Pinceladas del amor divino

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19 de febrero
Una mujer comprometida

“Nunca se apartará de tu boca este libro de la Ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que está escrito en él” (Jos. 1:8, RVR 95).

Es imposible no reconocer el papel insustituible de la mujer en el quehacer actual de la sociedad, desde la que se encuentra en la trin­chera de su hogar como madre y esposa, hasta aquella que sale cada día a trabajar para contribuir al bienestar familiar.

El mundo actual exige compromiso, y debemos asumirlo con propiedad desde lo que somos. Muchas lo han olvidado; otras conscientemente desechan lo que las hace mujer, tomando una postura con rasgos masculinos.

Las mujeres comprometidas comenzaron haciendo un compromiso con ellas mismas: aceptar que son únicas en todos los aspectos de su naturaleza. Acep­ta que eres única, diferente a los demás. Nadie en el mundo es exactamente como tú. Triunfas, fracasas, buscas, creces, logras. Tu manera de ver, oír, tocar, saborear, sentir, pensar, moverte, hablar y escoger son tus compañeros, tus armas para avanzar hacia lo desconocido.

El compromiso con la vida nos pone a cada paso en la disyuntiva de tomar decisiones; seamos asertivas, aunque a la vez con algo de cautela y precau­ción. Como dice Virginia Satir: “Busquemos lo que nos es útil; desechemos lo que no sirve. Exploremos lo que necesitamos, lo que todavía no tenemos; démonos permiso para crear. Esta es la esencia de la vida”.

No esquives la “novedad” por miedo a fracasar; cada día trae cosas nuevas que aprender y disfrutar. Sin embargo, no olvides que Dios no nos usa por los grados académicos que tengamos, sino más bien por un corazón humil­de, inclinado a hacer su voluntad bajo cualquier circunstancia.

Sé una inspiración para las mujeres que te observan; no consideres a nadie como inferior a ti, pero tampoco te veas a ti misma como alguien in­significante. No intentes cubrir tu baja estima exagerando los errores de las demás, jactándote de tus aciertos. Dios dice: “Ninguno piense de sí mismo más de lo que debe pensar. Antes bien, cada uno piense de sí con modera­ción, según los dones que Dios le haya dado junto con la fe” (Rom. 12:3).

Dios bendiga el quehacer que te traerá este día. Antes de comenzar, in­clínate reverente ante él y, con humildad, suplica para que su presencia no te abandone.

20 de febrero
Dejando huella

“Encomienda a Jehová tu camino, confía en él y él hará. Exhibirá tu justicia como la luz y tu derecho como el mediodía” (Sal. 37:5, 6, RVR 95).

Hace una década que mi madre descansa esperando la resurrec­ción. Vivir sin su presencia física ha sido difícil; sin embargo, me doy cuenta de que casi todos los días la siento presente a través de sus enseñanzas, ilustraciones y frases, que han pasado a ser un legado familiar.

Mi madre fue una mujer sencilla. La mayor parte de su educación la reci­bió en la escuela de la vida. Siendo apenas una niña, enfrentó la orfandad, asumiendo el papel de madre de sus hermanos pequeños. Formó su familia con la fragilidad de sus 18 años. Fue una madre amorosa y una es­posa fiel; y hoy, aunque ya no está en vida, el eco de su voz resuena en mi corazón, ayudándome a vivir sabiamente.

Lo que decimos y hacemos deja huellas imborrables. Con cada paso que damos escribimos nuestra historia y afectamos la historia de los demás. Cada cosa que tocamos, cada palabra pronunciada, cada mirada, cada acción en favor o en contra de alguien deja una huella. Lo mismo ocurre con las omisiones, es decir, lo que hubiéramos podido decir y hacer pero no hicimos ni dijimos.

Andemos con cautela. Nuestras acciones, por muy insignificantes que nos parezcan, marcarán la vida de alguien positiva o negativamente. Piensa en al­guna persona que en algún momento de tu vida te dio apoyo, quizá, con una palabra, una mirada o un gesto, y lo que significó y aún significa para ti. “Ca­da persona que pasa por nuestra vida es única. Siempre deja un poco de sí, y se lleva un poco de nosotros. Habrá los que se llevan mucho, pero no habrá de los que no nos dejan nada” (Jorge Luis Borges).

Amiga, toma conciencia de esta gran responsabilidad y anda como con­viene en el Señor. Piensa en tus familiares y en las personas que encontrarás al transitar las horas de este día; ¿qué tipo de huella dejarás en sus vidas?

No estás sola. La promesa del Señor dice: “Confía en Jehová y haz el bien; habitarás en la tierra y te apacentarás de la verdad. Deléitate asimismo en Jehová y él te concederá las peticiones de tu corazón. Encomienda a Jehová tu camino, confía en él y él hará. Exhibirá tu justicia como la luz y tu derecho como el mediodía” (Sal. 37:3-6, RVR 95).

21 de febrero
Vejestud, divino tesoro

“Las ancianas deben portarse con reverencia. […] Deben dar buen ejemplo y enseñar a las jóvenes a amar a sus esposos y a sus hijos, a ser juiciosas, puras, cuidadosas del hogar” (Tito 2:2-5).

Revisando libros en una biblioteca, encontré un título que llamó mi atención: La vejestud. Leí algunos fragmentos que me parecieron interesantes. Una frase de Bonnie Prudden, reconocida escaladora, me inspiró a escribir esta reflexión: “No podemos volver el reloj atrás, pero le podemos volver a dar cuerda”.

La vejez es una etapa de la vida no solo cargada de años, arrugas y achaques; también de experiencias, vivencias y recuerdos. Es cuando la cuenta de los años pasa a un segundo plano, para entrar en el camino nuevo que nos lleva a la espiritualidad, a lo esencial, dejando atrás las cosas banales y superfluas de la vida. Todo esto y mucho más es lo que hace de la vejez una etapa que nos ofrece un caudal de opciones.

En la vejez, somos conductoras expertas de la vida. Lo físico y lo temporal se desplazan a un segundo plano y nos convertimos en maestras para los que vienen detrás. Siempre he escuchado frases como “juventud, divino teso­ro”; ¿menospreciaremos el tesoro de los que han pasado por todas las edades del ciclo de vida, convirtiéndose en “maestras del bien”? Vivimos tiempos en que la gente cree poder comprar la juventud a través de sesiones de spa, clí­nicas rejuvenecedoras, o cremas y aceites. Pero ¿quién nos ha hecho creer que llegar a viejos es equivalente a ser inservibles?

Tus sienes grises y los surcos de tu piel no son signos de derrota; te con­vierten en una guerrera triunfadora, te avalan como maestra del bien, te ponen en una condición de guía, orientadora y consejera. Es una posición de privi­legio que debes asumir con gratitud y gozo. No te mires en el espejo con molestia pensando que tu compromiso con la vida ha terminado. La juventud no es solo un estado físico; tiene que ver con la actitud. Aprende a vivir con tus años; aún tienes alas y, si te pones en las manos de Dios, volarás muy alto.

Dios dice: “Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; mas los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas, levantarán alas como las águilas, correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán” (Isa. 40:30, 31, RVR 95).

22 de febrero
Sed de paz

“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27, RVR 95).

La búsqueda de la paz a través de la violencia es cosa de todos los días en este mundo. Los titulares de los periódicos y las primeras noti­cias televisivas de la mañana están cargados de actos violentos que pretenden ser excusados al atribuirse a la búsqueda de la paz. Pero la paz bus­cada por tantas organizaciones mundiales se ve cada día más lejana. ¿Qué hace que la paz sea tan difícil de lograr?

Por supuesto, la falta de paz tiene su raíz en el egoísmo humano. Todos, de algún modo, deseamos que nuestros puntos de vista, ideas, opiniones y creen­cias sean los rectores de la conducta de los demás y, al no lograrlo, entramos en pugna. Creo que la paz del mundo tendría una vía más expedita si cada uno trabajara en su paz interior. ¿Cómo? Liberándonos de resentimientos, ren­cores y enojos; permitiendo que los demás piensen diferente a nosotros y, a pesar de eso, simpatizar con ellos.

La paz es posible cuando ponemos nuestra confianza en Dios y nos amis­tamos con él. En la Biblia leemos: “Dios les dará su paz, que es más grande de lo que el hombre puede entender; y esta paz cuidará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús” (Fil. 4:7). La paz de Dios es el antídoto para nuestras preocupaciones, angustias y temores. La mujer que acudía al pozo día a día tenía sed de paz y no de agua. Y solo fue saciada en su encuentro con Jesús.

Querida amiga, la paz de Dios está a tu alcance y va más allá de tus du­das, miedos, complejos y soledad; solo necesitas pedirla. En su Palabra leemos: “Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque él se interesa por ustedes” (1 Ped. 5:7). La paz interior no te exime de luchas, conflictos y pruebas; es el resultado de saber que, en medio de las tribulaciones, Dios está contigo, aunque haya momentos en los que no lo sientas.

Que al comenzar este día, tu oración sea estas palabras de Mery Bracho:

“En tu paz viviré y confiaré,

en tu paz no temeré;

a ti te llevaré mis preocupaciones

y aflicciones, mis luchas,

mis mezcladas emociones,

y me relajaré en tu gran amor”.

23 de febrero
Una mujer que ama a Dios

“La mujer se salvará si cumple sus deberes como madre, y si con buen juicio se mantiene en la fe, el amor y la santidad” (1 Tim. 2:15).

 

La mujer que es esposa y madre tiene un papel preponderante e insus­tituible en el hogar, y su influencia trasciende los límites de ese hogar. Por esta razón, es necesario que desarrolle un gran sentido de responsa­bilidad y compromiso en lo que concierne a la realización de las tareas comu­nes de la familia. “Llevar bien una casa no es cosa fácil. Requiere grandes dotes de organización, creatividad, fortaleza, sabiduría, bondad, dominio propio, prudencia, orden y buena administración” (Cantú, p. 173).

La atención del hogar y la familia no es responsabilidad pequeña; por el contrario, es allí donde se forman vidas para esta tierra y para la eternidad. Elena de White dice: “El conocimiento de los deberes domésticos es de incal­culable valor para toda mujer. Hay familias [...] cuya felicidad queda arruinada por la ineficiencia de la esposa y madre” (El hogar cristiano, p. 75).

Ante esta solemne declaración, la esposa, madre y ama de casa debería bus­car con deseo ferviente conocer y hacer la voluntad de Dios; solo así podrá reflejar lo santo y puro del cielo en todo lo que haga. ¡Cuántas son las mujeres que, abrumadas por las tareas propias del hogar, desarrollan un espíritu amar­go y ansioso, olvidando descansar a los pies de Jesús! Ojalá se detuvieran un poco y escucharan la dulce voz del Maestro diciéndoles: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mat. 11:28, RVR 95). Con cuánta ternura el Señor nos llama y cuán poco, a veces, estamos dispues­tas a aceptar su dulce invitación.

Ahora es el momento de desarrollar una relación de compañerismo per­manente con Jesús, de tal manera que nuestros hogares sean como la luz guia­dora de un faro en medio de la oscuridad de la noche. Seamos mujeres de oración, para que podamos modelar las virtudes eternas frente a nuestros hijos, y ser de apoyo y ayuda para nuestros esposos. Recuerda que todo lo que haces está a la vista de Dios. Que tu oración sea: “Señor, que la necesidad de tu presencia nunca se extinga en mi vida. ¡Por favor, nunca te canses de tocar a la puerta de mi corazón! Tómame en tus brazos y concédeme el privilegio de ver a todos mis seres amados entrar a la patria celestial”.

24 de febrero
Digamos “gracias”

“Den gracias a Dios por todo, porque esto es lo que él quiere de ustedes como creyentes en Cristo Jesús” (1 Tes. 5:18).

Hace un tiempo, al ir de compras al mercado, me llevé una agrada­ble sorpresa. Un niño pequeño y su madre conversaban por el pasi­llo. El pequeño hablaba en voz muy alta, de manera que pude escuchar a la perfección lo que decía: “Mami, gracias por tantas cosas ricas que estás comprando para mí, para mis hermanos y para mi papá”. Sorprendida, me adelanté un poco para ver su rostro y, cuando me vio, movió su mano peque­ña en señal de despedida. Salí de allí y camino a casa todavía resonaban en mis oídos sus palabras. Me pregunté: ¿De dónde emerge su gratitud? Deduje que en el hogar y de los labios de sus padres ha escuchado y aprendido a decir “gracias”.

La gratitud despierta sentimientos que proveen bienestar. Vivimos en una sociedad que cree que lo merece todo: los hijos exigen a sus padres bienes materiales, sin siquiera darse cuenta del sacrificio que requieren; los esposos reciben atenciones de parte de sus esposas asumiendo que solo cumplen con su deber; muchas esposas concluyen que los recursos que sus esposos llevan a casa es lo menos que pueden hacer. Poco se escucha la palabra “gracias”. El Señor nos exhorta diciendo: “Den gracias al Señor, porque él es bueno, porque su amor es eterno” (Sal. 118:1).

La gratitud no es, como muchos piensan, pagar por un favor recibido; es una actitud que nace del corazón; es una disposición interior que se pro­yecta exteriormente. La persona agradecida se alegra por los bienes recibidos de parte de Dios, como la salud, la vida, el bienestar o la amistad. Amiga, será bueno que cada amanecer y al terminar el día agradezcas, recordando todo lo recibido de Dios y de las personas que conviven contigo. La gratitud es un valor que hay que “sembrar” poco a poco en el corazón de los niños y los jóvenes; es un hábito que debemos cultivar. Como dice la autora Joyce Meyer: “La gratitud mantiene al diablo lejos, pero cuando nos quejamos, llega de nuevo y para quedarse”.

Para desarrollar gratitud:

 Reconoce lo que Dios hace por ti cada día.

 Reconoce lo que otros hacen por ti cada día.

 Exprésate con palabras y expresiones que muestren ese reconocimiento.

25 de febrero
¡Auxilio, hay un adolescente en casa!

“Los hijos que nos nacen son ricas bendiciones del Señor. Los hijos que nos nacen en la juventud son como flechas en manos de un guerrero. ¡Feliz el hombre que tiene muchas flechas como esas!” (Sal. 127:3-5).

Una madre me preguntó en una ocasión: “¿A qué edad termina la ado­lescencia?” No supe qué responderle. Su rostro mostraba preocupa­ción y ansiedad. Conversamos un rato y me dijo: “Mi hija era una niña maravillosa hasta los doce años; ahora tiene catorce y estoy perdida. No sé qué hacer; no encuentro la manera de acercarme a ella. Ha puesto una barrera de indiferencia entre las dos, y nada de lo que yo diga o haga parece importarle”.

La adolescencia es una etapa de transición entre la pubertad y la madurez. Uno de los cambios más significativos que se producen en la adolescencia es la modificación de la relación madre-hijo. El ajuste y adaptación a ese cam­bio puede generar ansiedad y preocupación. Los vínculos afectivos deben renovarse con paciencia, comprensión y aceptación.

Algunos expertos definen la adolescencia como “la tierra de nadie”; es de­cir, no son niños, pero tampoco son adultos, lo que los lleva a pensar que pertenecen a “una especie rara”. Querida amiga, si eres mamá de un adoles­cente y te sientes impotente, recuerda que la adolescencia no dura toda la vida, pero la manera de vivirla dejará huellas para siempre. Lo mejor que puedes hacer por tu hijo o tu hija en esta etapa de su vida es brindarle acompañamiento cariñoso y comprensivo. Esto no significa sobreprotección; por el contrario, se manifiesta cuando eres sensible a sus necesidades pero lo disciplinas con autoridad, sin autoritarismo, y le reafirmas el amor que sientes por él o ella. Re­cuerda tratarlo como hijo de Dios creado con propósitos especiales.

La adolescencia es una etapa natural en el ciclo de la vida; date el permiso de disfrutarla junto a tu hijo. La queja más frecuente de los adolescentes es: “Nunca puedo hablar con mis padres acerca de lo que me interesa”. Tal vez sea solo esto lo que ellos esperan de ti. Cuando te sientas cansada, sin saber qué hacer, recuerda: “Él da esfuerzo al cansado y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas” (Isa. 41:29, RVR 95).

Estoy segura de que la felicidad de tus hijos es un tema prioritario en tu vida; continúa haciendo lo mejor con la ayuda de Dios. Hoy, antes de iniciar tus quehaceres de madre, regálale un abrazo y dile lo importante que es para ti y para Dios.

26 de febrero
Creada para volar

“¡El Señor llevará a feliz término su acción en mi favor! Señor, tu amor es eterno; ¡no dejes incompleto lo que has emprendido!” (Sal. 138:8).

Hellen Keller,escritora y educadora sorda y ciega, expresó: “Nun­ca se debe gatear cuando se tiene el impulso de volar”. Consideran­do su condición de vida, este es un pensamiento impresionante. A pesar de sus limitaciones físicas, hizo a un lado la adversidad para permitirse volar alto; llegó a graduarse con honores en la Universidad de Radcliffe, rompien­do la creencia de que quien tiene una discapacidad, está destinado al fracaso.

La diferencia entre el éxito y el fracaso la hace cada persona, y tiene que ver con una condición interna. Por creación, todos los seres humanos tenemos atributos, que son las herramientas que nos permiten volar y trascender. La pro mesa es: “Los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas, levantarán alas como las águilas, correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán” (Isa. 40:31, RVR 95). Frente a esta maravillosa declaración, nada de lo que te propongas y que esté en armonía con la voluntad de Dios te será imposible.

La mujer con flujo de sangre parecía tener una enfermedad incurable, pe­ro cuando tocó el manto de Jesús y confió en él, trascendió su condición. Muchas mujeres tienen luchas que van desde su condición de mujer, hasta ex­periencias traumáticas que inhiben su desarrollo personal. Se sienten incapaces, quedándose por decisión o imposición en su zona de confort por temor a fra­casar. La mujer con flujo de sangre tenía muchos impedimentos para acercarse a Jesús, pero los resolvió con creatividad, tenacidad y fe inquebrantable, sa­biendo que no sería rechazada por el Maestro.

Si crees que donde vives no hay oportunidades de crecimiento para ti, o si alguien te ha condicionado haciéndote creer que tus obstáculos son infran­queables, recuerda que Dios es tu Salvador y la solución a todos tus conflictos. Confía en él y camina hacia tus sueños sin temor, asegurándote de estar en sintonía con su voluntad y escuchando los consejos de las personas que te aman. “Dios ve las posibilidades a las que puedes llegar, él tiene un plan, él ve tu po­tencial. Él quiere que el potencial que hay en ti se desate para que puedas llegar a ser la persona para la que fuiste creada” (T. D. Jakes, Mujer, ¡eres libre!, p. 218).

27 de febrero
Crea tu propia imagen

“Tus ojos vieron mi cuerpo en formación; todo eso estaba escrito en tu libro. Habías señalado los días de mi vida cuando aún no existía ninguno de ellos” (Sal. 139:16).

A través del tiempo, construimos nuestra propia imagen. En este proceso interviene lo que nuestros padres, hermanos y amigos nos dicen que somos. Nuestra “autoimagen” es una fotografía de noso­tros mismos que aparece cada vez que decimos “yo”.

El escritor norteamericano Maxwell Maltz dice que nuestra autoimagen establece los límites de nuestro éxito personal. Cuando pienso en esto, recuer­do los calificativos que los adultos significativos de mi vida me dijeron en mi infancia y juventud y que, a pesar de los años trascurridos, todavía hacen eco en mi presente.

Muchos de los comportamientos que adoptamos de adultas vienen de las etiquetas que alguien nos colgó cuando éramos niñas. Las palabras de elogio, así como las palabras que denigran nuestra esencia de hijas de Dios, dejan hue­lla en el concepto que tenemos de nosotras mismas. Por eso debemos ser cui­dadosas de lo que decimos cuando nos referimos a otros, y muy selectivas en la forma en que pensamos de nosotras mismas.

Amiga querida, si tu vida ha quedado “marcada” por los comentarios ne­gativos que tus padres u otras personas cercanas hicieron sobre ti, intenta res­catar todas las cualidades que Dios te dio al crearte. Eres su hija, creada a su imagen y semejanza, y no hay ninguna circunstancia que pueda desvirtuar esta realidad. El proceso de reconstruir tu propia imagen debe estar basado en lo que vales para Dios, con una actitud valiente pero revestida de humildad. Analiza tu vida con Dios, toma ánimo y comienza a caminar hacia tu desarro­llo pleno. El Señor, que te creó, te dice: “No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú” (Isa. 43:1, RVR 95).

Para desarrollar una adecuada imagen de ti misma, nunca aceptes que al­guien te rebaje en tu calidad de hija de Dios. Aprecia tus cualidades físicas, emocionales y espirituales, pues son las herramientas que Dios te ha otorgado para que construyas tu vida. Respeta a los demás para que puedas pedir que te respeten. Si piensas que hay algo en tu vida que necesita ser cambiado, atré­vete a hacerlo; Dios está de tu parte.

Que tu oración sea: “Gracias, Señor, por la forma maravillosa en que me creaste; ayúdame a perdonar las ofensas recibidas y otórgame la oportunidad de ser un agente de amor”.