Canción del Machichaco

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Canción del Machichaco
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© Enrique García Revilla

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-254-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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A mi amplia familia

y a todas aquellas que educan a sus hijos en los valores de su cultura y su tradición.

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CANCIÓN DEL MACHICHACO

DRAMA LÍRICO EN CUATRO ACTOS SOBRE

LA DAMA LE DEMANDA

Diferencias sobre el canto «La dama le demanda» es el título de una de las piezas más célebres y que mejor han soportado el paso del tiempo del compositor Antonio de Cabezón (1510-1566).

PRÓLOGO Y PRELUDIO

CAPÍTULO 1

1893. La explosión del Cabo Machichaco

Los días de viento sur en Santander, desde siempre, constituyen un libro ilustrado expuesto para todo aquel observador que, por motivos antropológicos, literarios o por simple curiosidad posea algún afán en los muy diferentes comportamientos de la comedia humana. Los santanderinos, en una demostración de que el saber popular debería ser considerado ciencia empírica, tienen a bien indicar al forastero: «Cuando sopla el sur, los locos a la calle».

El veranillo de San Martín vino con bochorno en 1893. Por doquier caminaban sin rumbo, sin premuras ni trajines, individuos solitarios —no diré personas—, almas en pena del dique a la alameda primera, de la cuesta del gas a la Magdalena, meditabundos y boquisumidos, como si fuesen los figurantes de una tragedia que perseveran en sus evoluciones sobre el escenario negándose a admitir que el telón cayó varias horas atrás.

Trataba don Marcelino de aliviar los calores aireándose con la elegante carpeta de piel que también llevaba al Congreso de los Diputados.

—¡Quién me manda salir hoy a pie! ¡Cago en el demonio colorao! No me creo que Pereda vaya a venir hasta el Sardinero con este sur, ¡con lo delicado que está!

Marcelino Menéndez Pelayo era más de veinte años más joven que José María de Pereda, motivo por el cual este se permitía tutearlo. Ambos mantenían una relación cordial y formaban parte de la ilustre tertulia en la que departía amigablemente una camarilla irrepetible de preclaros montañeses. Al llegar al cruce que denominan el alto de Miranda, se disponía a bajar la cuesta que lleva a la Magdalena cuando escuchó tras sí:

—¡Marcelino! ¿Bien y tú? ¿Cómo estás, gandul? —entonó el acento santanderino, placible y cantarín, en boca de Pereda. En su ofrecimiento de una mano laxa y enfermiza se reconocía en él un tremendo esfuerzo por mostrar la vitalidad de antaño.

Y, asiéndolo del brazo, enfilaron la cuesta abajo. Pereda estaba a punto de inaugurar su sexta década de vida y había desmejorado considerablemente los últimos meses tras el fallecimiento de su primogénito de tal modo que presentaba un aspecto de notorio abandono. Don Marcelino se percató de ello al instante y reparó en que la voz de su amigo consistía en un hilo quebradizo al que su dueño trataba de otorgar con escasa fortuna algún indicio de lozanía. Tras unos instantes de saludos de afable cortesía, el único tema de conversación de aquellas tardes surgió ineludible.

—Qué días tan malos, ¿verdad?

—Sí. Este ambiente de depresión general… no recuerdo haberlo vivido antes en la ciudad.

—Nunca, nunca.

—¡Qué desgracia tan grande! Nadie habla por la calle, no se oye ni un alma… ni siquiera hay niños…

—No hay más que tristeza y desolación.

—El Siglo de Oro, maestro, no siendo época de vino y rosas, fue tiempo de fiebre estética que dio luz a Lope, Calderón y Cervantes. También Plinio nos legó el relato descarnado de la erupción del Vesubio. Quiero decir que, pasados los días de este duelo tremendo, podría usted, José María, escribir una novela sobre este tragedión.

—Ay, mi joven amigo. Creo que mi tiempo como escritor se ha consumido. Acabaré la novela de la que ya te he hablado. Quisiera dejar en ella mi testamento literario, pero me está resultando en extremo dificultosa en sus últimos capítulos. Con sinceridad, me veo totalmente agotado como creador. Lo pensaré dentro de unos… pero será más adelante.

Con un ligero movimiento del brazo por el que Pereda lo prendía, don Marcelino dio a entender un gesto de complicidad:

—Se lo digo porque, si no lo hace usted, es posible que Galdós le tome la delantera.

Ambos se miraron con media sonrisa. Pereda sentía un franco afecto por su joven amigo. No solo admiraba su altura intelectual y su memoria prodigiosa, sino que, en lo personal, lo apreciaba con cariño sincero pues, tiempo atrás, el apoyo del brillantísimo joven había sido vital para enfrentar el cambio estilístico del que su novela Sotileza era el ejemplo más acabado, a la espera de finalizar Peñas arriba.

Y Pereda respondió:

—Preguntémosle directamente. Dice que quiere enseñarnos algo del Machichaco. ¿Te apetece que nos acerquemos a dar un sorbo de la fuente antes de bajar? Es de las pocas cosas que se han mantenido limpias tras la explosión.

—También yo os quiero mostrar una cosa del Machichaco. Me muero de sed. Pero la pena merece uno de esos refrigerios indianos de ultramar que siempre tiene Galdós fresquitos.

Pérez Galdós había escogido para construirse su «quinta de San Quintín» el emplazamiento estratégico del que parten, desde el comienzo del Sardinero, dos vías de comunicación con Santander, la una por la costa y la otra, subiendo el llamado camino de la Magdalena, por la calle alta de la ciudad. Quizás influyera en su decisión aquel escollo erosionado a capricho por el vaivén de la marea con la forma tan perfecta de un camello que quedaba justo enfrente del chalet, como recuerdo del animal que en Canarias emplean sus paisanos para los afanes agrarios que requieren de un noble bruto. ¡Quién supiera cuántas páginas, escenas y personajes de sus obras se generaron en su mente con la vista desmayada hacia la ensenada y la tal roca!

Don Benito los recibió en el jardín, donde se hallaba ya, pues gustaba de llegar a los sitios antes de lo acordado, Morante Serna, el cuarto pilar de aquella ilustrada asamblea. Morante, el más joven del cuarteto e hijo y nieto de ganaderos de vacuno, tuvo la oportunidad de venir a estudiar a Santander, donde se licenció, firmó una tesis doctoral y comenzó un envidiable cursus honorum. Una enjundiosa novela y varios premios literarios le habían otorgado los galones que justificaban su presencia en San Quintín. No ocultaba que era un tipo ambicioso, de tal modo que alguno de sus contertulios, aun reconociendo su valía, en privado no podía evitar considerarlo como un trepa. Recientemente había contraído matrimonio con una doctora parisina y planeaba trasladar su residencia a la capital francesa. Siempre había visto con claridad el futuro que anhelaba vivir, que invariablemente apuntaba a una elevada posición socioeconómica. Con los años, dicho destino había dado varios tumbos. Su apetencia primera pretendía el puesto de profesor universitario; más tarde, albergó la veleidad de codearse en Santander como escritor de iure con los grandes creadores patrios. Todo ello fueron deseos cumplidos. Tras haber sido aceptado de grado en la tertulia de sus amigos literatos, cosa de la mímesis, sintió el prurito de la carrera política, hasta que finalmente Estelle, una elegante francesita del Bulevar de los Capuchinos, se cruzó en su vida. Las luces de Europa lo atrajeron hacia la carrera diplomática y el destino rutilante de un consulado en París. Atlético y esbelto, en aquel momento sostenía un vaso de contenido naranja.

Durante la jornada de Todos los Santos, es decir, dos días antes de la explosión del vapor Machichaco, Menéndez Pelayo y Pérez Galdós habían abandonado Santander para cumplir con sus ocupaciones como diputados de Cortes, pero ante tamaña tragedia en la ciudad se vieron en la obligación de regresar para compartir duelo con sus gentes y supervisar el estado de sus bienes.

—Vean, vean la sarracina que hubo por aquí —indicó Galdós, señalando un extraño artefacto en el exterior del jardín—. ¿Ven aquel mamotreto de metal de allá abajo? No sé qué puede ser… tal vez un trozo de bastidor o vaya usté a saber… Pues debió de atravesar por aquí mismo, se llevó por delante tres manzanos que tenía plantados, destrozó el muro y fue a parar a donde ustedes lo ven. Si en su trayectoria hubiese volado cinco metros más hacia allá, habría destrozado la casa. En la prensa decían hace dos días que a una señora en Peñacastillo y a otra en Corbán las mató un calabrote de esos gruesos y bien trenzados que, claro, volando por los aires, son como un pesado proyectil capaz de destrozar cualquier cosa.

 

—¡Qué atroz! ¡Qué atroz! —se lamentaba Pereda—. ¿Hasta Corbán llegó? Eso serán más de cinco kilómetros.

—Y hasta Maliaño —puntualizó don Marcelino—. No sé si ustedes conocen, hay una ermituca románica allí en San Juan que dicen ha quedado casi en ruina también por el impacto de unos restos del barco.

Morante no quería quedar atrás en el tremendismo de los comentarios:

—Hay muchos desaparecidos que no creo que encuentren. Entre estos y los cadáveres contados, suman ya más de quinientos muertos. Es posible que lleguen a los seiscientos.

Esta última conclusión, que todos conocían, trajo unos instantes de silencio. Un silencio que no incomodaba a nadie, pues desde unos días antes estaban hechos a él. Todo había sido silencio durante varias jornadas. Ahora, bendito sea, los operarios, trabajadores, particulares y familias ya se permitían, sin duda como terapia, vocearse en las tareas de limpieza de la vía pública, arreglo de calles y casas, y transporte de restos y materiales. Eso sí, más allá de los gritos de organización, no quedaba más que silencio.

Galdós ofreció un vaso de naranjada con burbujas a los últimos en llegar.

—Gracias —se relamió Pereda. Y tras un primer sorbo añadió—: Este jugo de naranja es lo mejor de los últimos diez días.

—Según dicen —intervino Morante—, nos engañan: estos refrescos tan ricos no tienen nada de natural. Aunque pone que es de naranja, el sabor lo consiguen artificialmente.

Don Marcelino intervino con su sonrisa pícara:

—Eso mismo le dijo el dependiente del café de San Jerónimo al bueno de Juan Valera. ¿Y saben lo que le respondió el viejo tras beberse dos seguidos un día de ese calor madrileño que le deja a uno planchado? Le dijo: «¡Pues engáñame tú también, majadero!».

Todos quisieron reír, pero no se vieron capaces. Y, tornando el semblante a la severidad, añadió:

—Era la festividad de San Martín de Porres. El día del Machichaco cumplí treinta y siete.

—¿Lo vio usted, Pereda? —preguntó Galdós—. ¿Vio el incendio y la explosión?

—No. Había salido de la ciudad dos días antes, como ustedes…

Todas las miradas se dirigieron entonces a Morante Serna, que era quien más tiempo pasaba en Santander.

—Sí, lo vi.

Gran pausa.

—Y me acerqué al muelle como quien va a ver un espectáculo.

Tras unos segundos prosiguió.

—Salía yo del archivo de la catedral a media mañana, por cosas de música, ya saben, y en estas que escuché la conversación de dos muchachos que caminaban llevándome un par de metros la delantera. Algo les oí sobre un fuego a bordo y no le presté más atención. Pensé que, en caso de que fuese algo de cierta grosura como para despertar interés, ya nos enteraríamos por la prensa al día siguiente. No rumié el caletre en ello ni medio minuto, teniendo en cuenta que, habiendo lugar sobre el mar, poco bien ha de darse para no hallar una bomba que esparciese agua al foco del incendio, que había de estar ahí mismo. Fue durante el almuerzo cuando me llegaron voces a través de la ventana abierta y, al asomarme, un raquerillo desarrapado, de los que van siempre descalzucos vendiendo angula, le gritaba a otro que le preguntaba por qué corría:

»—¡A ver un vapor que se quema atracao al tercer muelle!

»La calle parecía tener solo un sentido, pues nadie subía: todo el mundo fluía hacia el puerto. Sí, como si fuese un espectáculo de ver. ¡Qué error!

Galdós interrumpió:

—No se culpe, amigo, ni culpe al vulgo por ello. No hay muchas cosas más de ver que la formidable escena de un gran vapor ardiendo. Sin dudarlo, de haber estado aquí, yo no habría faltado. Y en primera fila. Casi doy por hecho que habría muerto, porque no habría escatimado en codazos para situarme en buena perspectiva. Es más, no habría perdido detalle para poder escribir sobre ello. Claro, que nadie imagina que va a ocurrir tamaña desgracia. Y, aunque así fuera, háganse cargo: ¿acaso culparían a Plinio por haber narrado la destrucción de Pompeya?

Ni Galdós ni Morante repararon en la breve mirada y el ligerísimo conato de sonrisa cómplice que intercambiaron Pereda y don Marcelino. Serna retomó su relato:

—Así pasé a formar parte de aquel rebaño que se conducía solo hacia el muelle de Maliaño, donde se hallaba atracado el buque. La gente hablaba de «vapor», no de «barco», pues todos parecían conocer la diferencia técnica entre un navío que echa humo y se desplaza sin vela y una embarcación corriente. El Cabo Machichaco no era nada corriente. Como saben, fue armado en Inglaterra y adquirido por la compañía vascongada Ibarra. Era una mole compacta de acero, con aspecto de que ninguna contrariedad podría torcer su orgullo. Llevaba en Santander ya varias semanas, pues había estado atracado al fondo de la bahía, hacia Pontejos, debido a la cuarentena que traía al venir de Bilbao, ciudad que, por cierto, aún sigue declarada en epidemia de cólera. La mercancía que traía en su línea regular hacia Sevilla era cosa normal en un carguero, salvando la excepción de unas cincuenta toneladas de dinamita distribuida en un montón de cajas. ¿Se imaginan? ¡Cincuenta toneladas! ¡Cuando tan solo un cartucho es capaz de abrir un boquete en una peña y despedazarla! Para colmo, debía de estar toda amontonada en un mismo lugar hacia la proa. A mí me parece una imprudencia espantosa el transportar semejante carga toda junta. La cuestión ahora consiste en saber qué produjo el fuego. Hay quien dice que, entre la carga del barco, había una importante cantidad de ácido sulfúrico, que como ustedes saben, es un producto seguro cuando no entra en contacto con otros elementos, pero resulta altamente inflamable al contacto con agua, por ejemplo. ¿Será cierto que alguien pudo haber cometido la imprudencia de colocarlo en una sentina de proa, por donde circula el agua que entra y sale de los costados de la nave? En cualquier caso, a las dos de la tarde la columna de humo ya dominaba la bahía y el olor a quemado se percibía en varios kilómetros a la redonda, tal como dice la gente.

»—¡Al principio de to, el humo subía blanco! —escuché decir a alguien mientras aquella espantosa aparición de jirones naranjas crepitaba siniestra entre el humo negro y, como los antiguos ifrits, los genios de Las mil y una noches, ascendía metros y metros. La gente se maravillaba y casi adoraba a aquel nuevo becerro de oro, por ser un suceso absolutamente fuera de lo cotidiano. Ante la hipnótica visión, nadie parecía poseer de pleno sus facultades de cordura para dilucidar con claridad que nada bueno podía resultar de aquello. Al contrario, se ve que el poder de lo tremendo, cuando va unido a lo violento y lo feo, es percibido por el ser humano con una potencialidad de atracción muy superior a lo que es sencillamente bello. Somos seres débiles: admiramos no poco lo hermoso del crepúsculo, pero mucho más nos atrae la vesania que provoca el rayo. Vemos en ello una fuerza superior que tendemos a relacionar con lo extrahumano y, por tanto, con la divinidad. Embobada estaba la multitud, pues nunca habíase visto tal cosa en Santander y todos pensaban que jamás habríase de volver a ver, cuando de la negrura surgió súbitamente un rugido monstruoso que vomitó su fuego a una nueva altura. Del mismo modo en que la insignificante congregación de hormigas huye atemorizada de su hormiguero en todas direcciones cuando se manifiesta el peligro, así se espantó la muchedumbre, que trataba de escapar de la recién abierta puerta del infierno. En carrera hacia el norte, pero con el cuello girado hacia el sur me llegué hasta el pie mismo de la catedral, donde junto a centenares de otros huidos, permanecimos sin poder dejar de mirar aquella estampa bíblica.

»El buque era inmenso. Sobresalía varios metros por encima del nivel de la dársena a pesar de la marea baja. Y sobre aquel luciferino pebetero de proa, las llamas de mil demonios continuaban ofreciendo su sacrificio a la bestia del Apocalipsis. Sobre la popa, el alcalde y el gobernador civil, entre otro personal numeroso, seguían de cerca las labores de extinción y de evacuación de la carga del barco. Vimos cómo sacaban cajas y más cajas, que iban quedando apiladas a una distancia que, no me queda más que suponer, ellos consideraron prudente. De nuevo nos llegó el rumor de que la mayor parte de las cajas y contenedores que sacaban del buque poseían dinamita y que, por tanto, la mercancía peligrosa se encontraba ya a salvo. Al parecer, aquello debió de tranquilizar al gentío que, pertrechado de la confianza que otorgaba la visión de las autoridades municipales sobre el puente, tornó al borde del dique. Había allí de todo, niños, jóvenes, mujeres y ancianos. Los niños, sentados con las piernas colgando sobre el mismo muelle, como cuando echan sus aparejos para pescar salmonete, lanzaban sus infantiles exclamaciones hiperbólicas ante la visión del mismísimo Satán.

»Siempre, desde niño, me tuve por miedica y asustadizo. Hoy reconozco en ello no el defecto de la cobardía, sino la virtud de la prudencia. ¿Cuándo en nuestra tradición judeocristiana ha sido digna de adoración la imagen del infierno? ¿Cuándo el horror ha traído el bien? Decidí entonces que debía tratar de apartar de allí a cuanta gente pudiera. Me apresuré al muelle gritando como un poseso para que se alejase todo el mundo del lugar. Aquellos a los que zarandeaba y a los que desplazaba de su sitio a codazos me increpaban:

»—¡Oiga, oiga! ¡Deje de molestar! ¡No golpee a la gente, desvergonzado!

»Al llegar al dique agarré a varios de aquellos niños y les grité que se marchasen a lugar seguro inmediatamente. Ellos se zafaban de mí y volvían a sentarse. Sin duda me consideraron un loco de los que predican el fin del mundo y a los que había que ignorar. Me encontraba en un estado de enajenación a pesar del cual no dejé de entender a varios adultos que decían con evidente malestar:

»—¡Deje en paz a los niños, hombre! ¿No ve que no hacen ningún mal? ¡Que no es el demonio, hombre, que es solo un incendio!

»—¡Pero que hay dinamita! ¡Que puede explotar todo! ¡Márchense bien lejos! —me desgañitaba, seguramente con la apariencia de un fanático.

»—¡Que la dinamita la han sacao! —me trataba de explicar, cargado con la autoridad de toda la razón del mundo, uno que tenía aspecto de ser el sabiondo más bocazas de… de… de… Que Dios lo tenga en su Gloria.

»Algo me decía que la maldición aún no se había manifestado totalmente, sino que tan solo estaba gestándose en ese núcleo de llamas antes de expandirse por el puerto. Escapé de allí abriéndome paso a empellones y exhortando a todo quisque a grito pelado que se pusieran a salvo. Curiosamente mis lágrimas de rabia no se debían a que me sintiese avergonzado como cobarde, que es lo que con mayor lógica debía de sentir, sino a la impotencia por no poder convencer a aquella plebeya caterva de que lo que estaban viendo no era cosa digna de admirar. El fuego, lejos de extinguirse, perseveraba más vivo a cada hora. Me preguntaba cómo era posible que aquel bicho, que era puro acero, ardiera de aquel modo. ¿Qué podía estar consumiéndose en su interior para que el fuego no pudiera ser sofocado? ¿Madera? ¿Mercancía? ¿Tejidos? Cualquier cosa debería dejar de arder con el agua que le estaba cayendo encima. Todo excepto alguna sustancia especialmente peligrosa. La presencia de ese maldito ácido sulfúrico lo explicaría bien, pues el agua empleada para apagar el incendio, lejos de cumplir su cometido, alimentaba a la bestia, cada vez más poderosa y destructiva.

»Lo que ocurrió después ya lo conocen ustedes. Ante la imposibilidad de acabar con el incendio, hacia las cuatro y media de la tarde se decidió hundir el Cabo Machichaco, cosa que por sí sola implica veladamente la existencia de una evidente amenaza. ¿Por qué hundirlo si no suponía un peligro? ¡Y los niños seguían en primera fila sentaducos en el dique! ¿No pudo indicar… alguien, desde a bordo o desde tierra, qué sé yo, que se alejase la gente de allí, que aquello era peligroso? En fin. Comenzaron a reventar el casco del vapor por proa para abrir vías de agua que acabasen con la flotabilidad del barco y que este, al sumergirse, provocase con su propio sacrificio la extinción del fuego. Quiero suponer que las autoridades sabían que quedaba mucha dinamita en las bodegas y que su pretensión era la de que al empaparse bajo el mar los cartuchos no pudiesen ya hacer explosión al contacto con el fuego implacable que aún habría de continuar varias horas. Yo subía ya la rampa más pindia de la cuesta de la Atalaya, desde donde en dos ocasiones me detuve para sucumbir a la tentación de una pequeña idolatría y admirar aquella espantosa pero formidable figura en negro como un abismo. En el exterior mostraba el maligno formas orgánicas semejantes a los rostros sufrientes del tártaro que trataban de encarnarse desde las llamas encendidas del interior. Su furioso rugido había alcanzado el máximo en ruido y, desde la altura, me pareció ver que la multitud comenzaba a retirarse de la primera línea. Llegando al Alta me senté a rumiar mi rabia tras un sauce, de espalda al puerto, y allí colgué mi arpa al igual que los antiguos israelitas: es decir, sin fe y sin esperanza rompí a llorar. No duró mucho mi sufrimiento individual, pues justo entonces llegó el momento de la explosión.

 

»El estruendo es indescriptible. No hay un ruido en el mundo que se lo acerque. Un trueno… un trueno es una bendición de la naturaleza comparado con esto. El trueno que resuena tremebundo cuando cae a tu lado es la voz de un Dios superior que muestra con su poder implacable que todo está en orden en el universo. Pero esto es otra cosa. Si el mismísimo Satán se manifiesta en toda su maldad y decide romper la Tierra en dos… si el planeta revienta completo desde el núcleo… si la luna se precipita sobre una ciudad entera… son cataclismos que han de sonar parecido. Un violento golpe de viento caliente acompaña el estruendo. Los instantes posteriores quedan borrosos en mi memoria. Recuerdo un golpe seco en la espalda, que tenía apoyada al tronco del sauce, un zumbido en los oídos y la sensación de embotamiento de todos los sentidos. Creo que durante unos minutos me mantuve a gatas, aturdido, desorientado y sin consciencia de mí mismo, tratando simplemente de mantener el equilibrio. Ignoro el tiempo que transcurrió hasta que pude volver a escuchar. No había sino silencio, pero lo escuchaba entre la negrura de un humo que todo lo envolvía. Entonces comienzo a hacerme preguntas. Llevo un rato apoyado con las manos en la hierba, pero ¿por qué? Tampoco acierto a recordar el motivo que me ha llevado a este sauce, de cuyo tronco se desprende un velo de humo blanco, provocado por un objeto negro en él incrustado. Todo se ha ennegrecido. Veo árboles negros, edificios negros, mis brazos negros. El tronco del árbol me ha protegido de la sacudida principal. Recuerdo entonces la imagen del Machichaco en llamas y lo busco allá abajo, en la bahía hacia el sur… pero no se distingue nada, solo queda niebla negra. Miro el objeto humeante que ha ido a golpear el sauce e imagino de manera natural, sin más, que ese golpe en mi espalda se debió al impacto de dicho objeto en la madera. Mas sigo sin preguntarme el porqué de todo aquello. Poco a mi derecha según miro al mar se ha producido un gran destrozo, visible en un aparatoso socavón, el tronco negruzco de un plátano arrancado y desplazado varios metros de su raíz y, como prueba de la autoría de tan onírico ataque, un pesado objeto candente, no muy distinto a la mole de metal que nos ha enseñado don Benito ahí fuera. La luz se hace casi de súbito en mi mente con el sentimiento aterrador de reconocer lo que parecía la verdad. Yo estoy vivo y todo esto es real. He perdido la consciencia por una explosión que ha de venir del vapor, en el que, sin duda, debían de quedar unas cuantas cajas de dinamita. Y si la onda expansiva me ha alcanzado a mí a tal distancia y tal altura, ¿qué no habrá ocurrido a la multitud congregada en el muelle? Unas doscientas personas… tal vez trescientas… ¿quinientas? ¿Cómo pueden haber sobrevivido? No, no: no pueden haber sobrevivido, es imposible, pero no puede ser que hayan muerto doscientas personas así, eso nunca ocurre… no es concebible…

Los tres escritores de San Quintín respetaron el instante de silencio en el que, sin duda, Morante rememoraba su pulular por el purgatorio de la cuesta de la Atalaya hacia el infierno, el aire negro, el caos de despojos y lodo mezclado con sangre, la ausencia del barco en su muelle…

—Todas las autoridades locales han fallecido —indicó Galdós—. La gente está volcada en la recuperación y la recogida de restos. Demasiado bien nos hemos organizado para no contar con medios ni infraestructura.

—Cierto, cierto —intervino Pereda—. El ser humano es bueno por naturaleza ante la adversidad. Las muestras de caridad están siendo verdaderamente reconfortantes, tanto en la atención a heridos, como en ofrecer comida a los que trabajan en limpieza, en el consuelo a las familias…

—Nosotros hemos estado fuera los días más difíciles —dijo don Marcelino—, pero los santanderinos habéis estado bravos en el trabajo. Sois un ejemplo de abnegación, amigo Morante.

Continuó Morante Serna:

—Ya parece que la ciudad vuelve a querer empezar a funcionar con sus mercados, sus oficios. Tardaremos… sobre todo la reconstrucción de las casas del puerto, casi todas en ruina. Tenemos puesta nuestra fe en el Todopoderoso y nuestra mirada fija en un minúsculo halo de esperanza: concebimos la existencia de un nuevo Santander moderno y hermoso para el futuro.

—¡Qué gran regidor pierde la ciudad con tu partida a París, Morante! —exclamó don Marcelino tomando a su amigo por el hombro. Pereda y Galdós fijaron la vista en los vasos que sostenían—. Precisamente quería comentarles algo respecto a las labores de reconstrucción. Como saben, les convoqué hoy a nuestra tertulia de San Quintín con el fin de enseñarles algo relacionado con el Machichaco que ha caído en mi poder.

Antes de continuar tomó un sorbo de su naranjada y se aclaró la voz.

—Algo que, sin duda, va a despertar su interés.

CAPÍTULO 2

París, 1959. La gran ópera española del siglo XX.

Aún sin haber cerrado la puerta del taxi, el director de cine Gunter Miller y el productor Aaron Bernstein echaron un vistazo alrededor de la plaza Vendôme.

—Buen escenario este para un rodaje, ¿eh? —dijo el director.

—Si estás pensando en la última de Billy Wilder, te conviene saber que no pienso poner un dólar más de lo convenido —respondió el productor—. ¿Sabes cuánto se le disparó el presupuesto solo por las escenas rodadas en esta plaza? Si ya París es caro, los hoteles de Vendôme son prohibitivos.

—No te hagas el duro conmigo, Aaron. Ya hablaremos de extras económicos en cuanto te haga la previsión de ganancias de la película.

—Más ganaremos —zanjó Bernstein— si lo arreglamos con unos buenos decorados en los estudios.

Con su gabardina sobre el brazo, ambos hombres se presentaron ante la recepción del hotel Ritz. Un amabilísimo empleado les dio los buenos días en inglés, pues a dos norteamericanos en la Europa de los años cincuenta se los distinguía a la legua.

—¿Cómo puedo ayudarlos, señores?

—Buenos días. Tenemos una cita con el señor Simancas.

—Disculpe, ¿con quién?

—Simancas, compositor.

—Oh, sí. Los está esperando en su suite. La 301. Thierry los acompañará. Thierry, por favor, ¿puede acompañar a los señores a la 301?

Dos horas más tarde, los americanos salían del hotel con la mejor de sus sonrisas. Si todo iba según lo acordado, en dos años su película subiría a las pantallas con la garantía de éxito de una de las majors entre las productoras cinematográficas de Hollywood. En la 301, Emiliano Simancas se recostó en una confortable butaca, con los pies en alto, la prensa variada sobre la mesilla y un almuerzo recién traído por el servicio de habitaciones. Valoraba el alcance de su éxito. Desde el estreno de su única ópera, La enamorada Altisidora, en Madrid en 1958 había transcurrido un año dorado para él. La obra fue aclamada como nunca por el público madrileño. La crítica no escatimó en dedicarle los más encendidos elogios y su fama trascendió los ambientes culturales de todo el país. Emiliano Simancas se convirtió así en el faro intelectual de una España que necesitaba aclamar a nuevas glorias musicales. Barcelona apostó fuerte por su ópera, que esperaba con los brazos abiertos y París se quiso adelantar con un estreno europeo que no fue menos exitoso. El compositor paseó triunfante por el vestíbulo de la Ópera Garnier, recibiendo saludos de personalidades políticas y culturales del país; la orquesta recibió la orden de interpretar los himnos nacionales francés y español a la entrada de los ministros de ambos países, la prensa especializada estaba toda allí preparada para refrendar la opinión unánime que había vertido en Madrid el año anterior. Simancas alcanzó Le Figaro y comenzó a degustar desde la primera línea y por segunda vez el artículo que ya había leído por la mañana.