Pinceladas del amor divino

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10 de febrero
Lo que piensas de ti misma

“Ninguno piense de sí mismo más de lo que debe pensar. Antes bien, cada uno piense de sí con moderación, según los dones que Dios le haya dado junto con la fe” (Rom. 12:3).

El amor y las expresiones de afirmación que damos a otros tie­nen una relación directa con el amor y la estimación que sentimos por nosotras mismas. Sin embargo, el hecho de que nos amemos a noso­tras mismas es considerado por muchos como un signo de soberbia o ego­centrismo. Con esa forma de ver las cosas, negamos nuestra individualidad, y nos criticamos y juzgamos sin compasión. Como bien afirma Bárbara de Angelis: “Si tienes dificultades para amarte a ti, tendrás dificultades para amar a otros, ya que resentirás el tiempo y la energía que le das a otra persona en lugar de dártelos a ti”.

El único parámetro bíblico que nos da luz acerca de este asunto dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mat. 22:39). Con esto se entiende que el amor que damos a otros es una réplica del amor que nos damos a nosotros mismos. De esta forma, el amor propio es el que nos lleva a respetar, apreciar, no juzgar y tener consideración por los otros. Ahora bien, ninguno piense de sí mismo más de lo que debe pensar. Como en todo, el justo equilibrio es la clave.

Para la mujer cristiana, el amor propio tiene que ver con su condición de hija de Dios. Criticar, menoscabar y despreciar constantemente la actuación propia es no valorar esa creación de Dios que eres tú. Aplicando ese rasero a ti misma, con certeza se lo aplicarás a los demás.

Amiga, quererte a ti misma es también nutrir tu cuerpo con alimentos sanos, vigilar apropiadamente las avenidas del alma, es decir, tener cuidado con lo que entra por tus oídos, tus ojos y tu boca. También incluye regocijarte por tus cualidades personales y celebrarlas, pues son dones de Dios para tu desarrollo.

Para que logres un sentido de valor personal sano y equilibrado es im­portante que:

 Revises tu concepto de lo que significa ser mujer a la luz de la Biblia. Aprendas a autocriticarte sin descalificarte.

 Seas competente, mas no competitiva.

 Reconozcas tus emociones y sentimientos.

 Refuerces cada día tu creencia en ti misma.

Eres afortunada, porque eres amada por Dios. Ante tus errores, no te cul­pes; corrige. Ante tus problemas, busca soluciones. Ante tus tristezas, busca consuelo en Dios y en quienes te aman. Nunca desistas.

11 de febrero
Guerreras de esperanza

“Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Su valor sobrepasa largamente al de las piedras preciosas” (Prov. 31:10, RVR 95).

No puedo recordarla de otra manera. Todavía, a pesar de los años transcurridos, puedo cerrar los ojos y traer a la imaginación su pequeña figura, menguada por la enfermedad. En la cama del hos­pital se veía frágil; sus manos pequeñas y arrugadas descansaban sobre su re­gazo, mientras sus resecos labios intentaban sonreír en señal de bienvenida. Aquel día fue como cualquier otro en un hospital: olor a medicina y desinfec­tante, y altavoces solicitando la presencia del doctor.

El doctor apareció casi reverente en la habitación, se acercó y nos anunció que el tiempo para ella se estaba acabando. Salí un momento al jardín y comen­cé a llorar; no quería que nadie me viera así, y menos ella. Más serena, me paré a su lado y ella levantó su mano en señal de despedida. Le pregunté a dónde iba y me señaló con el índice hacia arriba. Lo demás fue rápido; cerró los ojos y se quedó dormida. Entonces dejé las apariencias a un lado y lloré, no sé cuánto tiempo.

A pesar de su ajetreada y, a veces, tormentosa vida, se fue llena de paz, y con una fe inquebrantable en Dios. Su legado es un tesoro que gozo hoy a pe­sar de que ya no está conmigo. Durante su vida habló poco, pero hizo mucho. Los recuerdos que me dejó son dulces y hacen más fácil mi presente.

En la Biblia leemos: “Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?” Yo respondo: “Yo la hallé en la figura de mi madre”. Querida amiga, si tienes a tu madre conti­go, hónrala; haz por ella lo que ella hizo y hace por ti. Abreva de su sabiduría; los consejos de una madre nunca pierden vigencia, pues emanan de un cora­zón amante y generoso, parecido al del Padre celestial. Por otro lado, si tú eres madre, asegúrate de que tus hijos te honren, sembrando en tu camino hacia la eternidad semillas de amor, que darán su fruto cuando te hayas ido.

Hoy, antes de iniciar tus actividades diarias, reúne a tu familia y presén­tala ante Dios, oren unos por otros y repitan: “Cuando se extinga la flama de mi vida, cuando mi largo caminar haya terminado, solo quedará el perfume de recuerdos de cariño y de bondades” (Óscar Cruz).

12 de febrero
¿Dónde están los papás?

“El Señor dirige los pasos del hombre y lo pone en el camino que a él le agrada” (Sal. 37:23).

Estaba sentada frente a mí, con apenas catorce años de edad y varias expulsiones de la escuela. Llegó a mi consulta más por obliga­ción que por decisión propia. Aunque venía con antecedentes de re­beldía y brotes de ira incontrolada, sus ojos tenían una chispa de dulzura y de inocencia.

Comencé a escuchar su caso. A su edad había tenido varias parejas; por supuesto, mayores que ella. Los reportes escolares hacían alusión a compor­tamientos atrevidos con los chicos y enojo con las chicas. Allí estaba una madre afligida y con un sentido elevado de culpa, preguntándose y preguntándome qué había hecho mal. Durante el proceso de terapia, varias veces solicité la presencia del padre y... ¡qué sorpresa!, era totalmente ajeno a la situación de su niña. Él consideraba que las madres son las que deben encargarse de educar a las niñas; él solo actuaba como proveedor de bienes materiales y nada más.

La niña de ojos dulces tenía una explicación clara para su situación: “Mi papá no me quiere porque siempre esperó tener un varón. Él piensa que las mujeres somos tontas y solo servimos para tener hijos y cuidar la casa”. ¡Cuánto daño puede causar un padre ausente en la vida de sus hijas! La figura masculina, específicamente la del padre, es vital. Las madres debemos estar conscientes de esto y promover las relaciones afectivas de los padres con sus hijas, pues a través de ellas se encuentra un sano equilibrio personal y relacional.

Cuando el padre está ausente, las hijas crecen con un vacío existencial que buscarán llenar de algún modo. Desarrollan un concepto frágil de ellas mismas, lo que las lleva a tener relaciones afectivas con hombres mayores, con el con­sabido riesgo que esto supone. La niña que se relaciona bien con su padre tiene un buen modelo de lo masculino, y este modelo será el que la guiará y moti­vará en sus relaciones futuras con los varones. Las hijas que crecen teniendo una relación sana con su padre son menos propensas a convertirse en madres adolescentes, experimentar depresión, consumir drogas y alcohol, desarro­llar problemas de imagen corporal e involucrarse en actividades delictivas.

¿Qué te parece si oramos por los papás que crían a sus niñas con alto sen­tido de responsabilidad y también por aquellos que, por desconocimiento, no han asumido este gran privilegio?

13 de febrero
Los niños también tienen sentimientos

“¿Acaso una madre olvida o deja de amar a su propio hijo? Pues aunque ella lo olvide, yo no te olvidaré” (Isa. 49:15).

El psicoanalista René Spitz expresó: “La inanición física es tan pe­ligrosa como la inanición afectiva. Sin la satisfacción emocional, los niños mueren”. Los niños tienen emociones profundas. Es triste y la­mentable cuando los padres no toman en cuenta los sentimientos de los niños, y estos reciben humillaciones y son constantemente avergonzados frente a otras personas.

Los niños necesitan crecer y desarrollarse en un ambiente de seguridad dentro de su hogar, donde sepan que no serán criticados, censurados ni aver­gonzados; donde haya respeto, consideración y tolerancia para la naturaleza infantil. Cuando el niño se siente atropellado, se vuelve rebelde y agresivo. A medio y largo plazo presentará conductas antisociales con sus iguales y con toda persona que represente autoridad.

Los niños y los jóvenes necesitan sentirse aceptados; esto sucede adecua­damente cuando los padres son capaces de elogiar sin ser permisivos, y de reconocer sus logros por muy pequeños que estos parezcan. Los padres tie­nen el deber de crear un ambiente cordial en el seno familiar, de modo que ningún hijo quede excluido; cuando un niño es “señalado” y queda confina do al aislamiento, recibe un daño emocional cuyas secuelas arrastrará hasta su vida adulta. Recuerda que cada uno de tus hijos es un individuo. Nunca lo compares con otro niño, ni con sus hermanos; cada quien tiene su propio “ritmo” de desarrollo y su propio “lente” por donde percibe el mundo que lo rodea. La maternidad es un desafío. Es posible que hoy te hayas levantado pre­sionada por las demandas de tus hijos y te sientas abrumada e impaciente. Los niños van y vienen, corren y juegan, ríen y lloran, y a veces pelean entre ellos, haciendo que tu día sea interminable. Elena de White dice: “Ma­dres, dejen que su corazón se abra para recibir la instrucción de Dios, recordando siempre que deben hacer su parte de conformidad con la voluntad de Dios. Deben colocarse en la luz y buscar la sabiduría de Dios, con el fin de saber cómo obrar, para que reconozcan a Dios como el obrero princi­pal, y comprendan que ustedes son colaboradoras juntamente con él” (Con­ducción del niño, p. 64).

En esta labor sagrada, Dios es tu ayudador y sustentador. Cada mañana, antes que tus hijos se despierten, corre en busca de dirección divina. Recibe la bendición de su presencia y la tarea del día con tus hijos será dirigida por él.

 

14 de febrero
La bondad de Dios - I

“Enséñanos a contar bien nuestros días, para que nuestra mente alcance sabiduría” (Sal. 90:12).

La bondad infinita de Dios se manifiesta aun en los actos más sen­cillos de la vida diaria. Cuando la rosa se marchita y cae, toda la natu­raleza presencia el nacimiento de un nuevo capullo que abre sus pétalos.

Hace algún tiempo, este milagro de la vida tuvo lugar frente a mis ojos y me hizo comprender una vez más cuán grande es la bondad de Dios. El mismo día que mi nieta nació, mi madre fue ingresada a la sala de terapia intensiva. Mientras mis manos recibían los pétalos marchitos de un amor que se extin­guía, mi alma era consolada con el cálido toque de una diminuta nueva vida que se acurrucaba entre mis brazos. Esa experiencia extraordinaria y singu­lar me hizo comprender que la vida y la muerte no son enemigas; son cóm­plices perfectas que hacen que nuestra estancia en este planeta tenga sentido y valga la pena.

La vida es el espacio de tiempo en el que tenemos la oportunidad de con­struir y de llegar a la autorrealización personal. En ella encontramos la fuerza para lograr metas, trabajar en proyectos y llegar a ser mujeres productivas y felices. La vida nos provee el tiempo para desarrollarnos plenamente; para crecer por fuera y por dentro; y para madurar a la semejanza de nuestro Crea­dor. La vida es la que nos da la energía para levantar la cabeza cada día y la que nos hace desear el reino de los cielos.

Por otro lado, la muerte no es el fin de todo; por el contrario, la muerte nos acerca un poco más a nuestro destino final, al hogar eterno que tanto anhela­mos. El sueño de la muerte es solo un compás de espera hasta que toda la sin­fonía del universo se despliegue y el Señor Dios eterno, Rey de reyes y Señor de señores, regrese en gloria y majestad a buscar a todos sus hijos.

Amiga, vive este día sabiamente, reconociendo que cada instante, cada respiración, cada latido de tu corazón es un regalo de Dios. Aprovéchalo traba­jando y descansando, riendo y llorando, sembrando y cosechando, ayudando y dejándote ayudar, ganando y perdiendo... Todo tiene sentido cuando lo vi­ves intensamente y por los motivos correctos. Inspírate en las palabras del sabio cuando dice: “En este mundo todo tiene su hora; hay un momento para to­do cuanto ocurre” (Ecl. 3:1).

15 de febrero
La bondad de Dios - II

“Yo soy el primero y el último, el que vive. Estuve muerto, pero vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte” (Apoc. 1:17, 18, RVR 95).

La vida y la muerte, aunque aparentemente antagónicas, se unen para dar sentido a la existencia humana. Quien sabe vivir recibirá la muerte sin miedo ni angustia, con la convicción de la misión cum­plida y la tranquilidad de quien sabe que el porvenir no se acaba en la oscu­ridad de una fosa ni en el silencio lóbrego de un cementerio.

La promesa de Dios es: “No tengas miedo; yo soy el primero y el último, y el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre. Yo tengo las llaves del reino de la muerte” (Apoc. 1:17, 18). Esto significa que nos espera un des­tino glorioso que Jesús nos otorgó cuando pagó el precio de la muerte eterna al entregar su vida en la cruz. Esta promesa es para cada una de nosotras.

Vivamos con sabiduría en el temor de Dios, reconociendo que cada día vivido nos acerca al sueño de la muerte, y con él, al día de gozo eterno junto a nuestro Padre y Señor. Qué reconfortante es saber que “el Señor destruirá para siempre la muerte, secará las lágrimas de los ojos de todos” (Isa. 25:8).

El primer llanto de mi nieta al nacer fue su grito de lucha al enfren­tar por primera vez los imperativos de la vida en esta tierra. Desde ese momento, con los valores que sus padres le inculcarán y con la bendición de Dios, tendrá que salvar obstáculos para no desperdiciar las oportunidades que ella misma irá creando con trabajo, dedicación, esfuerzo, tenacidad y, sobre todo, con una búsqueda incansable de la voluntad de Dios.

El último suspiro de mi madre, sereno y apacible, fue su mensaje para to­dos los que la conocimos y la amamos: un símbolo de la misión cumplida. Su último aliento fue su canto de triunfo, no un lamento de derrota.

La vida y la muerte, las lágrimas y las risas, la luz y la oscuridad, el comien­zo y el final son pinceladas que cada ser humano pone en el lienzo de su exis­tencia. Y finalmente, cuando el cuadro esté concluido, pondremos frente a los ojos del Artista supremo la obra terminada para recibir el veredicto final. La muerte no es la mayor pérdida; la mayor pérdida es sentirnos muertas estando vivas.

16 de febrero
El pecado de la impureza

“Hagan, pues, morir todo lo que hay de terrenal en ustedes”

(Col. 3:5).

La impureza parece estar convirtiéndose en algo común. Es evidente el deterioro de la naturaleza misma, receptora de toda la inmundicia ocasionada por los seres humanos. Como muestra de esta realidad, comparto la siguiente información transmitida por un médico del Hospital Infantil de México: “En la zona metropolitana de la Ciudad de México se con­centran dieciocho millones de personas, circulan tres millones de automó­viles, hay más de treinta mil fábricas, hoteles, baños públicos y hospitales. Esto genera diecinueve mil toneladas diarias de desechos, todos ellos a costa de nuestra salud”. Sin embargo, lo más alarmante es la contaminación moral de una sociedad que parece no darse cuento de ello. Los valores éticos y las virtudes morales como la bondad, la honradez o la fidelidad, sucumben a la indiferencia en medio de la búsqueda insaciable de placeres, poder y rique­za. Y las instituciones encargadas de la transmisión de valores –el hogar, la iglesia o la escuela– están perdiendo fuerza y corren peligro de desaparecer.

De la pluma de Elena de White leemos: “La disolución es el pecado característico de esta era. Nunca alzó el vicio su deforme cabeza con tanta osadía como ahora. La gente parece aturdida, y los amantes de la virtud y de la verdadera bondad casi se desalientan por esta osadía, fuerza y predo­minio del vicio” (El hogar cristiano, p. 282).

Nosotras, que somos madres, hijas, hermanas o abuelas, tenemos el pri­vilegio de estar al frente de nuestras familias. Tomemos partido. “Dios pide a sus hijos que vivan una vida pura y santa. Ha dado a su Hijo para que po­damos alcanzar esta norma. Ha hecho toda la provisión necesaria para ca­pacitar al hombre para vivir, no para satisfacción animal, como las bestias que perecen, sino para Dios y el cielo” (La temperancia, p. 156).

Con santa reverencia, pero con autoridad razonable, no permitas que tu hogar sea contaminado con alimentos, lectura, música ni ninguna cosa que ponga en riesgo la santidad de tu familia. Elena de White aconseja: “No se cargue la madre con tantos cuidados que no pueda dedicar tiempo a las ne­cesidades espirituales de su familia. Soliciten los padres a Dios que los guíe en su obra. Arrodillados delante de él, obtendrán una verdadera compren­sión de sus grandes responsabilidades, y podrán confiar a sus hijos a Aquel que nunca yerra en sus consejos e instrucciones” (El hogar cristiano, p. 276).

17 de febrero
Mil maneras de decir “te amo” - I

“Todo lo que hagan, háganlo con amor” (1 Cor. 16:14).

El lenguaje del amor es realmente sencillo, pero cuánto nos cuesta aprenderlo. Pueden ser muchas las razones por las que algunas per­sonas, aun amando, no saben expresarlo. La timidez, la vergüenza, la inseguridad y las creencias erróneas son los motivos más frecuentes que encadenan los afectos, encerrándolos en un nicho de frialdad. Algunos creen que expre­sar amor los hace vulnerables, y lo consideran un signo de debilidad; se sienten expuestos frente a los demás. Elena de White dice: “Son muchos los que consideran la manifestación del amor como una debilidad, y permanecen en tal retraimiento que repelen a los demás. [...] El amor no puede durar mucho si no se le da expresión” (El hogar cristiano, p. 88).

La dificultad de muchos radica en el hecho de que nadie les ha enseñado a amar; sin lugar a dudas, aman, pero desconocen la forma de expresar su amor. Y son muchos también los que frente a un corazón aparentemente congelado e indiferente tienen miedo a sufrir y ser víctimas de rechazo. Sin embargo, todos los seres humanos hemos nacido con la capacidad de dar y recibir amor. Es una virtud inherente a nuestra naturaleza que debemos desarrollar. El amor expresado en sus diferentes formas posee un poder extraordinario que puede hacer que lo aparentemente imposible sea posible. Puede realizar milagros, cambiar vidas y proveer sanidad.

La Palabra de Dios afirma que el amor puede ser aprendido y exhorta a las mujeres maduras y de experiencia a ser maestras en el arte del amor (ver Tito 2:4). Esto nos dice que, sin excepción, podemos ejercitarnos y aprender a manifestar amor. Erick Fromm, en su libro El arte de amar, propone al amor como la respuesta a la existencia humana; es decir, todos necesitamos amor para vivir con salud y plenitud.

Los gestos, los movimientos corporales, la cercanía física, la vehemencia y el énfasis con que decimos las cosas son instrumentos a través de los que podemos expresar amor. Elena de White declara: “Los ángeles se deleitan en morar en un hogar donde vive el amor y este se expresa tanto en las mira­das y las palabras como en los actos” (El hogar cristiano, p. 369).

Amiga, no permitas que ningún miembro de tu familia viva con desnutri­ción emocional; comienza el día haciéndoles evidente el amor que sientes por ellos. Para hacerlo, necesitas recibir la caricia de Dios. Inclínate reverente ante su presencia y recibe su amor y su cariño.

18 de febrero
Mil maneras de decir “te amo” - II

“Sobre todo revístanse de amor, que es el lazo de la perfecta unión” (Col. 3:14).

El biólogo Humberto Maturana, en su teoría acerca de la biología del amor, dice: “Es más fácil ser feliz que infeliz; es más fácil amar que no amar”. Al crearnos, Dios nos dio capacidades emocionales, físicas y espirituales que nos hacen seres humanos equipados para dar y recibir amor.

 Amar con toques cariñosos: el lenguaje corporal del amor se expresa con abrazos, toques positivos, besos y acercamiento que provee apoyo. Con­finar, ignorar y mantenernos a distancia de las personas que amamos ma­ta el amor.

 Amar con los ojos: mirar con atención es la mejor manera de decirle a alguien que es importante para nosotras. Una inspección visual del otro, cargada de sentimientos amorosos, crea lazos de intimidad y cariño que ayu­dan a resistir los peores momentos. Una mirada vale más que mil palabras.

 Amar con los oídos: padres, madres, esposas y esposos “sordos” abundan. Son los que construyen un muro de indiferencia, confinan a los hijos a la soledad y al abandono. El amor sencillo y verdadero necesita tiem­po para despojarse de las preocupaciones personales y escuchar a otros con genuino interés. Una conversación sin prisa puede ser una excelente sesión de catarsis que todos necesitamos.

 Amar a través del respeto: decimos “te amo” cuando manifestamos res­peto y consideración. Todos tenemos gustos, intereses, expectativas y sueños diferentes. El respeto debe inducirnos a ser sensibles a los sentimientos ajenos. “Lo siento” y “lo has hecho muy bien”, aunque son frases sencillas de expresar, se hacen cada día más escasas.

Aprendamos el lenguaje del amor. Cada quien podrá expresarlo de acuer­do a su forma de ser, sin tratar de imitar a nadie. Si es a través de las palabras o los gestos, no tengamos miedo; un “te quiero” lleno de sinceridad puede mo­ver montañas. Una caricia sincera puede curar heridas profundas.

Elena de White escribió: “Las pequeñas atenciones, los numerosos in­cidentes cotidianos y las sencillas cortesías constituyen la suma de la felicidad en la vida; y el descuido manifestado al no pronunciar palabras bon­dadosas, afectuosas y alentadoras ni poner en práctica las pequeñas cortesías, es lo que contribuye a formar la suma de la miseria de la vida” (El hogar cristiano, p. 89). Tomemos la decisión de erradicar la miseria hu­mana con la fuerza del amor.