo por si llegara un momento en que costara especialmente la sinceridad es abrir una puerta con el director espiritual. Quizá decirle de pasada, o escribirle un mensaje: “tenemos que hablar”, “tengo que decirte algo”. Ya es una manera de dar un paso, comenzar a sincerarse. De esa forma, será más fácil encontrar el momento de hablar a solas. Si quizá tampoco sepamos cómo romper el hielo, se puede comenzar diciendo con toda sencillez: “me cuesta mucho decir lo que te voy a contar”. Y entonces, lanzarse a “soltar el sapo”.

Quizá no haga falta un plan tan estudiado, lo que sí es eficaz es un consejo antiguo, que utilizaba san Josemaría en su labor pastoral. Ponía el ejemplo de una persona que cargaba, durante un tramo de varios kilómetros, algunas piedritas en los bolsillos y una roca en el hombro. Al llegar al sitio de destino, lo lógico es que soltara el peñasco, y no las piedrecitas. Pues así tiene que ser la actitud nuestra en la dirección espiritual: comenzar por lo que más cuesta, por las faltas de mayor entidad, sin “dorar la píldora” con pequeños errores que nos pueden llevar a la mentira o al engaño:

Contad primero lo que desearíais que no se supiera. ¡Abajo el demonio mudo! De una cuestión pequeña, dándole vueltas, hacéis una bola grande, como con la nieve, y os encerráis dentro. ¿Por qué? ¡Abrid el alma! Yo os aseguro la felicidad, que es fidelidad al camino cristiano, si sois sinceros. Claridad, sencillez: son disposiciones absolutamente necesarias; hemos de abrir el alma, de par en par, de modo que entre el sol de Dios y la claridad del Amor. (AD, n. 189)

La aplicación del pasaje del demonio mudo a la sinceridad en la dirección espiritual va más allá de un simple simbolismo: “El que se calla tiene un secreto con Satanás, y es mala cosa tener a Satanás como amigo” (Carta, 24-3-1931, n. 38, citada por Burkhart y López, 2013, p. 325). O, mirándolo en positivo: “Por eso demuestra tanto interés el diablo en cegar nuestras inteligencias con la soberbia, que enmudece: sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones” (Carta, 14-2-1974, n. 22, citada por Burkhart y López, 2013, p. 325).

La sinceridad es el comienzo de la solución. Como el hijo pródigo, experimentaremos la infinita misericordia del Padre, que no solo nos acoge de nuevo en su seno, sino que organiza una fiesta. El banquete del amor, del perdón, de la resurrección: este hijo estaba muerto y ha revivido.

Acudamos a la Virgen Santísima, que tenía un alma fina, delicada, pura, limpísima, porque siempre estaba en diálogo franco y amoroso con ese Dios que era su Padre, su Hijo y su Esposo. Pidámosle que nos ayude a vencer al demonio mudo por medio de la sinceridad salvaje, educada e inmediata con Dios, con nosotros mismos y con quienes dirigen nuestra alma.

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