Pinceladas del amor divino

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1° de febrero
¿Somos como las flores?

“Soy la flor de los llanos de Sarón, soy la rosa de los valles” (Cant. 2:1).

Algunos admiradores de la naturaleza femenina se han atrevido a compararnos con las flores. Los que así lo hacen, aseguran que las flores y las mujeres son únicas, especiales, cada una con su propio color y exuberancia. Es bueno recordar que lo femenino es, sin lugar a dudas, uno de los dones más preciados dado a la mujer. La naturaleza femenina, a la par de la masculina, fue diseñada en la mente de Dios, y ambas fueron dota­das de rasgos particulares. Tristemente, tanto lo masculino como lo femenino están en crisis hoy, en un mundo que alardea de lo “unisex”.

Hay muchas mujeres que han perdido el aprecio por lo que son e intentan deshacerse de lo femenino a toda costa. En este grupo están las que exhiben modales toscos, usan ropas masculinas y son oponentes férreas al liderazgo del varón. Se sienten dominadas y abusadas por todo varón con el que inte­ractúan, ya sea en el entorno familiar, social o laboral.

Si bien es cierto que la dirección del mundo, por siglos, ha estado bajo el dominio masculino, y que muchas mujeres a lo largo del tiempo han sido abu­sadas y vejadas por hombres, también es cierto que tratar de vindicar el lide­razgo femenino a través de una lucha encarnizada entre los sexos no es la mejor solución. La mujer, a través de lo que es, debe ser capaz de emancipar­se y de luchar por los derechos que Dios le ha concedido, sin dejar abando­nada su exquisita naturaleza femenina.

Muchas hemos torcido los propósitos que Dios tuvo al crearnos. Asumi­mos posturas que nos hacen parecer superfluas, vanas y carentes de inteligencia. Algunos han llegado a pensar que el único aporte de la mujer al mundo son sus atributos físicos, y que quien carece de ellos está destinada al anonimato.

Amiga, es tiempo de recuperar lo femenino. Esto incluye volver a disfrutar de todo lo bello que entraña ser mujer. Teniendo en cuenta que somos forjado­ras de las nuevas generaciones, aún somos la mano que mece la cuna y guía los primeros pasos de un ser humano. Somos las que ponemos el equilibrio en una sociedad orientada al polo masculino. Busquemos la igualdad de dere­chos, pero no la uniformidad. Vestirnos de hombre, caminar y hablar como hombres, no nos hace hombres.

2 de febrero
Echa tu ansiedad sobre él

“Echad toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Ped. 5:7, RVR 95).

La ansiedad, ese estado de inquietud constante, es un “monstruo” que acecha a muchas mujeres. Como medio de protección, la ansiedad puede ayudarnos a evitar peligros, pero si se vuelve patológica, nos paraliza. La preocupación constante por el futuro puede generar un estado de ansiedad tal que se instale en nuestra manera de vivir. El peaje es dema­siado alto: la salud física y la emocional se deterioran por el constante torren­te de cortisol que corre por nuestro organismo.

Han surgido muchos métodos de control de la ansiedad, como la relajación, la meditación trascendental o la respiración, que quizá sean buenos palia­tivos. Alguien dijo: “Puedes tener confianza en el mañana, si caminas con Dios hoy”. Creo firmemente que este consejo tiene un alcance mayor que apren­der a respirar y relajarse.

Vivir el hoy con la seguridad de que Dios es quien sustenta nuestra vida día a día es lo que reduce la ansiedad. Pasar la mayor parte del tiempo pen­sando en lo que vendrá nubla nuestro juicio y nos adentra en un mundo de fantasías catastróficas acerca de cosas que quizá nunca sucederán. “No nos preocupemos; porque si lo hacemos llevaremos el yugo pesado y la gravosa carga. Hagamos todo lo que podamos sin preocuparnos, con­fiando en Cristo” (Mente, carácter y personalidad, t. 2, pp. 468, 469).

Haz tuya la promesa de Dios: “No se preocupen por lo que han de comer o beber para vivir, ni por la ropa que necesitan para el cuerpo. […] Miren las aves que vuelan por el aire: no siembran ni cosechan ni guardan la cosecha en graneros; sin embargo, el Padre de ustedes que está en el cielo les da de comer. ¡Y ustedes valen más que las aves!” (Mat. 6:25). Para vencer la ansiedad:

 Refúgiate en Dios y ora: “Todo lo que ustedes pidan en oración, crean que ya lo han conseguido, y lo recibirán” (Mar. 11:24).

 Céntrate en lo que te toca hacer hoy: “No se preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para preocuparse. Cada día tiene bastante con sus propios problemas” (Mat. 6:34).

 Deposita tus cargas en Dios: “Deja tus preocupaciones al Señor, y él te mantendrá firme; nunca dejará que caiga el hombre que le obedece” (Sal. 55:22).

3 de febrero
El viaje de la mujer

“El Señor dice: ‘Mis ojos están puestos en ti. Yo te daré instrucciones, te daré consejos, te enseñaré el camino que debes seguir’ ” (Sal. 32:8).

La vida de una mujer es como un viaje; nuestra llegada a cada una de sus estaciones nos invita a un tiempo de transición y ajuste. La infan­cia, la adolescencia, la juventud, la edad adulta y la vejez femeninas son estaciones donde obligatoriamente hemos de detenernos y que nos traen cambios muy notorios, tanto en lo físico como en lo emocional.

La niña anuncia su llegada a la adolescencia con cambios físicos y emocio­nales muy evidentes, tanto para ella como para quienes la observan, y debe hacer ajustes que, a veces, no son sencillos.

La juventud es una estación a la que muchas llegan con grandes expec­tativas; comienzan a ver una posibilidad de encontrar pareja y formar familia. Es una etapa de grandes decisiones; es tiempo de responsabilizarnos y hacer­nos cargo de nosotras mismas. Cualquier error o acierto tendrá repercusiones en las siguientes estaciones. Para muchas mujeres, la juventud es la etapa de ser esposas y madres. La vida les da un vuelco que, a veces, viven con ansie­dad y desasosiego; no solo hay que hacerse cargo de una misma, sino también de otros. Las que toman el camino de la soltería necesitan valor para enfren­tar a una sociedad que concibe a la mujer “incompleta” sin un hombre al lado. Es posible que algunas vivan esto con tensión y soledad.

La edad adulta y la vejez son señaladas en diversas culturas como etapas de improductividad: cesa la función reproductora y el duelo por esta pérdida pue­de traer consigo estados depresivos y falta de propósito en la vida.

Amiga, sea cual fuere la estación a la que has arribado, quiero decirte que es la mejor, si aprendes a disfrutarla y, sobre todo, si tomas en cuenta que via­jas con el mejor compañero: Jesús. Revisa tu equipaje, guarda los tesoros acu­mulados y desecha toda basura emocional, pues es un lastre que te impedirá avanzar.

Ser niña, adolescente, joven, adulta y anciana tiene sus encantos, ¡descú­brelos con Dios! No llores por las pérdidas, ríe por las ganancias y vive el gozo de ser una hija de Dios. Vive hoy con optimismo; aprecia el regalo de la vida y alaba al dador de este maravilloso ser que eres “tú”.

4 de febrero
Lo demás lo hace Dios

“Con toda mi alma espero al Señor, y confío en su palabra. Yo espero al Señor más que los centinelas a la mañana. Así como los centinelas esperan a la mañana” (Sal. 130:5, 6).

Cuando leo en la narración de Sara cómo intentó “ayudar a Dios” para llevar a cabo el cumplimiento de la promesa del nacimien­to del hijo anhelado, no puedo menos que pensar en nosotras, las mu­jeres de hoy. Vivimos inmersas en una vida de rapidez y premura para todo; en ocasiones, ni nos queda tiempo para la reflexión y la oración. Por eso nos hemos vuelto incapaces de esperar las respuestas de Dios, e intentamos inter­pretar su voluntad a través de la nuestra. Pero Dios no funciona así; no pode­mos apresurar sus decisiones ni sobrecargarlo con las demandas del frenético ritmo que hemos adquirido.

Esperar en Dios no significa tener una actitud pasiva; por el contrario, exige nuestra cooperación con el Cielo, ejercitar la fe y actuar en consonan­cia con los preceptos divinos. Significa poner en acción los recursos físicos, espirituales y emocionales que Dios nos da. Es entonces cuando los milagros ocurren, las cosas imposibles suceden, y tenemos la certeza de que Dios tie­ne el control de nuestra vida. Así lo expresa este poema de Enrique Chaij:

Tú no fuerzas a una flor para que se abra, la flor la abre Dios. Tú la plantas y la riegas, lo demás lo hace Dios.

Tú no fuerzas a que te ame un amigo, el amor es de Dios. Tú le sirves, tratas de serle digno, lo demás lo hace Dios.

Tú tampoco fuerzas el éxito con tu valor, el éxito te lo da Dios. Tú luchas, per­severas y transitas el camino, lo demás lo hace Dios.

¿Estás esperando una respuesta de Dios? No intentes forzar su voluntad. Cuando la paciencia se transforma en impaciencia, caemos en el error de Sara: empujadas por nuestros anhelos incumplidos, nos atrevemos a hacerle “su­gerencias” a Dios.

Poner tus planes en manos de Dios exige caminar con fe, sobre todo cuan­do atraviesas el túnel de la prueba y la luz divina parece extinguirse en medio del dolor, la tristeza o el desánimo. El Señor te dice hoy: “Levanta la vista, mira las estrellas; brillan más en la oscuridad”. En tus momentos oscuros, la presencia de Dios te acompaña, aunque no la veas. Haz lo que te toca; lo demás lo hace Dios.

5 de febrero
Si te sientes bien, te ves bien - I

“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios” (Rom. 8:38, 39, RVR 95).

 

Todas deseamos ser apreciadas por los demás; esto nutre nues­tra necesidad de pertenencia y aceptación, y nos brinda seguridad. Este anhelo interno muchas veces está en pugna con nosotras mismas. Nuestra historia de vida, especialmente la de los primeros años, define en la mayoría de los casos la intensidad de esta pugna interna.

Durante los primeros años de vida, la mayoría de las mujeres recibimos de parte de nuestros padres una buena dotación de cariño y aceptación, lo que nos provee un sentido pleno de seguridad. Otras mujeres, sin embargo, reci­ben una dieta emocional tan pobre y escasa, que se tornan inseguras y propensas a mendigar afecto.

Como dice el refrán: “No soy monedita de oro para caerle bien a todo el mundo”. Este dicho presenta una realidad innegable: por razones misterio­sas, los seres humanos encajamos a la perfección con algunas personas; sin embargo, con otras no sucede lo mismo. Esto es parte de la convivencia hu­mana; tenemos que aceptarlo y aprender a vivir con ello, no con resignación, sino con optimismo.

Indudablemente, las personas que tienen la capacidad de llevarse bien con otros han tenido que cultivar ciertas cualidades personales y desechar ciertos conceptos falsos con respecto a ellas mismas, que posiblemente están enraizados en los primeros años de vida. Algunos de ellos son:

 Soy fea.

 Nadie me quiere.

 Mi vida es aburrida; a nadie le puede interesar.

 No soy popular; soy un ser anónimo en el universo.

 Las ideas y opiniones de los demás siempre son mejores que las mías. A Dios no le importo; ya se olvidó de mí.

Querida amiga, tu sentido de valor personal, en primera instancia, debe generarse en el hecho de que eres creación de Dios; fuiste creada a su imagen y semejanza. Ninguna circunstancia de tu vida, por muy aterradora que sea, puede quitarte el amor que Dios siente por ti. Él tiene suficiente poder para que, a pesar de los posibles desaciertos de tu vida, vivas en plenitud. Agradece hoy por ser lo que eres; es un buen pensamiento para comenzar este día.

6 de febrero
Si te sientes bien, te ves bien - II

“Porque yo, el Señor tu Dios, te he tomado de la mano; yo te he dicho: ‘No tengas miedo, yo te ayudo’ ” (Isa. 41:13).

Estar en armonía con nosotras mismas y con las personas que nos rodean no necesariamente nos hará granjearnos la amistad y la sim­patía de todos; sin embargo, nos proveerá satisfacción, al sustentar nuestro sentido de valía personal.

Amiga, no te preocupes por caerle bien a todo el mundo; preocúpate por caerte bien a ti misma. Esto incluye valorar tus atributos físicos, aceptar tus cualidades emocionales y espirituales, y desarrollar al máximo tus capaci­dades intelectuales; sobre todo, no te encierres en la parte más oscura de tu pasado, porque ensombrecerás tu presente y no podrás visualizar el futuro glorioso que Dios ha prometido.

Por supuesto, hay ciertas actitudes personales que nos ayudarán a aceitar y limar las asperezas en las relaciones interpersonales. La primera de todas: ten una actitud positiva frente a la vida, especialmente cuando los momen­tos difíciles llamen a la puerta de tus emociones. Otras acciones que puedes realizar son las siguientes:

 Haz sentir a los que te rodean que son importantes para ti; ofréceles caricias emocionales sinceras, sin adulaciones superficiales.

 Establece límites saludables a tus emociones. Los extremos emociona­les, a veces, traspasan los derechos de otros.

 Aprende a lidiar con la crítica; siempre estamos expuestas a ella. Cuan­do seas objeto de crítica, cuenta hasta veinte antes de responder; a con­tinuación, responde con una palabra que te muestre tranquila y amable. Nunca reacciones a un comentario ofensivo. Deja que los que te critican se vayan sin tener motivos para criticarte una vez más.

 Habla de los demás en los términos en que te gustaría que se refirieran a ti. Y, si no lo puedes hacer, mejor quédate callada.

 Sé auténtica; todas tenemos cualidades que podemos ofrecer a los demás. Recuerda: si te sientes bien, te ves bien. Se trata de una fórmula sencilla que te ayudará a obtener diariamente fortaleza para vivir. Y en los días grises, cuando tu poder personal y tu amor propio sean avasallados por circunstancias adver­sas, Dios estará allí para decir: “He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida; delante de mí están siempre tus muros” (Isa. 49:16, RVR 95).

7 de febrero
Cargando mi historia

“Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar” (Mat. 11:28).

Estoy casi segura de que quienes han hecho un viaje en avión han visto subir a bordo a alguien cargando a sus espaldas una enorme moc­hila. Lo que me sorprende es que, al caminar por el angosto pasillo de la aeronave, lo único que le importa es llegar rápido a su asiento, sin tomar en cuenta que su carga va golpeando a los pasajeros que se encuentran senta­dos. Pareciera ser que su mochila es algo ajeno a ellos mismos. Si voltean a la derecha, golpean a los que están del lado izquierdo, y si voltean a la izquier­da, golpean a los sentados del lado derecho.

Este tipo de incidentes me ponen a pensar en el viaje que cada persona hace por la vida. Todos llevamos como equipaje una historia: experiencias, chas­cos, frustraciones, enojos, alegrías, dolor, desencanto, aciertos, ilusiones rotas, sueños cumplidos, fracasos… Quizá algunos llevemos un peso extra y, al en­contrarnos con otros viajeros, nos movamos golpeándolos, sin intención. Ni siquiera nos damos la vuelta para ver la estela de dolor que vamos dejando a nuestro paso.

Llevar peso innecesario en la mochila de la vida agota nuestras fuerzas físi­cas, emocionales y espirituales. Las experiencias adversas acumuladas pue­den tomar la forma de resentimiento, rencor y culpa, que nos hacen vulnerables y presa fácil del desánimo, llevándonos a desconfiar del cuidado y del amor de Dios.

Amiga, antes de continuar hoy tu viaje de vida, revisa tu carga y desecha lo que impide que te muevas en libertad. No continúes repartiendo culpas, no te defiendas de los que te aman, no desperdicies el poder restaurador de Dios... Hoy está a tu alcance, solo tienes que pedirlo en oración sincera. Y cuando ores, reconoce tus rencores y resentimientos. Declara a Dios los nombres de las per­sonas que te causaron daño; sé genuina. Dios lo entiende y no te juzga; está ahí, cerca de ti, para sanar y vendar tus heridas.

Trabaja con Dios en esos recuerdos amargos que esclavizan tu memoria y enferman tu cuerpo. Trae a tu mente las misericordias del Señor y los nom­bres de buenas personas que han estado contigo a pesar de ti misma. Aligera tu carga, cambia el modo en que recuerdas los malos momentos del pasado y avanza hacia el futuro glorioso que Dios tiene para ti, aprovechando las oportunidades del presente. Que tengas feliz viaje.

8 de febrero
Somos hijas de Dios

“Es Dios quien nos ha hecho; él nos ha creado en Cristo Jesús para que hagamos buenas obras, siguiendo el camino que él nos había preparado de antemano” (Efe. 2:10).

Muchos argumentan que los seres humanos fuimos lanzados al mundo, donde cada quien debe, con responsabilidad personal, llegar a ser lo que desee ser. Sin embargo, la postura cristiana del ori­gen y el propósito del hombre está definida en la Palabra de Dios. No hemos sido lanzados a este planeta y abandonados a nuestra suerte; contamos con la provisión divina a cada paso que damos. Su promesa es: “Echad toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Ped. 5:7, RVR 95).

Hay tres preguntas que todo ser humano debe responder para encontrar el propósito de su vida. La primera es: ¿quién soy? Si no tenemos respuesta a esta pregunta, seremos como náufragos en el mar de la vida. La respuesta mana de labios de nuestro Hacedor: “Sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9, RVR 95).

Cimentados en nuestro origen, estamos en condiciones de responder a la segunda pregunta: ¿hacia dónde voy? En este planeta maltratado por los seres humanos, el futuro parece a veces incierto; en respuesta, Dios dice: “Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Fil. 3:20, RVR 95). Tener la seguridad de que somos hijas de Dios y de que nuestro destino final es su reino nos pone de frente a la tercera pregunta: ¿qué estoy haciendo aquí?

Eres hija de Dios y tienes un destino final junto a tu Creador; sencillamen­te eres embajadora del reino y los que viven contigo tienen que verlo expresado en tus palabras y hechos. Dios te dice: “Tú, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús. Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Tim. 2:1, 2, RVR 95).

Dios nos ha equipado para cumplir este ministerio, “pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor, sino un espíritu de poder, de amor y de buen jui­cio” (2 Tim. 1:7), “para que el hombre de Dios esté capacitado y comple­tamente preparado para hacer toda clase de bien” (2 Tim. 3:17).

9 de febrero
Mujeres de misericordia y de gracia

“La mujer sabia edifica su casa, pero la necia con sus manos la derriba” (Prov. 14:1, RVR 95).

Cuando la mujer surgió de la mente divina, fue dotada de virtu­des que la hacen única y la ponen en capacidad de desarrollar un mi­nisterio a favor de otros. La misericordia es una virtud distintiva de la naturaleza femenina; sensibles a las necesidades ajenas, las mujeres somos impulsadas a hacer algo para el bienestar de los más vulnerables. En un mun­do frío e insensible, donde cada cual hace solo lo que le conviene sin pensar en los demás, cuán importante es que las mujeres de Dios hagamos algo en pro de la salvación de las almas.

La madre y esposa tiene una obra especial que hacer en su hogar, que es su “primer campo misionero”; sin embargo, no debe ser indiferente a las necesidades que otras mujeres tienen y que, al igual que ella, sufren los em­bates de una sociedad que muere presa de sus propios errores. La sierva del Señor declara: “No hemos de esperar que las almas vengan a nosotros [...]. Hay multitudes que nunca recibirán el evangelio a menos que este les sea llevado” (Servicio cristiano, p. 152).

La misericordia aflora de las manos de una mujer cuando ofrece un to­que cariñoso a la madre que sufre por no saber guiar a su familia; fluye de los labios llenos de sabiduría cuando una joven acude en busca de consejo. El ejemplo supremo del “ministerio de la misericordia” lo encontramos en Jesús, que a cada paso que dio por los polvorientos caminos de Galilea fue prodigando amor, ternura y compasión. Elena de White afirma: “Solo el método de Cristo dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía a sus nece­sidades y se ganaba su confianza. Entonces, les decía: ‘Síganme’ ” (Un ministe­rio para las ciudades, p. 60).

Abrevar de la fuente de misericordia, que es Cristo, debe ser la prioridad de la mujer que desea ser un instrumento de su gracia. Así, investidas por el poder del Espíritu, ayudaremos a llevar abundancia donde hay escasez, sani­dad donde hay enfermedad y paz donde hay abatimiento.

Ocupemos nuestro lugar en el campo de batalla, junto a nuestro capitán Jesucristo, y hagamos la tarea con gozo, sabiendo que cada alma que cae presa de las artimañas del enemigo puede ser sanada y salva gracias a nuestra opor­tuna intervención.