El Padre - The Father

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—Espera, lo abro y te digo lo que es.

—Vale, ¡que ilusión! —dijo con ironía.

Clarice se puso a abrir el paquete. Quitó las bolsas y se encontró una caja de unos diez centímetros por diez centímetros. Abrió la caja y dentro de la caja había una bolsa de pruebas con cabello rubio platino y una nota. Clarice fue a la cocina y cogió unos guantes de látex antes de continuar; cogió la nota y la leyó, decía:

«Clarice, debes descubrirme pero no te será fácil; pondré todos los impedimentos que pueda para que juguemos mucho tiempo. Yo jugaré contigo y no al revés; seguirás mis pasos, pero yo iré uno por delante y sufrirás por ti y por tu familia. La desesperación será la única emoción que puedas distinguir. El dolor será tan terrible que nunca te dejará pensar con tranquilidad. Recuerda que soy más inteligente que tú, siempre. Mira la foto.

Hasta pronto, tu Hannibal».

Miró a ver si veía una foto y no encontraba nada, hasta que se dio cuenta de que estaba al revés debajo de la bolsa de pruebas; cogió la bolsa por una esquina y sacó la foto: era de una niña en un parque. Le pareció que la conocía.

—Papá, ¿estás ahí?

—Claro.

—Me han mandado una bolsa de pruebas, con cabello rubio platino, una nota y una foto de una niña.

—¿Quién y por qué?

—No viene remitente, lo he revisado todo. Nada de la procedencia.

—¿Qué has tocado?

—No te preocupes, papá, me puse nada más ver el contenido de la caja unos guantes de látex.

—Bien hecho, porque eso no tiene buena pinta. Yo informaría a McCoy.

—Papá, ¿en serio? Puede ser una broma de algún compañero, algún loco que quiere joderme. Pero llamar a McCoy por esto, no lo veo.

—Clarice, sería lo más acertado, eres casi un agente del FBI y esto al menos son pruebas de algo y nadie entendería que, con todo el entrenamiento que tienes, te hayas extralimitado al no ponerlo en conocimiento de tu superior. Te recuerdo que, aun estando en la academia, tienes superior y estás obligada por ley. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, papá, pero me preocupa quedar como una idiota si luego es todo una broma de algunos gilipollas de mis compañeros.

—Prefiero ser idiota. Tú haz lo que quieras.

—Bueno, papá, te llamo mañana y te doy novedades, cuídate y no hagas locuras.

—Y tú sé profesional, ¿entiendes?

—Sí, papá, adiós.

—Adiós.

Clarice volvió a marcar; era el teléfono de McCoy.

CAPÍTULO DIEZ

La vida en California era maravillosa para la jovencita Susan Blackpool, iba con sus padres de un lugar a otro; tenía doce años. Los padres de Susan eran hippies; San y Ona se movían mucho por todo el oeste del país, de comuna en comuna. Los años sesenta se convirtieron en la década hippie por excelencia, contracultural, pacifista y libertario. El arte, la música, la droga, la ecología y el amor libre formaban parte de su biblia particular. El movimiento por todo el país de este fenómeno creó enclaves importantes como la ciudad de San Francisco. No fue un fenómeno de grandes masas pero sí de grandes multitudes, sobre todo en actos artísticos o musicales.

Susan Blackpool y sus padres procedían de un Estado del norte, Minnesota. Susan estaba encantada con el sol de California: era una auténtica maravilla. Sus padres se dirigían a las afueras de Los Ángeles; era el invierno de 1967, la Navidad estaba cerca y ella iba en manga corta; era estupendo.

Los Blackpool circulaban en un Plymounth del 58 que habían robado de un viejo almacén de chatarra a las afueras de Minneápolis. El padre de Susan había hecho un gran trabajo con el coche. Tan solo en una semana había quitado todos los golpes que llevaba y lo había pintado de un rojo chillón como el original. Las piezas las fue sacando, de aquí y de allá, con trabajitos para una banda de ladronzuelos. El resultado final fue impresionante, parecía recién salido de la cadena de producción. Un par de días después estaban de camino a California.

No llevaban mucho equipaje; un par de maletas, la mayoría ropa de Susan. No dejaban nada atrás que fuera de importancia, no tenían familia allí, todos habían muerto hacía años, solo estaban los tres. Fue muy fácil no mirar atrás, el destino era muy sugerente para estar dedicándose a volver la cabeza. Empezaban de nuevo.

California era diferente, era volver a la tierra de las oportunidades, todo carecía de importancia en ese lugar. Todo era relativo, el bien y el mal eran cruces de caminos y la ambigüedad se instalaba en la gente, nada era tan bueno o tan malo, la gente vivía y dejaba vivir, quizás alimentada por la enorme energía del sol. Para ellos eran fantásticos la luz y el brillo del sol en esa tierra: se sentían retroalimentados, con energía desbordante.

Se instalaron en un apartamento de dos habitaciones, con cocina y un baño completo. Aunque pensaban que aquello sería temporal, estaban en Santa Mónica, en Mississippi Ave. El padre de Susan encontró trabajo en un taller cercano donde le pagaban muy por encima del salario por amañar coches para que tuvieran más potencia. La madre de Susan empezó a trabajar en una tienda donde vendían todo tipo de artículos para el fumador: tabaco, papel, pipas, pitilleras, mecheros, etc. Aquí es donde tuvo lugar el primer encuentro.

Larry y Lisa Stanfyel eran hippies. Vivían a las afueras de Chatsworth, en un rancho, y de vez en cuando iban por allí a por tabaco y papel pero sobre todo a por un grinder para picar la marihuana. Su aspecto era idílico. Larry llevaba unos vaqueros desgastados y medio rotos con campana grande y una camisa floreada, barba larga y bigote, y Lisa llevaba un vestido hasta los tobillos con muchos colorines y una diadema de flores en el pelo, largo y suelto. Iban con el pequeño Kevin, de unos trece años, que era la misma imagen de su padre pero sin barba y bigote. Ona estuvo hablando con ellos durante media hora y ellos la invitaron a su comuna hippie. Sería el punto de no retorno.

Ese fin de semana, San y Ona, junto con Susan, marcharon a Chatsworth, al Spahn Movie Ranch que estaba en el 12000 Pass Road en Simi Hills, Santa Susana, en el condado de Los Ángeles.

Cuando llegaron al rancho se oía una canción de The Beatles, Helter Skelter; estaba a todo volumen. Había gente deambulando por aquí y por allá, no hubo nadie que les preguntara nada ni que les prohibiera el paso. Al pasar por un granero vieron a un grupo de gente escuchando un sermón que no pudieron distinguir; no se trataba de la Biblia. Enseguida a doscientos metros vieron que se acercaban Larry y Lisa con Kevin: la imagen era idílica.

Al llegar a ellos, Ona hizo de Cicerone, presentó a Sam y Susan a Larry, Lisa y Kevin. Enseguida los seis sintieron la fuerza de aquel momento; se respiraba complicidad y cercanía.

Kevin y Susan se miraron una sola vez y su mundo cambió para siempre. Aquel momento lo recordaron siempre, aquel impulso juvenil de atracción hormonal hizo que desde ese momento no se separaran hasta el final de sus días. El amor entró como una explosión en sus cuerpos, sus miradas se entrelazaban en un infinito preludio amoroso que no terminaba, y su imaginación volaba tan lejos que parecía un viaje de LSD.

Los seis fueron paseando por el rancho y viendo cómo funcionaba la comuna. Ona parecía una niña con zapatos nuevos, histérica de placer. Lisa se acercó a ella cuando pasaron por el jardín y en un minuto hizo una diadema de flores que colocó a Ona en su cabeza. Empezaron a reír las dos como niñas y a agarrarse de las manos como si fueran hermanas en un domingo cualquiera. Larry y Sam las miraban embelesados, con una estúpida sonrisa en los labios; si la felicidad tenía nombre era el de las dos. Lisa se acercó a Susan, le puso otra diadema en la cabeza y le dio un beso en la mejilla. Susan se ruborizó cuando vio la cara de Kevin mirándola con los ojos como platos, bajó la mirada y esbozó una sonrisa. Cuando levantó la cara miró fijamente a los ojos de Kevin y sintió que su cuerpo temblaba. Kevin no apartó la mirada, se fue acercando a ella hasta cogerle las manos sin dejar de mirarla y le dio un beso en la mejilla: Kevin se estremeció. Susan estaba temblando. Se soltó las manos de Kevin y echó a correr mirando hacia atrás con una sonrisa que decía: «Sígueme». Kevin fue detrás de ella sin vacilar; se perdieron a la vuelta de la casa.

Larry y Lisa siguieron la visita guiada por el rancho hasta llegar al porche, donde se sentaron. Larry entró en la casa y sacó unas cervezas. Estaban en plena conversación cuando se acercó un tipo desaliñado, con barba y bigote y una melena sin cuidar; Larry se lo presentó como Charles, Charles Manson.

Charles estuvo con ellos más de una hora hablando de lo difícil que es entender para el resto de la gente lo que hacen ellos. Parecía un tipo interesante a la vez que sombrío, parecía que tenía rencor y que hablaba desde él. Distinguieron que era la persona que al entrar estaba dirigiéndose a un grupo de personas, el del sermón. Continuaron hablando y bebiendo cerveza hasta que una mujer empezó a golpear un triángulo. «Hora de comer», sentenció Charles.

Detrás de la casa había otro porche más grande y debajo del porche una mesa larga preparada con comida. Se empezaron a sentar todos y notaron que faltaban Kevin y Susan, pero enseguida aparecieron, ya cogidos de la mano.

La comida se alargó un par de horas. Ona y Sam eran el centro de atención de los comensales, preguntaron muchas cosas y hablaron de coches y de mecánica, tema favorito de Sam. Las mujeres comenzaron a aburrirse y se fueron a por el postre, una lámina hojaldrada con crema, cortada en pedazos pequeños; empezaron todos a comer menos Kevin y Susan, que ya se habían levantado de la mesa buscando un sito más íntimo.

 

Treinta minutos después, estaban la mayoría dentro de la casa en un estado de inconsciencia tan agradable que invitaba al sexo. Larry y Lisa ya estaban desnudos besándose el cuerpo y besándose con otros. Sam y Ona estaban un poco fuera de juego pero con unas ganas locas de entrar en el mismo juego. Al final el salón de la casa era una auténtica orgía, aquello era un gran espectáculo, todos con todos en un irrefrenable acto.

Susan y Kevin se acercaron a una ventana del salón y vieron el espectáculo. Kevin ya lo había presenciado en alguna ocasión, y también había participado de él. Cogió de la mano a Susan y la llevó a la mesa. Cogió dos pedazos de hojaldre y le puso uno a Susan en la mano. Le dijo: «Prueba». Susan comió junto a Kevin un pedazo; no fue la última vez.

Ona, Sam y Susan se trasladaron al rancho a la mañana siguiente. Era el comienzo del invierno del año 1967; faltaban tres días para Navidad.

CAPÍTULO ONCE

McCoy estaba en su despacho en el edificio central del FBI, cuando su secretaria lo informó de la llamada de una aspirante a agente.

—Dime, Tracy.

—Es la aspirante a agente Clarice Starling.

—¿Y qué quiere?, ¿te lo ha dicho?

—No, dice que puede ser muy importante. No es respecto a su evaluación.

—Pásamela, Tracy.

Sonó una desconexión y un nuevo clic de vuelta a conectar.

—¿Agente en pruebas Starling?

—Señor, tengo que contarle algo importante y no sé cómo hacerlo.

—¿Es que no ha aprendido nada aquí, Starling?

—Señor, sí, señor, pero esto es un poco raro. Me gustaría que viniera a casa y lo viera con sus propios ojos. No acierto a entender lo que ocurre. Pero me temo que tengo a alguien que me quiere hacer daño.

—¿Qué dice, Starling? Sabe que eso no entra en los atributos del FBI; si usted tiene una disputa personal con alguien, llame al sheriff.

—No señor, yo no tengo una disputa con nadie, pero acabo de recibir una caja por FeDex que contiene cabello rubio platino y una nota. Si quiere se la leo. Pero debería venir con gente del laboratorio.

McCoy dio un respingo en la silla y se levantó aún con el teléfono en la mano.

—Vamos para allá, no se mueva. Quince minutos.

McCoy dio las órdenes a Tracy para alertar al equipo de laboratorio y que estuvieran en cinco minutos prestos para salir. Se puso la chaqueta y bajó deprisa por las escaleras; el ascensor tardaría una eternidad.

Abajo ya estaba la unidad del laboratorio, con el agente Miller y el agente Foulder. Partieron a la casa de Clarice. Quince minutos después estaban allí.

Clarice ya estaba en la puerta esperando. Se saludaron.

—Señor, Miller, Foulder, hola, chicos —les dijo a los del laboratorio.

—Dígame, Starling, de qué se trata esto.

—No lo sé, señor; esta mañana estaba hablando con mi padre y han venido los de FeDex con un paquete que llevaba esto. Les enseñó la caja y el contenido.

—¿Ha tocado algo, Clarice?

—Solo la caja por fuera, al sacarla del plástico. Lo demás lo manipulé con guantes al darme cuenta del contenido.

—Muy bien, chicos, haced vuestro trabajo y decidme qué es esto.

McCoy se puso unos guantes, igual que Miller y Foulder, cogieron la nota y la leyeron en voz alta.

—«Clarice, debes descubrirme pero no te será fácil, pondré todos los impedimentos que pueda para que juguemos mucho tiempo. Yo jugaré contigo y no al revés, seguirás mis pasos, pero yo iré uno por delante y sufrirás por ti y por tu familia. La desesperación será la única emoción que puedas distinguir. El dolor será tan terrible que nunca te dejará pensar con tranquilidad. Recuerda que soy más inteligente que tú, siempre. Mira la foto. Hasta pronto, tu Hannibal».

—Pero ¿qué coño es esto? —acertó a decir Miller.

—¿En qué está usted metida, Starling? —dijo McCoy.

—Señor, sea lo que sea, yo no tengo nada que ver.

McCoy recibió una llamada y se retiró fuera de la casa.

—¿Sabéis lo que os digo?, que este color de pelo no es muy normal por aquí, pero un pajarito me ha dicho que la víctima del bosque tiene el mismo color de pelo —dijo Foulder.

McCoy entró con cara de pocos amigos y le dijo a Clarice que saliera con él fuera de la casa.

—Starling, me acaban de llamar del laboratorio; resulta que hace unas horas el sheriff del condado nos ha mandado unas muestras para que el laboratorio las analizara. Las muestras son del crimen del bosque de Prince William. Las muestras encajan con un perfil en nuestra base de datos.

—No me diga, señor, que encaja conmigo.

—No, Starling, son de Don, su padre.

—Señor, no puede ser, eso es imposible, mi padre jamás sería capaz de hacer algo así con nadie. Es imposible —decía Clarice con las manos en la cara.

—Las pruebas son claras, tenemos pelo y sangre de su padre en el cuerpo de la muchacha, no cabe ninguna duda. Ahora debe decirnos dónde se encuentra su padre. Ya sabe cómo va esto, si no ha sido, que con las pruebas lo veo difícil, nosotros lo sabremos. ¿Sabe dónde está?

—Señor, se lo ruego, mi padre no ha podido ser.

—Starling, ¿sabe dónde está?

—Sí, lo sé.

—Dígamelo y le prometo que todo saldrá bien, él es de los nuestros y lo trataremos bien.

—Está en el Camping del Prince William.

—Foulder, Miller, dejad a los del laboratorio y acompañadme. Starling, véngase usted también.

Se subieron todos al coche y partieron para el camping. Clarice lloró la mitad del camino, pensando en que su padre podía haber sido y qué le podía haber llevado a ello. Luego desestimó esa posibilidad y lloró más por el descrédito profesional que esto podía llevarle. Le quedaban un par de años de servicio si el cáncer no se lo llevaba antes. Esto no podía estar pasando. Encima lo del loco ese que le había mandado la caja con una nota tan desasosegante.

«La desesperación será la única emoción que puedas distinguir».

Era la frase de la nota, pero esto ¿estaba ocurriendo de verdad? Y lo de la nota, ¿habrá empezado ya?, ¿quería referirse a esto?, ¿lo preparó esto el mismo tipo?

Llegaron al camping y bajó Miller a preguntar por Don y el recepcionista les dijo el número de parcela. La 69.

—Starling, ahora cuando lleguemos, quiero que usted sea la que lleve la voz y convenza a su padre de que se entregue; creo que usted sabrá que es la mejor manera de solucionar este embrollo y que todo salga a la luz por el bien del Cuerpo. Viniendo he llamado al sheriff de Dumfries y no tardará, así que es mejor que seamos nosotros los que practiquemos la detención y luego informemos al sheriff.

—De acuerdo, señor, lo haré.

Se oían sirenas del sheriff cuando Clarice entró en la caravana de Don.

—Papá —llamó—, ¿dónde estás?

—¿Clarice?

—Sí, soy yo.

—¿Qué haces aquí?

—Papá, es difícil de explicar pero sabes como yo que hay cosas para las que uno no tiene explicación.

—¿Qué has hecho con la caja de FeDex?

—Llamé a McCoy, como tú me dijiste. Y ya la tienen los chicos del laboratorio.

—Esa es mi chica. Entonces, ¿qué te trae por aquí?

—Papá, en el cuerpo de la chica asesinada en el bosque estaba tu sangre y tu pelo.

—¿Cómo? Imposible. Yo no me acerqué.

—Sí, papá, me lo ha dicho McCoy; de hecho, está ahí fuera. Hemos venido a detenerte. McCoy ha preferido hacerlo él antes que el sheriff de Dumfries. Deferencia profesional. Yo sé que tú no has sido, pero es tan difícil explicar tu sangre y tu pelo en ese cuerpo…

—Entiendo, McCoy no quiere que el sheriff me detenga, por imagen. Bien, defenderé que yo no he sido. ¿Tienes las esposas? Quiero que seas tú la que lo haga. Saldremos de esta locura, Clarice, no te preocupes, tú sabes que yo no podría hacer algo así, haz tu trabajo.

Clarice le puso las esposas, no sin antes llorar abrazada a su padre.

Unos minutos después salieron los dos; Don ya iba esposado.

Miller y Foulder se encargaron de meterlo en el coche antes de que asomaran por la calle los coches del sheriff. Ahora era un caso federal.

El sheriff llegó a la altura del coche de McCoy, derrapando.

—McCoy, ¿me quiere explicar que es esto? ¿Qué cojones hacen ustedes aquí? Solo debía informarme, yo haría la detención.

—Sheriff, me temo que se le ha complicado el caso. La búsqueda en la base de datos nos ha dado como fuente de sus muestras a uno de mis chicos.

—¡Ah, claro!, por eso la prisa en venir y en detener a uno de sus robots que funcionan de manera defectuosa. Ahora ustedes meterán toda la mierda que puedan al caso para que su fábrica de robots defectuosos no sea portada de todos los periódicos de aquí a Los Ángeles. Son ustedes escoria.

—Mire, sheriff, no me lo llevo a usted detenido porque no quiero un follón entre jurisdicciones, pero con todo el gusto me lo llevaba a nuestra fábrica de robots defectuosos para que alguno de ellos le apretara las tuercas a conciencia. Así su bocaza tendría más respeto a la hora de abrirse. Ahora vaya a su cuadra y páseme todo lo que tenga de este caso, queda usted fuera.

—Veremos, McCoy, qué es lo que opina el fiscal; como sabe usted bien, no lo aprecia mucho. Quizá sea usted el que me tenga que pasar todo a mí. Esto no ha terminado.

El sheriff dio un portazo y se metió en el coche. Ninguno de los dos se había quedado con la aparición de la prensa en el lugar. En las noticias verían hasta dónde había llegado el alcance de los micrófonos. McCoy subió detrás con el padre y la hija.

En las noticias de las ocho se pudo ver y escuchar la conversación entre el sheriff y McCoy. El fiscal los llamó de inmediato. Primero a McCoy, pues quería apretarlo de lo lindo; no le caía bien.

—McCoy, ¿qué cojones ha pasado?

—¡Ah, señor fiscal!, buenas tardes a usted también.

—No me jodas, McCoy. ¿Qué ha sido lo de esta tarde?

—Hemos practicado la detención de un sospechoso.

—De un caso que tú no llevas, McCoy; te estás metiendo en un pozo del que va a ser difícil que puedas salir.

—Es de los nuestros, un agente que ahora no está pasando por momentos excesivamente buenos. Pero que no tenemos duda de que sea muy difícil que haya sido él. Está de baja por el tratamiento de un cáncer. Creemos que alguien quiere meter al FBI en algo, pero no sé qué decirle más. Su hija ha recibido una caja con muestras de cabello posiblemente de la víctima y una nota que estamos analizando. Una nota tremendamente desasosegante.

—Y, ¿por qué estoy enterándome de esto ahora?

—No había tenido ocasión de hablar con usted.

—Chorradas, McCoy, otro paso en falso y me lo llevo por delante.

—Enterado. Señor, le he pedido al sheriff que me pase toda la información que tienen hasta el momento.

—McCoy, solo si la carretera es de dos direcciones. Hagan ustedes lo mismo con el sheriff. Y en esto no hay excusas, hágalo, McCoy.

—Bien, señor.

El fiscal llamó al sheriff y se apuntó el tanto.

—Roy, no te preocupes, os van a pasar toda la información mañana por la mañana; haced vosotros lo mismo, no quiero una guerra. Esto nos vendrá bien a nosotros y nos pondrá en el mapa.

—Pero señor —refunfuñó Roy—, el caso es nuestro. Su puto robot defectuoso es el que lo ha hecho.

—Roy, no se adelante, sé que hay pruebas, pero también sé que el cadáver, por lo que he leído, fue colocado, así que puede ser que todo esté manipulado queriendo incriminar. Vamos a aprovecharnos de los medios del FBI para hacernos ver. Roy, esto nos dará un empujón hacia arriba. Si sabemos manejarlo.

—Bien, señor, mañana por la mañana le pasaré todo a McCoy.

CAPÍTULO DOCE

En la barra solo estaba ella; era temprano todavía y no había casi nadie, algunos fijos en aquel antro y poco más. La mirada la llevó a unos jóvenes universitarios que entraron. Pensó «pasta fresca» y se acercó a ellos muy disimuladamente como si fuera al escusado. Chocó casi de morros con uno de ellos y se disculpó, a lo que el joven con alguna que otra copa de más, agarró la cintura de la chica y le dijo que no se preocupara, que la culpa había sido suya, y la soltó. «Primer punto para ella», pensó, ahora al salir vamos a por el partido.

Brithany era una joven de veinticuatro años exuniversitaria. Nunca pudo cumplir las expectativas creadas en torno a ella, la Facultad de Derecho se le hizo interminable y la dejó tras el primer año, pero eso no la apartaba de ser una persona inteligentísima y una mujer de excepcional belleza. De unas formas excelsamente tratadas, su metro setenta y tres la hacía una mujer tremendamente alta para muchos hombres, y su forma de vestir era atrevida sin llegar a la obscenidad y sin que pensara la gente que se dedicaba a aprovecharse de los hombres.

 

Él estaba allí en la penumbra del antro sin hacerse notar, hipnotizado con los movimientos de Brithany y su caza del objetivo deseado; él también estaba de caza y había encontrado su próxima presa.

Brithany se movía estupendamente entre los universitarios; había sido una de ellos no hace mucho y sabía sus virtudes, pero sobre todo, sabía la infinidad de defectos que a la hora de salir del campus tienen. Aprovechaba cada uno de los deslices de esos futuros, para su propio futuro. Al último le sacó la mitad de su fideicomiso, para que no pusiera unas fotos en un estado poco edificante en una red social; el joven con novia adinerada y futuro prometedor cayó en las garras de Brithany.

Desde su rincón no se perdía detalle de los pasos que daba Brithany con ese pelele universitario. Vio cómo el joven la esperaba a la salida del escusado y cómo Brithany «se dejó» convencer para tomar una copa, «solo una».

Brithany ya había visto el reloj Rolex del joven y la ropa superexclusiva de Tommy Hilfiguer, además de sus zapatos exclusivos Manolo’s y como colofón llevaba un perfume llamado Aventus de trescientos pavos los cien mililitros. Era una investigadora estupenda; se pasaba mañanas enteras en las mejores boutiques de la ciudad conociendo las últimas tendencias de la moda universitaria y general de los hombres jóvenes. De hecho, su primer trabajo después de la universidad fue en una tienda de ropa.

Estaban los dos en la barra tomando, él un bourbon y ella una margarita. Él no paraba de arrimarse y de tocarle manos y brazos; ella estaba segura de que le había ganado la partida. En un descuido del joven al intentar besarla, Brithany le echó un poco de un tubito de cristal que llevaba en la mano y le dijo al oído: «Podemos continuar en tu apartamento».

El joven se apresuró a pagar las consumiciones, y cuando lo hubo hecho no se despidió de nadie y se fue hacia la puerta con Brithany. Llamaron a un taxi. El joven le dijo la dirección al taxista y empezó a besar a Brithany y a tocarla. Ella le dejaba hacer; cada vez lo notaba más cansado. Llegaron al apartamento del joven, pagó el taxi a duras penas, ya estaba muy cansado.

Salieron del taxi hacia el portal del joven y Brithany tuvo que hacer fuerza porque ya no podía casi tenerse en pie. El efecto de la escopolamina había sido muy rápido. Justo cuando había abierto la puerta del portal ella le preguntó a qué piso subían y él le dijo que no, que su apartamento era el del final del pasillo; entonces apareció un vecino que era un poco más mayor que el universitario, tenía unos treinta y pico y bien parecido, que retuvo la puerta para que pudieran pasar Brithany y el joven.

—No se preocupe, señorita, yo le ayudo —le dijo el vecino.

—Gracias pero vamos aquí al lado.

—Sí, no se preocupe, conozco el paño.

—La verdad es que para una vez que podemos salir juntos se emborracha—mintió Brithany.

—En estos jóvenes universitarios casi es lo normal; son ganas de pasárselo bien.

—Sí, pero yo vengo de lejos a visitarlo y mira qué resultado —volvió a mentir Brithany.

—Lo siento, señorita, deme las llaves que yo le abro o hágalo usted y yo lo sujeto.

—No sé cuál es.

—Pruébelas todas y seguro que da con la tecla.

Brithany abrió la puerta. Mientras tanto, el vecino aguantaba al joven. Lo pasó dentro.

—¿Lo llevo a la cama? —pregunto el vecino.

—No —dijo Brithany con cara de enfado—. Déjelo en el sofá castigado toda la noche.

El joven ya estaba grogui. Lo dejó caer en el sofá.

—¿Puedo utilizar el aseo? Es que no llego a la mía —preguntó el vecino con las manos en la entrepierna.

—Claro que puede —le dijo Brithany como si fuera su casa.

Entró en el aseo y salió un minuto después; encontró a Brithany quitándose la chaqueta.

—Bueno, señorita, un placer haberla conocido, soy Michael.

—Yo soy Lisa —mintió.

Al estrecharse las manos, la atrajo hacia sí de un fuerte tirón y la rodeó con su brazo poniéndole la mano libre en la nariz con un pañuelo. El pañuelo llevaba cloroformo; no tardó mucho en desfallecer. Le quitó los zapatos y los pantis que juntó con la cartera que sacó del bolso y la chaqueta que se había quitado antes dejó en el apartamento del joven.

Antes de salir del apartamento cogió cabellos del joven de raíz y le sacó sangre. Todo en un par de minutos. Dejó la puerta cerrada pero con un papel dentro de la cerradura, para que pareciera cerrada pero pudiera abrirse con facilidad, sin llaves.

Cogió en brazos a Brithany, la sacó hasta la pick up que tenía justo en la esquina; nadie los vio. La sentó delante y le abrochó el cinturón. Arrancó y se perdieron en la ciudad.

La dejó a menos de cien metros de la anterior víctima en la misma pista de los runner y colocada de igual manera. Esta vez había una gota más grande de sangre en la mano de la víctima. Cogió con el peine cabellos de la víctima, esta vez morenos, y los puso en la bolsa de pruebas como hizo con la anterior.

Salió de madrugada del bosque y se dirigió a su caravana realizando las mismas operaciones y deshaciéndose de los guantes y del plástico. Cuando acabó salió del camping y se dirigió a la capital. Entró en una oficina FeDex de Dupont Circle atestada de gente, con su gorro de lana y su chaqueta del Ejército de Salvación; llevaba guantes de cuero. Siempre mirando para bajo por las cámaras. Puso el envío a nombre de Clarice Starling.

Llegó a la casa del universitario. Todavía estaba grogui, vació por el suelo sangre de Brithany, como si hubiera lucha. Cerró la puerta después de quitar el papel de la cerradura. Se marchó.

Esa misma tarde, doce horas después de colocar el cadáver de Brithany en la senda de los runners, casi entrada la noche, dijeron en las noticias que habían detenido a un sospechoso por el caso del bosque de Prince William.

Pensó en Clarice cuando encontraran la última obra de su padre en el bosque. Seguro que con dos víctimas sería muy difícil que lo creyeran.

Todo iba sobre ruedas. Aunque no había detalles, seguro que el padre de Clarice estaba detenido. Era hora de hacer un viajecito a Canadá.

CAPÍTULO TRECE

Troy McGuire era un abogado con buena reputación en la capital, pero sobre todo era temido por sus oponentes como un abogado temperamental y transgresor. Retorcía la ley hasta sus últimas consecuencias, y carecía de moral cuando una buena suma de dinero se transformaba en cliente. Se codeaba con lo más granado de la capital en cuestión de amistades. Varios congresistas tenían por abogado a Troy, e incluso el alcalde había tanteado a Troy, pero sus pleitos con la Policía de la ciudad y varias delegaciones del Ayuntamiento hacían de este menester un imposible; la maldita ley de incompatibilidades lo impedía.

Troy McGuire era afroamericano de treinta y dos años, casado y con un hijo de un año. Su mujer, Vallerie, fue en sus tiempos una excelente abogada laboralista y de derechos humanos, con pleitos a las grandes corporaciones y a las grandes multinacionales. Estaba afiliada a un par de ONG muy activas con los derechos laborales y humanos. Cuando conoció a Troy, este todavía no era el gran abogado que es hoy; era un pequeño truhán que se dedicaba a la abogacía sin más, algún accidente de tráfico, un trato desigual de la Policía con un afroamericano, algún pleito por drogas… pero lo que lo llevó a la cumbre fue el pleito de un rapero por asesinato. El artista había matado a tres personas en su residencia del centro de Washington y Troy lo había defendido, probando que fue en defensa propia; un culebrón de juicio de casi seis meses donde Troy desplegó todo un arsenal escondido de manejo de la situación y de la prensa. Puso en su favor a la comunidad negra y a la prensa, saliendo cada semana en un programa de la CBS como tertuliano. «Fue todo un descubrimiento», publicó el Washington Post. Montó un bufete cerca de Dupont Circle donde cada día pasaba un montón de gente para que la defendiera y otros para que un día los pudiese defender en caso de tener que necesitarlo. La vida le iba sobre ruedas y dos años atrás se casó con Vallerie. Vallerie dejó aparcada su carrera para aconsejar a su marido en lo referente a su bufete ya que ella sí tenía experiencia, porque trabajó en uno de grandísimas dimensiones con casi cien abogados. Ella era la indicada para diseñar la organización del bufete de Troy, McGuire & Benson. Vallerie se incorporó como abogada laboralista especialista en derechos humanos, aunque ahora tenía una excedencia por maternidad por el pequeño Jay Theo —aunque todos lo llamaban Jay-T—.