Pinceladas del amor divino

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18 de marzo
Ser adolescente

“Alégrate, joven, en tu juventud, y tome placer tu corazón en los días de tu adolescencia. Anda según los caminos de tu corazón y la vista de tus ojos, pero recuerda que sobre todas estas cosas te juzgará Dios” (Ecl. 11:9, RVR 95).

La adolescencia está llena de emociones y descubrimientos; es el tiempo de dejar la infancia y de comenzar a tomar algunas decisiones con responsabilidad. En este proceso descubres una nueva imagen de ti misma cuando estás frente al espejo. Y no solo eso, sino que también expe­rimentas nuevas emociones, nuevas formas de sentir y de vivir. Sin lugar a dudas, es una etapa que recordarás el resto de tu vida y que determinará en gran medida tu futuro. Por eso es importante que seas cautelosa y prudente.

Sí, sé cautelosa y prudente en lo que hagas, pienses y sientas durante tu ado­lescencia. Por supuesto, en todo esto no estás sola; cuando tengas dudas, acude a tus padres y a personas que te muestren con su vida lo que es bueno. La mayoría de las chicas adolescentes se quieren “comer” la vida antes de tiempo, y son arrastradas por su grupo de iguales a vivir experiencias para las que no están preparadas. Los noviazgos prematuros, la búsqueda obs­tinada de independencia y el deseo de experimentar nuevas emociones te pueden llevar al borde del precipicio y, en el peor de los casos, a la muerte.

Revisa algunos consejos que te ayudarán a ser asertiva en esta etapa:

 No siempre lo que dice la mayoría es lo mejor.

 No te dejes llevar por formas de vida que no estén de acuerdo con los valores que has aprendido en tu hogar.

 Las personas adultas no son anticuadas; solo tienen experiencia. Escu­cha sus consejos.

 Rodéate de amigos y amigas que piensen y vivan de acuerdo a los princi­pios y valores del evangelio.

 Sé cuidadosa en el manejo de las redes sociales.

 No te quejes por todo; la vida requiere esfuerzo y mucho trabajo.

 No eches la culpa a tus padres por tu mala conducta.

 Fumar, consumir alcohol y drogas no te hacen adulta; te hacen “adicta”. No olvides el consejo del sabio: “El que haga un hoyo caerá en él” (Ecl. 10:8, RVR 95). Mi querida niña, construye tu vida con sabiduría; ahora es el momento.

19 de marzo
Ser anciana

“Pon tu vida en las manos del Señor; confía en él, y él vendrá en tu ayuda” (Sal. 37:5).

En el año 160 a.C., la vejez era vista como una enfermedad. Cuando un anciano moría, se decía: “Se acabó la pelea de un derrotado”. A pe­sar de los años transcurridos, la tendencia parece no haber cambiado mucho; hoy se pondera la juventud como un tesoro y se desestima la vejez, mirándola como una pérdida irremediable.

Pareciera ser que la vejez solo se considera un asunto de salud; las fuerzas menguan, las capacidades físicas se deterioran, se acaban la agudeza visual y auditiva, y las facultades intelectuales aminoran. Obviamente la plenitud de vida va más allá de los aspectos físicos. En la ancianidad, la corporalidad se vi­ve de otro modo, pero no menos intenso que en la juventud. Los pasos len­tos de una anciana son también una respuesta a los años vividos. La prisa es innecesaria; es tiempo de contemplación, de reflexión y de encuentro con la vida. Esta es una lección que bien harían en aprender los jóvenes para no ser tragados por la vorágine de la vida moderna.

El quehacer de la vida no termina con los años; continúa, pero de manera diferente. Las ancianas no cuentan el tiempo en las manecillas del reloj; lo cuentan en experiencias y en obras de bien. Tienen la oportunidad y el privi­legio de vivir el presente sin la ansiedad que a las jóvenes les genera el miedo al futuro.

Es en esta etapa de la vida cuando se tiene como prioridad lo que es esen­cial y se deja de lado lo trivial. La productividad no se acaba; simplemente tiene otro sentido. Las manos, los labios y los brazos de la anciana están cargados de historias de vida, deseos cumplidos, fracasos superados. Quien busca estre­char esas manos y oír esas historias tiene ante sí un manual de vida que en­seña, corrige y aconseja de manera práctica, no con una teoría que no haya sido probada. Las experiencias de vida son las que le dan autoridad. Es en este tiempo cuando la amistad con Dios es tan genuina y real, que solo se piensa en la muerte como el momento de acercarse al día de la venida del Señor.

Vive tu vejez con gratitud a Dios por haber llegado a este tiempo tan espe­cial de la vida, que te pone como maestra del bien, consejera y amiga. Este día y hasta el último de tu vida Dios está y estará contigo.

20 de marzo
La mujer de Dios en una “sociedad líquida”

“La hierba se seca y la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece firme para siempre” (Isa. 40:8).

El sociólogo, filósofo y ensayista Z. Bauman introdujo el concepto de “sociedad líquida”. Con esta expresión hizo referencia a ese tipo de vida tan común hoy en día que se caracteriza por carecer de rum­bo, llevando a las personas a permanecer en un estado constante de incer­tidumbre. En una sociedad líquida, los valores se diluyen rápidamente de una generación a otra, nada parece tener raíces profundas, y todo se mueve de acuerdo con las circunstancias. Ni los hábitos, ni lo bueno y lo verdadero alcanzan su solidificación; de ahí la incertidumbre y el “desgano” de mu­chos para moverse hacia metas y objetivos loables.

En medio de este estado de cosas, qué grato es tener la certeza de que la Palabra de Dios “permanece para siempre”. Todo lo que Dios nos ha dicho a través de su Palabra es eterno e inamovible, sean cuales fueren las circunstancias. Las mujeres de Dios pisan suelo firme, seguro y certero cuando viven y se mue­ven en base a un claro “así dice Jehová”.

No hay duda de que la volatilidad de valores y principios es uno de los gran­des males de nuestro tiempo. Nuestra postura frente a esto debe ser definida ya. Los valores humanos atemporales, como el “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza” (Gál. 5:22, 23, RVR 95), son los que dan contención a nuestra existencia en este planeta y nos pre­paran para la eternidad.

La vida light es artificial y vana, se diluye en el vacío de experiencias tene­brosas que nos alejan de Dios. Nuestra familia necesita referentes claros que iluminen nuestro andar en el camino que nos llevará a formar parte de la familia de Dios. La invitación de hoy para ti es que te comprometas a ser ese referente humano que muestre el camino con asertividad.

Cristo viene pronto; estamos viviendo en el ocaso de la vida en este plane­ta. El día de nuestra redención está cerca. ¡No perdamos el rumbo! No caiga­mos víctimas de una sociedad líquida. Para ello, es necesario que enraicemos nuestra vida en los sólidos principios de la Palabra de Dios. Construye sobre la Roca, no sobre la arena. ¿Tomarás esa decisión hoy? Esperar para tomar esa decisión es darle cabida cada vez más en tu vida a esa mentalidad de la socie­dad líquida.

21 de marzo
Un buen día, garantía de una buena noche

“Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque él se interesa por ustedes” (1 Ped. 5:7).

El sueño es un reparador de energía como ningún otro, pues provee descanso físico, restauración emocional y claridad de ideas. Quien ha pasado gran parte de la noche sin dormir sabe que esta experiencia es desgastante, destructiva y devastadora. Dicen los expertos que las mujeres son más propensas a sufrir este trastorno que los hombres, consecuencia tal vez de su manera peculiar, más emocional, de procesar las experiencias vividas.

El insomnio toma diferentes formas, tales como tardar mucho en conciliar el sueño, dormir con sobresaltos, despertarnos muchas veces durante la noche, o tener muy pocas horas de verdadero descanso. Quizá la peor manifestación de este trastorno sea estar somnolienta durante el día, lo que provoca irrita­bilidad, intoxicando el entorno donde nos movemos.

Descartando los insomnios crónicos con bases físicas diagnosticadas, el insomnio suele ser consecuencia de nuestros hábitos y estilo de vida. La preo­cupación parece ser la causante de las mil y una vueltas que le damos a la cabeza en la cama, y la que nos impide descansar. Como consecuencia de todo esto, se genera en nuestro interior una buena dosis de ansiedad al intentar a toda costa dejar de pensar y comenzar a dormir. Esto, lejos de ayudarnos en la situación, toda vía la empeora más. Para tener un descanso de buena calidad, con sueño profundo y reparador, podemos tomar en cuenta los siguientes consejos:

 Procura procesar positivamente las experiencias del día. Acepta lo que no puedes remediar. Las cosas no siempre salen como las planeaste; hay muchas maneras de hacer lo mismo.

 No te culpes por lo que no hiciste bien; desecha la culpa y aprende de tus errores.

 Toma en cuenta a los demás; también tienen sus planes, y el mundo no gira en torno a ti.

 En el día, trabaja; en la noche, descansa; deja de pensar en lo que no hi­ciste y en lo que harás al otro día.

 No te vayas a dormir enojada; reconcíliate con Dios, con el prójimo y contigo antes de irte a la cama.

 No te agotes en el día; el exceso de cansancio, a veces, impide dormir.

 Y, por último, lo más importante: busca a Dios en oración, cuéntale lo que pasa en tu vida. Es seguro que así tendrás una buena noche de descanso.

22 de marzo
Tu día ya comienza: alaba a Dios por ello

“Este es el día que hizo Jehová; ¡nos gozaremos y alegraremos en él!” (Sal. 118:24, RVR 95).

 

Comenzar el día es una tarea difícil para muchas personas, por dif­erentes razones. La premura de las cosas por hacer parece ser el primer pensamiento que muchos tienen al despertar. Los deberes, implaca­bles, nos levantan, y pocas veces tomamos el tiempo para disfrutar el signi­ficado de un nuevo día. De ese modo, nos sentimos mentalmente cansadas antes incluso de comenzar las actividades de la jornada.

El reloj rige nuestro andar y nos empuja a apurarnos. La lista de cosas por hacer no espera y es el cruel verdugo que se interpone entre el placer de un hermoso amanecer y nosotras. De pronto, casi imperceptiblemente, los rui­dos de la calle sustituyen a ese silencio en el que podíamos escuchar a la naturaleza alabar al Creador. El correr de los quehaceres hace que nos olvide­mos de que el mejor compañero en las faenas diarias es Jesús. Las constantes demandas de los demás nos impiden pedir a Dios su cuidado, protección y dirección para lo que vamos a hacer. En consecuencia, somos presas de la ansiedad que nos provoca una rígida rutina sin el acompañamiento de Dios.

Al abrir los ojos por la mañana, observa tu entorno y agradece a Dios por tu hogar, tu familia, tu cama y por el descanso que te ha permitido tener du­rante la noche. “Escucha” el silencio del amanecer y conéctate con el Creador, que habla en el silencio. Agradece al Señor por el aire que entra a tus pulmo­nes; por los olores y los colores de la naturaleza que llegan a tu cerebro a través de los sentidos; por la suavidad de tus cobijas; por las oportunidades y las experiencias que te ofrecerá el día y que serán, sin duda, para tu crecimiento personal. Cuando amanezca, canta, ora, ríe, ama, comparte, goza, disfruta y valora el día que te regala Dios.

Los amaneceres terrenales deben hacernos recordar y anhelar el eterno ama­necer que disfrutaremos cuando veamos venir en gloria y majestad a nuestro Dios, Creador, Redentor y Sustentador de la vida. Entona con la voz y el alma el canto del cristiano: “Amanece ya la mañana de oro, pronto el rey vendrá; y su pueblo a la mansión del cielo Cristo llevará. Amanece ya la mañana de oro tras la noche terrenal, cuando surgirá del sepulcro abierto vida inmortal” (Himnario adventista, nº 158).

Tu día ya comienza: alaba a Dios por ello.

23 de marzo
Siembra hoy para cosechar mañana

“Cuiden mucho su comportamiento. No vivan neciamente, sino con sabiduría. Aprovechen bien este momento decisivo, porque los días son malos” (Efe. 5:15, 16).

Hace algunos meses, tuve la oportunidad de volver a la casa de mi infancia. Era un deseo que tenía pendiente y que al fin, después de muchos años, pude concretar. Contemplar la puerta desgastada y en ruinas de la entrada de la que fue mi casa me hizo ir atrás en el tiempo, y en alas de la imaginación pude ver la figura menuda de mi madre esperando con ansias a los hijos. La imagen que tengo de mi padre es débil, pues se es­fumó con el paso del tiempo. Mi propia imagen, la de la niña rebelde, tam­bién desaparece en una estela de olvido.

Fueron muchos los años vividos allí, con recuerdos que no se van, de mo­mentos tan especiales como la Navidad comiendo los guisos de mamá y ad­mirando el árbol cortado por papá. Al final, en un suspiro, pude decir adiós a mi casa, a mis padres, a mi hogar; el tiempo se fue y no me esperó. Luego pensé: cuántas cosas me faltaron por hacer, cuántas palabras no dije, cuántos enojos tontos, cuántas “gracias” que nunca di...

Sí... Hoy es el día en que hemos de vivir disfrutando intensamente las experiencias agradables y aprendiendo de las equivocaciones; es el día de mirar a nuestros amados conscientemente y de expresarles con palabras y hechos lo que significan para nosotros. Es el momento de hacer que, cuando los que hoy están se hayan ido, los brazos no queden vacíos.

Hoy es el día para reír con el que está contento y llorar con el que trae en el corazón una tristeza no expresada. Es el tiempo de jugar con el niño, pues gracias a él, el alma se mantendrá joven. Es el día de soñar con el hijo adoles­cente para no perder las ilusiones; de agradecer al esposo, que tras cada largo y arduo día de trabajo regresa a casa, trayendo el sustento para la familia.

Hoy es el día para agradecer a Dios por tantas bendiciones que a veces no vemos por las prisas con las que vivimos la vida: la comida en la mesa, el techo que nos cubre, el saludo del vecino, el ladrido del perro que nos cuida, el sonido de la lluvia en los cristales, la vibración del trueno en las entrañas...

Son muchas tus bendiciones; no las dejes pasar sin prestarles atención. Disfrútalas al máximo. Todas vienen de Dios, quien te sustenta.

24 de marzo
¿Tienes un matrimonio feliz?

“Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y los dos serán como una sola persona” (Efe. 5:31).

Algunos piensan que tener un matrimonio feliz es una mera cues­tión de suerte. También aseguran que es después de la boda cuando salen a la luz detalles que se ocultaban muy bien en el noviazgo. Esto tiene una parte de verdad. En realidad, es después del casamiento, en la rutina de la vida cotidiana, cuando los cónyuges comienzan a notar, con sor­presa, aspectos del otro que no habían podido descubrir antes. Pero, fuera de esto, construir un matrimonio feliz poco tiene que ver con la suerte; es sobre la base del amor incondicional, la entrega y el sacrificio como se logra ir poco a poco labrando la felicidad de la pareja. Sin embargo, es algo en lo que no muchas esposas y esposos están dispuestos a invertir.

El amor incondicional se demuestra a través de una actitud generosa de ayuda a pesar de las circunstancias. Significa dar intimidad sin atropellar los límites personales. Actúa con respeto a la individualidad y la originalidad per­sonal, sin intentar imponer modos de ser y de hacer. La satisfacción matrimo­nial se crea en una relación de igual a igual, donde cada uno de los cónyuges se siente comprendido y respetado por el otro, consciente de que es una rela­ción de dos, no de uno que manda y otro que obedece. Es en este contexto donde surge el “nosotros”, basado en la libertad plena, en la ayuda mutua y en la aceptación incondicional de los defectos y virtudes propios y ajenos. La dignidad, otorgada por Dios, es la bandera que enarbola un matrimonio feliz. Amo al otro porque es, al igual que tú, un hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza.

El único triángulo que la Biblia permite en el matrimonio es aquel que forman el esposo, la esposa y Dios. Él es quien sustenta, provee y fortalece cuan­do el amor conyugal se ve opacado o se ve amenazado por las circunstancias adversas que llaman a la puerta del hogar. No es posible dejar en manos de la suerte la felicidad matrimonial, pues esta se construye únicamente en Dios y con Dios. Considera el siguiente acrónimo:

D = Dialogar para construir puentes y derribar muros.

I = Ignorar los defectos y exaltar las virtudes.

O = Olvidar las ofensas para permitir el perdón.

S = Satisfacer las necesidades básicas de sobrevivencia humana.

Que Dios bendiga tu matrimonio.

25 de marzo
Vivir con dignidad, ¿qué significa?

“A quienes lo recibieron y creyeron en él, les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios” (Juan 1:12).

¿Alguna vez te has sentido inadecuada y avergonzada por tu actuación frente a los demás? Quizá te asombre saber que casi todas las mujeres nos hemos sentido así, seguramente más de una vez. Este sentido de fracaso y de poco valor personal es el resultado de haber caído de nuestra posición original de santidad al fango nauseabundo del pecado.

Nuestro origen fue determinado en el cielo, pero lo olvidamos al estar inmersas en un mundo imperfecto. Nos dejamos llevar por parámetros hu­manos y sufrimos con vergüenza lo que nos dicen que somos. Nuestro origen nos dice que somos hechura de Dios (ver Efe. 2:10); sin embargo, muchas ve­ces las voces que escuchamos en nuestro entorno nos dicen lo contrario, que somos fruto del azar y que es el azar el que rige nuestra vida. No lo creas.

Recuerdo con precisión casi fotográfica un día, cuando yo tenía catorce años y alguien muy cercano hizo alusión a mis delgadas piernas, llamándolas “hilos”. Ahora sé que escuchar algo así en plena adolescencia, cuando la bús­queda máxima es la identidad, puede ser devastador. En este planeta formado por seres humanos imperfectos, cosas como estas son asunto común. Escuchar a padres llamar a sus hijos “tontos”, “inútiles” o “incapaces”, o a esposos tildar a sus esposas de poco atractivas, faltas de iniciativa, gordas o torpes, es más frecuente de lo que pensamos, y puede dejar huellas imborrables en la personalidad de esas mujeres que, tal vez, se sientan a tu lado en el banco de la iglesia.

Es tiempo de levantar la cabeza con la fuerza de la dignidad, que es un le­gado de Dios a sus criaturas. Vivir dignamente no es atropellar al otro para exigir tus derechos; tampoco significa ver a los demás como enemigos a los que hay que derrotar. Es solo mirarte con los ojos de Dios y, a través de ellos, pedir lo que sabes que te corresponde, tomando decisiones que salvaguarden tu integridad y tu identidad.

Ser hija de Dios es un tesoro de gran valor y no se renuncia a él por nada ni por nadie. El valor de una persona no lo definen las ciencias humanas; lo define Dios. Vivir con dignidad significa entender esto perfectamente bien, y aplicarlo a la vida, tanto en tu concepto de ti misma como en tu relación con los demás. ¿Aceptas el reto?

26 de marzo
¿Eres joven o tienes juventud?

“Hasta los jóvenes pueden cansarse y fatigarse, hasta los más fuertes llegan a caer, pero los que confían en el Señor tendrán siempre nuevas fuerzas y podrán volar como las águilas; podrán correr sin cansarse y caminar sin fatigarse”

(Isa. 40:30, 31).

¿Te parece esta una pregunta absurda? Entiendo tu extrañeza al leerla, pues lo lógico es decir que quien es joven tiene juventud, y viceversa. Sin embargo, se me antoja pensar que hay una diferencia notable entre estas dos maneras de expresarlo.

La Organización de las Naciones Unidas define la juventud como la etapa que comienza a los 15 años y se prolonga hasta los veinticinco. Podemos inferir con propiedad, basándonos en esto, que la juventud es un con­cepto cronológico; es decir, que se mide en tiempo y en años, que tiene un comienzo y un final. Quien sale de este rango de edad abandona para siem­pre la juventud para entrar sin retorno en la madurez. Esto tiene que ver con “tener juventud”, y responde al irreversible ciclo de la vida.

“Ser joven”, sin embargo, tiene que ver con la esencia personal. Es una ac­titud ante uno mismo y frente a los demás. Joven es quien, aunque tal vez ya no tenga juventud, aún sueña, hace planes, proyecta, aprende y enseña; en­cuentra la manera de disfrutar de las cosas sencillas que ofrece el día a día; se siente emocionado por vivir a pesar de las circunstancias que, tal vez la edad, pone en su camino.

Si la juventud ya abandonó tu calendario, procura conservarte joven. No cuentes tu vida en una acumulación de los años que tienes; recuerda que las hijas de Dios trascendemos más allá del tiempo. Él nos ha prometido vida eter­na. La vida con Dios es un desafío, y él también puede convertirla en una aven­tura emocionante. Lo que ahora tienes de más no solo son años; tienes también un cúmulo de experiencias que no tiene quien vive en la juventud.

Querida amiga que ya peinas muchas canas, yérguete como “maestra del bien”, enseña las mejores lecciones de tu vida, no te avergüences de tus errores, enseña cómo estos han ayudado a tu crecimiento y desarrollo cristiano. Quizá hoy alguien te llame “anciana”; si es así, no lo esquives. La ancianidad es el diploma que Dios te ha otorgado en reconocimiento a tu tenacidad, esfuerzo y valentía. Ser anciana no es una pérdida; lo que sí es una pérdida es tener ju­ventud pero no ser joven. Alaba a Dios por los años que te ha permitido vivir.

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