Héctor Urruspuru entra ahora en escena en este, que como ya lo señalé, es un libro a dos voces, podría agregar a dos voces en un mismo plano potenciándose. Hago esta salvedad pues las distintas poéticas, contrariamente a lo que insinúan muchos, no se imponen unas a otras. En el referido proceso de desarrollo poético a través de los tiempos ejercen, unas sobre otras, efectos colaborativos. Tal es este caso.
Urruspuru confiesa que Buenos Aires es su ciudad, ¿infiere que es de su propiedad? cuando exclama “Ciudad mía: estoy sentado en un prado”. No hay dudas, no se puede negar que es un poeta porteño, hijo y producto de esta ciudad caótica y apropiadora que imprime su sello en las experiencias y en el lenguaje de los seres que la habitan.
Pero, su lirismo, intenso, vital, en el que los relojes parecen haberse detenido, apela a distintos elementos, despliega claves singulares para poner en escena el amor, la vida, el dolor y la soledad. Habrán de aparecer en sus textos: cromlechs, menhires, referencias al druidismo; cisnes, ave consagrada a Apolo; el lobo, animal protagónico de varias mitologías y asociado a las tinieblas y la violencia; el ouroboros, símbolo de la naturaleza cíclica y del eterno retorno; ciudades lejanas, la desaparecida Niníve y Nagazaki, destruida por la modernidad nuclear; y entre otras cosas, los kamikazes, volando solitarios sin retorno hacia la nada.
Todo ello le es instrumental para “... encontrar los elementos de un tiempo detenido…”. Cualidad que Gastón Bachelard sostiene es la marca en el orillo “…de todo poema verdadero.” Produciendo un extrañamiento de la realidad que nos instala en un universo abisal.
A Urruspuru le complace adoptar máscaras la de Vivaldi en “Las cuatro estaciones”, poema de amor construido a partir de la composición del maestro veneciano y un personaje de Melville, le servirá para declarar en un tono irónico, pero por eso no menos metafórico o cierto, que todo es lectura, reescritura y desarrollo desde Homero hasta nuestros días.
“Soy Bartleby! Soy Bartleby! Hijo de todos los amanuenses copista de las lunas... todo lo copié! La Divina Comedia bajo continua lluvia de grappa del Po. Al Decamerón letra a letra con derretida vela negra del averno. Al Don Quijote en trazos ininteligibles y era mi mano un molino loco, volador. Bajo los efectos del opio adormilado en pipa churchwarden terminé para mi jefe muerto el Ulises de Joyce... Y un día me copié a mí mismo. Envuelto como para regalo, heterónimo de las nadas... desaparecí en un caluroso Portugal. Solo, dejé flotando el ruido de mi pluma de cálamo marrón, sobre papel de arroz. (Y en la luz-ojos-gastados, de una lamparita de 25 watts, que se apaga lenta, quedó en el aire el perfume dulce amargo de mi tinta negra).”
Falta tiempo para escribir sonetos,
para hacer el amor,
para esperar en una misma esquina.
Falta razón para otro brindis,
para una mano más,
para una lágrima escondida.
Falta espacio para un abrazo tibio,
para el silencio de la música,
o el misterio burlón de la alegría.
Falta el verde en las calles,
el rojo en los vestidos,
el blanco en las heridas.
Falta emoción en las palabras,
escrúpulos en el espejo,
calor en las nostalgias compartidas.
Falta la luz en los amaneceres,
los surcos en la tierra,
el lápiz y el pincel de los suicidas.
¡Falta pan, falta envido, falta vida!
Las muchachas que ya no puedo amar
llevan enjambres de peces alborotados en sus mochilas,
tiñen sus cabellos del color de las hojas del ciruelo,
vuelcan collares de almendras en sus camisas,
desvirgan sus orejas
con setas y caracoles hundidos.
Las muchachas que ya no me miran
vuelan con alas de seda de bautismos,
toman lo que quieren de los escaparates
elevándose en un vuelo infinito,
llevan guirnaldas encendidas en la frente,
y una cajita de música por vestido.
Las muchachas que ya no me aman
me dicen: señor, ¿me da permiso? Tienen un aire tan elemental, tan Blancanieves, que piden desvestirse con la luz encendida y muerden las manzanas de a poquito.
Las muchachas que ya no me nada
portan panales pequeños en sus corpiños
y vierten sus primeras mieles escarlatas
en el trono de un príncipe maldito.
Las muchachas que digo, que ya no conmigo,
llevan entre sus piernas
perlas y animalitos.
Dicen que sí tantas veces,
que enamoran hasta a los grillos
y lanzan por las ventanas
sus desnudos cristalinos.
Las muchachas que ya ni mirar puedo
se sacan el corazón para exhibirlo,
tienen dientes de risa nacarada,
pies de mariposa albina,
boca de azúcar y membrillo.
Las muchachas que ya no puedo amar, ni me aman,
que ya no me miran, ni miro,
las muchachas que ya no me nada,
que ya no conmigo,
traen la muerte blanca en sus caricias
y yo les acerco la mejilla
en una suerte de suicidio.
Y nuevamente la palabra te invita a morir
y te preparás ceremonioso, vas a la cama,
te vestís de blanco mortaja,
te corregís el pelo,
te acostás sereno, desnudo de anillos y sin dientes,
estirás las piernas con sus últimos crujidos,
cruzás los brazos, pensás,
tal vez sea este tu primer abrazo.
La palabra que te invita a morir,
la que escuchó tu padre,
la abuela francesa,
tu perro enfermo y el desaparecido,
anda de visita, de ronda.
Y cerrás los ojos de miradas,
te alistás a escuchar
primero el silencio,
luego unos pasos,
unos labios que se acercan a tu oreja,
un aire cálido con olor a ajo, un susurro.
La palabra que te invita a morir
te acomoda la infancia,
no se ríe de los sueños,
es una náufraga de la primera llovizna,
reverbera mientras muerde tus miedos,
baila con fulgor de cuervos
pero presume de paloma, grita.
Nuevamente la palabra te invita a morir
y esta vez, con una sonrisa descalza de tristezas,
aceptás.
Ya no es clara la noche, está temblando,
una vela derrama
postreras lágrimas de cera,
ondean las cortinas en la sombra,
el viento ha entrado en mis zapatos,
sin duda están bailando.
Un astro errante parte en dos la Luna
y has tomado un pedazo en cada mano.
Después de un número preciso y par
de campanazos congelados,
comimos dulcemente
en nombre del amor,
cada uno su pedazo.
Y entre todas las formas que escogimos
para alterar el tiempo y el espacio,
no acabo de entender por qué esta noche
de vino y de Cortázar
de viento audaz, de piano,
sin comprender nos fuimos separando.
Tiembla la noche oscura,
y estoy llorándote desde otros brazos.
Que marche un telebin
para ver la posición de tu mirada
cuando sin prejuicios y sin marcas
dejaste caer el bretel izquierdo
de tu vestido perla con la mano blanca
y desde lo alto de tu hombro de ángel
despuntó un sol inocente jamás vislumbrado
Que pasen el riplei en ultra moushon
cuando tus ojos de mariposa
volaron por las ventanas del paraíso
hasta embestir mis deseos de piraña
y surcaron para siempre mi aorta
obstruida de equinoccios
Que hagan patear de nuevo
los doce penales de acero
que atravesaron besaron ves Aron
como perdí por goleada
por salir a buscar el empate
la noche del eclipse del tiempo
Del Vieytes nos aplauden, ¡viva! ¡viva!
y un ángel y un soldado y una niña
se tocan en la esquina del Colón
En tiempo de descuento de esta vida aletargada
meteré dos cambios impensados
la golondrina de una veleta rota
por la canción de un anarquista enfermo
y una bolsa de arpillera de sueños y poemas
por tres botellas de whisky nacional berreta
Te reís pero solo vos me oís
a la luna la atropellaron en Callao
por pedir la hora la hora referí
Al terminar te cambio tu camiseta musculosa
por mi ballenera verde
Y camino a los vestuarios
así medio ebrios medio narcotizados
le hago respiración a la luna por un cráter
y con su sangre arremolinada
escribo un grafiti en el asfalto
“quereme así piantao, piantao, piantao...”.
Que tus harapos de oro y sangre vuelen
Yo quiero ser el que llorando llamo
al toro herido que enterraron vivo
siempre en la ronda Dios va de tu mano,
siempre estarás de vida en un olivo.
Armado con amor hasta los huesos,
tus gestos torrenciales inclementes
te yerguen minuciosos como besos,
a golpes y cornadas más calientes.
Orihuela contempla silenciosa,
las cárceles que hicieron en el cielo.
La luz en libertad por tu vergel.
Sonrisa huracanada y bulliciosa
arrastra a los almendros en su vuelo.
Te lloran las luciérnagas, Miguel.