El Padre - The Father

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Troy había recibido una llamada del sheriff de Dumfries para que se acercara al depósito a identificar a una persona. Esto no le hacía ninguna gracia, pero fue a cumplir con el trámite.

Cuando llegó Troy, le estaba esperando el sheriff.

—¿Troy McGuire? Roy Weis, sheriff de Dumfries. —Le tendió la mano al abogado.

—Troy McGuire. ¿De qué se trata?

—Tenemos en la morgue un cadáver y creemos que usted podrá identificarlo.

—¿Y cómo han llegado a esa conclusión?

—Somos investigadores, señor McGuire.

—Una respuesta vaga, pero efectiva.

—Ya hemos llegado; ahora el forense levantará la sábana y usted me dará su nombre. Si todo va como tiene que ir, su nombre coincidirá con el nuestro.

—Perfecto, estoy preparado.

El forense al otro lado del cristal levantó la sábana hasta el principio del pecho de la muchacha.

—Marilyn Monroe —dijo el abogado.

—Gracias, señor McGuire, coincide con el que tenemos.

—Esto es muy raro; no ha pestañeado cuando le he dicho el nombre, ni siquiera una cara de sorpresa por el nombre.

—No lo crea, señor McGuire, esa cara que usted describe ya la pusimos hace dos días y le prometo que era una cara de sorpresa y de las gordas. Al salir su nombre cuando le tomamos las huellas, casi se nos caen las pelotas.

—Lo entiendo; Marilyn era una fanática de la autentica Marilyn y fue creando un mundo alrededor de eso. ¿Sabían ustedes que sé mandó hacer todos y cada uno de los vestidos que la auténtica Marilyn sacó en todas sus películas? Una verdadera locura.

—Señor McGuire, necesitamos que esté usted presente, como su abogado, en el registro que mis hombres harán en su apartamento de la capital.

—Perdóneme, sheriff, pero ¿qué le ha pasado? —preguntó Troy.

—Aún tenemos nuestras dudas pero alguien se la ha cargado; tenemos alguna pista pero hay que esperar.

—Pero parece que no le ha hecho daño físico, por lo que he visto.

—Cierto, físicamente no tiene ningún rasguño; le suplico que este detalle no se lo dé a la prensa, es una deferencia con usted.

—Gracias, sheriff, llámeme cuando sus chicos vayan a hacer el registro. Si no me necesitan tengo mucho papeleo y empezaré a preparar lo que será mi acusación cuando tengan al culpable de este crimen.

—Gracias a usted, señor McGuire; le diré al fiscal que lo llame a lo largo de este día para que concreten.

Troy salió de la morgue y enseguida llamó a su secretaria.

—Nancy, soy Troy, Marilyn Monroe ha muerto, dile a Floyd que vaya preparando los documentos para la demanda de apertura de testamento y localiza a los herederos.

—Sí, señor McGuire, pero como sabe usted, Marilyn cambió su testamento hace un par de meses.

—Es cierto, solo hay un heredero, el psiquiatra ese que le tenía comido el cerebro. Menudo cabrón. Era del FBI, ¿no? —dijo Troy.

—Sí, tengo su teléfono por algún sitio, pero viaja mucho por trabajo según dijo Marilyn.

—Intenta localizarlo, Nancy, y le das cita lo más pronto posible; he de hablar con él. Marilyn tenía un patrimonio bastante considerable y debemos saber su opinión al respecto.

—Muy bien, señor McGuire, ¿alguna cosa más?

—Sí, Nancy, ponte en contacto con nuestro detective y dale los detalles de Marilyn y del loquero y que te diga la vida que llevaba con ese tipo y el régimen de encuentros que tenían, dónde estaba cuando ella murió y cosas así. Lo quiero saber todo de los dos; este último año no quiero sorpresas. Además tendré que decirle al sheriff el nombre de este tipo por si acaso tuviera algo que ver con su muerte. Piensa mal y acertarás.

—¿Alguna cosa más, señor McGuire?

—Consígueme el nombre del loquero ese. Cuanto antes, Nancy.

Troy entró de nuevo en la morgue y pidió ver al sheriff. Le dijeron que subiera a la segunda planta. Así lo hizo. Roy lo vio plantado en medio de la comisaría y salió a su paso.

—Abogado, ¿necesita alguna cosa más?

—No, sheriff, pero creo que usted sí.

—¿Yo, abogado? ¿De qué se trata?

—Marilyn cambió su testamento hace unos dos meses. Se lo deja todo a un psiquiatra con el que estaba liada; ahora mismo no tengo el nombre, ni el teléfono pero mi secretaria está en ello, y le haré llegar estos datos cuando los consiga, si puede ser antes de irme. El tipo ese es del FBI y no hace más que viajar de un lado para el otro según nos dijo Marilyn —le confesó Troy.

A Troy le sonó el teléfono móvil. Se disculpó. Un minuto después había acabado.

— Darryl Boy Preston, psiquiatra del FBI, teléfono 555-892.

—Gracias, abogado, empezaremos a investigarlo de inmediato. Hablaremos durante esta semana.

—Ok, sheriff, coja al malo. Marilyn se merece que le hagan justicia.

—Lo haré, abogado.

Troy salió de la comisaría en dirección a su coche. Aquí se había acabado todo. Ahora había que encargarse de Marilyn. Lo dispondría todo para cuando le devolvieran el cuerpo. Al mismo tiempo llamó a su directora en el programa de la cadena CBS para darle la noticia.

Jane Boockman era una periodista como Troy abogado, transgresora la mayoría de las veces, impulsiva pero con una cabeza extraordinaria. Había subido como la espuma por la agresividad que inculcaba a los reporteros a su cargo. Imponía respeto, pero daba instrucciones precisas y muy buenos consejos, y su equipo era altamente competitivo y trabajador. La cadena había dado a Jane una franja horaria de prime time, donde se colocaron los primeros en menos de una semana.

Marcó el número de Jane.

—Hola, Troy.

—Hola, Jane, tengo una verdadera exclusiva para el programa. Una de mis clientas ha sido asesinada y todo está bajo secreto todavía.

—Troy, ahora mismo eso no es una prioridad para el programa.

—Pero si te digo que es la víctima del bosque de Prince William…

—Te escucho.

—Marilyn Monroe se llama la víctima; hasta el momento no se han dado detalles de la muerte pero te puedo decir que no ha sido violenta. Ha tenido que ser con algún tipo de veneno o algo parecido. El cadáver no presenta ni un solo rasguño visible.

—¿Cómo sabes eso, Troy? Tenemos la noticia de una muerte en el bosque aunque no hay detalles todavía. ¿Marilyn Monroe? ¿En serio? Solo hay un detenido y creemos que es un agente del FBI. Sin confirmar.

—He tenido que ir a identificar el cadáver; no tiene familiares vivos. No está casada, aunque sí tiene un rollo. Ahí es donde está la noticia, es un psiquiatra del FBI.

—¡Me cagüen!, eso es una bomba, Troy, dos tipos del FBI. ¿Está confirmado?

—Te lo confirmo yo. Hace dos meses Marilyn Monroe se pasó por mi despacho para cambiar el testamento y se lo dejó todo a ese loquero.

—El sheriff no me ha dicho que tuvieran un detenido del FBI —dijo pensativo Troy.

—Claro, Troy, porque no es su detenido, está en el FBI —afirmó Jane sin contemplaciones.

—Será por eso. Aunque nosotros tenemos otro sospechoso.

—Troy, ¿no sabrás el nombre «por casualidad»?

—Sí, lo sé —dijo Troy con contundencia.

—Te quiero, Troy —soltó Jane llena de júbilo.

CAPÍTULO CATORCE

Clarice no paraba de dar vueltas en una pequeña sala en el segundo piso del edificio de la academia del FBI. Su padre estaba en el sótano a la espera de subirlo a la sala donde sería interrogado.

Se abrió la puerta de golpe y eran sus compañeras de academia Alice y Paula. Se fundieron en un gran abrazo las tres. Y ¡cómo no!, cayó alguna lágrima. Clarice tenía los nervios a flor de piel. Se separaron y las miró.

—Chicas, gracias por venir —acertó a decir enjugándose las lágrimas.

—Sabes que estamos contigo y que sabemos a ciencia cierta que tu padre no ha podido ser el asesino —dijo Alice.

—No paro de pensar en los fines de semana en tu casa con él repasando los casos que nos ponía y desarrollarlos, Clarice, yo sé que él no ha sido —aseveró Paula.

—Eso me dice papá y yo estoy con él, pero las pruebas están en su contra. Hay indicios fehacientes de que papá es el asesino. Su pelo y su sangre están en el cadáver —les confesó Clarice, y empezó de nuevo a llorar.

—No te tienes que preocupar, los chicos están con tu padre y saben que es una persona íntegra y querida por todo el cuerpo —le quitó importancia Alice.

De repente y con un sonoro portazo, entró Miller. Se dirigió a Clarice.

—Starling, hay otra víctima. La acaban de encontrar cien metros detrás de la primera.

—Entonces, está claro que mi padre no ha podido ser.

—Vamos para la zona; me ha dicho McCoy si te quieres venir.

—Voy con vosotros.

—En marcha —dijo Miller.

—Cuando vuelvas, aquí estaremos, Clarice —anunció Paula.

—Gracias, chicas —contestó Clarice.

Estaba todo preparado cuando entraron Miller y Clarice al coche. Salieron «patinando ruedas».

Unos minutos después estaban en la escena. El sheriff estaba allí ya. Eso no era bueno.

—¿Qué tal, sheriff? —dijo McCoy.

—¡Hombre, los defectuosos! —se regodeó el sheriff.

—¿Quiere que lo ponga otra vez en su sitio, sheriff? —le dijo McCoy enfadado.

—¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!, no le valió con el rapapolvo del fiscal. Por cierto, lo avisé y viene de camino, así no habrá ninguna traba en el procedimiento. Él dirá de qué manera y cómo se actúa. Para que usted no vaya levantando muros de ladrillo para su gente —se carcajeó el sheriff.

—Al final, de todo este caso, te lo meteré tan dentro del culo que necesitarás una fábrica de laxante para sacarte solo un folio. Si piensas que esto te pondrá en marcha para llegar más alto que nunca soñaste, lo tienes mal, has empezado a cavar la tumba donde encontrarán tu carrera profesional —le dijo McCoy arrimándose a su cara al límite de un cigarrillo.

 

—Al fiscal seguro que le encantará saber tu punto de vista —le respondió el sheriff.

—Seguro que a él también le importa una mierda dónde acaba tu carrera si él puede salvar la suya a tu costa, y te prometo que haré todo lo posible por que tu caída sea de lo más alto, sucio mequetrefe.

El fiscal acababa de llegar. Cuando se bajó del coche vio a los dos, cara a cara, y fue enseguida a imponer paz. Llegó tarde, justo se separaban en ese momento.

—¿Qué es lo que pasa aquí, McCoy? —preguntó el fiscal.

—Acabo de dejarle claro al sheriff que no debe entrometerse en una investigación federal —aclaró al fiscal.

—¿Federal McCoy? ¿Quién lo ha dicho? Usted interpreta cosas que todavía no ocurren o de las que yo por el momento no estoy enterado.

—Señor, las víctimas están siendo colocadas, poniendo pruebas falsas con agentes del FBI por medio. Esta víctima aparece cuando el «principal sospechoso» estaba detenido.

—McCoy, no sabemos la hora de la muerte de la víctima que acaban de encontrar; cuando tengamos ese dato podremos saber si su hombre puede ser culpable del crimen. Antes es especular, dejemos que el forense nos diga algún detalle.

Empezaron a caminar los tres hacia el lugar donde encontraron el cuerpo; detrás estaban Miller, Foulder y Clarice. Burt, el ayudante del sheriff, estaba haciendo fotos a los curiosos que había tras el cordón policial.

Llegaron todos a la altura de los forenses y vieron que el cadáver estaba colocado en la misma posición que la anterior víctima. Las manos, una en la boca y otra dentro de las bragas justo en su sexo, y la cabeza vuelta como pose. Dos gotas de sangre entre el dedo gordo del pie y cabellos en la sortija que llevaba, pero había una variación de la que se dio cuenta Clarice.

—Doctor —dijo Clarice—, en la mano derecha hay como una gota de sangre seca, porque, con la posición que tiene el cadáver, si hubiese caído ahí el asesino se habría resbalado por la mano hacia abajo, y está justo en la palma. Está «colocada» al cien por cien.

—Buena observación, señorita…

—Starling, Clarice Starling.

—¡McCoy! —Gritó el fiscal Starling—. ¿No será la hija del detenido en su academia?

—Sí, señor, es una de nuestras más inteligentes futuras agentes.

—¿Cómo? ¿No es agente? McCoy, llévela de vuelta a su academia, ¿no se da cuenta de que es la hija del principal sospechoso? Por Dios, quítela de mi vista. Si alguna vez llevamos este caso a juicio y el abogado defensor sabe que ha estado aquí, no valdría nada de lo que hubiésemos descubierto; ella está descartada para poder trabajar aquí. ¿En qué coño pensaba, Mc Coy?

—Con solo unos segundos aquí, ha descubierto lo de la gota de sangre, ¿prefiere no contar con ella? Es un lujo totalmente innecesario; además, como acaba de decir Starling, está todo preparado, quieren incriminar a su padre, ¿no se da cuenta?

—¡Y una mierda, McCoy! La quiero fuera de la investigación y la quiero ya. Si no, ya no habrá caso, ¿quiere eso, McCoy?

—No me amenace, fiscal, parece que tiene cuentas pendientes conmigo, pero este no es el momento de saldarlas; hay dos muertes, parece ser que con el mismo modus operandi. Y usted, ¿quiere prescindir del FBI? Pues a lo peor para ustedes se encuentran con lo que están buscando y realizamos nuestra propia investigación. Eso sí, despídanse del detenido, porque no les daremos el ok a las pruebas que hemos desarrollado en nuestro laboratorio. ¿Quieren eso? Pues ahí se quedan.

McCoy, Clarice, Miller y Foulder empezaron a moverse hacia los coches pasando por la cara del sheriff y su sonrisa de «bye, bye». Miller, al paso por delante del sheriff, le puso el dedo corazón hacia arriba.

No habían llegado a los coches, cuando el fiscal acudió al encuentro de McCoy.

—Está bien, pero ella se va. Los demás podéis quedaros. Pero el caso es del sheriff.

—Adiós —dijo McCoy; y se subió al coche.

—Vale, McCoy —acercándose a su oído le dijo—, pero no quiero que le pateen el culo al sheriff. Esto debe ser una carretera de doble sentido, con respecto a la información.

—Nosotros ya lo hacemos, ¿por qué esta mañana no estaba el expediente del forense y el CSI en mi mesa? —le dijo gritando McCoy.

—Le dije al sheriff que se lo mandara todo.

—Pregúntele al sheriff si tiene el expediente del detenido y su historial.

—¡Roy! —gritó.

El sheriff se fue acercando de mala gana hasta donde se encontraban; cuando llegó, puso las manos en las caderas y puso la pose de «aquí estoy».

—¿Mandó usted el informe forense y del CSI esta mañana al FBI?

—Pensé que usted los mandaría a casa y por esa razón era inútil mandarle una información que no necesitarían.

—¡Maldita sea, Roy!, la orden era muy clara. Mándele los informes ya. Llame a su oficina y que hagan copias y cuando McCoy llegue estén sobre su mesa y Roy, no piense más, ya lo hago yo. Volvamos a ver qué nos puede contar el forense.

—Lo siento, Starling, usted se queda aquí; ahora vendrán a por usted. Haré una llamada —dijo desencantado McCoy.

McCoy hizo esa llamada.

—Bien, señor, lo entiendo —dijo Clarice—, pero si no se da cuenta el forense, dígale usted que en el tatuaje que pone Brithany en el punto de la «i» hay un pinchazo.

—Pero ¿eso lo ha visto usted en menos de un minuto que ha estado con el cuerpo? Entonces, no sé cómo ha suspendido el test.

—¿Cómo, señor? ¿Suspendida? No puede ser, conteste a todas las preguntas y además me sabía todas y cada una de las respuestas. Esto no está pasando.

—Tranquilícese, Starling, todos los test se repasan por tres personas, es imposible que usted haya suspendido, lo sé. Pero de momento esas son las noticias que tengo. Ahí viene el coche, váyase y ya hablamos, seguro que es un error.

Clarice se subió al coche y este desapareció de la escena del crimen. Clarice empezó a llorar de manera desconsolada.

Cuando llegó McCoy al lugar donde estaba la muchacha, escuchó lo que decía el forense.

—…y a simple vista no puedo decir nada pero no hay violencia y no hay penetración ni violación. La hora de la muerte es de hace mínimo dieciséis horas, sobre las cuatro de la madrugada. No hay señales de haber profanado en absoluto el cuerpo por fuera, veremos si el asesino le dio algo de beber...

McCoy interrumpió y le preguntó al forense:

—Doctor, ese pinchazo que hay en el punto de la «i»…

El doctor se quedó del color de la muerta, blanco, y respondió con otra pregunta.

—¿Cómo lo ha visto usted si casi no lo desde mi posición?

—Yo no he sido, ha sido Starling.

Todo el mundo quedó impresionado por el hallazgo, pues para todos había pasado desapercibido. La hora de la muerte implicaba a Don.

CAPÍTULO QUINCE

El traslado al rancho supuso el reparto de tareas entre tres más, aunque poco se podía hacer allí, eran doce más dos niños. La elaboración y envasado de ácido para la venta era el pasatiempo preferido de todos; eso suponía ingresos para la comuna y la posibilidad de vivir sin ningún tipo de trabajo fijo para ningún miembro de la comuna. Sam no quiso desde el primer momento ese tipo de situación, porque suponía depender de un todo en el que él de momento no creía, y por eso se levantaba temprano todos los días y se iba al trabajo en el taller, su verdadera pasión. Sam dejaba en la comuna a Ona y Susan haciendo parte del reparto de tareas.

Charles no estaba muy de acuerdo con la actividad servicial y fija de Sam y no tardaba ni un segundo, cuando llegaba, en hacérselo notar.

—Sam, tu servicial actitud con los explotadores dueños del sistema no es un buen ejemplo para todos los demás, y me pones en evidencia a la hora de asimilar las enseñanzas que todos debemos aprender para cohabitar en un ambiente lúcido de trasparencia cósmica con el entorno y con nosotros mismos. Somos almas libres que no podemos estar atadas al yugo represor de un capitalista mezquino y explotador. Nuestra alma peregrina en un espacio indeterminado se vería apresada en una vacuidad tan grande, que sería incapaz de alinearse con las estrellas. Nosotros escapamos a lo superfluo y vivimos en el misticismo y la meditación; nuestros viajes espirituales nos crean el hábito necesario para la devoción a la vida libre y desligada de todo canon comercial o terrenal. Somos espíritus libres y nunca estamos anclados a una realidad humana o terrenal; estamos abocados a realizar actos por la justicia mística aun cuando sean de carácter violento, si ello supone la mutación de nuestro espíritu en alma libre, peregrina y cósmica.

—Mira, Charles, nosotros estamos aquí por los ácidos, nos importa una mierda a dónde quieras llevar a esta gente, ya sea terrenal o a tomar por culo, no es mi problema. Nosotros somos aves de paso hoy aquí, mañana allí, no creemos en gilipolleces místicas ni esos cojones; de vez en cuando un viaje y una movida como la del otro día y cojonudo. Si piensas que nosotros te vamos a seguir como si fuéramos tú el predicador y nosotros tus siervos te falta un tornillo. Te lo digo porque me estás tocando los cojones con estos temas y, si sigues así, lo mismo que vinimos antes de ayer nos vamos mañana. Creo que me he explicado con tanta claridad que hasta tú podrías entenderlo. Ahora decide, y si vas a estar tocándome los huevos me esfumo, pero si decides dejarnos tranquilos ya que no nos metemos con nadie, participamos de las tareas; yo traigo pasta del trabajo y si puedo proporcionaros coches para ir a la ciudad a vender el producto, me quedo. La piedra está en tu tejado.

—Ves, Sam, ahí es adonde quiero llegar; estás en una órbita diferente a la nuestra, los demás me siguen y creen en lo que yo les digo pero tú te apartas para generar un espacio de confrontación y decadencia del grupo. No es lo que yo quiero para el resto de la comuna, no sois almas libres.

—Charles, eres un verdadero gilipollas si piensas que voy a ir detrás de ti o a obedecer cualquier gilipollez que se te pase por ese cerebro enfermo de rencor que tienes; estás de psiquiátrico. Hablas de meditar y de misticismo y apenas sabes en lo que te metes, si no te metes un ácido. Eso es lo que te pasa, que tienes presa mentalmente a la comuna. ¿Sabes lo que te digo?, que nos vamos.

—¿Ves, Sam?, esa no es una decisión que hayas meditado; es presa de la vacuidad de tu alma, que todavía no está modelada como espíritu libre y no quiero que infestes al resto de la comuna. Quédate, tómate conmigo un ácido y sabrás hasta dónde llega la verdad mística.

—Charles, metete el ácido por el culo y déjame de mierdas místicas; estás como una puta regadera. Yo no quiero que me enseñes absolutamente nada, pues eres un puto chiflado rencoroso y seguro que un día harás algo de lo que te arrepentirás. Si esta gente no se metiera tanto ácido se habría dado cuenta de que no eres buena persona. Mediatizas, manipulas, degradas a la gente con el ácido. ¿Qué te crees, que no me he dado cuenta en estos días de que tu dosis de ácido es más pequeña que la de los demás? Así les metes tus enseñanzas comiéndoles el coco desde una posición lúcida, a sus debilitados cerebros ácidos. Mañana al amanecer te perderé de vista y si dices una palabra más te pasarás los próximos días en un puto hospital. Loco.

Sam le explicó a Ona lo que había hablado con Charles y esta lo entendió perfectamente; ellos no querían estar atados a nada y menos a ese tipo oscuro, rencoroso y posesivo. Susan fue la que opuso más resistencia; era imposible que encontrara al amor de su vida y dos días después sus padres de manera egoísta y categórica la dejaran sin ese amor.

Larry y Lisa se enteraron de lo sucedido con Charles y entendieron la decisión que estaban tomando los Blackpool; era comprensible. Charles apretó mucho la cuerda y creía que con su poder de convicción los retendría bajo su obnubilar presencia, y no fue así. Kevin se enteró por Susan de que había ido a decírselo, con angustia y desesperación. Kevin, ejerciendo de príncipe salvador, intercedió ante Sam para retenerlos allí. La decisión estaba tomada, se irían a San Francisco, donde también había otra comuna, mucho más abierta según les habían dicho, sin Charles de turno que les redujera el cerebro a serrín. Ellos vivían y dejaban vivir, sin más, cada uno haciendo en libertad lo que su camino le llevara. Partirían al amanecer, día de Navidad.

 

A las siete de la mañana estaban metiendo la poca ropa que tenían en el Plymouth y vieron a los Stanfiel corriendo hacia ellos con una maleta vieja y dos bolsas.

—Sam —dijo Larry al llegar a su altura—, si tenéis hueco en el coche nos vamos con vosotros.

Sam miró a Ona y a Susan.

—Por supuesto —dijo finalmente.

—Esperadme un segundo con el coche arrancado —dijo Larry.

Entró en la cocina del rancho, cogió una bolsa de papel del súper y echó en ella todos los ácidos para la venta preparados la noche anterior. Eso les daría un margen comercial excepcional, cero inversión cien por cien ganancias.

Cuando subieron todos al coche, Sam lo hizo rugir y patinando las ruedas se alejaron del Spahn Movie Ranch. Cuando llevaban un par de kilómetros, le enseñó a Sam el interior de la bolsa. Este profirió un grito muy cerca del «yujuuu».

Se instalaron en las afueras de San Francisco en una comuna llamada Pandora. Las chicas se unieron al grupo de tareas programadas y los hombres salieron a buscar trabajo; enseguida encontraron trabajo en un taller no muy lejos de la comuna. Larry en la oficina y Sam de mecánico; aquello sabían los dos que era eventual y solo para conseguir pasta para recorrerse el país de oeste a este. Lo tenían todo pensado: los seis serían inseparables.

Fueron cambiando de comuna por toda California en los siguientes meses y a finales del año 1968 emprendieron camino al este; se estaba montando una buena por allí y no querían perdérsela. Estaban convencidos de que sus aventuras no tendrían fin: eran una familia, pero no como la de Charles.

En año nuevo del año 1968 estaban instalados en una comuna de Florida llamada Alma Libre, una comuna cerca del mar donde la mayoría del tiempo se iba desnudo y se fomentaba con fuerza el amor libre. No había más edificación que un antiguo hotel de una planta, que con esfuerzo iban reconstruyendo poco a poco La comuna parecía un lugar genial para ellos; se instalaron y empezaron a entrar en la rueda de tareas. Aquello era un lugar maravilloso. Susan y Kevin estaban encantados: playa, sol y amor. Habían cumplido los trece.

CAPÍTULO DIECISÉIS

El sheriff Roy Weis esa misma mañana había cumplido con el mandato del fiscal: había pasado copia de todos los informes a McCoy. Pero se había guardado el último as en la manga: el loquero.

Burt había estado desde primera hora llamando al teléfono móvil que le había dado el abogado, sin suerte ninguna. Llamaba cada cinco minutos por si acaso. Aunque en el estado de WhatsApp del loquero no había cambios, eso significaba que no se había conectado a ninguna antena.

—Burt —se asomó Roy desde su despacho—, ¿cómo va lo del loquero?

—Señor, no se conecta, lo tiene apagado.

—¡Joder!, menudo pedazo de mier…

—¡Señor! —Gritó Burt—, ya hay tono.

—Pásamelo a la oficina —dijo el sheriff.

Un toque, dos toques, tres toques: al fin.

—Sí, ¿quién es?

—Hola, señor Preston, soy…

Preston interrumpió.

—No quiero nada; estoy contento con la compañía…

El sheriff lo interrumpió.

—No, señor Preston, soy el sheriff de Dumfries.

—¡Ah!, perdone, sheriff, creía que me querían vender algo.

—No se preocupe, lo entiendo. Querría hacerle unas preguntas.

—Dígame, estoy a su disposición. ¿De qué se trata?

—Es un tema delicado, y preferiría que usted viniera aquí si no tiene ningún problema. Es verdaderamente delicado.—Puede ser ahora, en veinte minutos, es que un par de horas después vuelvo a salir de viaje.

—No nos llevará más de media hora.

—Ok, allí estaré.

Darrel Boy Preston era un agente del FBI. Psiquiatra, licenciado en la Universidad de Columbia. Llevaba dos años en el FBI y siempre estaba de viaje por casos en diferentes estados y países. Acababa de llegar hace unos días de Japón y Canadá, país este último al que volvía de evaluación de un testigo.

Preston recibió la llamada en el edificio Dos de la Academia del FBI; enseguida al colgar el teléfono se puso en contacto personal con su jefe de sección, el capitán McCoy. Le contó la llamada del sheriff de Dumfries. Le contó que no sabía lo que quería, pero que le había citado en la comisaría. Le preguntó a McCoy si tenía idea de que el sheriff de Dumfries lo necesitara para algo. McCoy le dijo que no, pero que lo más responsable era que se hubiera puesto en contacto con él para hablar con uno de sus chicos. McCoy decidió acompañarlo. Le dijo a Preston que si quería llevara a su abogado. Preston rechazó el consejo.

Preston llegó a los veinte minutos, minuto arriba, minuto abajo, acompañado de McCoy. En la puerta el sheriff lo esperaba. Roy se quedó de piedra al ver a McCoy.

—Señor Preston, McCoy —dijo sin ganas Roy.

—Le he aconsejado al doctor que viniera con su abogado, pero creo que yo por el momento le valgo, ¿no cree, sheriff? —dijo McCoy.

—¿En calidad de qué viene usted, McCoy? —pregunto Roy a la defensiva.

—De tocapelotas del sheriff de Dumfries, ¿le parece poco, Roy?

—Lo que hablemos el señor Preston y yo seguramente no será de su incumbencia; son trámites administrativos.

—¡Ah!, pues en ese caso —McCoy levantó la voz—, seguiré estando aquí —bajó la voz—, si no le importa. Bueno, en verdad, aunque le importe, ¿sabe?, me la suda.

Roy fingió no hacerle el mayor caso a McCoy y le dijo al doctor Preston que lo acompañara. McCoy los siguió. Bajaron a la morgue. Se pusieron delante del espejo y Roy tocó el cristal. El forense se acercó y Roy le hizo un gesto de alzar la sábana que estaba encima de un cadáver.

—¡Dios mío! —Dijó Preston—, es Abigail, perdón, Marilyn Monroe. Ella quería que la llamara así, a mí no me salía.

—Eso es lo que queríamos saber, señor Preston, ¿de qué conocía a la señorita Monroe?

—Tenía un servicio de performance por Internet. Por decirlo de una manera suave. Era fantástica, tenía todos los vestidos de la verdadera Marilyn, ¿lo sabían?

—Sí, lo sabíamos —contestó solo Roy.

—Pero, y su relación con ella, ¿cuál era?

—La de doctor y paciente.

—¿Cómo, señor Preston? Usted trabaja para el FBI, no puede tratar o vender o tener clientes fuera de su cargo del FBI —le espetó Roy.

—Lo sé, sheriff, pero ella no era mi cliente, era mi paciente. Yo conocí a Marilyn cuando era Abigail, coincidimos en una casa de acogida un año. Nos hicimos buenos amigos. Luego hemos mantenido la amistad durante los años. Yo me vine a estudiar a New York y un año después ella también se vino. Quedábamos cada quince días en su casa; yo le hacía como un chequeo rápido para ver cómo estaba y le aconsejaba. No manteníamos una aventura, era su amigo y su psiquiatra. Yo no recibía un dólar, es más, al salir de su casa íbamos a cenar y pagaba casi siempre yo. Me gustaba saber que estaba bien. La apreciaba. ¿De qué ha muerto? ¿Me lo pueden decir?

—No, de momento es secreto, señor Preston. Dígame, ¿a qué fueron usted y la señorita Monroe hace dos meses a visitar a Troy McGuire?

—Yo no fui con ella; no sé qué abogado tiene.

—Yo no le he dicho que el señor McGuire fuese abogado —le puntualizó Roy.

—Pero todo el mundo que ve la CBS sabe que el señor McGuire es un abogado —contestó Preston.

—¡Ahh!, todo el mundo ¿Dónde estaba usted el pasado martes?

—¿Soy sospechoso? —preguntó Preston.

—Atamos cabos —respondió Roy.

Preston se volvió para encontrar la mirada de McCoy.

—¿Se lo dice usted, jefe?

Roy miró a McCoy con cara de asco, pues sabía que le iba a decir algo que no le gustaría oír.

—El doctor Preston estaba en Canadá —dijo McCoy.

—¿En Canadá? ¿Qué hacía usted en Canadá? —preguntó por sorpresa Roy.

—No contestes a eso, Preston, no necesita saberlo, es privado —dijo McCoy.

—Lo sé, jefe, pero no tengo nada que ocultar. Venía de Japón de mis vacaciones de verano tardías y no había vuelo directo a Washington; pasé un par de días en Montreal: lo comuniqué a mi jefe, aquí presente. Tengo toda la documentación. De hecho se la presenté a mi jefe, y si quiere pídasela a él. Veo que se llevan muy bien. ¿Necesita alguna cosa más, sheriff?